LAS ESPUELAS DE LA VIRGEN

  Cuando le llamaban Crispín, el General corregía violento:

―Yo soy Crispín Velázquez.

  Sí. Crispín es su nombre y su retrato; un charquito criollo que refleja la cara del caudillo.

  Su rúbrica bien gaucha.

  Era amargo en la paz y dulce en el combate. Su estancia lo vio siempre mudo y triste. Pero suena un clarín: el toque arde en las antorchas de las crineras, pasa de relincho en relincho, incendia el pago en un chisporrotear de teros… y el General Crispín Velázquez se transforma. Por sus labios cosidos con silencio, que apenas daban paso a un monosílabo, la bombilla o el pucho, salta ahora, a borbotones, la alegría del coraje. Él es como los arroyos: sólo ríe ante los obstáculos. Para que cante, hay que estirarlo igual que a las bordonas. Entonces se estilaba el degüello… y el General entró en la lid con su vida sonora como un cordaje, atada al clavijero de las vértebras, entre cintas azules y blancas.

  Allí sonríe, paya, arenga. Pincha cansados. Sus gritos aclaran la voz de los clarines roncos. Echa un jarro de vida sobre la cara de los agonizantes. Si tiene pocas lanzas, les habla de los difuntos: las multiplica. Hace enancar en los reclutas sombras de veteranos. Arenga. Enciende el fuego. Los trabucos soplan. Y cuando toda la montonera hierve y hace vibrar la tapa del sol gaucho, con esa agua dulce de bravura Crispín Velázquez llena hasta la boca su mate cimarrón, galopa al frente, se santigua ycarga.

  Era caudillo. Pero de Villaguay, uno de los pagos más bravíos de mi tierra. Allí no se conoce el odio. En ese solar los hombres pelean por el lujo de ser guapos, por mantenerse ágiles, para que no se les aherrumbre el puma.

  Velázquez sacó su dignidad de tres estrellas: la de su destino, la de su malacara y la de sus lloronas. Con esas «tres marías» bolea la gloria, viuda de los héroes.

  Es domador de hombres y de potros: la vertical del centauro: el asta de su banderola. No puede caer de su nombradía ni de su redomón; porque donde un arisco lo basurée, le pasarán por encima los guapos que ambicionan su dignidad de gaucho y de caudillo.

  Una mañana Don Crispín Velázquez entra el Villaguay al frente de sus montoneros. Es coronel. Joven. Monta su famoso malacara. Al pasar por la plaza, de pronto, se le enancó Mandinga y el flete rompe a bellaquear. Velázquez está a punto de caer. Lo agarró mal, acalambrado por la sorpresa. Y el flete gruñe. Campanea el caudillo. Lo va a desparramar, a escupir sobre el suelo de su pago. Hay allí enemigos. Rivales, que apagarán con buches de burla, esa luz votiva con que Velázquez se quema desde hace años para ser más que un hombre y mucho más que un potro. Hay madres con gurises que serán gauchos. Y está la mujer amada: ella… Nadie respira. En la quietud del asombro, sólo aquel bellaco fruye y salta y se enrosca. Crujen como dientes los músculos del hombre y la bestia. Él no debe «charquiar». Y su indignación mantiene blando el bronce de su soldadura. Sólo un milagro puede salvarle.

―Virgen mía ―dice en oración―, si ayudás a este gaucho prometo dejarte mis dos espuelas en el altar.

  Y la Virgen lo oye: no achica al redomón: agranda al jinete. Lo sienta bien. ¡Ya basta! Ahora, el gaucho desafía al malacara. Lo provoca. Hunde hasta los pigüelos sus rodajas, buscando el manantial de los corcovos. El pingo se apega y él lo enciende a talero. Cada pantallazo hacer tremolar a Velázquez como una bandera. Estallan los vivas. El flete se rinde. Pide perdón. Amaga arrodillarse. Ya el gaucho lo sostiene, lo trae en vilo, agitando las alas del poncho, como un águila trae un cordero.

  Baja en el atrio. Descalza sus lloronas, grandes, dentadas, ruedas de molino con las que el montonero hizo polvo las leguas y las pone, como dos margaritas, a los pies de la Virgen.

 

De Poemas Chúcaros (Inéditos)