LA REVOLUCIÓN

 

          El cargo de alcalde era codiciado en esos tiempos por los vecinos más respetables de la colonia. Daba a los que lo desem­peñaban cierto prestigio de autoridad, que solía exteriorizarse en los actos oficiales, en un apretón de manos por parte del administrador o el enviado extraordinario de la Jewish. Presen­ciaban los colonos la sencilla ceremonia de la visita de tales per­sonajes, y un vago respeto les invadía al ver a su representante departir con ellos en tono familiar. Se le designaba pompo­samente con el título de alcalde, pero en realidad sus funciones eran reducidas y mediocres. Consistían en gestionar ante la Administración los pequeños pleitos de los vecinos, el cambio de un yugo, de una vaca que resultara en extremo indomable o bien el caballo, mancado en un accidente cualquiera. Sin em­bargo, suscitaba las luchas y las pasiones que suscitan los cargos públicos en las sociedades bien organizadas.
          Se elegía el alcalde, según los cánones democráticos, en asam­bleas preliminares y reuniones tumultuosas, en las cuales los judíos más apacibles se exaltaban en la oratoria jacobina de las controversias.
          En la época a que me refiero terminaba su período rabí Isaac Stein. Veintiocho colonos formaban el sólido grupo de la opo­sición y varios permanecían adictos al alcalde. La situación era grave y el comentario de la sinagoga enunciaba una inquietud angustiosa cuyo estallido se temía.
          Un sábado a la mañana, en el patio del rústico templo, la gente conversaba sobre tales asuntos y empleaba las palabras más duras para calificar al humilde funcionario.
          Rabí Israel Kelner construía frases agresivas; rabí Abraham, sobrio y mesurado, asentía alisándose lentamente la hermosa barba; Jacobo, el peoncito, siempre bien informado, intentó referir un hecho que, a su juicio, era vergonzoso para Stein.
-Una vez -dijo- estaba yo en la herrería de la Administra­ción...
Rabí Israel, solemne en su túnica ritual, hizo un gesto pa­ternal, y afirmó:
-Los niños no deben ocuparse de Política; rabí Isaac es, ante todo, un anciano respetable...
          Jacobo lo miró con fijeza, arreglóse el chambergo y después de subir un tanto el tirador, donde brillaba el mango de un cu­chillo y las boleadoras de plomo contestó con forzado reposo:
-Tiene razón, rabí Israel; pero si los niños no deben ocu­parse de esas cosas, no debía pedirme que vote por usted...
          Rabí Abraham tosió discretamente y Kelner trató de son­reír. Viejos y jóvenes, sumidos en molesta expectativa, aguar­daban en silencio. Por fin, Kelner se aventuró:
-Eres siempre el mismo muchacho; a nadie respetas... En­tonces, decías que estaba en la herrería...
-En la herrería de la Administración -contestó Jacobo-. Había ido a buscar una reja. Estaba allí rabí Isaac, que todavía no era alcalde. AI irse éste, el herrero notó que un rollo de alam­bre disminuía a medida que se alejaba. Comprendió el presti­gio en seguida, anudó la otra punta del rollo a un poste y nos llamó a todos. Isaac Stein iba a trote lento, por el sendero de la loma, sobre su pingo azulejo. De pronto el alambre se estiró en el aire como una cuerda, y resonó una larga vibración. Rabí Isaac describió por encima de la cabeza del animal un corto círculo y cayó con la pesadez de un fardo. Se levantó con difi­cultad, desanudó el alambre de la argolla de la cincha, miró hacia nosotros y montando de nuevo, prosiguió el camino.
          A la noche, hablándome del suceso, me dijo:
"-¿Has visto, Jacobo, lo que ocurrió? ¡No sé quién me ha­brá enganchado el alambre!..."
          Otros contaron cosas no menos interesantes y se llegó a la conclusión de que el alcalde humillaba a la colonia.
-Yo le pedí que me haga cambiar un yugo -exclamó uno-; pues ya han pasado tres meses y todavía no lo he conseguido.
-¿Y la Rosilla? Aún no me ha dado otra vaca. La mía es chúcara y no se puede ordeñarla ni maneada ni atada.
          Las quejas contra rabí Isaac continuaron. Cada uno expuso de modo iracundo reconvenciones de la misma índole, mien­tras adentro voces roncas rezaban en coro.
-Ahí viene el alcalde -anunció Jacobo.
          En el camino polvoroso, la silueta de rabí Isaac se divisaba en toda su anchura. Acercóse con una sonrisa llena de amparo, saludando en tono muy afable:
-¡Buen sábado, hebreos!...
-¡Buen sábado, buen año! -le respondieron.
          El alcalde notó en la sobriedad excesiva de la respuesta, que el ambiente no le era muy favorable y decidió conquistar la simpatía de sus enemigos. Dijo:
-¡Hermoso día hoy!... Es un placer que sea sábado, pues así podemos descansar de la semana, gozar del aire excelente y los jóvenes pueden divertirse a gusto.
