La plañidera, el cantor, el yesero, el llevador de almas

Cementerios  2025
XIV Jornadas de la Red Argentina de Valoración y Gestión Patrimonial de Cementerios.
 16,17 y 18 de julio de 2025 Basavilbaso
 
La plañidera, el cantor, el yesero, el llevador de almas: Oficios de antaño de los velorios en la literatura entrerriana y correntina.
 
El llorador y la plañidera: Protocolo y orgullo del oficio
 
Juan José Manauta, nacido en Gualeguay (1919-2013), premio provincial Fray Mocho de narrativa y doctor honoris causa de la Universidad de Entre Ríos escribió en su libro “Disparos en la calle”(1985) el cuento “La balada del llorador”: Tereso Alegre, con el oxímoron desde su apellido, guitarrero y llorador sin toalla, había llegado para cumplir sus funciones sin conocer el lugar donde lo habían convocado, las Tres Bocas y le habían avisado que:
"en cuanto llegue a las tres bocas, divisará el velorio porque se oirá música y habrá caballos y sulkys junto al alambrado, y hasta algún automóvil, si a mano viene (. .. ) estaban de lloradera cuatro viejas de luto con las caras tan tapadas que ni parecían llorar, como si con ese treno velaran una perra y no a una cristiana. Se entiende: esas mujeres no lloran de verdad" (...)
 _ retírense_ les dijo un hombre_ ha llegado Don Tereso Alegre, un llorador sin toalla. Parecía un bastonero ordenando los pasos de un baile. Como si dijese: 'un molinete a la contraria ¡aura!'
Se  trataba de un oficio pagado, de cierto prestigio como los baqueanos, los  castradores, los curanderos, y ejercido por las clases sociales  más humildes, en  general,  personas mayores que ya no podían emprender trabajos pesados.
El protocolo no escrito indicaba que primero había que mirar fijamente al muerto, luego, mirar a los ojos, uno a uno, a cada miembro de la concurrencia para convocar silencio y, seguidamente, sostener un llanto prolongado y sincero, que alternaba invocaciones al alma en vuelo con descripciones  halagüeñas del difunto. El vocativo debía reiterar el nombre y apellido del extinto, una letanía que apelaba al espíritu en viaje e interpelaba al corrillo de asistentes al velatorio. Tomaban la centralidad y concentración de la pitonisa  de los oráculos o de un médium en sesión. El llorador o la  plañidera  trabajaba en una  línea  ascendente de  hacia el alma en elevación de  vuelo  y otra horizontal de control, imponiendo la circunspección debida a la variopinta concurrencia.
 “La miré un rato. El pecho se me llenó de gentileza_ doña Duclesia Sagastume_ pronuncié en voz muy suave. Fui repitiendo el nombre cada vez más fornido para que todos lo hicieran y pudieran considerarla hasta sin mirar, verla a cantar, reír, dolerse, trabajar y sufrir, como cuando todavía no era pura osamenta.
 La primera lágrima asomó a mis ojos, brilló, y empujada por otras que venían detrás, se hinchó, Y últimamente resbaló por mi cara. Se la mostré a la concurrencia, como se debe, como hacen los buenos. Cuando con mi vista llegué de nuevo a la finada, oigo que me habla:
 _No soy Duclesia, yo soy Gudelia.”
Y bien pronto llegó la aclaración del yerno:
 
