LA MEDALLA

 

Cuando los años me hicieron dejar la oficina,

los viejos empleados se juntaron hacia el atardecer,

y después de levantar las copas

pusieron en mis manos una medalla,

grato presente que según la costumbre,

los hombres acuñan –penoso es decirlo-

en obstinada materia,

porque saben que el alma tiene hondones

y resquicios que al fin serán su ruina.

Acuden, pues, a la firmeza

del oro o del bronce

para dar ilusoria persistencia

al recuerdo que vacila.

 

Estuve, así, un momento

con esos compañeros afables y sencillos

a quienes apenas conocía,

pues nuestros vínculos eran los que impone el trabajo,

y en verdad sólo la inercia y el tiempo

promovieron la amena ceremonia,

en cierto modo impersonal,

dispuesta por aquellos obsequiosos

para despedir a una imagen periódica,

ya que nada sabían de mi esencia profunda,

plasmada en alegrías, deshonras y flaquezas.

 

Todo ocurrió como  en un libro,

como si fuéramos vagos signos,

pero las formales palabras de encomio

y la inmutable ofrenda con mi nombre

espejaban veraces

el cuidado que ponen los mortales

en sostener y afianzar la cosa incógnita,

la vaporosa vida.

Se apagó la amable tertulia,

y mientras unos pocos prolongaban el diálogo,

agradecí su presencia y busqué la calle.

Cuando descendía la escalera,

como quien vuelve a sí mismo y quiere andar solo,

pensé en la fiesta ya desvanecida,

y me dije que el obsequio perenne

también se disipaba en aire y sombra,

pues pude vislumbrar

-triste menos por mí que por todos los humanos-,

que la inscripción del metal perdurable

se borraba y perdía de modo extraño.

 

Sentí,  entonces, que esa anulación instantánea,

contra la cual levantamos dignidades y valores,

nos enseña que es mejor perder de una vez

lo que habrá de perderse.

Y también me fue dado imaginar

que la medalla del agasajo,

símbolo que al olvido lleva una vana guerra

y parte de la intriga benévola

que nos miente sustancia y nos ayuda,

iría a parar al fondo de un cajón,

y allí quedaría, ya nivelada con todo

lo que integra y devora el pasado,

desde el diamante hasta el hombre,

tan tenue y enigmática como la misma vida.

 

(De “Poemas inéditos de distintas épocas”)