CUANDO SUELTAN CABALLOS

Cuando sueltan caballos ayer

y salen bañados en sudor bajo las estrellas.

Mañana escribo este apunte de impresión,

porque todo es hoy

una suma de imagen preñada,

una gatería en la gata,

una conejera en la coneja,

un historial de huevos en la tortuga.

Así, lleno de pichones cada instante

y se multiplica para vencer la soledad

de un planeta que cualquier día se queda solo

si no aprende hoy en el amanecer del séptimo día

a multiplicarse en relación conjugada,

en mirada correspondida,

latido al lado, salto por el otro.

 

Cuando quizás eso sentía sobre el lomo

de un día entero escaldado,

de sol a sol en cuero la dulce bestia

con el ángel que mora en un ojo.

Cuando ahora, bajo las estrellas con palpitaciones

en el morado estanque invertido,

fresco y desensillado,

consigo mismo, sin el hombre,

el belfo resonador por doquier

en el potrero por las afueras de Galarza,

la atención de la cerda puesta solamente en la brisa

y en ella los teros que escanden versos inconfesos.

Sólo los teros y los apagados galopes

que lo reclaman desde hace siglos;

y se deja estar para secarse

con esos brillos tatuados en el lomo,

en el temperado aire que le templa el pelaje,

rosillo ha de ser, ahora azulejo,

camaleón equino en la noche,

mudándose en la sombra,

síntoma y clave de lo que emerge

de un mañana antiguo,

cuando todo haya pasado

y nadie escriba ya.

 

Cuando a veces se apura el sentido

la realidad se apura,

aún dormida entre las hojas,

hamacada aún con un desfile de nubes

como sueños de quién sabe.

Da un salto a veces el manso de andar,

truena de pronto, tajante el vaso,

irrumpe como el que se yergue

de pronto en la cama con la certeza

de estar en otro lado, y al despertar

se desencanta del presente,

duda de toda realidad,

tan encantado como estaba

cuando fue unicornio,

y hoy tira el carro cartonero

de una época que perdió

el ay de sus partes nobles.

 

El caballo gira de pronto

para nacer desnudo en la desmesura,

y cuánta gracia que a nadie toca,

renegado de toda alabanza,

cuando pasa al trote

y no sabe cómo ni porqué

el pobre tipo que en su miseria se sienta

en silla rota de plástico blanco,

equilibrando en una sola mala pata;

ese que está a la entrada del basural

y miserable reparte migajas de miseria

con el látigo al desvalido cuadrúpedo.

El bípedo vestido se la agarra

con el enteco mágico rocinante,

ese que lleva por virtud

unos pajaritos sanadores debajo del cuero,

un agua del Acuífero Guaraní que se eriza,

mariposas en el lomo azulado, madrecitas del arte,

hambre y soledad en los ijares,

el primer rubor del día demorado ahí nomás

en un rosa imposible y solitario.

Y hay que ver ese turbio cuadro de trasteras

con lengua inútil y rodeado por el humo,

el único ideograma donde arde la sociedad cobarde

su prueba fallida del paraíso

y el granizo de la ciega justicia

precipitándose hasta rebotar

contra el último, úlimo, último más infeliz.

 

Pasa el caballo tan rápido que apenas sucede,

como quien, en esos instantes baratijas

dice: ¿qué hace que pusiste la ropa

a secarse al sol y ya está sucia de nuevo

con la señal de lo vivido en el desgaste?

Y así cada día es sólo una mancha

que el agua habrá de llevar.

Las horas se ponen negras así,

se degradan, juntan costras,

despiden turbias circunstancias.

Y todo se lava a la velocidad de cuanto olvido

y el sol seca lo por entonces dejado al sereno

que orea el pelaje y le da brillo

para un hambre de libertad.

Cuando ríe por el momento la realidad,

una gran luz que se cuela por la grieta

y hace sonar los baldes

contra la pared del surtidor público,

como los cascos que fueron al destiempo

y van por hoy cuando de allá volverán ayer

a un cuero estirado;

y se hace la siesta entonces,

se hace la luna, se consuma el rapto,

y está lo descalzo buscando lo fresco

y por la grieta entra un haz de resplandor

con paloma torcaz y todo,

arriba de esas cabezas

expuestas al pertinaz estío

en el pueblo de cuatro calles.

 

Los momentos vitales se suceden

y alguien, seguro niño,

los busca y encuentra;

sólo los niños encuentran

de esa manera una torcaz,

tan quietita, tan disimulada en el cable,

en las ramas del aromo dado vuelta en flores.

Cuando ríe por el momento

la manifiesta circunstancia del mantel aseado

y el piso de cara lavada para un domingo sonríe

y en el lampo ya sucedido hace tanto

entra una mano femenina

a la velocidad de sus trajines

y el balde ya está vacío nuevamente,

como el momento cuando devora su combustión

y se come sus pichones para no dejar rastros, 

... y de nuevo gurí al surtidor,

talón en tierra, talón verde de pisar dientes de león,

talón aromado de pisar hojas de menta,

talón que fue y vino con la descarga

de la fresca entraña para que el jarro

aumentara la sopa.

 

Es una grieta apenas donde cruza un caballo

y un parpadeo de la luz del mundo con lo que lleva;

la memoria conoce el nombre de su pelaje,

poblado y rumoroso, fresco como el canuto

que tiene en sí la pluma,

que tiene en sí al plumaje,

que tiene en sí al ave emplumada,

que tiene en sí al sonido puro y al vuelo puro

que en no bastarse cifra su determinado fin.

Cada caballo sueña

con el arco multicolor del origen,

cuando seco y solo en el potrero

se restituye su ser salvaje,

se deja llevar por constelaciones,

se frota con las esferas,

tiene temblores de súbito,

sabe qué ángel mora

en su ojo de piedra mora

y qué galope lo lleva invicto

a la nueva era.

 

Los caballos sueltos

conocen el libro abierto de la noche

y en ella los cantos ya sin posible traducción

para nosotros.

 

 

 

                                               (Del libro: “La cuerda cuarta y otros poemas” – 2018)