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EN LA PLAYA
Circunstancias que no son del caso mencionar, hicieron que una madrugada me sorprendiera sentado ante una mesa de El Diluvio - cafetín de mala muerte y de peor vida-, situado allá en una de las callejuelas de Punta Arenas, capital chilena del estado fueguino de Magallanes, que bajan culebreando hacia el mar.
La verdad es que mi situación no era desahogada en aquellos momentos y que negros nubarrones obscurecían el cielo de mi vida : con veinte años, solo, desconocido y sin un peso en el bolsillo -habiendo perdido esa noche en la ruleta el último que me quedaba-, no veía rumbo claro si no camino del mar, y por ello, lentamente, me había ido acercando a él.
Sentado a la cabecera de una mesa, miraba distraído el afán con que la patrona iba de acá para allá tras el pequeño mostrador, sacudiendo el frente del anaquel cargado de botellas con inscripciones en inglés -indicadoras de que si el cognac, el rom, el whisky y el snap que contenían no era legítimo, por lo menos era viejo-, y escuchaba, llevando el compás con el pie, una habanera que brotaba del teclado de un piano acatarrado, bajo los dedos del patrón, un gallego minúsculo, de gran cabeza cuadrada, que tenía cierta semejanza con los tapones de soda-water que rodaban por el suelo.
Estaba en uno de esos momentos en que uno, a fuerza de pensar no piensa en nada, y como única solución a mi situación embarazosa, se presentaba al espíritu atribulado la idea del suicidio.
La cosa se arregla fácilmente, me decía. Camino hasta allí, bajo por esa escotadura y llego al mar. Si me conviene, sigo hasta la punta del muelle, me paro al lado de aquel poste blanco y en el momento en que venga a romper una de esas olas grandes que truenan, ¡zas! me zambullo y... abur Perico... ¡me voy con ella! ... También puedo caminar -si no me conviene el muelle por ser tan alto y estar a la vista- hasta aquellas piedras negras que baña el agua y donde el mar rompe con furia : espero una ola grande y me lanzo... ¡Qué diablos! ... ¡Todo es cuestión de un minuto!
Aquí llegaba de mis reflexiones y ya se acercaba el momento de levantarme y elegir el punto más aparente para la catástrofe de mi vida, cuando llamó mi atención un diálogo medio en inglés y medio en italiano y español, sostenido por dos individuos que no había visto entrar y que estaban sentados a una mesa hacia mi derecha.
El que hablaba inglés, era un tipo de marinero muy pronunciado y yo lo veía con su pipa humeante entre los dientes y una sonrisa que nunca se borraba del todo de su fisonomía, dándole -juntamente con loa mechones de pelo rojo que se escapaban de su gorra chata de cuero de zorro y con su barba, recortada en forma de herradura, que ponía al descubierto una boca sin labios, que casi le llegaba desde una oreja a .a otra- un aire marcadamente funambulesco.
Su acompañante formaba con él un verdadero contraste : seco, anguloso, huesudo, estaba envuelto en una manta de lana de cuadritos blancos y negros y cubierto con una galerita, cuyas alas, verdaderamente embrionarias, eran una nota alegre que dulcificaba la expresión de su rostro, al cual sus ojos, chiquitos y vivos, acentuaban de una manera que hacía pensar en rastrillos, en ganchos, en uñas, en cosas., en fin, de agarrar y de arrastrar; aquella cara debía ser, indudablemente, la que soñó Shakespeare para su Sylock o Moliére para su Harpagón, y el •sombrerito debía ser obra de alguno de esos
hombres que echan a la chacota todas las cosas de la vida.
-¡Le digo a Ud. que no! ... El Gorro de doña Catalina es un canalla, un pillo y a mí me hace esto porque soy italiano ... ¿Sabrá bien Ud. cómo andamos ahora los franceses y los italianos...?
-Esa no es la cuestión... La cuestión es que, usted diga lo que diga, El Gorro de doña Catalina o cualquier otro Judas de mar o tierra, convenga en ir a dar la paliza ... ¡Eso es lo que interesa...! ¡Con los lobos ya se podrá empezar el otro mes y entre tanto iremos a Sloggett a lavar oro!
-Sí ...; pero El Gorro ...
-¡Mire ! ... ¿ Cómo es que le dicen a Ud?
-Don Cayetano.
-¡Mire, Don Cayetano, no me embrome la paciencia, eh!... ¡Le va a caer una racha, si se descuida, que no le dejará ni las alas del galerín!-¡Vamos; diga derechamente si toma o no parte en la empresa y basta de charla!
-¡Vea ...! ¿Cómo le dicen a Ud?
-¿ Quiénes?
-¡Digo ! ... ¿ Cómo le conocen a Ud ... cómo le llaman
-i Ah ! ... ¿Mi nombre? ... ¡ Como quiera no más ! ¡Cachalote, si le gusta!
-¡Bueno! ... ¡Vea, señor Cachalote, yo quiero ir algo en la empresa... ; a mí me gusta, con franqueza! ... ¿Sabe? ... Lo único que hay es que estoy pobre y que el cutter va a consumir todo lo que tengo... ¿comprende? ¡Bueno!... ¡Vea, pues, que no puedo arriesgarme entonces, así no más, de palabra, sin una garantía! ¡Mire: consultemos a ese hombre que está ahí y que nos mira con cara de juez; verá, él me va a dar la razón...! ¡Negocio sin garantía no es negocio, don Cachalote... por la Madonna!
Y, sin más trámite, el titulado don Cayetano me saludó y me hizo seña de que me acercara a su mesa, aun cuando sin ofrecerme una copa de snap, como su compañero, que salvó la omisión con toda cortesanía.
-¿No le parece, señor, que lo que digo es justo? -me dijo con el acento más calabrescamente español que encontró en su repertorio-. ¿Cómo quiere que entre en un asunto como ése, sin una garantía?
-Veamos -repuse, luego de beber mi snap, que me supo a gloria, pues el airecito de la mañana, al colarse por entre las rendijas de las paredes de tabla que formaban la sala de El Diluvio helaba hasta las palabras-; no sé de qué se trata.
-Vea -me digo el inglés en su español chapurreado y dedicándome una de sus habituales sonrisas, que le llevó las comisuras de los labios casi hasta reunirse en el occipucio-, este señor, ahí donde usted lo ve, con ese sombrerito y esa cara de zorro, quiere convencerme de que es ventajoso para mí darle el cincuenta por ciento de una expedición de caza, pesca y lavado de oro que voy a hacer ... En cambio, ofrece hacerme abrir en plaza un crédito de cien pesos y, no contento todavía, me exige, para que el negocio sea negocio, que le garanta el préstamo con el cutter que tengo fondeado ahí ... en esa caleta de la derecha.
Don Cayetano oyó impasible esta tirada y ni parpadeó siquiera, limitándose a hundirse hasta el cogote su ridículo sombrerito, cuando se apercibió de que era motivo de broma para su contrincante.
Como yo continuara en silencio, el inglés se sacó la pipa de la boca, escupió con toda parsimonia, la colocó cuidadosamente sobre la mesa, y fijando luego una mirada en el prestamista digo:
-Mire Don Cayetano o Don Judas o el diablo yo no sirvo para juguete suyo ni de El Gorro de doña Catalina, que es otro que tal... ¡y le prevengo que no quiero hablar más de eso! ... ¡Si me habla, no respondo de que me aguanten las anclas! ... ¡Conque así... aquí me fondeo!
El calabrés, que seguía impasible el desarrollo del discurso, volvió a darle otro empugoncito a su gracioso sombrerito, escupió, se pasó por la boca la palma de la mano, y sacando de su garganta privilegiada las más agudas y más dulces notas del registro, replicó con vivacidad:
-¡Por San Genaro, señor Cachalote! ... Yo soy hombre de negocios y nada más. ¿A usted no le conviene lo que propongo? ... ¡Bueno! ... ¡Espera
remos ! ... ¡Lo que no sirve a las ocho, suele servir a las once!
Y envolviéndose bien en su chal de cuadritos, salió con un paso menudo y apresurado, que tenía algo del andar de la laucha.
Cuando nos quedamos solos, el inglés fijó sus ojos en mí y exclamó
-¡Qué gente ésta, señor!... ¡Ese judío, El Gorro de doña Catalina y el otro, Guanaco, son todos rizos de la misma vela! ... Creen que el oficio de sleeping partner ... ¿Sabe? de "socio dormilón", les va a llenar el bolsillo sin hacer nada. ¡A fuerza de ser pillos son zonzos! ¡El "dormilón", si quiere ganar, debe ser liberal! ... Eso es lo justo, ¿no le parece?...
-Bueno - dije, por decir algo - pero entre amigos...
-¿Amigos?... ¡Esos! ... ¡Pero si los conozco tanto como a Ud, o como al diablo!
-¡Ah! ... Como le oí hablar del Gorro de doña Catalina y del Guanaco ...
-¿Ud. los conoce?
-¿Yo? ... ¡No! ... ¡Me llamaron la atención los nombres, no más! ...
-¿Qué nombres?
-Los de ellos.
-¡Ah! ... ¿Y Ud. cree que esos nombres son de ellos? ... Si estos tiburones se designan por apodos no más ... ¡Es costumbre de los loberos y de los buscadores de oro -sus víctimas- que ellos han tomado, en su afán de tomarles todo ! ¿ No es de aquí Ud?
-¡ No, señor!
-¡Yo tampoco! ... ¡Ni quiero ser!... ¿Y se va a fondear aquí, en esta caleta de tiburones, o sigue viaje?
-¿Yo? ... Vea; no sé ... ¡Anoche me han pelado en la ruleta y no conozco a nadie, ni tengo un peso!
-¡Ah! ¡ ah ! ... ¡Conozco! ... ¡Eso se llama estar a pique en veinte brazas! ... ¡Oh! ¡ oh ! ... ¿ Quiere un remolque? ... Tengo mi cutter ahí, en la bahía: se llama "The Queen" y es chiquito, ¡pero marinero! ... Si gusta, hay lugar a bordo todavía...
Somos cuatro, que andamos por irnos a lobear, y uno más no nos hace daño ... ; ¡al contrario!
Un rayo de luz alumbró mi ánimo abatido y acepté con júbilo la proposición tentadora: entre suicidarme estúpidamente en Punta Arenas o luchar brazo a brazo con la suerte, no era difícil la elección para un temperamento como el mío.
Y, por otra parte -¿a qué negarlo?- seducía a mi alma aventurera y a mi ardor juvenil, la vida accidentada de esos bravos que juegan su existencia a una sola carta - la única que les queda tal vez - y se lanzan a buscar fortuna, allá, entre los escollos donde la mar bravía rompe en los barrancos abruptos, paradero de los lobos que se recrean jugueteando con el espumarajo de las olas.
Me atraían con fuerza invencible las tajaduras sombrías de los peñascos enhiestos, donde ejercen su vigilancia los albatros y los alciones, guardianes solitarios del desierto imponente y grandioso.
2
BORDEJEANDO
Ese día lo pasé con el inglés, que en balde recorrió todos los puntos que conocía por referencias, como paradero habitual de prestamistas y negociantes de río revuelto, de "socios dormilones", como designan en la región a los que corren, solamente con su capital, los riesgos de las operaciones provechosas que se desarrollan, allá, en las soledades de los canales fueguinos o entre las roquerías salvajes del mar austral.
No encontró nadie que quisiera fiarle un centavo a la empresa que, con los tres compañeros que me había anunciado y yo, se proponía llevar a cabo y que no era otra que ir a dar una paliza -como se dice en la jerga regional, a la caza de los lobos marinos - y luego a lavar oro en un paraje que él decía conocer y de donde había sacado el capital suficiente para comprar el cutter que con bandera chilena cabeceaba a la derecha del muelle.
Este constituía, según lo afirmaba, todo su haber en el mundo y toda su esperanza para llegar a la realización de sus ilusiones, muchas y complicadísimas.
Era mi compañero y protector, según creí comprenderlo, un desertor de cierto barco holandés que había tocado años atrás en Santa Cruz, en la costa argentina y que más tarde se había perdido sin dejar ni rastros, en viaje de La Serena a la costa australiana.
No era inglés como yo lo había creído, sino norteamericano, pero se había formado en los veleros ingleses que hacen la navegación entre Jamaica y el Continente, llevando rom y azúcar para alimentar las refinerías yanquis, jamás repletas. Allí, juntamente con la navegación, aprendió a cobrar horror al agua, a ese líquido infame, como él decía, que sólo sirve para que los peces se bañen y los hombres se laven la cara.
