LA REBELIÓN DE LOS COLGADOS

 

 La selva esgrimió su rugido agónico, a la vez mudo y salvaje. Un panal de abejas cantó una canción monótona de yugo interminable y un denso viento escapó por entre las hojas mustias y golpeó el rostro de Jeremías.

 El camino estaba marcado por las pisadas frescas del Chelo y desaparecía por entre las plantas frondosas.  El viento había hecho su gracia y el barro se había endurecido por donde las botas del muchacho habían hecho mella. Jeremías observaba inerte.

 Había algo de la selva que lo llamaba tierra adentro.  Al principio no sabía si la idea del Chelo era tan buena. Visitar un lugar en que desaparecían decenas de personas al año y nunca eran encontradas, visitar un triángulo de las Bermudas cubierto de follaje, y visitarlo con una cámara, no era quizá la mejor idea del Chelo, pero Jeremías aceptó.

 Y ese “sí” condenatorio pesaba ahora en su conciencia. Como también pesaba el “no”.

 El “no” que le había dado al Chelo cuando éste le propuso salir de recorrida.

 El Chelo, conocedor del carácter de su amigo, cargó la cámara y salió. Jeremías lo esperó, en vano, por dos días. Al tercero cargó su mochila y se dirigió a la entrada de la selva.

 Un trago amargo recorrió la garganta de Jeremías y fue a posarse en su estómago. Antes de darse el gusto de pensarlo dos veces, entró a la selva.

 El rastro del Chelo era fácil de seguir, pero el camino era asqueroso, plagado de insectos y animales pequeños muertos.  El muchacho buscó esquivar cualquier contacto peligroso para sí mismo (no quería ser un símil Benincasa) y gritó, en vano, el nombre de su amigo por los cuatro rincones de la selva.

 Jamás obtuvo ninguna respuesta.

 

 Cuando Pedro Botelho cumplió los nueve años, fue vendido a Don Joao por seis monedas. Un precio excesivo, pero el tamaño del negro lo valía. “Éste me dará al menos diez años de mano” se dijo el comprador.

 Don Joao era propietario de uno de los huertos de tabaco más grandes del Brasil. Había llegado pobre desde Coímbra y había hecho fortuna con dos líneas de tabaco y el préstamo de uno o dos esclavos. “El secreto” decía “está en formarlos de niños”. No quería, Don Joao, ser como aquellos esclavistas tontos que compraban esclavos maduros y los reventaban en menos de dos años, destruyéndoles el físico y la mentalidad hasta dejarlos duros en algún rincón del monte.

 Pedro resultó ser una buena inversión y trabajó con Don Joao hasta los veinticinco años. Era un negro grande y musculoso, cuyas pisadas se oían en la lejanía. El nombre de “Botelho” se lo había ganado por el buen aguante que presentaba ante el whisky que se daba como incentivo durante algunos fines de semana. No fue, no obstante, un negro dócil. Su espalda estaba más marcada que la de Alejandro y sus manos  habían perdido más de un dedo.  Tres intentos de escape le habían costado casi la vida y sabía que le quedaban pocos; con lo violento del trabajo, un negro tiene esperanza de escape hasta los treinta años, después, su físico no podría aguantar la travesía.

 Ese pensamiento era el que tenía Botelho en la cabeza mientras huía de los perros de Don Joao: “Esta es mi última vez” se decía, y sabía para sus adentros que era cierto, que en el momento en que los canes se le tirasen encima, estaría condenado a morir al servicio de su comprador.

 La selva no era generosa con los esclavistas, acostumbrados a sus fincas gigantescas, les costaba muchísimo hacerse paso entre los espesos matorrales y los negros, pensaba Don Joao, parecían nacidos para correr en esa espesura. No había perro de caza ni caballo que lograra igualar la carrera de un negro desertor. Pero no pensaba darse por vencido, Pedro era su mejor  negro y hacía dieciséis años que estaba a su servicio. Si él lograba escapar vivo, todos sus negros pensarían que tenían una oportunidad

 Las pisadas de Pedro quedaron marcadas el barro y el viento le hizo el favor a Don Joao de secarlas. Los perros olían el aroma al whisky barato del negro y el caballo guiaba a los demás perseguidores. El arma estaba ya cargada, si Botelho no sucumbía por propia voluntad, Joao sería el que lo haría sucumbir.

 Una rama delatora quebró el silencio y la comitiva de Don Joao volteó toda junta. Observaron el bosque con mirada inquisidora y armada. Nada pasó. El viejo portugués de un largo trago a una botella de cachaca y observó el monte. Era casi de noche, hacía seis horas que perseguía a Botelho. Debía de estar cerca, pero eran pocos hombres y el negro tenía una fuerza sobrehumana. Si los encontraba mal parados, podía cobrarse cada uno de los latigazos del lomo.

 Joao dio un trago de amargura. Era ya el momento de asumir que el negro se le había escapado.  Un problema más grande se le presentaba: ¿qué iba a hacer ahora cuando los demás negros supieran del escape de Pedro?

 El portugués era un hombre práctico. No había llevado el arma para asustar; sabía que la libertad se contagia y que si Pedro se le escapaba iba a ser el primero de muchos. Podría ser su ruina. Los otros no podían saber que el negro había huido. Pero, ¿qué hacer?

