“CANTOS APOCALÍPTICOS”: UNA CONCIENCIA MILITANTE, POR FRANCISCO TOMAT GUIDO

“Cantos Apocalípticos”: una conciencia militante

Por Francisco Tomat Guido

 

Una de las pretensiones de la poesía moderna es la de presentarse como una conciencia, como una visión, esto es, como un conocimiento de realidades ocultas, invisibles. Lo mismo han dicho poetas de todos los tiempos y lugares. Pero recordamos que Homero, Virgilio y Dante aseguraban, en su tiempo, que se trata de una revelación que viene del exterior y que un dios o un demonio habla por su boca. Asimismo, Góngora finge creer este poder sobrenatural:

"Cuántos me dictó versos dulce Musa... "

Pero el poeta moderno declara que habla en nombre propio: sus visiones las saca de sí mismo. Un torbellino sacude las fibras de su ser, y se siente tocado a decir cosas elaboradas en el subconsciente, vividas al compás de los acontecimientos contemporáneos, nada desdeñables en esta compulsa de vida-muerte que apunta con eficacia en esta larga y sinuosa operación de los días porvenir.

Así, las tentativas actuales se dirigen a tocar esa zona, donde los significados desaparecen devorados por las evidencias. La tensión extraordinaria del lenguaje de Juan Meneguín procede de una voluntad lanzada al encuentro de nuestros infinitos, los más secretos, los más temibles y, asimismo, el poeta lo sabe, los más irrisorios, en busca siempre de otro infinito: la esperanza del hombre en su proporción justa y humana. Sobre todo, humana.

Su testimonio, de tal manera, no es precisamente un jardín de rosas.

Quizás sea el desamparo nuestra fuerza. Todo cayendo, avanzando, ascendiendo, desapareciendo, reapareciendo, en una vertiginosa evaporación y condensación.

Son ciclos que cumple la humanidad con meandros que se cruzan,  ríos que se anudan, infinitos, bifurcaciones, deltas, desiertos que marchan, desiertos que vuelan, el hueco ... El agujero que somos se llena hasta rebasar, hasta volverse fuente. Meneguín, en el centro de su propia identidad, siente todas estas materias con un desorden y, al mismo tiempo, se acerca a esa ventana con la palabra justa de un relámpago caldo en la gran boca jadeante; el universo.

Normativas del poema. El libro de Juan Meneguín se divide en cuatro grandes temas: Memoria Inicial, Ella Vendrá entre árboles, Los ríos de abril y Cantos apocalípticos, los que forman una unidad en la revelación propuesta.

El lenguaje, en este sentido, tiene un valor simbólico, pero cuidado: no son lo que enumeran las palabras, sino lo que se dicen entre ellas.

Sensible a su valor, el poeta nos lleva por las calles de la antropología, la filosofía, los mundos teogónicos, la fantasía creadora. Y la más virulenta critica de la realidad.

No se complace en la anulación de los significados, sino que en la anulación de los reinos del silencio ve que el hombre se destruye detrás de la rutina de la modernidad, y como Donne exige una mística de amor, una entrega total y una tentativa cruel para significar el último estadio de la vida y el hombre.

No faltará quien se encoja de hombros frente a esta "locura". Sin embargo, hace más de un siglo, algunos espíritus solitarios, entre los más altos y ricos dones que hayan visto los ojos del hombre, no, han vacilado en consagrar su vida a esta empresa insensata.

El poeta sabe que la realidad y las cosas no son lo mismo, y por eso, para restablecer una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra las cosas con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones. La fuerza de gravedad del tiempo, lo que da sentido a su movimiento y ese pasado y presente en un perpetuo principio.

La contemporaneidad parece una paradoja. La actualidad, que a primera vista nos muestra una plenitud, se presenta como una carencia y un desamparo: no la habitan ni el pasado ni el futuro. Los movimientos son condenados a negarse a sí mismos, porque lo único que confirma es el movimiento,  y lo estamos viendo, el modernismo es un mito vacío, rodeado de ropajes suntuosos, con los mundos abigarrados en metáforas brillantes y sonoras. Pero depredador, carnicero, asesino.

Peso y denuncia.

Juan Meneguín siente este peso y lo denuncia. Su estilo está condenado a respirar esa atmósfera, a traspasar esa angustia, a mirar con horror como se confabulan la visión de un aquelarre en la sensualidad de un capitalismo en este siglo XX rodeado de fronteras agresivas.

Da entonces, su testimonio. Doloroso en la visión total, humanísimo en su evidencia, como un himno védico teniendo a Indra, dios de la tempestad y la ebriedad, dios de la terrible carcajada, que precipita a todos los elementos en la confusión primordial. En un extremo: las convulsiones de la risa echan abajo el edificio de nuestros principios y corremos el riesgo de perecer bajo sus escombros; en el otro: la filosofía nos amenaza, cualquiera sea la máscara que escojamos: La del Calvino o la de Sade con la momificación de la vida.

Quiero dejar dos palabras para las pinturas de Oscar Meneguín que acompañan la obra. Su pintura expresa el sentido total del poeta entra en los resquicios de su realidad y nos da, una visión apocalíptica del tema, las raíces esenciales que nutren la carnadura de este libro. Asimismo, las palabras de Martín Alvarenga, que acompañan el tejido textual del libro, donde la profundidad y el conocimiento ponen en claro el maridaje de su salutación inicial, quien expresa: "La obra de Meneguín pone al descubierto una celebra toria realidad", palabras a las cuales adherimos fervorosamente.

En suma: un libro para la concentración y el análisis, para desempolvar una fe petrificada, la decadencia de tantas cosas que son el reflejo  de antiguas creencias, para romper la derrota y el silencio, para encenderse y arder por una súbita explosión de nuestra intimidad, y para tomar una conciencia militante identificando la soledad y la orfandad en que nos hallamos sumergidos.

Estos "Cantos Apocalípticos" desgarran las máscaras en que se cierne nuestro mundo actual. Pero el hombre siempre renace de las cenizas de sus sueños. Y nos viene a decir que la humanidad se salvará por el amor, por la fraternidad que se descubre a sí misma en el lenguaje más duro y lúcido. Es difícil se ahora insolente.

Es bueno meditarlo.