Navegando de mar en mar, sin distinción de banderas, porque el hombre no tiene más patria que el barco que pisa, comenzó a chapurrear todos los idiomas conocidos y aun otros que no se conocen todavía sino por escasas personas, y ahora, cansado de su ascendereada existencia, buscaba un cabo a la suerte para echarse a tierra con el bolsillo lastrado.
Hasta entonces no había logrado sus propósitos, ni siquiera en principios. Trabajando siempre por cuenta de otros, jamás había podido verle las patas a la sota. Ahora las cosas cambiaban : tenía un cutter propio y ánimo suficiente para dar el gran salto y hacerse rico o morir por ahí, dondequiera, cuando le sonara la hora.
Era casi un desesperado como yo, si no lo era más, pero tenía mayor coraje y mayor audacia y sabía afrontar con decisión las tormentas de la vida.
-¿ Cree que a mí me importa no encontrar aquí buen fondo para el ancla? ... ¡Bah!... ¡Judíos no faltan ! Y de hacerme desollar, prefiero que sea en cualquier otra parte, y no aquí, donde todos se han puesto de acuerdo. ¡Canallas ! ... El que ha preparado la trampa es El Gorro de doña Catalina, ¡pero...!
-Dígame: ¿quién es ese Gorro de doña Catalina, que tanto nombran? ... ¿Qué es?
-Es un montenegrino o croata o qué se yo... Uno de esos diablos que no son turcos, ni húngaros, ni nada, sino hombres con más cáscara que una tortuga. Yo !e conocí hace muchos años en Kinsgton, en Jamaica: entonces era sacristán o aprendiz de cura en una iglesia presbiteriana que había en el puerto. Después !e encontré por ahí, por todas partes: unas veces de marinero, otras de contramaestre o de capitán. En !as Malvinas estuvo establecido con una especie de garito disimulado tras la apariencia de escritorio de consignaciones, y ahora, por mal de mis pecados, me he topado con él aquí, ejerciendo la industria de armador, almacenero o demonio.
-Pero, ¿cómo se llama? ... ¡Nombre verdadero ha de tener!...
-¡Ta! vez!. .. Pero ¡vaya á saber uno el nombre verdadero de un lobero o de un minero, que es lo mismo 1... En Jamaica no supe su nombre. v en Malvinas le llamaban la Mariposa, por esas manchas azules que tiene en !á cara.
-Pues amigo... ¡lindo tipo!
-Vea: es uno de esos piratas de tierra que más vale no hallar en el camino; ¡él es e! que me ha embromado aquí!.. . ¡Ha hecho una conjuración de judíos contra mí! ... ¡ Oh!. .. ¡pero no importa!... ¡El interés rompe todo: aquí hay mucha plata para los loberos como yo, que soy más conocido que el cachiyuyo... aunque nunca haya venido!... Ya verá: no ha de faltar quién se tiente. ¡Los "dormilones" tienen el ojo muy abierto!
Y luego comenzó á contarme las aventuras de su viejo conocido, sirviéndole de estimulante el snap de El Diluvio, ante una de cuyas mesas descansábamos de nuestra excursión por calles y callejones.
Según pude deducir, el personaje en cuestión era uno de esos aventureros que tanto abundan en los puertos de mar muy frecuentados, especie de resaca que flota á lo largo de los muelles, se pega á los cascos de los buques, si a mano viene, o se va quedando en la playa hasta que vientos favorables la llevan tierra adentro.
Por cierto que en Punta Arenas no era un ejemplar único: si no toda !á población, por lo menos la del puerto, era seguramente de la misma ralea en su casi totalidad.
-¿Entonces hace mucho que Ud. anda por estás tierras ? ...
-¿Yo?... ¡Ya lo creo! Sin embargo nunca había estado sino de paso en está caleta, que es un verdadero abrigo de congrios y tiburones... ¡Una cosa es venir como he venido yo otras veces, á gastar los pesos recogidos por ahí lobeando o lavando oro - pues este pueblo se traga todo lo que producen las expediciones - y otra cosa es venir á comerciar como ahora!... ¿Punta Arenas? ... ¡Punta Uñas !e debían haber puesto! Entre Ud. á un bar, como éste en que estamos, por ejemplo, y se encuentra con que en vez de snap, de! que Ud. viene sediento, le queman las tripas con vitriolo y le rascan las orejas con !á musiquita esa del patrón; busca mujeres para pasar el aburrimiento y le presentan consumidoras de whisky, capaces de chuparse un almacén de una sentada; pide !á cuenta del gasto y... ¡en dos días de jolgorio le han comido á Ud. medio costillar!... ¿Sale á la calle? ... Pues no le digo nada: lo van convoyando los judíos, los trapisondistas y toda esa nube de sardinas hambrientas que serían capaces de comerse una ballena. Cuándo cae aquí un lobero con plata, tiene que ser muy hombre para escaparse: si no se la sacan con la bebida, es con !as mujeres o con las casas de juego... Vea: esta población es chica como Ud. ve - uizás seis mil almas-; bueno: ¡aquí hay más de cinco mujeres por hombre y el negocio más fuerte que hacen los barcos que van á Chile, es de botellas y cascos vacíos !
-¿Y el comercio es honrado? ... ¿Es rico?
-¿Rico?... ¡Ya lo creo!... Hay casas de mala muerte en apariencia -sobre todo aquí en e! puerto- que tienen capital de cien y de doscientos mil pesos. Ahora, de honrado no sé: cuándo Ud. compra porotos son capaces de mezclárselos con piedras... Esto no lo harán todos, los millonarios como Menéndez, por ejemplo, pero algunos no le quepa duda que lo hacen.
-¡Bueno... eso es natural!... La gente tiene que vivir.
-Claro que tiene que vivir, pero eso no quiere decir que lo haga a costa de uno. ¡Aquí, al que cae con plata le toman como carnada: los voraces le atropellan, le atosigan, le muerden, le empujan!..
-¿Ve esos dos que van entrando? ... ¡Le apuesto a que nos buscan a nosotros: ya verá déjemelos a mí no más !
Dos individuos, ni altos ni bajos, ni gruesos ni flacos y vestidos con trajes oscuros - una pieza de género utilizada en familia - se detuvieron ante nuestra mesa y, quitándose el sombrero y dejando ver ambos una gran calva lustrosa, dijo uno de ellos, hablando por la nariz y comiéndose la mayor parte de las sílabas, como es de hábito en los chilenos:
-¿Los niños son los que andan por ir a lobear en ese cutter que está ahí a la vera del muelle?
-Sí, señor.
-¡Perfectamente! ... Yo soy Andrónico del Cerro Z. y este niño, que tengo el gusto de presentarles, es mi primo y socio, el señor don Andrónico del Cerro T.
Mi compañero, que era alegre y chacotón de buena ley, dijo, cerrándome un ojo y usando el español más ainglesado que pudo encontrar en su largo repertorio de bromas
-¡Perfectamente!... ¡A esos cerros tan lindos... pero tan pelados al parecer, que acaba de presentarme, yo quiero presentarles también algo bueno: yo soy Guillermo Snap H., y este niño que es mi primo y socio, es don Guillermo Snap X... !
Y como sus interlocutores le miraron con ojos de asombro, exclamó con una de aquellas sus sonrisas tan características:
-¡Oh! ¡oh! ... ¡Yo sé!... ¡Entre nuestras dos familias se acaban el abecedario... si las dejan los maestros de escuela!
Al oírle, los dos del Cerro soltaron una carcajada y yo les imité, mientras el bromista, grave y serio, nos miraba por bajo las cejas, golpeando en la palma de la mano su pipa de madera que apestaba con el olor a la nicotina conservada.
-Pues bien, niños... nosotros celebramos conocerles y les invitamos a beber lo que gusten y a que hablemos dos palabras.
Y comenzó la charla entre el inglés y los visitantes.
Al poco rato, y en momentos en que el dueño de El Diluvio tocaba los últimos acordes de Marta, que hacía media hora gemía entre sus uñas, se pararon los tres:
-Lo dicho dicho está - dijo D. Andrónico del Cerro Z.
-Dicho está -repuso mi compañero.
Y nos despedimos.
-¿Ve?... ¿Qué le dije, compañero? ... Ya tenemos todo: ¡plata, provisiones y herramientas! No hay más obligación que darles a los Cerro el veinte por ciento líquido, venderles de preferencia los artículos y llevarles gratis a Ushuaia un pequeño contrabando de mercaderías... ¡Estos Cerro sí que saben ser "dormilones"! ¡Amigo, qué noche tenemos que pasar!... Cuando la suerte se acerca hay que festejarla: ¡ya somos ricos!
Y nos divertimos como puede divertirse uno en Punta Arenas: oyendo canciones marinas entonadas en los cafés por los concurrentes aficionados, viendo jugar o jugando algunas partidas de naipes y bebiendo brandy o whisky a todo lo que daba el garguero, especialmente el de mi nuevo amigo, que era casi sin rival.
Punta Arenas nocturno es una especialidad : la bebida y el juego son las diversiones casi exclusivas de la población y alternan con las representaciones de ocasión que suelen darse en la sala de tal o cual bar espacioso, sin que impidan a los concurrentes satisfacer su gusto favorito, ya sean las cartas o la botella.
Como se comprenderá, en estos jolgorios no faltan damas de aquéllas, por supuesto, que son como el desecho de todas las ciudades del mundo y que van allí atraídas por la generosidad proverbial de los loberos y de los lavadores de oro que, al regreso de sus expediciones peligrosas, no son por cierto exigentes ni descontentadizos.
Al día siguiente, que comenzó a las tres -hora en que en mi tierra las gentes acostumbran a usar aún la luz artificial, si llegan a hallarse despiertas por un evento -, nosotros empezábamos nuestras operaciones de carga.
Embarcamos, a vista y paciencia de todo el mundo, no sólo nuestras provisiones, sino también las mercaderías para Ushuaia, y nadie tomó razón de ellas ni nadie se preocupó de su procedencia ni destino.
Las provisiones no eran por cierto muy variadas y consistían en harina, galleta, porotos, te, café, algunas damajuanas del aguardiente chileno llamado guachacay, dos barriles de vino de la tierra, algunos cajones de ginebra y las ropas usuales en el trabajo que íbamos a emprender.
-¿Sabe que no es mucho lo que llevamos?
-¡Oh! ¡No es mucho, pero es lo necesario: ropa de lana y botas de vaqueta ! ... A bordo ya tengo los útiles y las herramientas, no sólo para el lavado de oro sino también para la paliza: la sal es lo único que falta y ya llevo la orden para cargarla en Ushuaia.
-¿Sal? ¿Y para que, teniendo el mar?
-¡No!... ¡Sal de Cádiz, amigo... para salar los cueros, que cada uno vale una esterlina, y dos también ! ... ¡ Oh ! Hay que usar buena sal, y es carísima, como que viene de Europa... ¿Ve?... ¡Ahí tiene!... ¡Yo no se lo que hacen sus paisanos: tienen sal en toda la costa, allá arriba de Patagones y no mandan ni un grano ! ... ¡Habían de tenerla así los chilenos y ya vería!
Concluida la carga, fuimos a una carnicería vecina al puerto, donde un alemán rechoncho nos recibió con cara de malas pulgas, proporcionándome la ocasión de saber prácticamente lo que es un comerciante al menudeo en la capital de Magallanes.
En la carnicería se vendían también verduras -al peso, como los fideos-, acordeones, ropas, baúles y relojes: cuando el carnicero vino a despachar estaba en la veta de pedir y sus precios eran algo de hiperbólico, sobre todo cuando tuvo que informar sobre unos repollos de los cuales parecía desprenderse con visible mala voluntad.
Mi compañero -por hacerle rabiar- se los hizo pesar sin discutir el precio, y el comerciante al ponerlos en la balanza fue habilísimo.
-¿Sabe, carnicero? ... El día que Ud. se muera, ni las gaviotas van a poder acompañarle al cementerio... Ud. vuela muy ligero y... ¡no pesa nada! -¿Cuánto valen esos bifes? - dije yo. -¡Hoy no se venden : son para mañana!
-Nosotros nos vamos ahora... -repuso mi compañero.
-¡Buen viaje!
-...Y queremos esos bifes...
-¡Vengan mañana!... ¡Hoy son para adorno!
-¿Y esa pata?