Gudelia y Duclesia eran hermanas mellizas, iguales como dos lágrimas. Se parecían en todo. Lo que una deseaba, lo quería la otra. Duclesia vivía a menos de media legua de aquí a la salida de Tres Bocas. Las dos han muerto el mismo día. (...) Y a más, casadas con el mismo marido, Don Apolinario Sagastume, mi suegro, que Dios lo tenga en su santa gloria...
Manauta informa:
Duclesia y Gudelia Cosundino, por parte de madre, (no se sabía de padre), habían nacido y muerto el mismo, día a la misma hora y habían amado un mismo hombre.
Don Apolinario  Sagastume, que les dio el apellido, según supe saber, fue la iglesia de Arroyo Clé para casarse con las dos. Los tres venían desde lo más tupido de los montes de Brache, que es como decir la cola de esa enorme serpiente que era la selva de Montiel en ese entonces. El cura de arroyo Clé los quiso apostolizar y empezó por negarles ese doble sacramento, pero después de indagar, lo casó solamente con Gudelia, porque esta, por lo menos tenía una entenada en su casa, la Doralia (una criatura entonces), que era la actual mujer del bastonero. Don Apolinario Sagastume siguió siéndoles fiel a las dos porque él también las amaba, pero Duclesia, ofendida, rompió para siempre con su gemela, y allí empezó un rencor que les duró toda la vida. Las dos enviudaron la misma vez, y apartadas murieron del mismo amor y el mismo encono.
(…)_Si esta señora no era Duclesia, sino Gudelia, sería la primera y última vez que yo abochorne a un difunto en los años que tengo de llorador. Por miramiento debo retirarme.
_Quédese, Don Tereso, entre, se le pagará como es justo.
 _Si me quedo lloraré por las dos.
Fray Mocho (1858-1903), gualeguaychense fundador de Caras  y Caretas, la revista más  leída del país, cuenta en su libro en Un viaje al país de los matreros (1897) que en el boliche de la chingola se le acercó el guitarrero, un viejo matrer ya inservible para la vida activa: 
 
Yo soy santafesino y me casé en mi pago por la iglesia allá en 1850. Mi mujer era una criollita regular y codiciada y no faltó uno que me la alzara; yo, francamente, agarré la tierra por mi cuenta y no supe más de ella. Pasaron años y la otra noche , -como yo me ocupo así de acompañar con la guitarra, y siempre me gano mis realitos-.
Vinieron a buscarme para música en un velorio y fui: era un rancho como aquí a cinco leguas. Llego, y como no era propio que tocase así nomás, sin ni siquiera saber el nombre de la difunta, pregunté quién era: me dieron el nombre de mi mujer ¡cosa bárbara! Ahí nomás saqué el pañuelo y m puse a llorar. ¿Vea; las vueltas que había dado la pobre, no? Supe entonces que tenía una punta de hijos y que siempre habían dado los bañados, allá por Gualeguay. Naturalmente ¿Qué había de tocar?... Con la noticia..!  ¡Estaba más triste que un viernes Santo! Bueno, la duda que tengo es esta: ¿Qué son de mí los hijos de mi pobre mujer?
_¡Cómo?...¿Qué son de usted?
_Sí.... ¿Son parientes?... ¿Qué son?... Porque si son parientes, ¡voy a ver si me recogen en su rancho! ¿No le parece...?
La pregunta era peliaguda, pero me eximió de darla un ruido que se sintió en la mesa de los jugadores.
José Gabriel Ceballos, nacido en Alvear, Corrientes, en 1956, abogado y narrador muy reconocido en su provincia y en el país, en su cuento La llorona escribe:
Llorona incomparable sí señor.  Había que sentirla. Yo he conocido muchas y amañadas, duchas en afligir al prójimo pero ninguna igual a doña Ernesta. Créame, podía ablandar las piedras. Media provincia respetaba su fama; no exagero. Los perros quedaban afuera y ella entraba derecho al difunto. Se quitaba el pañuelo negro de la cabeza, observaba bien al muerto y después sus ojos recorrían la concurrencia. Cuando todos atendían, miraba de nuevo al finado. Lo miraba fijo y le brotaban las lágrimas. De repente, como si se le rompiera el pecho, soltaba el primer grito. Y al rato los perros soltaban los aullidos. Tanto sentimiento debí abrirle el mismo cielo a un condenado. Sabía sacar un santo del difunto, de alabarlo entre gemidos y suspiros. Sabía despedir con su verdulera a un angelito.
 
