Pudo ser el dos,
o el diez,
pero quiso la tradición
oral
o su equivalente
sígnico
(inmutable porque sí
cambiante a veces)
que el número escogido
fuera ese.
Aunque
ni los mares sean siete
ni las notas musicales
ni los colores
ni los sabios de la Grecia
que derrotó el mito
ni los poderes de la Osa Mayor
(falsa madre del tiempo)
ni las edades de los hombres
y acaso ni siquiera
fuera siete
el cósmico número
del universo;
como tampoco,
sin dudas,
son siete los cuerpos
que constituyen al hombre
(al igual que los chakras)
ni siete las ramas del saber
que los Indios aseguran;
o los siete brazos de la Menorah
que mencionan doce tribus,
o los sacramentos
que se suponen siete
y para algunos son tres
o apenas dos
(dicen otros);
ni siete son las artes
ni los ave marías
de los siete veces siete
o el perdón
de los setenta veces siete
o los pecados capitales
que acaso ni siquiera
fueran siete.
Pero,
ese es el número
que nos ha sido dado
y lo aceptamos
con la misma
impavidez
o devoción
con que aceptamos la vida,
los sueños,
las pesadillas,
o el abrupto final
engañosamente impredecible.
Todo nos fue dado
el número,
la cifra
y ciertos dones;
el pecado original,
el temor,
la indiferencia,
el regocijo,
junto al placer
de la duda
y del olvido.
Quizás todo comience
y termine
solo en uno
o en dos
o en diez,
pero para mal
o para bien
ha sido otro
el número elegido.
De: Pecados Capitales.