-¡ Adorno !
-¿Y ese matambre?
-¡Adorno!... ¡Lleven esa carne vieja si quieren!... ¡Hoy no vendo más !
No hubo forma de convencerle: tuvimos que embarcar lo que él quiso y al precio que se le antojó. Y, riéndonos de rabia, llegamos al cutter, que amarrado a un anclote se mecía dulcemente, siguiendo el vaivén de las grandes olas que iban silenciosas a depositar su carga de espumas y de mariscos en la playa arenosa.
3
ENTRE DOS AGUAS
El contrato, extendido en papel simple, pues la palabra de un lobero o buscador de oro vale su firma, por más que parezca increíble a quien no conozca la maravillosa región fueguina y su población - que si bien es un mosaico en cuanto a lenguas, religiones y nacionalidades, tiene, no obstante, una convención que es ley: aceptando un compromiso, solamente la muerte impedirá su cumplimiento -, fue colocado sobre una mesa y luego de firmado y rubricado por los Cerros Z. y T., empezamos a hacerlo nosotros, que éramos socios y responsables de mancomum et in solidum.
El primero fue el dueño del "The Queen", nombrado capitán y que con gran asombro mío escribió su nombre y apellido - Samuel Smith - con una bellísima letra cursiva; luego firmé yo, después Juan José Intronich, austríaco - aprendiz de barbero en sus mocedades - Oscar Schnell, dinamarqués, aficionado a la botánica y mineralogía, y Antonio Souza Williams, portugués, natural de Badacoa, provincia de Tras os Montes, y representante en los mares australes, según él, de la más antigua nobleza lusitana.
Luego que los comerciantes bajaron a tierra y "The Queen" sólo contuvo a su bordo los cinco desesperados que pretendíamos jugar nuestra vida contra una caricia de la fortuna, el capitán Smith nos reunió en la camareta y, abriendo una botella de snap, dijo, con su sonrisa habitual, que esta vez tenía algo de risueñamente grave que yo hasta entonces no le había notado.
-No tengo para qué decirles, ¿eh?... Ya me conocen ... ¡Yo me vuelvo rico o me quedo allí! ¡Ese es mi propósito y debe ser el de los que me acompañen! Así, pues, todavía está en tiempo de quedarse el que quiera, y a fe de Samuel Smith, dueño del cutter "The Queen", de treinta y cinco toneladas de porte, que no guardaré mal recuerdo del que lo haga... ¡Chicote que se ha de cortar, que se corte!
-Vean - exclamó aquí el portugués, que, siendo moreno, bajo, de cutis apergaminado con un tinte bilioso pronunciadísimo, era la antítesis del austríaco Intronich, rosado, con una talla de casi dos metros, fornido, ventrudo, por lo cual en los canales era conocido por Avutarda-, ese mismo discurso se lo he oído ya varias veces. Este no da un paso sin pronunciarle, a lo que parece. Una vez se lo oí allá en el Mar de la Sonda... ¿Te acuerdas, Smith?... ¡Cuando abandonamos el costado del "Victoria", capitán Stevenson! ... La otra, cuando nos desertamos de las filas del brick aquel con que hacíamos el crucero de Buena Esperanza, capitán Sherfield.. .
-¡Hombre! ... ¡Es cierto ! ... ¿Sabes que acabo de dejarlo ahí en el muelle al tal capitán?... Anda de judío: ¡se llama El Gorro de Doña Catalina!... ¡Bueno! ¡Esto es otra cosa : ahora no se trata de juguetes ni de contar historias! ... ¡ Vamos a tener que echar el resto, y así, el que no esté bien dispuesto, que lo diga ahora y después no vaya a andar con arrepentimientos!
Todos manifestaron su conformidad: el portugués e Intronich ruidosamente, como acostumbraban, el dinamarqués Schnell con un gruñido -pues él para decir una palabra invertía triple tiempo que cualquiera-, y yo que, siendo un desconocido para mis compañeros, creí de obligación decirles cuatro palabras a mi respecto y ver si les convenía mi sociedad.
-¡Yo, señores, del mar no sé más que cualquier vieja lavandera: que es de agua y que ésta es salada. ¡De navegación tampoco sé nada! En Buenos Aires -que es mi tierra - era estudiante de derecho y nunca fui amigo de ejercicios ni de molestias... Me enamoré de una muchacha que... en fin... que no quise dejar de querer, y mi padre me embarcó por ello en un buque de la escuadra: me deserté en Punta Arenas, y aquí estoy. ¡Esto es todo!... Respecto a trabajos no sé ninguno, pero aprenderé lo que me enseñen.
-Superior, hijo mío, -dijo Intronich - aprenderás de cocinero, y algún día, cuando vuelvas a ver a tu novia, esa muchacha en fin... como has dicho, sabrás enseñarle a hacer un asado de ballena... de corset y una sopa de tortuga con el carey de sus peinetas... ¡si las tiene!
Y las frases de Intronich fueron el programa de mi vida de a bordo. No era difícil, seguramente, pero tampoco era fácil, para quien, como yo, jamás había tenido la curiosidad ni siquiera de saber cómo se asaba la carne.
Felizmente no me faltaron maestros.
El portugués, a quien sus compañeros le llamaban Calamar y el dinamarqués, eran eximios cocineros que ni el mismo Intronich - a quien en materia de comidas se le reputaba como una especialidad - tenía peros que ponerles.
Al caer la tarde, allá entre las ocho y las nueve -pues en esta región austral el día estival es casi continuado- comenzó a soplar un vientito fresco del noroeste, que nos venía como de perlas para salir del Estrecho y penetrar a los canales, y el capitán Smith determinó levar el ancla, disponiéndonos a zarpar.
Punta Arenas es puerto libre y por ello afluyen a él los comerciantes de toda la región del sur, tanto argentina como chilena y especialmente de la primera.
Estos encuentran allí facilidades de todo género para sus transacciones, consistentes, por lo general, en el cambio de productos naturales - pieles, oro y maderas - por mercaderías importadas que se consiguen casi a precio europeo, si no menor.
Los buques de ultramar, que llegan en gran número, traen siempre buenas pacotillas y aun cargas, obtenidas en todos los mares del mundo, unas veces como productos de salvatajes en naufragios o colisiones y otras de robos o piraterías.
Estas particularidades hacen de aquel puerto, como es natural, un centro de actividad y de recursos que atrae a sí todas las fuerzas vivas de los mares australes, las que Chile aprovecha enérgicamente para formar en Magallanes un estado poderoso, que contrasta singularmente, por su riqueza y civilización, con la miseria y dejadez reinantes en las provincias embrionarias de la costa argentina.
Esto es doloroso decirlo, pero es cierto: en los mares australes la estrella solitaria de Chile, significa civilización y el sol argentino, barbarie.
Como sin mayores trámites ni diligencias nos habían despachado las autoridades, con la simple declaración de que íbamos con carga comercial para Navarino, aun cuando bien sabían que íbamos con un cargamento para Ushuaia y a buscar oro y matar lobos marinos en la costa argentina, desplegamos la vela e, impulsados por la fresca brisa favorable, comenzamos a salir de la rada.
Ya hacía rato que debía ser de noche en Buenos Aires - dada la hora que alcanzábamos – cuando aun nosotros teníamos luz. Con razón exclamaba el portugués Souza Williams, contestándome a una observación:
-Aquí, amigo, cuando se traen gallos, mueren locos casi todos. ¡Pierden la chaveta pensando quizás en la hora a que deben cantar!... Las cavila ciones les quitan el sueño y Ud. los ve marchar camino de la olla a pasos apresurados. ¡Tal vez mueren pensando en que para cantar a destiempo más vale no haber nacido!
Un centenar de buques había en la rada y ninguno tenía gallardete de mi patria : todos eran chilenos.
Y como saludándome, orgullosos y burlones cabeceaban sobre sus anclas el "Huemul", el "Cóndor", el "Yáñez" y el "Toro", los valientes vapores corsos que al servicio exclusivo de la gobernación chilena recorren incesantemente aquellos vericuetos del mar fueguino, estudiándolos hasta en los menores detalles y sirviendo de providencia a los que se aventuran en ellos.
Recostado en la borda pensaba en esto y seguí con la vista, hasta que se perdieron a lo lejos, las luces de la pequeña villa, que dentro de poco será ciudad rica y populosa. Al mirar hacia el cielo estrellado vi con júbilo la Cruz del Sur -mi vieja conocida- que abría sus brazos, no allá abajo, en el horizonte, como en Buenos Aires, sino arriba, casi sobre mi cabeza.
¡Parecía protegernos contra las olas del mar inmenso que, al chocar rumoroso en la popa de nuestro cutter, se desmenuzaba salpicándonos o formaban un manto de blanca espuma que relumbrando nos seguía, como una sombra!
4
APRENDIZAJE
Me acerqué a Oscar, quien, impasible y como ajeno a todo lo que le rodeaba, llevaba el timón y manejaba la vela que, inflada por el viento favorable impulsaba la embarcación, silbando casi entre dientes y con gran propiedad -pues era una especialidad en ese arte- una de esas viejas canciones de los balleneros, que no están escritas en parte alguna, pero que todos las saben, transmitidas, de generación en generación por la tradición oral.
Permanecí en silencio mirando la franja de luz que se movía, bailando al compás de las grandes ondas silenciosas que seguían al cutter y parecían empujarlo. De repente di un salto para atrás, ate
rrorizado.
-¿Qué hay, muchacho?
-No sé - dije, aún no repuesto de la impresión - un pez enorme que saltó ahí, en la estela. ¡Me pareció que atropellaba!
-¡Ah!... No es nada: alguna tonina ha de haber sido... ¿No las conoces?
-¿Yo en qué barco has andado que no conoces las toninas? como pasé
-En el "Villarino" no más... ¡y arrestado casi hasta que me deserté, no he visto nada!
-¡Buen lobero, diablo, vas a ser entonces!...
Las toninas son esos peces grandes y cabezones que van ahí, cerquita no más. Atrácate a la borda y mira a la estela : son esos bultos negros que cruzan de a dos. Siempre andan en parejas: mientras uno se zambulle el compañero saca la cabeza como para recibir el oleaje. Van en hilera y silbando: ese zumbido que se oye no es del viento: son ellas que lo hacen cada vez que asoman sobre la cresta de una ola. Cuando hay mar y es de día, andan leguas atrás de los buques y da gusto verlas tan graciosas y tan mansitas... La tonina es la amiga del marino. Cuando sale, como ahora, es seguro que el viento refrescará o va a haber tormenta. Esta es la tradición.... y como esta vez salga cierta, vamos a tener una mañana dura si estamos fuera de Puerto Hope.
En ese momento una gran ola nos salpicó en la cara y yo sentí algo como un chicotazo que me obligó a llevar la mano sobre el carrillo, enredán doseme entre los dedos una cinta viscosa que me pareció una víbora.
-¡Demonio!... ¿Qué diablos es esto?... ¿Un bicho?
-¡No, hombre!... Eso es una hoja de alga... de cachiyuyo... ¡Es que pasamos junto a algún camalote, como dicen en tu tierra, y que comienza el viento a refrescar: las toninas van a tener razón y no nos va a faltar baile!
Y con su vista habituada a mirar a través de la oscuridad -pues los marinos parecen tener algo de los gatos - dijo:
-¡Allá se ve todavía Punta Arenas! ¡Fíjate a la derecha, pero medio arriba!... ¿No ves esa claridad?... Bueno; eso es Punta Arenas, ¡que quién sabe cuándo la volveremos a ver l
Y los dos nos callamos como dominados por la melancolía, que parecía emanar del mar entenebreciendo nuestro espíritu y por aquel silencio que, a pesar del ruido de las olas al chocar, del silbido de las toninas que nos escoltaban o del viento que hacía crujir el velamen, se imponía como una obsesión.
De repente se oyó la voz de Smith:
-¡Hola, Oscar! ... ¿ quieres dormir?
-¡No! ... ¡Hay tiempo! ... Todavía estamos cerca de Agua Fresca... ¿Por qué no haces café?... Andan toninas y tal vez refresque el viento antes de que lleguemos a Hope... ¡Ya sabes que yo no soy muy amigo de este maldito Estrecho!
Y sentí a Smith que se movía y poco a poco se acercaba al hornillo canturreando:
-¡Hola, Oscar!... ¿Y el cocinero? ... ¿Está ahí?
-A la orden, capitán.