Pero cuando, asesinaron a su propio hijo, el Moncho,un mocito pendenciero y mujeriego, nacido sin padre, al amparo del triste oficio y de las pocas vacas de doña Ernesta, envejeció de golpe, ya no mercó más su manteca y quesos con el carrito Andaba y andaba entre la perrada, sin rumbo, buscando la ocasión.
La cosa empezó a casarse la menor de las Fernández de Don Juvencio Fernández, señor, hombre poderoso, ocho estancias, fuerte caudillo autonomista. (...) En el atrio de la iglesia los camaradas del novio formaban una guardia de honor, como se dice. Adentro lo más distinguido del lugar y de varias lenguas a la redonda. Y justo al callarse el coro, cuando el cura salía al altar, el alarido. Y los sollozos. Y la perrada. Doña Ernesta, en una de las puertas era cien ánimas en pena. La ceremonia se suspendió hasta que pudieron retirarla, retorciéndose en plena lamentación. La novia y una madrina sufrieron sus desmayos. Ni  las dos orquestas salvaron el casorio del fracaso. Después sucedió lo de aquel 25 de mayo. Terminó con un asado de comité y después con una retreta y arruinó también un baile en el club social ,y una función de un circo, y unos cumpleaños. El pueblo cambió  mucho señor. Ninguna fiesta, ninguna diversión, aunque no la oyéramos, la vieja nos dominaba. La risa era una rareza. Unos vecinos importantes se presentaron al juez de paz, pero el juez dijo que llorar no era delito.
La pregunta  es por qué alguien que no al difunto puede  llorar con tan sincera  teatralidad. La respuesta podría ser un aserto de la inolvidable novela del gran Marco Denevi: “Los asesinos de los días de  fiesta”, también reeditada como “Casa de  duelo-  Noche del muerto”, cuyo protagonista era un  colectivo seis hermanos solteros que salían a llorar, solidariamente, a velorios de desconocidos. Ante una plañidera que llegó  sin ser  llamada afirmaron:
_Una  enviada que Dios nos envió para que comprendiéramos que todos somos deudos de todos  los muertos.
El  libro más antiguo  del  mundo, hasta  ahora, el Gilgamesh, escrito en hace  casi 5000 años en la cultura sumeria,  entre El Tigris y el Eúfrates, hallado en una biblioteca  enterrada con miles de tablillas de arcilla, en 1850, al norte de Irak, en la ciudad de  Nínive, tiene ya todos los temas fundacionales de la literatura: el  amor, el poder, los celos, la amistad, pero el tema principal es el  dolor de la muerte, que lo resuelve así:
Una especie destinada a  perdurar más que los dioses, pero de uno en uno, de vida  en  muerte, de muerte a vida, de padre a hijo y a los  hijos de los hijos. Esa era la eternidad  posible de los hombres, los que se van mientras otros vienen.
Cuando  lloramos la muerte de otro lloramos nuestra propia muerte y la  condición mortal de toda la humanidad.
El llevador de almas
 Juan José Manauta en su cuento El llevador de almas, perteneciente al libro de cuentos homónimo, relató que Jacobino Almarza, de 40 años argentino soltero, llevador de agua de almas, buscó por pedido de su viuda, la tumba del Guacho Farello, su  primo carnal, sepultado a media legua de las Mercedes. Farello debía una muerte en Gualeguay y en venganza le dieron viático a sablazo limpio y lo dejaron allí para el carancho. Un alma bondadosa, tal vez una mujer, lo puso bajo tierra y armó una cruz con dos postes de algarrobo.
 Cuando  Jacobino halló la Cruz  de algarrobo que solamente conservaba el vertical, le dijo a ese poste de algarrobo:
 _Guacho, he venido a buscarte.
 Colgó la bolsa de sacar maíz en el propio vertical de la media Cruz dejándola todo lo abierta que pudo.  Se sentó sobre los bastos y siguió mirando fijo la tumba de Farello:
 _ no me vayas a porfiar guacho, lo pide tu viuda y he venido a llevarte.
Mover un difunto es nada al lado de cambiar algo intangible de una tumba como esa, perdida entre los montes del Gualeyán, tumba que, de no haber llegado a tiempo, iría a borrarse para la eternidad. Nadie has podido saber, ni sabrá jamás, en qué momento de la noche un alma se allana al tránsito. Eso no lo han podido averiguar ni los más ilustres llevadores de alma. Jacobino, que no es de los peores, solo pudo maliciar que el alma del guacho se debió haber movido cerca de las primerísimas luces del amanecer. Jacobino caminó muy despacio hacia la tumba. Audazmente acogotó la bolsa con rapidez, como a  un gallo suelto y la ató con alambre fino, de quinchar. La bolsa pesada, y no por las flores de cardo y él no me olvides…
 Ya nada le impediría Jacobino Almarza regresar con ella en la mochila al distrito de Jacinta, departamento de Gualeguay, donde aguardaban su vuelta.                                  L
En las narraciones inconclusas que publicó la editorial de Entre Ríos aparece La vuelta del Guacho:
 Jacobino Almarza llegó al distrito Jacinta con el alma del Guacho Farello en una bolsa. La misma bolsa de sacar maíz en grano que llevara al partir, donde la viuda había puesto el ramito de nomeolvides (…) El alma del guacho Farello sería solo eso: un alma. Una nada tendría que ser, y punto. Pero el moro de Jacobino llegó a la aldea tan muerto y por el suelo que apenas levantaba las patas. En las últimas cuadras jacobino tuvo que apearse y llevarlo de tiro. ¿De dónde tanta fatiga del moro?  También la sed del moro parecía de urgencia. Le temblaban las manos cuando bajaba el hocico hasta el agua.     
 
