Poesía trashumante de amor y de combate

Por Ana María Radaelli

Salto al vacío, descenso a los infiernos, vertiginosa subida a los cielos tras merodear por los lindes de aborrecibles purgatorios: aventurarse en la poesía de Stella Calloni implica correr esos riesgos, emerger quemados por todos los fuegos, despellejados, y también bañados por todas las aguas, empezando por las de la ternura y el amor, que se desbordan pródigas, apasionadas, también amargas, a contrapelo de tiempo y espacio.

Quizá para sorpresa de muchos, esta periodista argentina, que entrevistó a figuras mundiales de la política y la cultura, que a fuerza de coraje y tenacidad parió una obra de los quilates de Operación Cóndor, entre muchas otras de carácter investigativo, sin olvidar admirables ficciones como El hombre que fue yacaré (prólogo de Juan Gelman), finalista del Premio Casa de las Américas, todo por lo cual ha merecido importantísimos galardones nacionales e internacionales, que ha ejercido y ejerce su oficio en los medios con irrebatible honestidad y valentía (poniendo, más de una vez, la vida en juego), cualidades, al parecer, hoy día en peligro de extinción, esta mujer, digo, es ante todo, según su propia definición, poeta. “Llegué al periodismo por los caminos de la poesía”. “Fui poeta antes que ninguna otra cosa”, y se ilumina.

Después de 16 poemas breves y Vocación de Buenos Aires (1968), aparece el poemario Los subverdes, en el que, a manera de prólogo advierte: Basta de poemas geniales para  divertimento / de los núcleos cerrados de los genios, / aquí sólo sirve el poema vivo, / el que descama / el que tiene dientes /  poemas que desnuden y abismen / que se atrincheren / que jueguen / que imaginen. / Nunca más la palabra convertida / en fuente de cementerios...

El volumen, publicado en 1975, muy bien acogido por la crítica, tuvo un destino que parecía prefigurar el de la propia Stella: poco después de ser presentado en la Casa Latinoamericana, una buena parte de la edición se perdió en imprentas o casas allanadas en el marco del terror desatado por la Triple A. La propia Casa Latinoamericana volaría en pedazos por un atentado con bomba, y Calloni, en el exilio, sólo encontraría su libro en manos de algunos amigos en México. Casi 32 años después, en 2007, el volumen verá nuevamente la luz al considerar su editor, el poeta Roberto Goijman, que aquella poesía era todo un símbolo de la época que se había vivido, “grito de la Historia que se refleja en los más hermosos poemas de Stella Calloni”.

Lejos de confinarse en el estrecho marco citadino (¿quizá por haber nacido y crecido la autora en Entre Ríos, tierra de esteros y bañados flanqueada por el Padre río Paraná, cuna de mitos y leyendas guaraníes y montoneras libertarias?), la poesía de Stella se larga a recorrer el sufrido y sufriente mundo de los nacidos en la periferia, los oprimidos de siempre, los condenados de la tierra: Nosotros / los subdesarrollados / los subalimentados con ciertas hojas /y ciertas asperezas / los subamados, los subamantes / los subverdes / los subversivos y subabiílícos /y subbellos... Y es casi una plegaria.

Desde el soldado negro y trompetista que muere en Vietnam (“Vietnam blues”) y el soldado blanco que mata en Vietnam porque hace cosas así, así como matar; desde el hombre de Harlem que sale oscuro, relumbrante, y su piel va sumando las auroras / del África dormida (“Black Power”›), hasta LeRoi Jones, músico y poeta norteamericano al que en “Carta” confiesa: soy una blancucha miserable, que sé agazaparme / como tú y esperar al enemigo / de frente... al fin nacimos de la misma magia /y las mismas águilas nos devoraron / para siempre la ternura, / aunque yo la defienda a todas horas y ella / sea mi arma sobre las tierras bajas; desde “Cartas a Manú”, uno de los más bellos cánticos de amor que me haya sido dado leer: Sé que estoy viva por esta gran tristeza / sobre mi vientre / y la noche se asombra debajo de mi piel /y la ciudad es un pozo de nostalgias, hasta el “Hachero”, o el ”Hombre de cantera”, humildísimos seres humanos que anduvieron por la vida sin que nadie lo sepa, pasando  por el Che y Celia de La Serna y Haydee Santamaría y Javier Heraud y Hugo Blanco..., la límpida mirada de la poeta los trae, bellos e intocados, de regreso a la vida, sombras sobre nuestras gargantas, mientras llueve y se hace noche y amanece y sale el sol, inexorablemente el sol.