-¡Venga a ver cómo se hace el café, si no sabe!... ¡Mire que todas las noches no se van a parecer a ésta !
Y dando traspiés y tropezones llegué cerca del palo, donde sobre un cajón de hierro, teníamos instalada la cocina, que no era sino un gran tacho lleno de fuego y con su tapa correspondiente.
Smith, por reírse a mi costa, me iba dando en voz alta su lección sobre la manera de hacer café. hay -Primero se ve si hay fuego, y se hace... Después se agarra la cafetera y se llena de agua de aquel barril -no se saca del mar, muchacho; no te vayas a olvidar, que eso importa-, y como el café no se hace con agua fría, se la pone a hervir... Mientras hierve, tomas la pipa, te haces un ovillo ahí, al lado del palo y... ¡cuidas!
Y como lo dijo lo hizo, invitándome a que le imitara.
-¿Sabe? ... Iba allá a popa, y las toninas, que yo no conocía, me pegaron un susto…
-¿Las toninas?... Eso no es nada: el día que uno veas los tiburones sí que te has de asustar. Hay uno que nosotros le llamamos "martillo" y y por aquí anda poco, que es imponente. Tiene el lomo negro y la barriga medio amarillosa con pintas como de sangre: es cabezón, de cola derecha y se mueve con gran celeridad, teniendo la particularidad de que siempre anda con la cabeza para arriba como si estuviera parado. De cualquier lado que uno lo mire, le ve siempre la boca abierta, casi a flor de agua, mostrando una cuádruple hilera de dientes que son como los de una sierra y con las puntas como agujas. Cuela el agua como una coladera y no se le escapan mariscos ni peces chicos. Aquí el que anda más es el tiburón negro, que es zonzo y medio cegatón: siempre le acompaña el "pilotín", que es un pececito blanquizco que le sirve de lazarillo y le pilotea hacia donde hay qué comer... Donde abunda el "martillo" y anda en cuadrillas de centenares, es en el Mar de los Sargazos, que se encuentra entre las Lucayas y estas costas de Patagonia, en el camino que siguen los balleneros norteamericanos. La travesía de ese mar es tremenda, sobre todo en la parte del trópico, donde los veleros se topan con su mayor enemigo: la calma chicha. Allí son esos canallas los reyes del desierto de agua.
-Por supuesto: hombre que agarran no cuenta el cuento, ¿eh?
-¡Qué esperanza! El tiburón no ataca al hombre sino por casualidad. Eso de los peces que matan, son historias mal urdidas. En todos los años que navego nunca he visto morir a nadie atacado por tiburones.., y eso que ya he presenciado la caída de alguna gente al mar, casi en la boca de esos diablos, que son curiosos como mujeres.
-Pero eso que dice, permítame, está en contradicción con todo lo que cuentan los que han escrito aventuras de mar...
-Así será.., pero lo que yo te digo también es verdad; pregúntale a los muchachos - que todos son hombres veteranos- y verás. Yo he visto cadáveres comidos por tiburones y he encontrado también pedazos de ropa o botines entre las tripas de éstos, pero nunca he oído decir, con fundamento, que hayan herido o causado la muerte a nadie: la gente de tierra es muy habladora, amigo, y no hay que hacerle mucho caso cuando charla de cosas de mar. Sigo la lección: cuando el agua está hirviendo, echas dos cucharadas de café, pones la tapa y... que siga la danza.
-¿Y las toninas abundan fuera de estas costas?
-¡Ya lo creo! Y, ve, tienen la carne buena -casi no se diferencia de la del atún - y dan buen aceite y en abundancia. Yo he comido, así no más, cruda, en una balsa en que nos salvamos tres -entre ellos Oscar- en el naufragio del "Williams Pitt", antes de llegar al archipiélago de Pomotou en la Polinesia... en el Pacifico, ¿sabes?
Y alzando la voz, agregó
-¿ Hola, Oscar?... ¿ Te acuerdas de la balsa aquella en que nos salvamos, cuando el "Pitt"?
-¡Hombre!... ¡Mejor es que traigas el café que estar recordando esas cosas a semejante hora!
Y como el café estuviera a punto Smith sacó la cafetera y me volvió a decir con su sonrisa simiana:
-¡Sigue la lección, cocinero! ... Para que el café se asiente, sacas la cafetera del fuego, le echas unos dos dedos de agua fría del barril, no del mar -¡no te yayas a equivocar muchacho, que la cosa es importante!- y, pasados dos minutos, sirves el líquido en un jarrito de estos para cada uno de los que van a tomar, teniendo cuidado, si yo soy de ellos, de servirme a mí casi tanto como lo que te vas a reservar pea ti. ¡No te olvides de esto, muchacho, mira que es importantísimo!
Y, tomando el jarrito que le correspondía, fue a relevar en el timón a Oscar, quien, luego de beberse su porción, se tendió sobre cubierta y se quedó dormido.
Yo, transido de frío -pues la temperatura aunque estival para un fueguino, podía llamarse invernal para un porteño-, baje a la camareta y fui a tenderme en el lugar que me había sido designado como dormitorio.
Y allí, como viera por una rendija de la escotilla un trozo de la vía láctea que brillaba como una corona de diamantes, haciendo resaltar la negrura uniforme de las Manchas del Sur - que a aquella hora y en tales alturas tenían para mí un encanto desconocido- comenzaron a desfilar ante mis ojos todas las escenas de mi vida ciudadana.
Cuántas veces vagando en las calles de Buenos Aires, las había mirado indiferente, sin pensar que llegaría una hora en que ellas fueran para mí como una esperanza y en que sintetizaran todos los recuerdos de mi vida : mis amigos bulliciosos, mi novia de los veinte años -mi Panchita adorable- y mi hogar, desolado tal vez por mi partida.
Y me dormí viendo entre sueños la cara llorosa de mis padres que pensaban quizás no yerme más.
5
PERSPECTIVAS
Tarde es para un lobero despertar cuando los rayos del sol comienzan a calentar y confieso que al pisar la cubierta, mis compañeros me recibieron con una rechifla que yo agradecí, porque, a la verdad, jamás habría soñado encontrar bajo aquellas ásperas cortezas tesoros de afecto y de ternura como los que encontré.
Aquellos hombres, curtidos por el sol de los trópicos y quemados por los hielos de las lejanas tierras de Graham, recorridas en los veleros noruegos y yanquis, que se arriesgan en aquellas latitudes -donde aún no ha ondeado la bandera azul y blanca, por más que no disten sino quinientas millas de nuestro territorio y encierren riquezas que, por más que poseamos muchas, no tenemos por que despreciar- parecían sentirse rejuvenecidos cuando me veían a su lado y era de admirar el afán que demostraban por adiestrarme en su arte rudo y en todo aquello que su experiencia les había enseñado.
Poco a poco me fui convirtiendo en el niño mimado de a bordo y pronto desde el bravo hidalgo lusitano, hasta Oscar -que era de suyo huraño y retraído- no me miraban como al socio que tiene las mismas obligaciones, sino como a un patrón que, como Smith, podía hacer las cosas si quería o podía, pero sin que fuera dado reclamarle nada.
Luego de terminada la ovación, exclamó: la Ayucotarda con su voz de trueno y su marcadísima entonación austríaca :
-¡Vea!... ¡Este es su winchester, amigo: ya está limpio!... las balas que le corresponden son esas cien que están ahí... y ahora venga, ayúdeme a desarmar esta llave, que está más agarrada que la boca de Calamar, cuando no tiene a sotavento una copita de whisky o de old brandy!
-¡Oye, Avutarda! ... ¡No seas haragán ; deja al muchacho que vaya a tomar su café!... ¿No tienes vergüenza, hijo?... ¡Si hasta eso te habrán ganado tus amigos de Falckland! ... ¡Porque antes no eras así!
Tendí mi vista obre el mar y quedé encantado con el paisaje que obre mis ojos.
La costa baja sobre la que está situada Punta Arenas y que habíamos recorrido durante mi sueño, iba poco a poco desapareciendo para dar lugar a los caprichosos acantilados, por entre cuyas hendiduras, tapizadas de musgos y de líquenes chorrean rumorosas las corrientes de agua que nacen en las montañas vecinas. Allá, en el fondo, recortan éstas sobre el horizonte sus lomos negruzcos, apareciendo de repente sobre el mar, en lontananzas, en forma de una punta que se ve como tajada y que velan brumas azuladas: es el Cabo Froward que se presenta coronado por el Monte Victoria, empinándose sobre el Estrecho.
A un costado, la isla Dawson, cubierta de vegetación, muestra, de distancia en distancia, las cumbres enhiestas de los cerros que encierra y que relumbran con los rayos del sol naciente, mostrándose, intermitentes, cada vez que una de las grandes olas eleva el cutter en su vaivén majestuoso.
Abajo, y como cortado a pico en el flanco de la áspera montaña, se abre el Canal Gabriel, que parece una obra de gigantes y que presenta el aspecto de una inmensa boca que sonríe: se ven primero los dientes blancos, formados por los glaciares que desprende de sus flancos abruptos el monte Buckland, en sus fantásticas prolongaciones y luego -avanzando- la nariz fina y afilada: es Punta Ansious que parece tomar el olor al canal Magdalena que se abre al frente, ancho y pintoresco, sembrado de islotes verdegueantes.
Es nuestro camino.
Smith, de pie en la proa, exclama, señalando un repliegue de la costa lejana:
-Allá esta Puerto Hope, el feliz, el deseado... Esa pequeña bahía ¡cuantas vidas ha salvado, sirviendo de providencia en las horas negras y angustiosas!... Ningún marino que venga del Estrecho puede dejar de saludarla con júbilo.
Y alzando la vista miré mas lejos y quedé como deslumbrado; arriba, casi en las nubes, erguía su blanca cúpula, coronada de nieves eternas el Monte Sarmiento, el gigante vigía de la región austral, que desprende glaciares y ventisqueros desde una altura de 7.330 pies y cuya cima orgullosa no conoce aún la planta del hombre, tan osada como valiente.
-¿Qué te parece, muchacho? -dijo Smith con expresión de burla -¡allá, arriba, en ese monte, está la fortuna!... Hay que subir en cuatro pies para alcanzarla - a estar a lo que dicen los alacaluf, que son los indios de estos canales. Según ellos, cuando uno se encuentra en la cumbre ya no tiene que pensar en nada: la vida está hecha. Corren arroyos de vino chileno, hay cascadas de té despeñándose por entre cerros de galletitas y de mejillones asados y calentitos!... Y si por acaso eso no satisface, le esperan a uno en cada hondonada, ballenas varadas, que convidan a festín suculento, tropillas de nutrias y de lobos de dos pelos que se sacan la piel alegres, para brindarla al viajero, por más que allí no se necesita abrigo semejante, pues la temperatura no es fría como la que azota a los indios en las horas crudas del invierno, sino mas templada que la de un día de nevazón o tibia como les parece que es la de este verano fueguino que a ti te hace tiritar, pero que ya te hará sudar como a nosotros.
Y al acercarnos a la entrada del Canal Magdalena, recostándonos un poco a la costa, a fin de tomar de bolina el viento que hasta allí nos había favorecido y que cada vez refrescaba mas -cumpliéndose el pronóstico de las toninas - un enjambre de gaviotas, gaviotines y palomas de mar, se acercó al cutter, rozando las olas con su vuelo rápido y caprichoso, ya para alzar una aguaviva que su vista perspicaz ha apercibido o ya para apoderarse de las cáscaras de papa que Smith - entregado a tareas culinarias - ha arrojado por sobre la borda y que, boyando, siguen el impulso de la corriente.
6
ESPUMARAJOS
Pusimos la proa hacia la bahía que forma el Puerto Hope y como en ese momento pasara ante ella, como cerrándonos el paso, una pareja de delfines, los cuales, mientras saltaban sobre la ola que alzaba la quilla, lanzaban su chillido peculiar, dijo la Avutarda, que acababa de tomar el timón:
-Estas no son toninas, muchacho... fíjate bien: son delfines. La tonina es casi redonda, tiene el cuerpo rayado de blanco y negro y nunca se cruza por la proa, sino que convoya los barcos. Estos, como ves, son larguruchos, negruzcos y no silban sino que más bien chistan. Los indios alacaluf cuentan que el delfín - que es un hijo de la luna a quien ésta dejó abandonado en una caleta, cuando emprendió su gran viaje en busca del sol, del cual estaba enamorada- espera que ella vuelva a reunírsele cualquier día y por eso sale a recibir las embarcaciones. Cuando se ve defraudado en sus esperanzas, se enoja y comienza a cruzar por la proa, chillando de rabia al verse impotente para detener la marcha de quien le ha engañado.