 Observó la comitiva, Berilio, el mayor de sus hijos, llevaba una tela negra muy grande para cubrir a Pedro en caso de que lo mataran. Todos los otros tenían una cara de cansancio mortal. No había negros en la comitiva, por riesgo a que les diera un ataque de libertinaje solidario.  El resto de la comitiva eran Santiago, un mestizo empleado en la finca y Dindim, hijo perdido de Joao y una negra ya fallecida.

 Una luz se hizo en la mente del portugués

– ¡Dim! – dijo, llamando al muchacho

– ¿Padre? – le dijo el joven.

-Los perros han divisado el escondite del negro – dijo – Está rodeado

-¿Cómo lo sabe? – dijo

-Tengo muchas cazas de negros encima – dijo Joao – Prepara la horca.

-¿La horca? –

-Sí – dijo el portugués – Demasiadas veces ha huido el negro aquel. Es hora de hacer un escarmiento. Tú eres el más grande y fornido, sube al árbol y prepara el nudo.

 Dindim, sin comprender demasiado, se encaramó al árbol y comenzó a preparar la horca. Berilio, en tanto, observaba toda la situación sin entender, mirando a los perros en busca de alguna señal y a Dindim, de nuevo a los perros y a Dindim.  Santiago, con diez años al servicio de Don Joao y, como decía el portugués: “varias cazas de negros encima”, había comprendido ya la situación y fumaba un cigarrillo.

-¡Padre! – dijo el muchacho

-¿Qué pasa, hijo? –

-¡No puedo lograr el nudo! –

-¡Tenés que probarlo en tu cuello! – le gritó Santiago, del piso. Don Joao le hecho una mirada de rabia.

Dindim tomó el consejo de Santiago y comenzó a hacer el nudo sobre sí mismo. Le llevó varios intentos, pero al final, consiguió prepararlo.

-¡Dim! – Gritó Don Joao. Cuando el muchacho levantó la mirada, su padre le disparó justo al medio del pecho. Dindim esquivó el tiro por poco, pero el movimiento lo hizo perder el equilibrio y cayó. El nudo se cerró sobre la garganta del joven y lo hizo bailar una danza de espasmos y contorsiones.

 Berilio, aterrorizado, intentó correr a bajar a su medio hermano, Don Joao lo detuvo.

-¿Qué…? – dijo

-¡Hay que llevar un cadáver, Berilio! – le gritó Santiago desde el suelo – Sino, todos los negros se van a escapar. ¡Alguien tiene que morir, Berilio!

 Berilio miró a su padre, esperando que lo negara. Don Joao no emitió ningún sonido.

 Se quedaron los tres mirando la danza de Dindim.  El muchacho siguió contoneándose por unos minutos y luego se detuvo, una espuma blanca salía de su boca y algo goteaba de sus pantalones. Santiago apuntó su arma y cortó la cuerda de un tiro.

-Envuélvanlo – dijo Joao

 

 El silencio frondoso y el crujir de las hojas incomodaba a Jeremías. Hacía ya hora y media  que buscaba al Chelo y había perdido casi toda esperanza de encontrarlo. Había llegado a una zona de la selva llena de árboles gigantes. En vano, volvió a gritar el nombre de su amigo.

 Un suave eco, casi imperceptible, respondió la llamada. Jeremías prestó atención. Volvió a gritar.

 El mismo eco respondió, el joven notó la diferencia. El Chelo estaba llamándolo desde algún lado. Jeremías puso pies en polvorosa y partió hacia el lugar de donde provenía el sonido, con las esperanzas renovadas.

 Atravesó la selva oscura con una velocidad imperceptible, el sonido se hacía cada vez más fuerte, ya no quedaban dudas. Era el Chelo llamándolo.

 De repente, un sonido distinto llegó a los oídos de Jeremías. Era el Chelo, llamándolo, pero desde la otra punta de la selva. “Me pasé” pensó.

 Apenas dio media vuelta para regresar, el Chelo volvió a llamarlo, pero desde la otra esquina. Jeremías dudó medio segundo y el llamado se repitió, pero ahora desde arriba, como si el Chelo llamara desde el cielo.  El joven levantó la vista y se encontró cara a cara con ellos.

 Eran decenas. Todos distintos, como si hubieran llegado en tiempos diferentes. Algunos estaban pelados, otros estaban en plena descomposición. Algunos estaban vestidos, algunos desnudos, algunos había sido mujeres, otros hombres, muy pocos niños. Jeremías se frotó los ojos. Los colgados lo saludaban.

 Y un colgado en particular, parecía observarlo. No era como los demás, no era un hueso pelado, ni tampoco era un cadáver pudriéndose. Tenía pelo, una cara regordeta y aún los cachetes rosados. El Chelo lo observaba desde un árbol próximo con mirada de desesperación.

 Jeremías no dudó. Se encaramó a un árbol y subió a ayudar a su amigo. La subida se le hizo casi imposible, el tronco segregaba una savia espesa y pegajosa que parecía impedirle avanzar. Finalmente llegó arriba y sacó un cuchillo para liberar al Chelo, que lo miraba ya con ojos vacíos.

 Comenzó a cortar el nudo y una rama le lastimó el cuello. Intentó apartarla pero no pudo. Sintió que algo le tocaba la nunca y un sudor frío le corrió por el cuello. Algo estaba tocando su espalda desnuda a través de su ropa. Jeremías se volteó pero no alcanzó a ver nada.

 El golpe helado de la muerte le quebró el cuello y sus ojos blancos se unieron, para siempre, al eterno ejército de los colgados.