CANTO III – EL SUEÑO DE LA SELVA

Montiel, región de fábula, reinado

que custodian fantásticos vestiglos,

está en su soledad como abismado

desde hace muchos siglos.

 

Sueña el hosco monarca

tendido en su dominio misterioso

que una extensión incalculable abarca.

Riza la crin del monstruo silencioso

el vuelo de las aves carniceras

y allá, de tanto en tanto,

le regala el bramido de las fieras

su melopea de infernal espanto.

 

Bajo la espesa ramazón circula

como sangre del mundo, el arroyuelo

que a largos trechos su cristal azula

en una fiel duplicidad de cielo.

 

Los claros del follaje

dan la impresión de que la Selva hubiera

plegado su ropaje,

para que hasta la entraña traicionera

la claridad del firmamento baje.

 

El viento apenas en su flauta exhala

un monocorde acento suspirante

y no se atreve a desplegar el ala

con miedo de que el monstruo se despierte

y quiera en un instante

mostrar su garra inexorable y fuerte.

 

El pájaro escondido

con un desborde musical irrumpe

desde la rama en que formó su nido,

pero a poco su música interrumpe…

 

Mas la tacuara diminuta y grave

su voz inmune en la quietud levanta,

porque el siniestro rey enternecido

no sabe todavía si es un ave

o si es apenas una flor que canta…

 

Ella en cantarle y en volar se empeña

(es un ritmo y un ala su destino)

y al Monte como un título le enseña

con la inmensa virtud de ser pequeña,

la alta y sagrada profesión del trino.

 

Sendero que devora la maraña

desconcierta su rumbo y extravía,

pues llega escaso a la abismal entraña

el poderoso resplandor del día.

 

Entonces, sólo el gaucho levantado

contra la Ley, en su jornada errante,

penetró al laberinto inexplorado

y midió su grandeza obsesionante.

 

Las densas, apretadas ramazones

al nómade infeliz brindaron techo,

y cuando el hombre se miró en el pecho

rasguñado por todos los pesares,

se hermanó con los perros cimarrones

y buscó la amistad de los jaguares.

 

No hallando en su orfandad otro camino

que el de la Selva cómplice y amiga,

en un duro intervalo de fatiga

anudó con la Selva su destino.

 

A igual que el pobre lobo de Francisco,

bajo la rencorosa saña humana

hasta rozar la bestia se hizo arisco,

y como en el regazo de una hermana

volcó su corazón en la espesura

que mejor que las almas se renueva,

y retoñó en la sombra su bravura

para una gesta nueva!

 

Habló con el temido, cara a cara,

y en su ostracismo bochornoso y largo,

le presentó como divina seña

un trino… pero un trino muy amargo…

Y como la tacuara,

mostróle su alma, -un poco más pequeña,-

grande a su modo pero nó tan clara.

 

Duerme Montiel su sueño milenario.

Los Ríos, con sus hálitos más frescos,

halagan al Cacique solitario

como dos abanicos gigantescos

que fueran dos barreras naturales

de la heredad, y a ras de cuyas olas

los discos de las lunas estivales

brotan como tremendas amapolas.

 

Y en las visiones que el ocaso fragua

sobre el caudal movible y agitado,

su tumba con el sol dentro del agua

la cabeza de un indio degollado.

 

Montiel entonces la melena agita

pues la ficción por verdadera toma,

y su pecho palpita

y la garra se asoma…

 

Y cuando su inquietud sale al encuentro

del recuerdo obsesor que lo despierta,

oye bramar adentro, muy adentro,

los manes vivos de la tribu muerta!