-¡Pero hombre!... ¿Estos indios alacaluf tienen una historia para cada animal del mar, a lo que parece?
-¡Ya lo creo! -dijo Smith-. Se ocupan en hacer esas poesías mientras esperan en sus canoas -ocultas por ahí, en cualquier arruga de la costa -que pase algún cutter que puedan asaltar.
-¿Son ladrones, entonces?
-Son de los más bandidos que uno se puede imaginar -repuso la Avutarda-. Se pasan días y noches en las caletas casi inaccesibles -, manteniéndose de mejillones o de otros mariscos y de los tallos secos del cachiyuyo, al que le llaman kelp como los tehuelches - tratando de cazar algún lobo o alguna nutria para en seguida, con pretexto de cambalachar el cuero, acercarse a los barcos o a las poblaciones y ver de alzarse con algo. No son flojos como los vaghanes, que viven sobre el canal de Beagle, sino arrojados y valientes. Se largan al mar en sus canoas puntiagudas y emprenden lucha con las ballenas o con balleneros si a mano viene. Clavan al cetáceo cinco o seis arpones de hueso, con dientes afilados y sujetos con cuerdas de junco torcido y luego que comienza a desangrar, le siguen en la canoa, arrastrados vertiginosamente. Nunca se ha oído decir que vuelquen, pues en cuanto se ven mal, largan la cuerda y continúan a remo hasta que la ballena debilitada se vara o muere. Entonces la remolcan y se arma el festín, acudiendo a él los indios de muchas leguas a la redonda. Esto sí que es bárbaro y repugnante. El hombre civilizado que llega a presenciar por casualidad una de estas escenas y a ahogarse un poco con el humo nauseabundo de las hogueras en que medio asan la carne, conserva asco por mucho tiempo. Yo no he visto cosa igual. Hombres, mujeres, viejos y niños, se embadurnan de grasa -que luego se descompone rodeándolos de una atmósfera infecta que se huele a una milla -, comen de una manera brutal y se duermen allí no más, sobre el cuerpo de la ballena, al lado de los buracos que le abren con sus cuchillos de hueso, pues, para no perder tiempo, hacen el fuego sobre el mismo cadáver muchas veces.
-Y son sucios ¿eh?... -exclamó Calamar... ¡Qué cosa bárbara!
-¿Sucios?... ¡Inmundos! ... Como no se lavan jamás, se les forma sobre el pellejo, que es como cuero de vaca, una costra impermeable que les resguarda del frío. Las indias son más limpias. Siendo ellas las que se ocupan de la canoa y las que corren con el trabajo de fondearla, de echarla a tierra o de botarla, continuamente andan en el agua y se hacen muy nadadoras. Los indios, por el contrario, casi no saben nadar y por eso las canoas atracan a la costa para los desembarques y cuando no las pueden echar a tierra o temen las rompientes, las mujeres tienen que llevarlas lejos de la orilla, fondearlas con unas piedras enormes que les sirven de anclas enredándose en los cachiyuyos si no dan fondo y luego ganar la costa a nado. Si estos indios fueran muchos, no se podría andar aquí en los canales chilenos sin estar alerta : como son bravos, pasaría con ellos en el agua lo que con los onas en tierra, allá en el lado del Atlántico... Y son enamorados como diablos... -Calamar, ¿te acuerdas de aquel alacaluf que en el primer viaje que hicimos juntos a estos parajes, se llevó el capitán de la "San Sebastián", el portugués aquel, tu paisano, que después de haber pirateado en Oceanía y robado negros en la costa de Guinea, se fue a Jerusalén o que se yo, a hacerse fraile?
-¡Ah! ... ¡sí!... el negrero Jacobo. Es verdad: el se llevó un alacaluf de estos. Se llamaba Chiloáia y llegó a ser el mejor gaviero de a bordo: una vez que me fui al mar, una noche de tormenta, de aquellas que arman allá en California, si no hubiera sido por el tal vez no estaba ahora por entrar a Hope.
-¡Bueno!... Ese Chiloáia se quedó enamorado en Waihou, un islote chiquito que hay allá en el pacífico y que es la primera tierra que se encuentra cuando uno sale de Juan Fernández para Nueva Zelandia. Recalamos a refrescar víveres y el indio se enamoró de una muchacha papu, una de esas negras medio amarillosas de las islas : se quiso quedar y Jacobo no lo dejó... Pues, amigo, a la noche se largó al mar y se fue a juntar con la novia. Y estábamos como a seis millas, ¿eh?... no era juguete.
-¡Ah! ¡Ah! ... ¿ Con que Uds. han andado en Waihou? - dijo Oscar con su pachorra habitual. Yo también estuve, hace ocho años. Fuimos con un brick a comprar carey y aceite de coco. En ninguna parte he visto más tortugas ni de mayor tamaño que allí... ¡ Que barbaridad! ... El único puerto bueno de la isla - que parece un ocho acostado sobre el mar - es una ensenada arenosa, que tiene en el fondo y como a tres millas de la costa, unos cerros llenos de palma. Yo he visto salir las tortugas a poner, y francamente, he tenido miedo: la playa entera estaba cubierta y se movía como si hubiera agua. Los negros de la isla, que son como todos los de la Polinesia, altos, barrigones y con unas getas como de ballena, esperaban que las tortugas dejaran los huevos y cuando volvían al mar las atropellaban, cortándoles el camino, hombres y mujeres: ellas daban vuelta las piezas mejores -las más grandes y de cáscara más transparente- y ellos las iban degollando. Las tortugas, según dijeron, hacen estas salidas una vez por año y hay que aprovechar. Los huevos los sacan por millares para comerlos : creo que los negros engordan en esa época no más, pues en el resto del año no debe haber mucha comida en la isla.
-¡Oh! ¡oh!... -dijo Smith - es rica; hay cabras y ovejas en abundancia y se hacen unos quesos que parecen de Holanda... Allí estoy casado con mi octava señora; quizás la conozcan ustedes: es la quinta hija de un tío de Paiapu, que es el rey, el negrito más pedigüeño que he conocido en mi vida. Yo estuve tres meses y mi mujer -que tal vez ahora se la habrán vendido a otro - me costó una damajuana de rom, dos libras de pólvora y un paraguas punzó, que ni se cómo había venido a mis manos. Es un país raro esa isla: cuando los hombres o las mujeres se hacen viejos, los matan sin compasión. Una mañana, estaba sentado con mi mujer a la puerta de nuestra choza, cuando de repente vi pasar unos quince negros que iban tocando un tamboril y se dirigían a la playa, siguiendo a una pareja de viejos que de distancia en distancia bailaba y cantaba. Como era la hora de la marea baja, fueron hasta muy lejos sobre la playa. Al anochecer les vi volver con la misma ceremonia, pero la pareja de viejos no venía. Pregunte por ella.
-La hemos dejado, me dijeron. Nosotros -sus hijos- determinamos hacer la fiesta que corresponde a los ancianos que no pueden trabajar. Allá se quedaron los pobres viejos, bien cerca uno de otro.
-¿En dónde? -exclame horrorizado- ¿en el mar?
Y entonces supe que en la isla es de ley que los viejos mueran cuando ya no pueden proveer por sí mismos a su subsistencia. Llegada esta época, los hijos les invitan a un paseo a la playa y lo realizan a la hora de la bajamar. Van hasta la orilla del agua, cantando y bailando, como yo vi, cavan dos hoyos en la arena o uno, según el caso y colocan al ser o los seres que van a desaparecer, enterrando los cuerpos empieza la pleamar y cuando ya las olas barren la playa se retiran poco a poco cantando y recordando las buenas obras de aquellos que amaron.
-¡Pues amigo Smith -dije yo-, bien hizo Ud. seguramente en no esperar la vejez en la playa tan inhospitalaria para los años!
-Mire quién, para caer en ésas -repuso el portugués.
Y como habíamos llegado a Puerto Hope y el viento huracanado comenzara a soplar en el canal levantando un oleaje que nosotros felizmente veíamos lejos, echamos el ancla, dispuestos a esperar horas mejores en aquel refugio seguro, que Smith había saludado con tanto calor al apercibirlo en lontananza.
Dos albatros gigantescos pasaron en ese instante por sobre nuestras cabezas, con rumbo al Sur y la Avutarda, que me los mostró en momentos en que describían una gran curva sobre las olas encrespadas que venían a morir a la entrada del canal, me dijo:
-¡Ahí tienes, los chasques del viento!... ¡Van avisando a los marinos que el contramaestre de cuarto debe echar su vistazo al velamen, si conoce su deber!... ¡Para el hombre de mar, el albatro es pájaro sagrado y no permitirá nunca que delante suyo se le haga un tiro o se le ofenda de hecho!... ¡Fíjate qué lindos son y cómo siguen el compás de las olas, balanceándose!
7
ARENILLAS
Fondeamos como a veinte brazas de la costa y resolvimos con Oscar ir a tierra a buscar algunos mariscos de esos que abundan en las pequeñas caletas arenosas o tienen su habitación en los grandes socavones de las peñas que avanzan sobre el mar y que éste bate en las altas mareas:
-Vaya, traiga dos rifles, mientras yo boto la chalupa... Aquí no es bueno bajar desarmado: los indios son muy canallas.
-¿Y habrá por aquí?
-Es seguro. Antes de la noche vendrán al cutter y ahí se quedarán dando vueltas, hasta que los echen: ya verá. Para despedirlos hay un medio fácil, una especie de ley que los que frecuentan estos canales han puesto en vigencia a fuerza de hacerles barbaridades : se dispara un tiro. En cuanto oyen el estampido -que los ecos del mar y la montaña prolongan indefinidamente y de un modo fantástico, mezclado al clamoreo áspero de las aves marinas -se alejan aterrorizados. El procedimiento es ya cosa admitida : es como una especie de adiós fueguino.
Dos golpes de remo bastaron para que atracáramos a una pequeña ensenada - rincón delicioso, donde el artista no hubiera encontrado una nota que agregar a la naturaleza- protegida por el manto verdoso de las algas, cuyas hojas largas y flexibles revolvía el agua a su capricho.
Estábamos en la hora de la bajamar y las olas dejaban al descubierto una ancha faja arenosa, extendida en suave pendiente, desde el pie de las peñas cortadas casi a pico, que formaban la costa y se presentaban cubiertas de líquenes caprichosos, de musgos con hojas como de seda y esmaltadas por millones de esos diminutos organismos marinos, que dada su estructura y colorido, más semejan despojos del joyel de alguna liosa de las aguas, que manifestaciones palpables las fuerzas de la vida.
Sobre la piedra negra que formaba el cuerpo de los peñascos, resaltaban los surcos aquí rojos, allá verdosos y más lejos como jaspeados de colores indefinidos -que la paleta de los pintores no posee todavía- dejados a capricho por los chorros de agua que bajan de lo alto, culebreando -empeñados en su tarea demoledora y persistente - o por el vaivén continuo del oleaje que parece traer diluidos topacios y esmeraldas.
-¿Ve?... -me dijo Oscar-, ¡mira ahí, entre las algas!... ¿Qué ves?
-¡Qué hermoso!... ¿Qué es eso?
-Eso es una centolla, un cangrejo riquísimo, que no se encuentra sino aquí en los canales, vagando entre el cachiyuyo. Fíjate bien: parece de lacre. Yo he visto centolla de éstas, que tenía medio metro y he visto también un calamar de dos, que tenía un pico duro y corvo igual al de un loro. Son verdaderas maravillas de estos mares. Este cangrejo, secado, es un barómetro seguro: cuando está el tiempo malo se pone rojo, casi cárdeno, y a medida que el tiempo se asienta, el color pierde su intensidad, hasta quedar en un rosa pálido, muy bonito.
Y tomando el bichero lo sumergió, y pronto extrajo la centolla, que ignorante del fin que la esperaba, estiraba y recogía sus enormes patas, las cuales, según pude comprobarlo más tarde, eran, un bocado delicioso.
