RECORDANDO A ANDRÉS

Por Matilde de Elía

Tengo que agradecer, antes que a nadie, a Concordia que hoy recuerda a Chabrillón en su casa entrerriana, en nuestra querida casa.

Y la memoria es hoy para el poeta que dijo una vez: “El recuerdo es la vida de la muerte”. El que días más estaría cumpliendo ciento once años.

El ‘gran olvidado’, que así dijera de él en una página del diario La Prensa, de Buenos Aires, el escritor Fernán Félix de Amador.

Desde sus tierras del Salvador, Juan Felipe Toruño, titular de la cátedra de literatura universal de su país, pregunta “¿Qué se hizo Chabrillón? ¿Murió? ¿Vivía en una ciudad de América, Argentina tal vez?”; el pié de imprenta de su primer libro situaba a Herculano, como origen.

Y en su libro “Los Desterrados”, pregunta sobre la existencia de este poeta el doctor Mayorga, en Punta Arenas, comentando: “Tipo extraordinario, lástima que no se le haya conocido, cual lo merecía, este hombre dotado de un talento poético superior” (así hablaba Chile). “Quién sabe”, (augura Alejandro Sux) si hoy se encuentra en París, enredado en su bohemia y no ha escrito más”.

Ivan Goll, desde su libro “Les Cinq Continents” cita textual: “Rubén Darío (Nicaragua); Amado Nervo (México); Santos Chocano (México); Alberto Guillén (Perú); Andrés Chabrillón (Argentina); Vicente Huidobro (Chile)”; y yo me pregunto hoy: “¿Quién mató a Chabrillón? ¿Lo mató la provincia? ¿Lo mató el egoísmo de la gran capital del Sur? ¿Lo matamos nosotros? ¡Yo no!

 

En 1930 aparecía “Desnudez”. Tenía a mi cargo, como periodista, la crítica literaria en el Diario de Paraná. Entre lo que iba llegando, recibo un libro de versos, de un entrerriano, para mí desconocido… Andrés Chabrillón. Otros temas me interesaban entonces: Marconi había encendido su chispa desde Italia; Marañón descubría las glándulas y las hormonas; Spencer con su filosofía evolucionista; y Spengler y Ortega y Gasset, germanizando desde su revista de Occidente… Todos acá paraban nuestro deslumbramiento. La revolución comunista nos mantenía con un terror expectante, de futuro incierto. ¿Los poetas? ¿Dónde estaban? Al final, en las últimas páginas de la revista, con letra chiquita, como con miedo de nombrarlos, Ortega hacía el horror de publicar algo de un tal García Lorca, o Guillén, o Gerardo Diego, o Rafael Alberti, o Juan Ramón Giménez, estos que luego fueron la cabeza decapitada de España, rodando por el mundo… Y aquí, entre mis manos, vergonzosamente prosaicas, tenía un libro de versos que por primera vez leía temblando… Entrerriano y como yo, ¡de Paraná! (Bueno, nuestra asociación, creo que también nos ofrece su tribuna por primera vez…)

Lo cierto es la perennidad de la poesía. Cien años antes, cien después, Andrés está aquí, con nosotros. En una carta hallada hace 20 días, entre las páginas de un libro, por tan leído, ya muy quieto, como reverdeciendo un amor que perdure, encontré una carta desconocida. Puesta sigilosamente para tener presente a su autor; una carta que dice, ¡treinta años después de ausente!, “De la correlación de dos que tratan de ser cada vez más lo uno –acaso nuestra “aporía”, nuestro callejón sin salida- yo no puedo ni imaginar siquiera, que alguna vez, ausente ya, pudiera amortajarme tu olvido. Pero aún en trance horrible, no le reprocharía a la vida si ella colmara un nuevo sueño tuyo; ¡dulce sombra lejana que todavía sigues llenando mis brazos!” (Eso era el poeta Chabrillón). He violado una intimidad por creer que estas palabras son en cierto modo una profesión de fe; fe en perdurar – fe en el alma inmarcesible.

 

Ya Leopardi había dicho: “Poveri versi miei gettati al vento”… Y Chabrillón, hasta las once de la mañana del 7 de octubre de 1968 escribía versos… A las diez de esa noche estaba muerto. ¿Y saben qué escribía? Escuchen:

La vida de la muerte, la del dolor sin nombre Bien y mal confundidos;

Sócrates, la enseñanza y la cicuta

Como en un solo filtro.

