Un peine.
El peine de cada mañana.
El peine que yace sobre la mesada fría del baño.
Pelos entre los dientes del peine.
Delgadas hebras castañas que se funden en el marrón del carey.
Entrelazadas, enmarañadas recorren un improvisado laberinto.
Partes de mí en ese peine quieto
apoyado al descuido
sobre el borde de la mesa blanca.
Me peino con las manos.
Mis dedos son de carey
y viajan desde la raíz hasta la punta
como quien atraviesa absorto un camino conocido
en busca de alguna respuesta.
El pelo cae sobre mis hombros.
Cae sobre mí.
Llueve sobre mí. Sobre mis párpados. Sobre mis pestañas.
Y permanece con la indiferencia
que sólo puede experimentar
una parte unida al todo
por una extraña e íntima conformidad.
Una parte habituada a la pertenencia,
a la docilidad de la pertenencia.
Acaso no tengamos conciencia del pelo
como no saben las aves de sus plumas.
La levedad de un pelo sobre la piel.
Con una nitidez de escamas superpuestas.
Con el brillo que da a la mansedumbre
el movimiento incipiente.
(Un anhelo de viento
entre las relucientes crines.)
Sale de mí
una parte
y cae
como una hoja
habituada al viaje
de las estaciones.
(Otoño: reunión de las partes
dispersas sobre la tierra.)
Cabellos sobre mi espalda húmeda
tan ajenos al espejo
donde duplican su intimidad.
Y el peine. Ese peine marrón de carey
con puntas indecisas
sobre la mesa de mármol blanco con grietas
para recordarme
que algo de mí
anda solo por ahí
perdiéndose.