-¿Ves esas algas? ... Agarra una hoja cualquiera y tira: tienen a veces un largo increíble y no se cortan sin gran esfuerzo. Yo he visto, como a dos días de las Lucayas, arriba de las Antillas, las puntas de estas algas sobre el agua y puedo asegurarte que la sonda no tocaba fondo y que era larga: algunos dicen que tienen hasta un kilómetro. Aquí no son tan grandes, por cierto, pero lo son más que la hoja de cualquier planta de tierra. ¡Y miras¡ vienen de lejos! ¡Comienzan en el Golfo de Méjico y se extienden por todo el océano con rumbo a la América del Sur y a las tierras polares!
Oscar se detuvo de repente en su operación de arrancar lapas y mejillones de las piedras de la costa - que estaban como empedradas -y exclamó mirando a lo lejos, hacia el fondo del puerto:
-¡Mira las avutardas cómo andan allá en las piedras!... También hay patos-vapores en la orilla... No: a esos sí que no los debemos dejar ir; vamos a acercarnos costeando. ¡Los pichones de avutarda y esos patos, en la parrilla, son de chuparse los dedos!
Y por la playa nos dirigimos hacia el punto señalado, teniendo la felicidad de tomar una joven avutarda -linda ave de color negro, muy cubierta de pluma y de gran vuelo - y dos patos-vapores.
Estos son peculiares de la región y deben su nombre al aspecto que presentan cuando huyen en el agua, pues siendo de escasa plumazón, no pueden volar. Para impulsarse, se ayudan con un rápido aleteo, que semeja el movimiento de las ruedas laterales de un piróscafo y su cuerpo plomizo y rechoncho, coronado por el pico rojo, tiene algo de un casco con su chimenea.
Al encaminarnos hacia la chalupa para regresar, tuve la suerte de hallar un curioso ejemplar de estrella marina, que Oscar me hizo notar, pues la que yo había visto hasta entonces era pequeña, de un rojo sucio, casi negro y con manchas más intensas que le daban un aspecto singular. Esta era grande, casi de una cuarta de diámetro, de color anaranjado y con pintas rojas:
-Esta estrella no es de aquí. Yo la he visto únicamente en el Mar de la India, donde tampoco es muy abundante. Dicen que en Ceylán su aparición coincide con la de las conchas de perlas, los pescadores le llaman, no sé por qué, "la madre del coral", esa madrépora admirable que fabrica bajo el agua palacios maravillosos.
Cuando llegamos al cutter, estaban al costado, pero sin atracar, dos canoas de indios alacaluf, que los de a bordo, estudiadamente, se hacían como que no veían, explicándome en voz baja que era estrategia para sacarles a menor costo los cueros de nutria que tuvieran.
Los indios eran cuatro en una canoa y tres en otra y yo, por su aspecto, no pude deducir si eran hombres o mujeres.
Altos, musculosos, de mirada dura y casi bravía, nos presentaban sus caras completamente lampiñas y nos miraban con sus ojos redondos, sin cejas ni pestañas y que tienen la más extraña expresión que puede imaginarse.
No veíamos su vestuario, pues se mantenían en sus canoas, acurrucados al lado del hornillo que llevaban al medio, arrebujados en una pequeña piel inmunda, ocupados exclusivamente, al parecer en asar mejillones, sin cuidarse para nada de nosotros.
Naturalmente, también nos jugaban estilo, a su modo, a los del cutter.
De repente los remeros, que mantenían las canoas en posición merced a una pala corta que manejaban con gran destreza, hablaron entre sí en su lenguaje gutural -formado por sonidos ásperos que tenían algo de chirrido de aves marinas o de choque de agua sobre piedras - y un indio, poniéndose de pie en la canoa y mostrando la desproporción entre el tronco y las extremidades - pues no era alto sino que lo parecía cuando estaba en cuclillas- preguntó en una mezcla de español y de ingles, si queríamos cambalachar cueros por guachacay -que es el aguardiente infame que los chilenos introducen en la región y merced al cual han visto desaparecer en su territorio, silenciosamente, las razas primitivas.
Smith les declaró que no era comerciante y que no quería cueros.
-¿No lobo?. .. ¿No nutria?... -dijo otro que estaba sentado.
-No.
-¡Bueno! ... ¡Regalo!
Y el indio, poniéndose de pie, tiró al cutter un cuero de nutria perfectamente seco y arrollado en espiral, con la parte del pellejo para el lado de adentro.
Esta manifestación fue correspondida con una galleta.
Comenzó el negociado. Gracias a la habilidad de Smith y del portugués, que eran tratantes eximios, adquirimos a costa de un poco de té, galletitas y una botella de guachacay, amen, de unas copas consumidas sobre el terreno, unas diez pieles que llevaban escondidas y que sacaban recién cuando la tentación les vencía.
Terminada la operación por haberse agotado la mercancía en poder de los fueguinos, Smith les despidió con el adiós usual: disparó su revólver al aire. Las dos canoas, sin esperar más, bajaron hacia la costa y pronto los vimos atracar entre las malezas que bordeaban un arroyito que rumoroso caía al mar, allá en el fondo de la bahía.
8
A FLOR DE AGUA
La Avutarda había vivido algún tiempo en las misiones inglesas que desde hace treinta años desempeñan modestamente su tarea civilizadora en estas regiones -teniendo sus mártires- y conocía muchos detalles sobre la existencia del indio de los canales.
Esa noche, mientras hacíamos los honores a la buena cena que nos proporcionaron las aves y los mariscos, me los comunicó, instruyéndome en los misterios de la vida fueguina que, seguramente, no pasará a la historia con los mágicos colores con que han pasado la de Grecia y la de Roma.
El indio fueguino forma tres razas que tienen caracteres propios y que no se confunden: el ona que habita las llanuras que caen hacia el Atlántico; el yaghán, que vive sobre el canal de Beagle y el alacaluf que puebla las tierras que vamos atravesando y que alcanzan hasta el canal de Brecknock, que es para sus débiles embarcaciones una barrera infranqueable.
El yaghán y el alacaluf son indios de lenguaje y raza diferentes, pero de costumbres muy semejantes.
Se alimentan de ,peces, mariscos y aves marinas y son navegantes: los primeros son tímidos, débiles y no forman, precisamente, tribu, pues viven diseminados; los segundos son fuertes, osados y tampoco se reúnen en grupos, siendo de carácter guerrero.
Navegan en canoas de cuatro o cinco metros de largo por uno de alto y otro de ancho, formadas con la cáscara del fagus o falso roble, que es el árbol abundante de la región, conocido con el nombre vulgar de cóigüe, generalizado por los chilenos.
No tienen quilla y son muy agudas de popa y proa -forma que necesariamente le da un plan ovoidal, el cual les permite deslizarse sobre el agua con gran rapidez y las dota de condiciones marineras muy recomendables, que ya las hubieran hecho adoptar como tipo de embarcación perfecta, si no fuera por las dificultades que opone su manejo -casi invencibles para quien no se haya criado aprendiéndolo.
Raro, muy raro, es el extranjero que hasta hoy haya conseguido dominarlo : todos los que lo tientan, concluyen al fin por abandonar el aprendizaje cansados de luchar con su canoa, que al menor movimiento comienza a girar sobre sí misma sin avanzar una línea.
Entre los indios, son las mujeres quienes se encargan de él y lo hacen por medio de una o dos palas cortas, según los casos, improvisándoles también una vela cuando el viento lo permite y hay a bordo un pedazo de tela o un cuero de tamaño aparente.
Mientras la mujer trabaja en la maniobra, los hombres van sentados en la parte media, rodeando un hornillo, formado por una tierra especial de la región, que parece una arcilla y que también les sirve para tomar las junturas de las embarcaciones o los pequeños rumbos que abre el uso.
Horas enteras se mantienen en esta posición, asando pequeños mariscos que comen en cantidades fabulosas, y esperando tranquilos que les llegue una ocasión digna -que casi nunca les llega -de demostrar los bríos del sexo, de los cuales se sienten no sólo orgullosos sino celosos.
Entre los hombres fueguinos, la haraganería no es un vicio sino una prerrogativa, así como el trabajo y las privaciones son privilegio exclusivo de la mujer. La fueguina come después que su marido ha comido hasta saciarse, duerme cuando éste se lo permite, bebe cuando él la convida y se viste con los harapos que él ya no considera dignos de cubrir su importantísima humanidad.
Es por esto quizás, que entre los yaghanes y alcalufes, las modas no existen ni se conoce la coquetería femenina. El vestuario se usa para librarse del frío únicamente y a este resultado llega un hombre por medio de una vistosa pollera, como una mujer por medio de un mugriento pantalón de tela embreada -de esa que sirve para envolver fardos- como uno que vi en Ushuaia, vistiendo el cuerpo de una matrona yaghán y que en la parte más ancha y partiendo de un cuadril, ostentaba una inscripción que decía: frágil, con grandes caracteres blancos.
Allí no se conocen nuestros convencionalismos sociales y el ser humano no obedece a otra ley que la de la imperiosa necesidad.
Los indiecitos parece que ya nacieran conociendo esta verdad y pronto se independizan del pecho materno -que no es muy constante tampoco- buscándose la vida en el fondo de la canoa donde nacieron y que es la casa de sus padres, abundante siempre en despojos útiles para sus estómagos poco exigentes.
La canoa - que es peculiar de la región y la única muestra de su ingenio que presentan los indios - fuera de sus armas y útiles, tallados en piedras o huesos de aves o de peces no es tampoco una obra maestra de labor o de inteligencia.
El indio baja a tierra al llegar el verano y elige un fagus aparente para su objeto. Le hace una incisión circular en la parte inferior y ésta la liga con otra igual en la superior, por medio de un corte profundo y perpendicular: cuando viene el calor, la cáscara se desprenderá por sí sola y entonces el indio tendrá el cuerpo de su embarcación y también el material para fabricarse algunos baldes destinados a conservar el agua y para los usos ordinarios de su vida.
Recogida la cáscara, hará un corte en las extremidades para formar la popa y la proa, colocará en el interior unas cuantas costillas de madera que la mantendrán abierta y luego coserá los bordes con barba de ballena, envolviéndolos en varejones cuyas puntas le servirán para reatar y asegurar en ellas las extremidades que dejó libres.
Con esta embarcación, una mujer para remera, un hornillo de tierra y sus armas -consistentes en arpones, chuzas y cuchillos, de madera o de hueso - el indio es dichoso y tiene la vida asegurada.
Todo lo demás que adquiera, fuera de esto, será lujo, riqueza, fortuna.
Para un indio, encontrar un vidrio o un pedazo de hojalata que puede afilar, es como para un cazador hallar un winchester, o para un ciudadano cualquiera hacerse de un empleo que le asegure la entrada al restaurant todos los días.
-¡Pero es raro!... Estos indios que estuvieron hoy me parecían muy altos cuando los vi sentados, y luego, de pie, me parecieron bajos.
-Claro - dijo Calamar: hacen sólo ejercicio con los brazos y el tronco, por lo cual el busto se desarrolla bien. En cambio no les sucede lo mismo con las piernas que poco usan, estando siempre sentados en cuclillas.
-¿Y entre los que vinieron había mujeres?
-No había más que dos hombres : uno era ese que tiró el cuero y que estaba vestido con un jaquete color pasa, sin faldones y que en vez de pantalón tenía una pollerita de muchacha. El otro, era aquel que estaba envuelto en un pedazo de frazada -resto de algún cambalache como el que hicieron con nosotros.
-¿Y cómo conocen ustedes las mujeres, así, sin dato ninguno y viéndolas vestidas de hombre?
-Pero es muy fácil... Vea; tienen en primer lugar el pelo más largo que los hombres y más embarullado, porque nunca se peinan, y después... el talle mi amigo! ... ¡Parece que no tuviera ojos!
Y no pude menos que admirar la buena vista del portugués, que llegaba hasta ver talle en una fueguina remadora cubierta con una chapón de marinero.
-¿Y sabe cómo se cortan el pelo?... ¡Lo más cómodo! ... Agarran una costilla de ballena, la calientan y luego la pasean sobre el cráneo, sin tocar el cuero, a la altura que desean dejar el cabello. Para éste tienen un solo corte : se hacen un cerquillo como los frailes y las cerdas les caen en flequillo, sobre la frente dándoles un aire ingenuo.
-Lo más particular que tienen estos indios -agregó Smith-, es un conocimiento exacto del buen o mal tiempo. Yo no sé como hacen, pero miran el cielo que está claro, despejado, espléndido y dicen que no salen a pescar porque pronto va a haber tormenta, y no se equivocan jamás. Este es el secreto que tienen para no naufragar: no salen del puerto sino seguros de que en todo el día no habrá cambio.