 

Sembrando mieles y cóleras y ternuras...

 

Memorias de trashumante, una selección de textos ya publicados y otros inéditos, vio la luz por vez primera vez recién en 1998. “Tuve que elegir. ¿Alguien puede creer que cubriendo guerras en Centroamérica yo podía estar pensando en editar mi poesía, de todas maneras escrita siempre corriendo, porque alguien necesita que escribas algo con urgencia o hay otro frente abierto y una queda sin aire ni tiempo? Si todavía estoy peleando contra mis propios tiempos...››. El libro también tiene una edición cubana, aparecida en 2008 y nuevamente presentada en 2011, durante la XX Feria Internacional del Libro de La Habana.

Bajo la guerra sucia de una dictadura genocida, Stella, como miles de sus compatriotas, lo pierde todo: su casa, sus libros, amigos amados que desaparecerán por siempre jamás en la noche y en la niebla. Con dos hijas pequeñas y un enorme corazón solidario, sus años de exilio la marcarán para siempre. Su poesía a la intemperie: Soy una mujer primitiva / que hunde sus manos en los huracanes / sin ninguna piedad, de espalda a los oropeles  posmodernistas que pretenden vaciar de contenido la razón primera de la palabra, esa poesía de urgencia y  combate nos convoca y apremia gracias al verbo que se acera, que hiende sus filos allí donde más duele, que se hace bálsamo y aplaca heridas que siempre dejarán sus cicatrices, porque no es cosa de olvidar.

En Centroamérica, la umbrosa y húmeda selva guerrillera conocerá sus pasos, estará en El Salvador cuando el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, en la Nicaragua sandinista que sufre los criminales embates de la contra terrorista, organizada y financiada por el imperio, en el Panamá invadido por el mismo imperio, esa “pequeña Hiroshima”, así como en Granada o en Libia, s¡ya entonces Libia, antes de regresar definitivamente a su Argentina natal y, en Paraguay, sumergirse en los Archivos del Horror.

De ese largo andar de trashumante nacieron sus más bellos poemas. El trashumante / siembra en su camino / todas las cóleras / mieles y ternuras. / Busca sus músicas / en los desfiladeros, / entre olorosas hierbas /y furtivos amores... La humanísima sensibilidad de Stella, siempre a flor de piel, le permitió eludir los peligros que podían haberla llevado por el fácil camino del panfleto fácil. Nada más alejado de esta poesía, que fluye como un río manso sobre el barro primigenio, el hacedor de vida, que se encabrita y encrespa en los rápidos, para luego apaciguarse en los remansos del silencio y la quietud, el que ufano lleva sobre su lomo sonoros camalotes salvajes y a veces, también, los tristes despojos que deja a su paso cualquier sudestada.

Nunca estridente, si estremecedora, su poesía nos revela senderos insospechados por donde encaminar nuestros pasos y así convertirnos, nosotros también, en trashumantes. Perseguí  las

