BAJO LA LUNA, SOBRE LA TIERRA, BAJO LA NOCHE

 

Primero murió el Gringo, después fueron muriendo una a una las gallinas, las pavas, y los corderos guachos que la Baronesa cuidaba desde los primeros tiempos de su viudez, después el hijo de los Frutos. Pero para armar esta historia quedan todavía la misma Baronesa, los viejos Frutos cada vez más viejos y, por supuesto, el árbol, el ñandubay campana alzándose desde los corrales, recortándose todavía, lustroso y seco, contra el cielo. Así lo ve la Baronesa desde la ventana de su pieza y así lo seguirá viendo hasta quién sabe cuándo, hasta el día en que se decida a morir.
         El día o más la noche en que los Frutos le tendieron la cama a la Baronesa ella cumplía tres años de viudez y llevaba más o menos el doble desde que el Barón o el Gringo comprara Campo Grande y lo eligiera no tanto para vivir sino más bien para el destierro de su vida. Compró Campo Grande y la novillada pampa y el rancho pretenciosamente largo que oficiaba de casco y el pequeño potrero del bajo arrendado desde siempre a los Frutos, y después tuvo tiempo como para sentarse un par de veces junto a la Baronesa a contemplar la tarde y los corrales y el monte. Un par de veces, tres o cuatro a lo sumo, porque en seguida habían empezado los dolores que no lo dejaban estar sentado ni parado sino únicamente echado boca abajo sobre el catre, de manera que lo único que él conoció de Campo Grande fue ese pedazo de campo entrevisto desde la galería, y tal vez entonces sus ojos debieron detenerse en el viejo árbol que duraba solitario entre el monte y la casa.
         Debió verlo entonces y debió recordarlo muchas veces en los cuatro años que duró su agonía, debió buscarlo en la memoria hasta reconstruir rama a rama su figura fantasma recortándose contra el atardecer.
         Fue durante el primero de esos cuatro años de indecisa agonía cuando la Baronesa conoció a los Frutos. Primero vino la vieja a ofrecer sus servicios, y apenas el enfermo se acostumbró a la tibieza calmante de las cataplasmas de canchalagua, aparecieron por la casa el padre y el hijo. La Baronesa apenas los veía, veía sobre todo a la vieja que entraba cada dos o tres horas a renovar las cataplasmas o a traer un par de tazones de caldo de gallina que la Baronesa probaba tanto como para que el enfermo la imitara, pero sin embargo, podía sentir las voces indescifrables que al poco tiempo estaban ordenando a gritos a los peones de los Frutos y la risa despreocupada e insolente, mientras le decía a su marido que no se afligiera, que todo iba a pasar, que era una suerte que esta gente se ocupara de todo.
         Y a su modo fue cierto. Fue precisamente el viejo Frutos quien ató el sulky cuando las cataplasmas de canchalagua dejaron de paliar los dolores de estómago, y fue el hijo de los Frutos quien viajó quince leguas bajo la lluvia para traer al médico que antes de entrar ya estaba moviendo la cabeza negativamente. Entró no obstante, y siguió negando con la cabeza y con el rictus de la boca, y sin hablar dejó unas pastillas en la mano de la Baronesa mientras con la otra mano palmeaba el hombro de esa mujer demasiado grande y dura y silenciosa como para andar diciéndole mentiras, y solamente habló cuando le quisieron pagar para decir que no le debían nada, que él hacía tiempo que quería conocer estos lugares.
         Las pastillas duraron varios días pero antes de terminarse ya habían vuelto los dolores y los vómitos porque ahora el estómago del enfermo no aguantaba ni los caldos por dentro ni las cataplasmas por fuera ni la mano enflaquecida de la Baronesa acariciando la piel descolorida y moribunda. Esa noche que se terminaron las pastillas los dolores eran tan fuertes que los quejidos hicieron venir a la vieja Frutos que dormía unas piezas más lejos, y la Baronesa le estaba rogando en su media lengua que fueran a buscar al doctor, cuando el enfermo le dijo en alemán que ya pasaban los dolores y que esperaran hasta mañana. La Baronesa despidió a la vieja después de hacerle prometer que atarían el sulky bien temprano, y se quedó sentada en su silla mirando el rostro cadavérico que a la luz de la luna parecía de ultratumba y por primera vez flaqueó y tuvo que cerrar los ojos para no verlo, y entonces debió quedarse dormida porque cuando abrió los ojos nuevamente el cuerpo no estaba sobre la cama ni en la pieza sino que desde la ventana se lo veía pender casi contra la luna como una rama más del árbol, un poco más grueso acaso que las ramas del ñandubay pero igualmente calmo, igual y definitivamente seco y detenido.
