Clang. Clang.
El pico de un buitre choca contra la coraza oxidada y sucia de un viejo autómata. El ave retrae la cabeza con fuerza, tira de unos finos cables escondidos entre metal y metal. No hay comida allí, solo chatarra.
Clang.
El eco metálico, producto del picoteo que, por instinto, busca comida en un cadáver, resuena en la tierra baldía. A lo lejos, edificios emanan densas columnas de humo que se funden en el cielo opaco. No hay humanos a la vista. El viento ulula por lo bajo, quiebra apenas el silencio cuando no lo hacen las aves.
Clang. Clang.
Algunas plumas flojas tocan tierra luego de un aleteo frenético. Más allá, dos de ellos pelean por una conexión de material esponjoso y elástico. Parece carne humana, pero es carne autómata. No es comida para los buitres. No hay botines frescos, no hay banquetes sin vida. Y los buitres no cazan, no matan sus propias presas. La sangre seca en la piel herida de las cabezas rapaces es muestra del sacrificio animal por encontrar qué comer, del filo de aquellos falsos esqueletos y de una humanidad que todavía conserva algún rasgo humano y retira a sus caídos de los campos.
Clang.
Un pico ganchudo sacude un manojo de cables soñando vísceras. Aunque han pasado semanas, algunos de estos restos todavía chispean, rehusándose a ceder al efecto del Apagón. Son celdas de energía rebeldes que chisporrotean en medio del páramo, entre grietas y troncos chamuscados. Parados sobre una rama, tres buitres observan a los que luchan por el plastiflex. Mantienen la cabeza herida casi oculta entre sus alas, como siniestros y misteriosos hombres con abrigos de cuello erguido. Decepcionados ante la falta de carne, se arrellanan sobre la madera, guardando energía para el vuelo próximo, sin saber que, tal vez, sea el último que hagan.
Clang. Clang.
De pronto, algo metálico chilla. Algunos se voltean hacia el sonido; otros, más cobardes, emprenden un vuelo desesperado, desperdigando plumas en el polvo y sobre la tierra agrietada. La válvula de una escotilla gira hasta encontrar su tope. La escotilla se abre, apartando trozos de cuerpos androides que reposan sobre ella, y revela un oscuro túnel. La mirada de los carroñeros se afila. Una persona emerge del túnel y ayuda a salir a una segunda. Ambas visten largos trajes impermeables con grandes capuchas. No se distinguen sus rostros.
Clang.
Los buitres se estremecen. Aprietan las ramas donde descansan con las romas garras de sus patas. Aquellos que buscaban entre los restos rascan el piso, ansiosos. Los buitres no cazan, las personas lo saben. Sin embargo, el comportamiento de los carroñeros es extraño: gruñen, graznan, cacarean y baten las alas intentando, de alguna forma, intimidar a los recién surgidos. El segundo de ellos se agacha para cerrar la escotilla. El primero desenfunda un arma. Se escucha el voltaje de la munición eléctrica preparada para abatir a cualquier blanco que se acerque.
La persona armada advierte a su acompañante. Este empuña un cuchillo y hace un gesto hacia la ciudad humeante, cuya silueta púrpura comienza a fundirse en el atardecer. En silencio, ponen rumbo hacia ella.
Clang.
Los humanos vuelven la mirada hacia el sonido metálico. Lo que sucede a continuación se da con tal rapidez que apenas reaccionan: los tres que reposaban en la rama vuelan hacia ellos con fiereza y se elevan, esquivándolos; otros, desde el suelo, se acercan gruñendo feroces y agitan las alas, haciéndolos retroceder; y, desde un lateral, otros dos, enormes y de plumas tan oscuras como la noche, los atacan con furia. «Los buitres no matan a sus presas. Los buitres no cazan» piensan. Corren. El dueño del arma eléctrica tropieza con un cráneo de plastiacero y, de espaldas en el suelo, dispara a los conversos depredadores, fallando todos y cada uno de los disparos. El armado con el cuchillo lanza cortes al ave embravecida, quitándole no más que unas plumas. Una descarga eléctrica impacta contra un ala gigantesca. El imponente buitre cae pesado al suelo. El otro, viéndose en desventaja, aletea de forma frenética y se aleja de los humanos, dejando a su par abandonado a su merced.
Algunos más alzan vuelo y se alejan en direcciones opuestas. Solo unos pocos se mantienen indiferentes, alejados, cerca de la chatarra. Los humanos guardan sus armas y se acercan al caído. Lo observan: el ave, exhausta y herida, respira con dificultad. El humano del arma eléctrica regresa unos pasos, toma el cráneo robótico con el que antes tropezó y vuelve. Observa al buitre una última vez y azota la cabeza del robot contra la del ave. Los huesos crujen. El metal tiembla. La sangre se derrama. El ave muere.
El mismo humano, deshaciéndose de la cabeza autómata, toma el cuchillo del otro, decapita a la presa y enseña el trofeo a los que están más allá. Las aves observan, impávidas, estáticas, mudas. El humano arroja la cabeza junto al cuerpo inerte, limpia la sangre del cuchillo con las plumas del cadáver y se lo devuelve a su compañero. Acomodan su equipaje y retoman el viaje hacia la ciudad en ruinas, dándole la espalda a los carroñeros. Estos los observan alejarse hasta que no son más que unas diminutas manchas en la lejanía, sombras de un espejismo.
Pasado el peligro, se observan unos a otros. Algunos graznan, otros gruñen. Baten las alas. Parecen debatir. Pero no hay nada que debatir. Sacuden los cuerpos flacos, pierden plumas negras. Se alejan de la chatarra y, a paso lento, se acercan al cadáver.