químeras / con la ilusión de mago / bebí en fuentes ajenas, /y aullé / debajo de las nieblas... En “Testimonios”, la autora se pregunta y cuestiona: ¿Por qué escribo estos versos / al borde de las emboscadas / sintiendo en mis espaldas / el aliento de los asesinos...?, para enseguida responderse: Los escribo / porque conozco los pasos del tigre / porque me aturden su tormento / y su depredación / porque nadie ha podido / contra mi obsesión por la belleza, lo que constituye, sin duda alguna, una rotunda declaración de principios, esos que la conminan, como en todo su quehacer poético, a hacerse memoria viva de los que ya no están: de Patricia Villa, estaqueada muy cerca de la niebla del puerto: Yo sé que resistias a los verdugos / en el arte de desollar tu cuerpo, de Miguel, cantor asesinado en El Salvador, de todos los compañeros torturados y desaparecidos durante años de un exterminio masivo que sembró de fosas y cruces la ruda y tierna piel de nuestra América: Si me dicen que has muerto / yo sonrío / testifico a tu cuerpo que despierta / en mi vientre /y voy con tu cadencia /por la calles/ con tu magia insolente /y tu camisa rota / a reinventar la vida / a ser tu imagen, Y una queda anonadada ante el horror y el dolor siempre vencidos por una rabia de vivir que corta el aliento. ¿De dónde saca tantas fuerzas esta mujer tironeada entre la congoja y la esperanza, el desamparo y la quimera, la memoria y el olvido? “De la poesía. En mi vida todo ha sido poesía. Hasta lo más oscuro, yo lo viví con poesía”. ¿Y el miedo? ¿No lo hay, no lo hubo nunca? “Que nadie se equivoque. ¡Una sí siente miedol, sólo que así, con miedo y todo, una va, y en  el hecho de ir, con miedo y todo, es donde una se dice a sí misma algo de coraje tengo...”.

Qué hacer si no seguir, sin respiro, sin darse tregua, tras los pasos de esta poeta que “inventó la contranostalgia para sobrevivir”.

 

De amor y soledad y brujos y hombres sabios...

 

Y así voy llegando al final de este rápido recorrido por sus andares, apenas chispazos, destellos de una poesía que trasciende fronteras y nos cobija y hermana en un mundo cada día más inhóspito, cruel, desvergonzadamente canalla. Atrás quedan las “Memorias de Arny Cobb”, el que soñaba con el mar esmeralda / las fauces de las olas / los espacios abiertos; atrás “De amor y soledad”: Besé los ojos del hombre / con el antiguo rito de los míos, /y sus brazos / me acogieron ausentes, /y amanecí solísima / con la piedra de los desposeídos / sobre mi vientre, para llegar, pletóricos y exhaustos, a su “Canción para el brujo de la última tribu”, que parece resumir y agigantar, para que no sucumban en el olvido, todas las trashumancias de Stella: Descalza, sin el peso / de aquellas ataduras, / liviana como el ave / seguí al anciano / que reverenciaba a la luna. “Los caminos”, “Las músicas”, “Danzarines”, “Los ídolos”, “Los nuevos guerreros”, “Oración del hombre sabio” son algunos de los poemas atesorados en esta

canción que entonan sus criaturas más amadas, los desprotegidos / los desnudos / los que comen raíces / y se alimentan de los sueños / los que resisten la impiedad... Los que, como el poeta Arysteìde Turpana, en “Los encuentros”, nacido en la sabiduría / de las comarcas kanas, / en esa isla del caribe / donde danzan las palmeras, / cantaba: “Seamos fieles / a nuestros pies descalzos”. El que tocando el pan con reverencia, cantaba: “Esta es la hora / de las violencias radiantes”.

Gracias a Stella por recordarnos que en medio del horror y la pesadilla, el ser humano es capaz de erguirse contra todos sus dolores para renacer una y otra vez y entonar el himno de los amaneceres entre el humo de sagrados inciensos, / debajo de la grande estrella que anuncia el sol.

Y es que el aliento primigenio de la América irredenta es su aliento. En ella hunde sus raíces, de ella absorbe savia y jugos vitales, en ella encuentra el fuego con que alimentar los sueños que resisten a la impiedad.

Hija del río y el estero y la selva y la pampa y los Andes y el anchuroso mar que la ciñe, dueña de la palabra que ilumina y abre espacio pródigo al amor y a la esperanza, en la huella de los más grandes, y pienso en el inmenso Pablo Neruda, Stella Calloni ha escrito, escribe y seguirá escribiendo, lo sé, su muy propio, íntimo e ineludible Canto general en esta hora de renaceres y refundaciones, con rumores del monte, escarcha en el salitre y froridosas resinas...