Negra altura del Gólgota; Las alas del Maestro Para diseminar un Evangelio

En la entraña revuelta de los siglos…

y ella, la Única, la Vida, nuestra Vida

el panal y el veneno de lo tuyo y lo mío…

Luz en los ojos, y en la frente, hermanos

¡Hagámosla mejor, sentencia el juicio!

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¿Se cansaron? ¿Quieren que les cuente una anécdota? Treinta años tuve la dicha, tuve el honor, de que Chabrillón mantuviera conmigo una correspondencia intelectual ¡treinta años! A los diez conocí al poeta admirado. Un patriarca con su fecundo hogar de once hijos (Me quedé con la docena del frutero, decía riendo). Como quería Lenormand, en “El hombre y sus fantasmas”, nos seguía prodigando hijos y versos; como en un corso de flores, caían los jazmines… Más tarde, la soledad, la vida, esa que amábamos tanto, nos juntó. Chabrillón, el juglar, el amigo dominical del rancho del Yuquerí; el cocinero, el inveterado relator de sueños; el curioso de las constelaciones en las noches sin luna; se radicó en Buenos Aires. Entre un nido pequeñísimo y un bosque perfumado del Uruguay, repartíamos nuestra existencia. Aquí se celebraba una de las tantas Ferias del Libro. Allí reencontró sus grandes colegas. Con Enrique Banchs, viejos y alejados amigos, se abrazaron como dos adolescentes, reviviendo en otro planeta… ”¡Oh el Marqués del Lago! ¡Oh el gran duque del silencio y del misterio!” Así los había bautizado Huidobro (el chileno inventor del creacionismo), el mismo que, descubriendo el primer libro de Chabrillón escribiría “La Gruta del Silencio” parafraseando cada uno de los poemas de “La Luz de una Sombra” de Andrés. Estaba el Vizconde de Lazcano Tegui, aquel glosador de “La elegancia mientras se duerme”, compañero de la bohemia francesa, que ni era Vizconde, ni Lazcano, ni Tegui. Y estaba también el Milton argentino, nuestro gran ciego, a quien hasta hoy seguimos enriqueciendo su Paraíso Perdido para ofrecerle un reencontrado Paraíso de gloria. Me acerqué. Puse la mano de Andrés entre las manos de Borges. -“Maestro, está entre sus manos la mano de Andrés Chabrillón”. -“¿Cómo? ¿Vive Chabrillón?” Y hubo algo raro en su voz, en el volver la cabeza a un lado y otro, como buscando ayuda en alguien. ¿En quién? Porque los periodistas ¡oh los periodistas! habían resuelto que era suyo el título de fundador del movimiento postmodernista en América, con su primer libro en 1916, olvidando que ya en 1911, un muchacho argentino, entrerriano para más datos, tenía en su honor ese título, rubricado en una tarjeta que guardo como una joya, nada menos que del padre de ese movimiento, Rubén Darío, que le dice: “Recibí su libro. Gracias. Ya sé a quién dejo mi antorcha encendida”, fechado 1912… Y en una vieja y amarillenta página de Caras y Caretas, Edmundo Montagne, aquí a mi vista, dice: “Cuando el Ateneo Ibero Americano me encargó la organización de las veladas de poesía, leí un preámbulo mencionando al ausente, el del apretado acopio de imágenes nuevas; con brillazones en lo profundo, con frescura panteísta… y no hablé entonces de sus novedades rítmicas, de su doble originalidad de medios expresivos y sincero impulso canoro –muchos lo ignorábamos. Pero había una persona que no lo ignoraba. Esa persona que no se había correspondido por entonces ni siquiera por carta con Chabrillón, radicada en París, había escrito, a quien firma esta nota, enviando saludos al nuevo poeta. Esa persona era Rubén Darío.” Fernando Edmundo Montagne.

En esa página de Caras y Caretas, se celebran los Juegos Florales que organiza Chabrillón en Posadas (Misiones). Era 1911. El poeta abre el acto con un verso dedicado a la escuela, “sembradora de luz interior”, la escuela de los patios sonoros y de las bibliotecas de quietud”. “La que preservará la ardiente juventud de una lucha brutal por el mendrugo, que es nuestra miseria común; huérfana de ilusión, jardín del alma; desprovista de Ideal, camino azul”. ¿Era ayer? No, era 1911. Que sea cuando la escuela toca su campana, cuando el aula florece su rosal.