Israel Kelner, que se preciaba de ser un hombre ecuánime, respondió:
-Es verdad.
Esto alentó al alcalde. Su palabra fácil se desató en una char­la contemporizadora y amable, con un elogio para cada uno. Al pasar, la tarde anterior vio el trigo en la era de Guintler.
-¡Magnífico trigo! -exclamó con gesto expresivo, descri­biendo el panorama de la extensión cubierta por aquel oleaje denso y verde-, ¿Y la huerta de Kelner? -Agregó: -¿En qué colonia, rabí Israel, dan los ojos con cosa igual? Regocija verla.
Kelner repuso:
-También he trabajado.
          El alcalde ni siquiera olvidó ser agradable a Jacobo, a quien palmeó un hombro, preguntando:
-¿Y tu petizo? Tienes un petizo que envidiaría un príncipe: y vale todos los dineros. ¿Sabes? Te lo cambio por mi mejor caballo.
-Hará un mal negocio -contestó Jacobo-; el petizo es un poco arisco y hay que saber montarlo...
Stein, que esperaba una respuesta más cortés, advirtió que debía decir las oraciones. Púsose la túnica y entró.
Las elecciones se anunciaban para un mes después. Kelner prometió a la oposición ocuparse de asuntos serios y gestionar la construcción de una escuela y de la sinagoga.
Hizo la promesa en un discurso, en casa de Guintler, y re­prochó a Stein su indiferencia y su ingratitud. Y fue elegido.
Sus amigos de antes no tardaron en hallarle defectos. Como Stein, tardaba en proporcionar a los vecinos nuevas herramien­tas y, además, mostrábase orgulloso y despreciativo. Una vez, en la oficina de la Administración, el matarife le pidió que le trami­tara el cambio de un arado, que se destrozó casi por completo al espantarse la yunta de bueyes. Era época de remoción y, por lo tanto, el pedido urgía. Kelner tuvo la audacia de contestar:
-¡Déjeme, estoy ocupado ahora!...
El hecho se comentó con disgusto y la ofensa inferida a un hombre tan prestigioso como el matarife llenó de indignación a las mujeres.
-¿Quién lo hubiera creído? -decían.
-¡Esto merece un castigo!
          La actuación del alcalde dio lugar a un movimiento de im­portancia, encabezado por rabí Isaac Stein, según una costum­bre venerable por lo antigua, que colocaba al alcalde anterior frente a los vecinos descontentos, que formaban generalmente la mayoría de la colonia. Asambleas agitadas celebráronse con frecuencia, y en una de éstas se trató la manera, más oportuna para destituir a Kelner.
          Graves controversias y discusiones ardientes conmovieron a Rajil. Un día, el alcalde extremó su irregularidad hasta echar de su casa a Stein. La población estalló y se decidió una reunión para aquella misma noche. Fuéronse a los predios los jóvenes, y las viejas se congregaron en la sinagoga para meditar los acon­tecimientos.
-¿Qué les parece si fuéramos a ver al alcalde? -preguntó rabí Abraham.
Discutieron el arriesgado propósito, y concluidos los rezos cotidianos, se encaminaron hacia la casa de Kelner, en el extre­mo de la minúscula aldea.
Eran ocho vecinos. Avanzaban por el camino con paso len­to, en filas de dos, y el viento movía sus grandes barbas.
Al pasar delante de la primera vivienda, las mujeres, entre­gadas a las faenas domésticas con escobas y rastrillos, indagaron el motivo de la inesperada procesión. Uno de ellos explicó, ha­ciendo un airado ademán:
-¡A ver al alcalde!
Se agregaron a la resuelta columna, y de las casas que que­daban en el camino salieron mujeres para engrosar la masa im­ponente.
-¡Le pediremos los libros! -gritó una mujer.
-¡Los libros! -gritaron todos,
Tales libros consistían en un cuaderno facilitado por la Ad­ministración, en que el alcalde anotaba el pedido de los veci­nos; era el símbolo más visible de su autoridad.
Kelner, alarmado, apareció en la puerta, y al aproximarse la gente interrogó con voz poco segura;
-¿Qué quieren ustedes?
-¡Queremos los libros!
-¡Los libros! -repitieron todos.
El alcalde trató de convencer a los exaltados, pero sus esfuer­zos resultaron inútiles. Era posible disuadir a los hombres, mas no así a las mujeres, cuya ira aumentaba el acento suave de Kelner.
Este exclamó, por último:
-¡Son cosas que no deben tratarse con mujeres!
-¡Qué ha dicho ese monstruo? -exclamó una.
Y otra por toda respuesta arrojó la escoba a la cara del alcal­de. Fue la señal de la revuelta. Las mujeres asaltaron la casa, destruyendo lo que hallaron, y por fin dieron con el precioso cuaderno.
La esposa de Stein se mostró en la angosta ventana exhi­biendo triunfalmente el cuaderno, y la columna tumultuosa se puso en marcha bajo el ondear victorioso de escobas y ras­trillos.
Tal es la historia de la revolución de Rajil, que se parece a todas las revoluciones de que nos habla la historia.