EL DEGÜELLO

Ya dio el áspero clarín

su mandato sanguinario

y en el oscuro escenario

la lucha toca a su fin.

Se estremece el paladín

al oír el toque fiero

y desnudando el acero

o enarbolando la lanza,

pregusta ya la matanza

como un tigre carnicero.

 

El arma gaucha describe

un círculo de locura

que rubrica la bravura

de los lanceros de Oribe.

El vencido que percibe

su fatídico destello,

cree sentir en el cuello

la hoja de los facones

en que abdican los rejones

cuando se toca a degüello.

 

Un recio bote le alcanza

y por la espalda le cruza

con la frialdad de su chuza

ensangrentada una lanza.

Un federal se abalanza

sobre el cuerpo del caído

y entre el salvaje alarido

que suelta al viento el montón,

busca el mellado facón

la garganta del vencido.

 

Enarbolada como una

siniestra y roja presea,

la testa trunca chorrea

clavada en la media luna.

La torva expresión hombruna

infunde cruel desconcierto,

hay en el ojo entreabierto

fantasmagórico brillo

y espanta el tono amarillo

que cubre la faz del muerto.

 

Cual protesta humanitaria

el cielo al naciente queda

casi azul como la seda

de una golilla unitaria;

mas la visión sanguinaria,

inexorable y brutal

surge en el ocaso tal

como si en el bárbaro arresto

la tarde se hubiera puesto

un gran moño federal.

 

Como un vasto matadero

queda el campo ensangrentado.

El degüello ha epilogado

ferozmente al entrevero.

Va llevando el montonero

su abominable presea,

el despojo que gotea

sangre negra en la moharra…

Si parece que la garra

de la muerte lo pasea.