 

Perdónenme Señores. Yo pediría una cátedra abierta para glosar a este poeta, pensador, filósofo, sociólogo, músico, esteta, helénico gozador de la vida, en el equilibrio y la armonía de una existencia ejemplar. Yo solía pensar, compartiendo sus luminosos días: este hombre es un mutante; nos lo han enviado como paradigma de un futuro promisorio en la tierra. Tendría que gozar de una bula especial que le permitiera seguir entre nosotros siquiera doscientos años. Pero el poeta es como el símbolo que sobrevive cuando el hombre pasa. Nos ha quedado el poeta. No queremos para él la perspectiva del descenso, de llegar a polvo y nada. Estar con él en el instante en que la vida es bien de la esperanza, eso queremos.

“Caminamos del amor a la muerte, nuestras frentes pesaron y cuando en el recodo, mirando la noche, me doblegue el cansancio, traspasaré las frondas, el dolor y el enigma”.

“Alguien le ha dejado un ramo de flores sobre la mariposa del libro abierto”; y a la amiga fea que le dedica ese poema, que seguramente fue la que trajo las flores, le dice: Tú callas el delirio de tus noches, en que el deseo abre los brazos como una cruz y miras hondamente por las mañanas, en una materna cavidad de luz. Te daré un beso por todas tus flores, pondremos un silencio entre los dos y verás que en el libro de la vida, es un problema enorme el corazón… Pero ya las flores se han ajado como pañuelos húmedos de llanto.

 

Como el genio de la Divina Comedia, son monocordes en su obra el amor y la muerte. Dante dijo “Amore e morte ingeró la sorte”… Y nuestro Andrés dice en unas bellas autobiográficas cuartetas:

 

Morir

                Voy  a morir, decía… voy a morir… Quería

                morir de cara al viento; lágrimas, viento y sal.   

                Tendrá que resolverse la extraña vida mía

                Algo de luz que muere, capítulo final.

 

                Voy a morir… la hora postrera del destino

                Me aguarda en estas rocas batidas por el mar…

                (Recuerdo solamente que erré todo camino

                Que tuve solamente la vocación de amar.)

 

                Miraba el agua inmensa, la línea azul remota,

                Morir es separarse, mi pobre corazón.

                Pasa un sueño de blanco, con alas de gaviota

                Una ronda de espuma se deshace en canción.

 

                (¡Oh amargura del viento, del mar, del alma mía!,

                Ser o no ser, la vieja fórmula del horror,

                Yo no puedo ausentarme, morirme todavía…

                                               ¡Amor! ¡Amor!

 

 

Estos fueron sus versos escritos en carne viva, en Mar del Plata, Enero de 1940.

 

 

Quiero hacer un paréntesis, para traerlos hoy a este círculo de amigos, a Cayetano Córdoba Iturburu, el otro gran amigo que recitaba de memoria los versos de Andrés, y organizó, en la vieja casa de la calle Méjico, en la antigua Sociedad de Escritores, el acto más lindo que le ofreció Buenos Aires a nuestro poeta. Fue un revaival con gente hasta la calle. Polincho Córdoba, había conjurado a la plana mayor de sus colegas de letras, para regalarle un emocionado y emocionante recuerdo que lo hizo muy feliz.

 

“Ofrenda---------

                Amigos:

                               En mi tierra, en las noches de tormenta, viene de lejos, como un enjambre de atropelladas maripositas amarillas. Se golpean enloquecidas contra paredes y cristales y caen. Al caer, comienza una danza vertiginosa sobre el eje de su propia cabecita. Giran y giran con ritmo enajenado hasta morir en el suelo y de ellas, diluida, solo queda una pequeña mancha de polvo dorado. Se llaman efímeras. Yo he querido que esta noche, quede de mí, para la memoria de Andrés Chabrillón solo una pequeña mancha de polvo dorado…”

 

Y para ti, Andrés, como colofón, tengo un regalo que te hará feliz. Yo sé que será una alegría. Tienes un nieto para quien no has pasado inadvertido. Diego Chabrillón, ha escrito la Carta al abuelo Andrés.

 

 

 

Palabras sobre el poeta Andrés Chabrillón, escritas por su mujer y esposa, Matilde de Elía, posiblemente datadas a finales del invierno de 1998, recitadas por ella en la Asociación Entrerriana, en Buenos Aires, ese mismo año.