Mascarilla de yeso
Ángela Ferrari de Bértora, docente nacida en Colón en1924 y activa  gestora cultural en Gualeguaychú, relató la  historia de su abuelo, que  recupera  el  oficio del  yesero:
Cuando José Domingo Ferrari llegó a Gualeguaychú en 1888, procedente de Bellinzona (Suiza),  portaba sus certificados de estudios de Escultura, Música y Pintura que le sirvieron para desempeñarse como Maestro de Banda del Regimiento, profesor de alumnos particulares de Dibujo y Pintura e instalar su marmolería en Colón, donde formó familia.
     Era costumbre en esa época hacer mascarillas de yeso de los familiares fallecidos, para, mediante vaciado en distintos materiales, obtener un busto que generalmente se ponía en la sala. Esa vez el trabajo se realizó en el campo, para lo que debió llevar los elementos en un Ford T guiado por su hijo.
         Cuando el yeso fraguó trató de retirarlo con sumo cuidado, pero la capa de vaselina que precedía al enyesado no fue suficiente, o tal vez los bigotes y cejas del difunto eran muy espesos; y todo esfuerzo fue vano. La familia comenzó a impacientarse. Lo cierto es que mi abuelo, que sabría mucho de arte, pero más sabría de miedo, preparó sus pertenencias, corrió al automóvil con su hijo y partieron a la apreciable velocidad que podía desarrollar un Ford T (a bigote), dejando a los deudos consternados y al difunto semienyesado.
 
Bibliografía:
Juan José Manauta, Cuentos completos. Segunda edición, ampliada y comentada, Eduner, Santa Fe, 2016.                                                             
 Fray Mocho, Un viaje al país de los matreros, Editorial de Entre Ríos, Paraná 2022.   
 Leer la Argentina: Chaco, Corriente, Formosa y Misiones. Ministerio de educación, tomo tres, Eudeba, 2005.       
 María Eugenia Faué, Antología de humor entrerriano, Delta editora, Paraná, 2009.