El corredor

Para la gran mayoría de los habitantes de Kaplāna, nacer en este poblado trae consigo ciertas certezas: vivirás una vida tranquila, crecerás para trabajar los campos de tu familia y, con seguridad, morirás en la misma casa que te vio nacer. Si alguien en el extranjero tiene la suerte de encontrarse con una persona de este lugar, a la pregunta «¿de dónde proviene usted?» la respuesta no será «de Catālia», será «de Kaplāna»; y solo si continúa preguntando, con amabilidad e intriga, quizá llegue a saber dónde se encuentra el poblado. Un kāplano primero es de Kaplāna, luego de Ōhrmuan khūnia, luego del khūnraj Este, y por último de Catālia. Contrario a lo que parece, no se trata de negar nuestra región de origen, sino que esta, las capitales y las grandes ciudades nos deben más a nosotros que nosotros a ellas. Así pensaba el viejo Ākuri Gāo. Y cierto es que, si bien no todas las personas de Kaplāna piensan lo mismo, tampoco piensan tan distinto. Al igual que la mayoría de los pueblos de Ōhrmuan, pues no hay grandes urbes en la vetusta provincia, Kaplāna también es un pueblo agrícola, y no han sido pocas las ocasiones, a lo largo de la historia, en que las ciudades más importantes de la región, por uno u otro motivo, han exprimido a las provincias más pequeñas para saciar sus necesidades y llenar sus arcas. De allí que «las capitales nos deben más a nosotros que nosotros a ellos».

Ākuri Gāo era el prototipo de hombre tosco y trabajador de la tierra propio de Kaplāna y sus alrededores. Se levantaba temprano, recorría los campos, desayunaba con su familia y regresaba a trabajar acompañado de sus hijos e hijas. Por supuesto, no todos allí poseían tierras para el cultivo, por lo que, quienes no las tenían, se ponían al servicio de quienes sí, a cambio de una paga justa. Ākuri, desde joven, hablaba rápido y zapateaba cuando algo lo ponía nervioso. Más que un zapateo era un constante repicar de la punta del pie, o del talón si el nerviosismo lo encontraba sentado. Desconocía la quietud o que siquiera existía la posibilidad de relajarse. Desde que ayudaba a su padre y a su abuelo en los campos de arroz, al finalizar la jornada, cambiaba sus ropas de trabajo por vestimentas más livianas y salía a correr. Aunque alguna vez debe haber variado, mi memoria me obliga a decir que siempre hacía el mismo recorrido: salía de su casa en dirección al campo, hacia el norte, y, al llegar a él, giraba a la derecha y continuaba por el camino delimitado primero por verdes sotos y luego por unos anchos y bajos paredones de piedras blancas. Así el joven corredor salía del pueblo y lo bordeaba por las rutas aledañas que se alejaban más y menos de los campos, que subían y bajaban las colinas circundantes. Al final, volvía a entrar al pueblo por la puerta sur y seguía la zigzagueante calle principal hasta los setos, allí doblaba a la izquierda y regresaba a su hogar.

En los años que transcurrieron entre que el joven Ākuri se convirtió en el señor Gāo, el mundo también creció, y tanto él, como yo y todos los habitantes de Kaplāna vimos avanzar a pasos agigantados a la Primera Edad Tecnológica Moderna. De repente las siluetas de los autómatas formaban parte del paisaje, trabajaban junto a los kāplanos, se mojaban los pies mecánicos en los campos y acompañaban a las plataformas de carga que avanzaban levitando lentas por los estropeados caminos de tierra que rodeaban al pueblo. En las casas, en los talleres, en los campos; donde se posara la vista, había un robot. Y, como no podía ser de otra forma, Ākuri Gāo se hizo con uno. Un ya para entonces viejo modelo O3 que lo seguía a donde fuera. El autómata, aunque algo torpe en su motricidad fina, había sido una gran ayuda para su familia: un cuerpo fuerte para el trabajo en los campos y una posibilidad para aquellos hijos que deseaban más que la vida agrícola. Así, dos de sus hijas abrieron su propio taller en un ala lateral de la casa y se dedicaron a la reparación de máquinas y autómatas. El señor Gāo y el O3 eran una única y sola cosa, forma y sombra, carne y uña. Había quienes decían que el robot estaba adquiriendo los rasgos nerviosos del hombre. Tal era su unión que, con la ayuda y maestría de sus hijas, lograron que la máquina pudiera correr junto a él. Y, desde entonces, nunca corrió solo otra vez.

Con el sol brillando en el cielo, oculto tras las nubes, cayendo tras las colinas o despegándose de ellas, Ākuri Gāo corría a través y alrededor del pueblo acompañado por el autómata. El sonido de sus engranajes y pistones podía escucharse a medida que dejaban atrás las calles. Los pasos pesados y la respiración del hombre ya no se oían, se perdían tras los ruidos mecánicos. Las carnes del hombre, cada día más viejas y flácidas, se agitaban sobre los huesos que le marcaban el ritmo de la marcha al metal algo oxidado pero inquebrantable que lo acompañaba. Yo era solo un niño cuando veía al joven Ākuri pasar trotando frente a mi casa; era algo más grande, un adolescente apenas, cuando comencé a verlo correr junto a su robot. Nunca dejó de sorprenderme. ¿Por qué había decidido correr junto a eso? ¿Nadie de su numerosa familia quería acompañarlo? ¿Por qué no continuar haciéndolo solo? Estaba seguro de haberlo visto hablar con el robot, o mejor dicho, hablarle al robot. Esa cabeza llena de circuitos, cables y placas jamás podría mantener una conversación. Sin embargo, allí los veía, sin importar la hora ni el clima: caminando, corriendo, trabajando, hablando sin hablar.

