SANTOS AQUINO

 

  El Coronel Polonio Velázquez, era hijo de un tigre montielero. Heredó el campo, el valor y las virtudes del padre1. Pero su montonera, no. Tuvo que ganarla. Porque el título de caudillo, se pone en cruz sobre el pecho del difunto y es enterrado con él. Nunca fue propiedad, sino préstamo: crédito que un pago concede al mejor de sus varones. Dura… lo que la vida. Poco. El caudillo es conductor de la luz. En el vendaval de su acción, esa llama devora el leño. En la quietud, la herrumbre se come el hierro de lachuza.

  No envejecían. Son ríos que corren hacia sus manantiales. Y como los cuartea el boyero, siempre amanecen. Acampan en su hora más pujante y la llevan hasta la senectud, en el brazo lanceador, en la tenacidad de los mismos, y en las rodajas, dos estrellas encendidas que él bajó en los corcovos, para encontrar siempre un potrillo, en las manadas lerdas del cansancio. Son estoicos. Indios. Por un simple balazo, no dejan de sonreír en las guerrillas. Capitanes de su rostro y de la montonera.

  Con la paz, Polonio Velázquez pone rumbo a su estancia. En el escuadrón vuelven criollos y sombras. Los ranchos salen al camino. Les aguardan. En éste, hay un gurí; mira uno a uno a los montoneros: busca la cara que no viene. Cuando desfila el último, sigue buscándole callejón adentro. El caudillo pasa al tranco. No lo ve. A la tranquera de aquel ranchejo, corre una novia. Baja un soldado joven. En otro alero hay una vieja de luto. Allí no se apea nadie visible… El caudillo pasa al tranco. Inmutable. Él trae una golilla negra, invisible también, apretando su garganta como un sollozo… recién en la azotea de los Velázquez, podrá abrir las ventanas de la emoción, y aflojar ese nudo de la golilla negra que ya lo vieneahogando.

  Ahora está en la estancia. Hay paz. Llega un jinete. Es joven. Elástico. Buen mozo. Camina con su overo de la rienda. Se detiene junto al caudillo y calla dando vueltas al sombrero «como quien estira una torta frita».

―¿Tu nombre?

―Santos Aquino ―contesta.

  Viene huyendo. Él gusta mucho de las mujeres. Es cantor. Aprendió la guitarra, y desde entonces le sobraron disgustos. Siempre en los bailes, alguna moza ata en su clavijero el lazo de la trenza. Deja una cinta pendiente allí… y un tajo pendiente en el callejón… Por suerte él es toro. Maneja muy bien el cuchillo. No se arrebata nunca. Pincha donde quiere. A sus rivales los corta en la cara. Es fácil: abre el poncho, les muestra el cebo del corazón, el otro se estira a ensartarlo. Entonces Aquino, ágil, cuerpea de pie firme la puñalada, estira cuanto… cuanto el cuchillo, corta y lo deja ciego de sangre. Pero anoche mató a un celoso. La policía le asquea. Tendrá que esconderse… y él no es árbol para vivir en el monte. Le dijeron que Don Polonio tiene en su estancia un plantel de pumas. Presume que allí no irán a buscarlo. Pide un lugar entre esosvalientes.

  Lo dice con voz suave y ojos mansos, extranjeros de sus palabras heroicas…

  El caudillo desconfía. Se siente espejo donde ese mozo lindo, disfrazado de tigre, viene a mirar cómo le queda la piel a lunares. Alaba su propia valentía. ¡Y en Montiel! Donde los criollos llevan esa devoción como escapulario: sombre la carne y oculto. No hablan. No se desnudan. Velázquez siente ganas de retarlo. Pero la tradición de su «apelativo», la voluntad acogedora del alero, del fogón, del horno,responden:

―¡Desensillá!

  Resuelve descubrir al forastero. Por debajo del poncho hace un baile en las cercanías. Santos Aquino recibe su invitación y dos valientes, la orden de ir a la fiesta, provocar al cantor y probarlo.

  Un acordeón respira fatigosamente. Dos guitarras bostezan.

  Candiles somnolientos. En el cuadro de sillas, pollerones duros de almidón. Los rincones juntan sombras y viejas. Algunos tímidos «pitan» en las ventanas. Por ahora, el baile está sólo en el nombre. Pero Santos Aquino desmonta en el alero y amanece la fiesta. El cantor quita el sueño a las madres. Lo da a las mozas. «Pide» un gato. Escoge la compañera más bonita y en ese momento, uno de los hombres del Coronel avanza y se la lleva. Es la provocación. Cae un silencio pegajoso, con olor a sangre. El ofendido no reaccione. Invita a la segunda y entonces, el otro guapo caudillo, tercia y se la saca también. Por respeto a Polonio Velázquez, el gaucho soporta este segundo bofetón. Ya es para los hombres, maula. Para las mujeres, feo. Ninguna quiere bailar con él. Ahora, sólo unos ojos verdes le miran compasivos. La dueña está en el patio. Aquino busca un rincón. Quiere irse delbaile.

  ¡De él! Y no puede salir con ese bochorno a rastras. Entonces, la moza de los ojos verdes, para sacarlo del corral de burlas, le ofrece, por señas, un mate cuarteador. Él sale. Y al pasar la puerta, siente un infamante planchazo en la espalda. Olvida todo. Ruge. La yarará del poncho se enrosca en su brazo. Brilla el puñal. Y combate. Con espuelas. A lo gallo. Es un reñidero de mirones que pasan de la risa a la admiración. Son dos sus enemigos. Pero el cantor los pelea con dos facones; porque pasa su acero de mano a mano, relampagueante, entre la llovizna de los flecos. Es una llama. Ondula y quema atado al tronco de su dignidad. Después se contrae. Junta la cabeza con la cola. Suelta el resorte. Salta. Hunde el puñal hasta la cruz… y las espuelas, esos grillos que pudo quitarse de un tajo, y se dejó por lujo de valiente, cantan entre los yuyos su victoria.

  Y esa noche, el Coronel Polonio Velázquez, supo que un gaucho puede ser lindo, conversador y valiente. Se lo dijo el silencio, porque en el baile, Santos Aquino mató a uno de sus guapos, hiere de gravedad al otro, y salta con tristeza en el overo. Tiene que ganar el monte… ¡Que ser árbol!

  Entonces, la moza de los ojos verdes, para que ese árbol tuviera un nido con pájaros, le alcanzó la guitarra.


1 Crispín Velázquez

De Poemas Chúcaros (Inéditos)