         Eso fue el cuarto año a contar desde el día que los Gringos vinieron a vivir a Campo Grande. El quinto año estaban la Baronesa y los Frutos que se habían instalado definitivamente y las gallinas que se habían salvado de la matanza sistemática de la vieja y que ahora la Baronesa se dedicaba a cuidar y a aumentar, repartiendo su tiempo entre prepararles comida y visitar por las mañanas y las tardes la tumba cercada con alambres de púa que se levantaba apenas a ras del suelo, justo debajo de la rama que tuvo colgado por unas horas al cadáver. Al atardecer la Baronesa se sentaba en la silla colocada para siempre junto a la ventana y con una mano que nunca volvió a redondearse y que ahora comenzaba a temblar, llenaba el vaso con la ginebra que los Frutos traían por cajones, y enfilaba el rostro ojeroso y abotagado hacia los corrales, hasta que por fin la noche y el sueño le cerraban los ojos.
         Eso fue el quinto año, y el séptimo. Los Frutos prácticamente se habían hecho cargo de todo, y mientras la vieja atendía la casa y ordenaba las compras, el viejo y los hijos recorrían la hacienda, vacunaban, marcaban. Y traían en sulky la ginebra que nunca faltó y que ese día que se cumplía el tercer aniversario de la muerte abundó más que nunca. La vieja se metió temprano en la pieza de la Baronesa y le dejó un refresco que seguía oliendo a ginebra pese al huevo y a las cáscaras de naranja, y antes de mediodía le había preparado otro y se lo había alcanzado con una sonrisa cómplice y solícita, y a la tarde se había preparado nuevamente para sonreír cuando la Baronesa la cortó, diciéndoles que estaba bien, que le trajera directamente un vaso y la botella. Al atardecer había perdido la fuerza necesaria como para llegar hasta la silla, de modo que permitió que la vieja la arrastrara hasta la cama y la desnudara y la acostara, y tampoco tuvo fuerzas para moverse cuando el hijo de los Frutos se le ganó al lado entre las sábanas renovadas y limpias. A la mañana siguiente la Baronesa no se levantó, se levantó por la tarde pero tampoco fue a visitar la tumba sino que se encamino desde la cama hasta la ventana y sin sentarse se demoró apoyada sobre el marco. Cuando llegaron la noche y el hijo de los Frutos, estaba más borracha que nunca y nuevamente se dejó llevar hasta la cama, y supo a la mañana siguiente que ya no volvería, ni de tarde, ni de mañana, hasta el árbol que seguía recortándose entre el cielo y la ventana de su pieza.
         Por lo demás, no cambió nada, salvo que la misma noche en que el hijo se acostó por primera vez con la Baronesa, la vieja fue hasta el potrero del bajo y después de sacar las pocas cosas que todavía quedaban por trasladar, cerró la puerta del rancho y le prendió fuego. Y al día siguiente la vieja comenzó la segunda y esta vez implacable matanza de gallinas, pavas, corderos, y antes de morir el hijo de los Frutos, éste y el viejo habían carnereado ya varios novillos elegidos entre los mejores.
El hijo de los Frutos llegó un día atravesado sobre el caballo con una puñalada fresca en un costado, y hay que reconocer que la vieja le había prevenido que se dejara de andar por ahí compadreando y acostándose con cuanta china se cruzaba, que para eso ella y su padre le habían conseguido esta mujer, esta gringa, y que ahora él tenía que cumplir su parte y que tenía que casarse como Dios manda. Estas mismas palabras las repitió la vieja a quien quiso oírlas durante la noche del velatorio, mientras lloraba y repartía café con ginebra. Y las siguió repitiendo al otro día, mientras llevaban el cajón hacia la tumba abierta junto a la otra, dentro del cerco que habían agrandado un poco más para el caso, y había empezado a repetirlas nuevamente cuando se alzó como un fantasma blanco el torso semidesnudo de la Baronesa, saltó del hoyo recién abierto y apuntando al cortejo con un máuser les gritó no acá, mierdas, no acá y como todavía dudaban, empezaron a silbar las balas sobre las cabezas, y entonces empezó el desbande, quedaron los dos viejos para arrastrar el cajón hasta el carro, en una fuga lenta y desesperada.
         De esto ha pasado un tiempo. Han pasado unos años desde que los viejos Frutos volvieron al casco de Campo Grande porque adónde iban a ir, y ahora están cada vez más viejos y temerosos de esa mujer loca que se pasea de la casa hasta el árbol, del árbol a la casa, dando órdenes a todo el mundo sin soltar nunca el máuser de sus manos, y que ni siquiera duerme, porque cualquiera puede verla por las noches, la cabeza asomada a la ventana, los ojos fijos en algún punto de las sombras.
 

(Del libro Con otro Sol, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 1976)