Los años pasaron y el señor Gāo pasó a ser el viejo Gāo. Durante ese tiempo, mientras continuaba viéndolo andar junto a su compañero metálico, formé una familia y heredé los campos de cultivo familiares. Estos lindaban con los de Gāo, que, a pesar de su longevidad, seguía trabajándolos como cuando era joven. Nuestras familias se volvieron más cercanas tras años de apenas mutuo respeto vecinal. Nos ayudábamos, nos preocupábamos los unos por los otros. Mi padre y mi abuelo habían rehuido de la excentricidad del viejo Gāo, pero a mí siempre me había resultado un hombre simpático. Disfrutaba pasar las horas hablando con él, linde de por medio, mientras a sus espaldas el O3 hacía la mayor parte del trabajo duro y yo solo me atrasaba en el mío.

Si bien antes nos describí orgullosos, los kāplanos solemos ser muy solidarios con nuestros coterráneos. El viejo Gāo, no obstante, tendía a no aceptar ayuda de nadie. Había adquirido un inusitado gusto por rezongar por todo y solía enojarse con facilidad. Quienes lo conocíamos nos tomábamos con gracia sus berrinches y ayudábamos en secreto a que lograra sus cometidos. Sus hijas, sin que se diera cuenta, habían reducido la velocidad de trote de O3 para que no dejara atrás al viejo, que a sus ochenta y tantos años seguía su rutina sin chistar. Por más que la posibilidad estaba, se negó a cambiar a su viejo compañero por un modelo más nuevo. ¿Para qué iba a cambiarlo si funcionaba bien? Su razonamiento era lógico, pero a sus hijas les costaba cada vez más mantenerlo en funcionamiento. Era más difícil conseguir partes desactualizadas y descatalogadas. El viejo ignoraba este detalle, y les pedía que lo revisaran apenas le oía el más mínimo ruido desconocido. El autómata, compuesto ya por piezas y componentes de otros modelos más y menos nuevos, había sido un compañero de vida para él. Era un verdadero misterio saber hasta cuándo efectuaba su programación y cuándo actuaba por voluntad propia, si es que era posible. La tecnología aseguraba que no; sus mecanismos, en teoría, no lo permitían. Pero ¿y si sí? Ningún otro autómata de Kaplāna tenía tanta personalidad y reconocimiento como aquel viejo O3. Quienes lo veían pasar, aunque lo encontraran sin su dueño, lo saludaban como si fuera una persona más. El ser cibernético correspondía, por modales o programación, pero lo hacía. Las hijas de Gāo habían intervenido más de una vez el procesador principal del O3, confiriéndole pequeños detalles y gestos que lo hacían similar a su padre y que lo alejaban cada vez más de cualquier autómata de fábrica. Era, incluso para la mente más reacia, un robot único.

Una tarde, mientras el sol caía, vi al O3 pasar corriendo a su viejo ritmo, como si hubiera rejuvenecido. El viejo Gāo había muerto un par de días atrás y, desde entonces, no había vuelto a ver a ningún corredor atravesar el pueblo ni trotar por sus alrededores. Seguí con la mirada al autómata. Hizo el mismo recorrido que solía hacer con su antiguo dueño. Lo perdí cuando pasó más allá de las colinas que rodean Kaplāna y volví a verlo cuando entró al pueblo por la puerta sur. Sus pies fuertes y compactos dejaron huellas oblongas a lo largo de todo su recorrido. Las articulaciones bien aceitadas apenas sentían el impacto de los pasos. Cuando llegó a su hogar, se detuvo, hizo un gesto, como si alentara a alguien por su buen desempeño, y entró a la casa de techo curvado a dos aguas.

Al otro día, durante la mañana, me acerqué al taller de las hijas del difunto anciano. Allí, entre repuestos, grasa y luz matinal, las mujeres me contaron que, tras fallecer su padre, el robot pasó dos días apagado. Le realizaron todo tipo de diagnósticos e intentaron restaurar su energía de todas las maneras que pudieron pensar; aun así no pudieron identificar la razón del apagón. Al tercer día, se encendió y caminó hasta el altar que habían armado en honor a su padre. Pasó dos días más allí, encendido pero estático. Y, la tarde anterior, cuando el sol comenzaba a esconderse tras las colinas, pareció activarse de repente y salió de la casa corriendo. Al regresar había vuelto a la normalidad.

Desde entonces el autómata continuó con su rutina, ayudando a la familia en los campos y también, cuando lo necesitaban, en el taller. Una vez al día, en momentos que suelen variar, el delgado ser metálico deja todo lo que está haciendo y corre su pautado circuito alrededor del pueblo.

A medida que fui creciendo, vi pasar por la calle frente a mi hogar a Ākuri, al señor Gāo, a él y al autómata, al viejo y su robot, y finalmente solo al O3. Cada vez que el robot pasa frente a mi hogar me siento tentado a saludarlo, como si estuviera saludando al viejo Gāo que va corriendo como siempre hizo. Sé que no es así, pero me gusta pensar que una parte del viejo Gāo sigue allí corriendo, dentro de esa nerviosa coraza de metal, que sigue haciendo sus mismos viejos recorridos y felicitando a un fantasma al finalizar.