-¿Y queda mucha indiada aquí en los canales?
-Aquí, no. El indio les huye a las embarcaciones loberas, que son las que andan más en este lado. Han peleado muchas veces y de ahí ha resultado que los muchachos les tomen rabia y cuando pueden les quiten hasta las mujeres. Por eso se han ido para aquel lado del canal Smith: allí tienen más recursos y los misioneros ingleses los amparan.
Y ante mis ojos se presentó de pronto, de relieve, aquella horrible lucha del salvaje con la civilización que quiere atraerlo exterminándolo, o robándole su mujer y sus hijos y que todavía le acusa de bárbaro porque no se somete.
9
AL PAIRO
Como esa madrugada comenzara a soplar una fresca brisa del Oeste, el cutter abandonó Puerto Hope mientras yo dormía. Cuando salí a cubierta encontré que ya estábamos lejos del seguro refugio.
El cielo plomizo, el mar casi oscuro, sin reflejos y la calma absoluta que reinaba, todo presagiaba la tempestad.
Los albatros con su gran vuelo pesado, parecían como agitados y anhelantes : iban y venían describiendo círculos enormes, ya perdiéndose en las asperezas de la costa, que tenía un color cobrizo casi uniforme, ya deteniéndose como para hablar con los alciones, los petreles y las gaviotas, que revoloteaban en silencio describiendo grandes curvas, cuyo centro era nuestro barco, que iba con las velas recogidas por falta de viento y a remo, tratando de llegar a una caleta casi ignorada que Oscar y la Avutarda conocían.
Smith y Calamar de pie, empuñando los largos remos que crujían en las chumaceras, apenas ganaban líneas sobre la corriente, que era impetuosa.
-Si sopla viento fuerte, muchacho -me dijo Smith-, bajas a la camareta y cierras la escotilla : creo que vamos a tener un mal momento; ¡aquí las rachas no son como para esperarlas jugando!
En ese instante miré hacia el punto donde el día antes había visto el Monte Sarmiento y no le vi más, ni tampoco los islotes verdegueantes que como una alfombra se tienden a su pie. Una espesa cortina de vapores se elevaba ahí, por delante de mi vista, muy cerca del cutter al parecer.
-La tormenta ha de estar lejos: no se oyen truenos ni hay relámpagos.
-Esas cosas no se ven por aquí, son de lujo -exclamó Calamar-. Aquí las tormentas son silenciosas como puñalada de pícaro. Jamás he oído un trueno ni visto un relámpago.
Una ráfaga de viento frío sopló sobre el canal, levantando la cresta de las olas.
-¡Mal comienzo! -dijo entre dientes la Avutarda. La caleta está lejos todavía!
-Armemos la vela y corramos el viento... ¡Fuerza a los puños!
-¡No hombre! ... Si ahí no más, a la vuelta de esa punta, está la caleta -repuso Oscar.
En ese instante vimos delante nuestro una canoa indígena, cuyo único tripulante no la podía manejar y que las olas arrastraban a capricho.
-¡Ese loco se va a estrellar o va a tener un sombrero raro en cuanto se descuide! -dijo la Avutarda.
Y no había concluido su frase, cuando un golpe de viento, que pasó silbando, alzó el agua como una neblina, empapándonos, y trajo hasta nuestro costado la frágil embarcación. Cuando iba a chocar la arrebató con violencia y en alas del huracán la vimos pasar como una flecha, hacia popa.
Yo me había acurrucado cerca del palo, no lejos de Smith, y escuchaba, tiritando, el silbido del viento que azotaba con ruido siniestro las bozas de las velas y sacudía un cabo que caía desde la perilla, cuando sentí un grito y vi a la Avutarda, que, arrebatado por una segunda racha, en momentos que se paraba para mirar la canoa, pasaba casi por sobre Oscar, que iba en el timón y caía al mar con un ruido que repercutió lúgubremente en mi oído.
Quise pararme para ver lo que sucedía y una tercera racha me azotó, acostándome sobre cubierta y dejándome como alelado.
Cuando me recobré, ya la Avutarda, que había conseguido tomar un cabo que Calamar le arrojó, trepaba por sobre la borda de babor.
-¡Diablo!... -dijo sonriendo- ¡un zambullón!... Cuidado cocinero; mira que si vuelas no vuelves: para eso hay que ser medio pájaro.
-¿No se ha hecho nada?
-¡No!... fue un bañito no más.
En ese momento doblamos una pequeña punta donde el mar rompía bramando y subía, blanco de espuma, casi hasta la cima del peñasco que la formaba, bajando luego hasta el pie para volver a subir de nuevo.
Oscar con mano firme y ojo sereno conducía la embarcación en silencio, mientras los remeros, abstraídos en su tarea, se inclinaban y se levantaban, mojados hasta los huesos como lo estábamos todos, yo sin haber hecho nada y la Avutarda después de su chapuzón.
Una hora estuvimos bregando con las olas, que se arremolinaban sobre unas piedras negras, que mostraban su calva superficie no lejos de la orilla y al fin enfilamos un pequeño canal que quedaba hacia la izquierda y al cual el oleaje, quebrado en las rompientes de la entrada, llegaba apenas.
No bien estuvimos a cubierto del viento, echamos el ancla y Calamar poniéndose de pie exclamó, dirigiéndose a la Avutarda y estirándose para desentumirse:
-¡Cómo se te habrá aguado el rom que tenías guardado en la barriga!... ¿Que lástima Avutarda, no?
Y, mojados como estábamos, procedimos a desayunarnos con los restos de la cena y a calentarnos con un buen jarro de café con rom que es el mejor enemigo del frío y de la humedad.
Smith, que había bajado a la camareta y consultado su reloj de plata -semejante a una cabeza de cebolla y al cual, según su propia declaración, hacía quince años le daba cuerda todos los días a las diez de la noche, hora en que lo había adquirido-, exclamó:
-¡Son las once! ... ¡ Hemos estado al remo la friolera de tres horas!... Vean que viento hay afuera. Si no fuese por esta caleta... ¡hum!..¡creo que a estas horas estábamos ya en Punta Arenas o íbamos llegando.
-Y, ahora, conforme llueva, va a limpiar, repuso Oscar. ¡Ya va a caer el agua!... ¿ Quien iba a creer con una mañana tan linda?... ¡Cuándo el indio aquel que pasó, se dejó sorprender, cómo habrá sido la cosa!
Y como su anuncio comenzara a cumplirse, oyéndose el tamborileo de la lluvia sobre la cubierta, bajamos a la camareta y allí, acurrucados, oíamos el crujido del mar al romperse en los arrecifes que se cubrían de espuma y el estallido como cañonazos de las olas que se chocaban y que retumbaba con ecos siniestros en las cavernas lejanas o volaban en alas del viento rebotando de risco en risco y de ladera en ladera.
-Y sigue no más -dije yo.
-¡ No! ... Ahora va a clarear, repitió Oscar.
-¡Esto no es nada!
-Nada no, -replicó Calamar-. El viento ha sido de los buenos. Claro; no es como uno que nos aguantamos en Sloggett con La Viruela y Julián el Roto, hace dos años, pero, ¡ha sido bravo! ¡Verdad también que Sloggett no es este canuto infame!
-¿Entonces fue cuando resucitó el vasco Guillermo?
-Sí. ¡Que cosa tremenda fue! Nosotros, por precaución, pues el mar estaba como hirviendo desde temprano, dejamos la playa y nos fuimos arriba del acantilado, a una casilla que habíamos armado en sociedad: éramos once. Estaba de jefe del campamento Ratón González, aquel cuyano que el año pasado fue fusilado por los muchachos de Puerto Español, en Bahía Aguirre, por un robo que les hizo. Era un bandido.
-¡Oh, oh ! -repuso Smith -, ya no tenía cabida en ninguna parte: no respetaba nada ni a nadie. A mí me contó el suceso su compañero Don Perico. Dice que los dos vivían juntos y trabajaban a medias un pozo que se les agotó; una noche Ratón González volvió tarde y cuando vino traía como un kilo de oro y le dijo, mostrándoselo: "Vea, compadre, mañana dejamos a estos roñosos y nos largamos por la costa". No había concluido de hablar cuando llegaron cinco mineros y les rodearon abocándoles las carabinas. ¡Claro!... Los prendieron y les quitaron el oro, que era robado. Decía Don Perico ¡que era una cosa bárbara! Esa noche los juzgaron y al otro día, al amanecer, Ratón González fue fusilado en la punta del arenal, en aquellas piedras coloradas que hay hacia la derecha de la
barranca. Don Perico fue desterrado del campamento, y solo, con su winchester y veinte tiros, tuvo que hacer la travesía hasta Sloggett; el viejo me dijo que en su vida había sufrido más; los pies se le habían desollado y si no hubiera sido por unos indios pescadores se muere de hambre.
-Dígame -dijo Calamar-, ¿ese Don Perico es un gallego viejo, que tiene una verruga en un ojo y es medio tartamudo?
-Eso es.
-¡Buena ficha!... Ese estaba también en Sloggett cuando el asunto de Guillermo, que les iba contando. El viento comenzó a soplar de una manera tremenda y nunca he visto una mar más brava; las olas llegaban casi arriba de la barranca y barrían la costa con una fuerza infernal, haciendo chicotear la cortina de raíces de árbol que, como saben, cae de arriba, chorreando el agua de las filtraciones. De repente vimos, un poco antes de cerrar la noche, que una chalupa se desprendía del costado de una goletita como de veinte toneladas, que estaba anclada en la costa y que se dejaba venir. Nosotros nos dimos cuenta : el barco estaría mal y los hombres le abandonaban. Mal consejero es el miedo, ¿eh?... Bueno... Al otro día, cuando aclaro, la goletita, que había sido arrastrada por el mar, estaba encallada como a dos cuadras tierra adentro, habiendo subido la barranca que tiene como quince metros en ese punto. Solamente uno de los tripulantes se había salvado; era el vasco Guillermo. Dice que cuando vio mal el buque y que el viento no amainaba, comenzó a beber rom y que recuerda haberse caído cerca de popa, sobre una vela. Después no supo nada más. Los compañeros, seguramente, le abandonaron no pudiéndole llevar en la chalupa y eso le salvo, pues ellos, con los restos de la embarcación, estaban acostados para siempre sobre aquel arenal que hay antes de llegar a la boca del cañadón. ¡Esa sí que fue tormenta!
-¿Qué carga la del vasco, eh? - dijo la Avutarda... ¡Yo siempre he creído que los borrachos tienen un dios que nunca les olvida ni se duerme!
-¡Ve! -exclamo Oscar- ya paró el agua... Ahora va a aclarar.
10
MURMULLOS Y CENTELLEOS
Con los primeros rayos del sol, levamos el ancla en la madrugada siguiente y abandonamos la caleta hospitalaria, recibiendo, al salir al canal, un vientito fresco que inflo nuestras velas y parecía empujarnos cariñosamente hacia adelante.
Por todas partes donde uno tendía la vista, veía las huellas de la tempestad : ya eran los montones de espuma blanca pegados contra las rocas de la costa a altura considerable, ya las fajas negruzcas de la resaca formada por los desgastes que el agua recoge en su largo trayecto y va sembrando poco a poco sobre las pequeñas playas escondidas o ya los pelotones de algas arrancadas por las corrientes y que vagan al capricho de las olas, siguiendo su ritmo.
Oscar, que iba sentado cerca de la borda, metió de repente la mano en el agua y extrajo una hojas que boyaban.
-Vea qué algas bonitas. Cada hoja parece de seda. Son como de goma y las hay blancas, amarillas, rojas como sangre, rosadas... Pegadas sobre papel, presentan, después de secas, las figuras más caprichosas : unas veces son arbolitos enanos; otras ramitas muertas de esas que arrastra el viento o armazones de peces raros. Cuando vinimos de las Tierras de Graham con el capitán Larsen, en 1892, trajimos una colección formada por el médico de a bordo, que tenía cincuenta y tres clases diferentes.
-¿Anduvo usted en esa expedición?
