SAN CARLOS Concordia, en Argentina. agosto de 1888
Querida hermana:
Te escribo feliz: hoy me han traído noticias tuyas. La carta y el paquete con regalos y los de la tía Dominique me han llenado de contento. ¡Qué preciosas prendas has bordado, qué hermosas puntillas ha tejido al ganchillo la vieja tía! Las coseré sobre una blusa para lucirlas cuando cese el frío. Muchas gracias, también, por el manojo de alhucema que perfumó todo el envío. Entre tus noticias y la fragancia del verano de mis añorados montes, he pasado dos o tres días en las nubes. Pero pronto tuve que poner los pies sobre la tierra. El mismo barco que trajo mi alegría transportó al señor de Coulon y cuando él llega… todos aquí marcamos el paso. Monsieur Edmond y el señor administrador se encierras horas en el despacho, reciben a los proveedores, hacen cuentas y disponen tareas para todos. Pero no quiero abrumarte con una crónica laboral. El aroma persistente de tus flores de lavanda me hizo desear aún más la llegada de la primavera. Todavía hace frío, pero a mediodía el sol calienta ya un poco y los días se van alargando –según comenta Casimira- el tiempo de un tranco de gallo. Curiosa manera de medir el tiempo ¿no? Pero que ya estoy aceptando, como tantas otras cosas, nuevas para mí, que Casimira parece saber desde siempre. Con su ayuda he empezado a preparar un jardín a lo largo del muro que mira al norte.
Cuando mis plantas florezcan se va a ver alegre y colorido porque, hasta ahora, la piedra desnuda, la tierra pisoteada y las negras rejas daban una triste impresión. Todas las tardes, después de atender los pedidos de la señora Demachy –ora un té con limón, ora un café o un chocolate caliente, según su apetito, o su estado de ánimo-. Me dedico a mi jardín. He rastrillado tantas veces el sitio que ya luce como una alfombra oscura y aterciopelada. Pero desde la llegada del señor Coulon no he tenido ni un minuto para dedicárselo.
Te extraño menos cuando trabajo más.
Madame Bec, tu hermana Dauphine.