-Yo me contraté en Malvinas. Fue un viaje lindo y lo realizamos en un invierno y parte de un verano. ¡Tierra rara, amigo! No hay ni un árbol; ni un pastito. El verano que allí se conoce es como el invierno más frío que usted se puede soñar; hubo días en que se nos heló el aguardiente, ¡figúrese¡ No hay casi día durante seis meses y falta noche durante otros seis, pues las auroras australes - que es la claridad del sol reflejándose en las llanuras de hielo, según dicen - iluminan el horizonte casi siempre y alumbran con una luz pálida y azulada, semejante a la de la luna cuando está velada por las nubes. ¡Y si viera, sin embargo, cómo andan los pingüinos, las avutardas, los shaags y todos los pájaros de aquí! Como nunca han visto hombres, se dejan agarrar sin miedo. También vimos una vez un zorro blanco, pero ése se nos ganó en un socavón y no lo pudimos sacar; después nunca vimos más animales. Otros marineros contaron que en expediciones anteriores vieron osos, pero yo no vi nunca ni sus huellas.
-¿Y las costas, cómo son?
-¡Qué sé yo!... Allí no se ve sino hielo. Se conoce dónde es tierra firme, porque en la baja marea quedan descubiertas las piedras de abajo, casi siempre coloradas y porque los témpanos son chiquitos y muchos, debido a que los quiebran los golpes del mar. El capitán trajo muchas muestras de piedras y también lava de un volcán apagado que encontramos muy adentro. En una hondonada, cerca de éste, hallamos algunos musgos y líquenes de un color amarilloso y en la orilla del mar, a una altura de más de mil doscientos pies, recogimos pedazos de madera petrificada. El capitán Larsen, que era hombre curioso, trajo de todo, hasta pedazos de una como lama verde que da una pequeña flor colorada y que decía el médico que era el pasto del polo austral. En Buenos Aires ha de haber muestras en algún museo, pues el capitán le regaló una colección al gobernador de Tierra del Fuego.
-¿Y qué andaban haciendo ustedes por allá?... ¡Paseando no ha de haber sido!
-No. Anduvimos cazando lobos que hay en enjambres y pescando ballenas. Hicimos un acopio bárbaro. El contramaestre Blacker me dijo que el cargamento que venía: aceite, barbas, cueros y ámbar gris, sacada del hígado de los cachalotes, valía más de cien mil pesos oro.
En ese momento alcé la vista y miré hacia proa.
Pasarán los años y jamás veré espectáculo semejante al que se presentó ante mis ojos: no hay fuente luminosa, no hay arcoiris, no hay sueño de la imaginación más exaltada, que pueda compararse con aquella realidad que presentan las costas abruptas al derramar sobre el mar cascadas de topacios, de esmeraldas y de rubíes. Se hace una la ilusión de verlas brotar de sus entrañas, que relumbran como si fue ran de nácar.
Arriba, allá atrás, alzando sólo su cabeza nevada, se levanta el Monte Sarmiento con sus tres picos desiguales y blancos, que desprende hacia el mar verdaderas llanuras de hielo, a las que el ojo no les ve fin, pues se confunden sus límites con las brumas que velan la cima de las montañas lejanas, esfumándose en lontananza. Abajo se ven diseminados los islotes que forman el Laberinto y que parecen ser los restos de algún otro monte enorme que se desplomara y cuyas ruinas y escombros el mar fuera impotente para cubrir.
Aquí se alza una punta que parece un dedo; allá corre una sucesión de largas piedras negras que al querer desviar las corrientes éstas baten como un martillo coronándolas de espuma y que figuran las vértebras dorsales de un esqueleto gigante; más allá asoma una cabellera enmarañada y canosa, formada por una gran piedra brillante en que las olas se estrellan con furia, desmenuzándose, y más lejos un brazo amenazador, levantando una enorme maza, emerge de entre un hacinamiento de islotes pequeños, y parece querer cerrar el paso a las corrientes. El oleaje, revolviéndose impetuoso, lo embiste, saltando por sobre él y formando una especie de cascada, cuyas aguas, al salvar la barrera, se alejan con ruido estruendoso, semejando ya una carcajada burlona, ya un grito de triunfo cuyos ecos se confunden poco a poco con el siniestro murmullo de las rompientes o el estridente chirrido de las aves marinas que buscan su alimento entre las tajaduras de los escollos o entre las peñas varioladas que el agua ataca imperturbable con su acción lenta y corrosiva.
Sobre el canal, cuya superficie es apenas risada por la mar de leva, yerguen sus paredes cortadas a pico los glaciéres que vienen del interior y semejan ríos helados que, bajando de los flancos de la montaña, nivelan los abismos y las cimas, tendiendo una sabana de colores variados desde la cumbre del monte enhiesto.
Aquí una tajadura presenta una esmeralda colosal de una altura de treinta o cuarenta metros, que sobre su verde intenso muestra el esmalte rojo de una ladera moteada de incrustaciones violetas o azules; allí, un picacho que parece tallado en facetas brillantes, descompone la luz en mil haces de colores distintos; más allá los arcoiris que, como una diadema, envuelven la cumbre del alto cono, se reflejan sobre la masa blanca de un block gigante de una veintena de varas de espesor y lo tiñen con reflejos de aurora o iluminan con fulgores cárdenos los rebordes salientes, ofreciendo paisajes fantásticos, alumbrados con luces azufradas que tienen reminiscencias de relámpagos.
Y, poco a poco la bruma que comenzaba a levantarse, fue nublando la luz del sol y pronto el vistoso panorama desapareció de mi vista, como cubierto por aquel telón plomizo que de vez en cuando la brisa desgarraba, haciéndolo flotar ya sobre la cumbre de los cerros, ya sobre sus laderas ásperas e inaccesibles.
-Lindas vistas ¿eh? -exclamó Smith -. Lástima que no duran hasta más de las diez; en cuanto se levanta la brisa se velan con las brumas. Este monte es huraño y celoso como una novia y, según dicen los indios, cuando uno lo mira se esconde.
11
SILFORAMA
Las bordadas nos llevaban ya a la derecha del canal, ya a la izquierda, pero nos permitían aprovechar el fresco vientito reinante, que, según declaración de Smith, era el peor que podríamos tener cuando saliéramos a Brecknock, cuyo nombre no mentaba sin visible temor y sin hacer la mueca peculiar que acompañaba a cualquier preocupación de su ánimo, aquella especie de sonrisa forzada que le llevaba hasta la nuca las extremidades de la boca.
Doblamos el Cabo Turn y contemplamos Las Pirámides -tres cerros gemelos que se reflejan sobre el mar y parecen ser los guardianes del canal Cockburn, el cual abre su ancha boca casi sobre el océano que truena a lo lejos, batiendo desesperado aquella costa americana como triturada por el martilleo incesante de las olas.
Aún llevaba en la retina la imagen de los montes que acabábamos de contemplar y que retratan en las aguas límpidas del canal sus siluetas coloreadas, tiñiéndolas con su luz maravillosa, cuando Oscar dijo -señalándome una isla que se alzaba ante nosotros como cerrándonos el paso y que mostraba sobre su superficie rugosa, ya paredes a pico donde veíamos sobre el gris uniforme de las rocas pizarreñas el zigzag blanquizco de las vetas cuarzosas, ya las hendiduras azuladas, formadas por el embate continuo contra la áspera muralla de granito rojo, ya los picos atrevidos del interior, amontonados en confusión caótica y que parecían bregar desesperados por mirar la mar, empinándose los unos sobre los otros.
-Esa es la isla King y esos otros islotes que se ven más lejos, Fitz Roy. Vea qué capricho el del ilustre marino que trabajó más en estos mares, ¿eh?... ¡Dio el nombre de su segundo y el suyo a los peñascos más insignificantes! ... Dicen que fue un recuerdo del naufragio de un bote en que andaban haciendo sondajes y que se les estrelló; el hecho es que lo bautizó así y que son los únicos recuerdos que hay en la región, de tan insignes navegantes... Ese capitán era un tipo original: se mató en Inglaterra a consecuencia de haberse equivocado por una hora en la predicción de un ciclón... Haber bordeado tanto la vida, como él, para venir a embicar de ese modo, ¿eh?
Poco a poco seguimos avanzando y de repente, al trasponer unos islotes y roquerías, el aspecto de la naturaleza cambió por completo. A los cerros cubiertos de vegetación, a los glaciares imponentes que bajan hacia el mar como ríos de hielo, a los montes que se presentan vestidos perpetuamente con su manto de nieve, sucedieron las rocas negruzcas, áridas, como calcinadas, en que el viento del sudoeste no permite ni a los musgos desarrollar su vida sobria y misteriosa.
Aquello es la verdadera imagen de la desolación y a la verdad que los viajeros que han conocido la región fueguina por esa muestra, han tenido razón para describir con colores sombríos la parte sur del continente.
No es posible imaginar nada más desierto ni nada más árido: las rocas rojizas que parecen mostrar aún en su superficie las huellas de las revoluciones geológicas que han atravesado, no sirven de refugio a un ave, ni de asidero a un vegetal.
El viento salino del océano reina omnipotente y arrastra sobre sus alas todo lo que puede contener un germen de vida: las rocas peladas relumbran como bruñidas por el viento que las barre.
Franqueado el canal Cockburn y abierto ante nosotros el de Brecknock, mi espíritu se sobrecogió de espanto: recién el mar, con su voz tonante habló a mi oído y se presentó a mi vista revestido de toda su grandeza imponente.
Las olas enormes, empujadas por el sudoeste, que reinaba furioso, venían a azotar los islotes de la entrada que parecen ser partículas del continente, desprendidas por el oleaje incesante.
Se elevan como montañas y, chocando con otras, formadas por las corrientes encontradas, se alzan, después de un estallido, en verdaderas columnas de espuma blanca, sobre el flanco de un peñasco abrupto que, poco a poco, carcomen, o sobre una roquería caprichosa que ya asoma su cabeza deforme o ya la oculta, semejando a un gigante medio sumergido que se complaciera jugando a las escondidas, mecido por el viento que silba a través de las ondas como impaciente por alcanzar la costa desolada.
-¡Yo no he visto jamás -dijo la Avutarda-, un lugar más triste ni más miserable que éste! ¡Da miedo, amigo, mirar a los costados! ... Fíjate, muchacho: no se ve ni un árbol, ni un pasto. A veces, en alguna hondonada, suele arraigar un arbolito y los gajos que nacen para el lado del sudoeste se doblan sobre el tronco y corren en favor de él; por eso es que parecen hombres mancos; la ramazón la tienen solamente de un lado.
-Y los indios, ¿cómo viven?... ¡No ha de ser tan desolada la costa!
-¿Los indios? ¡No hay ni uno!... Aquí, cuando más podrás encontrar algún náufrago o algún desgraciado abandonado entre las piedras : nada más. Te dará una idea aproximada de este desierto pensar que en él no hay ni arañas. Yo anduve una vez tres días con un compañero y no encontramos ninguna clase de bichos: hasta los mariscos parecen huir de las playas, porque son escasos... Saca uno los montones de algas o recoge las que ha tirado el mar y que, como están secas, es la única leña que se halla y entre ellas no se encuentran ni siquiera caracoles.
-Sepa - interrumpió Smith -que el mar, aquí, no tiene desde Polinesia ni un islote que lo ataje. Se viene sobre esta boca de Brecknock o sobre la del Estrecho, que está más arriba, sin hallar un solo obstáculo que aminore su empuje. En ninguna parte del mundo hay un oleaje más bárbaro... ni en el Mar Argentino, que es el que baña esa costa de Sloggett donde vamos a bajar, si el cutter no se nos estrella por aquí... Salvado este maldito paso, lo demás es como marchar con viento en popa.
Tres días estuvimos luchando con el viento y con
las olas para aproximarnos a algún punto de la costa que nos permitiera atravesar el canal frente al océano inmenso; todo fue inútil.
El sudoeste estaba como conchabado, según la expresión de Calamar, que conocía aquellos vericuetos mejor quizás que los del cutter que montaba.
Bordeando, aquí para refugiarnos detrás de un islote de contornos garrapiñados, semejante a un chicharrón, dejándonos ir de bolina más allá, para tomar una caleta resguardada, o corriendo un largo para alcanzar a alguna ensenada sombría, como excavada en la roca viva, conseguimos, al fin, guarecernos detrás de una punta atrevida que se internaba en el mar y sobre cuya extremidad las olas, impulsadas por el viento y la corriente encontrada, formaban un remolino rugiente.
Allá, lejos, tronaba el mar bravío, y yo, con Smith y la Avutarda, determinamos irlo a ver en su siniestra belleza, desde la ladera de un cerro que se alzaba hacia el centro y en cuya cara opuesta al mar llevaban una vida de lucha constante algunos pequeños arbustos, cuyo tronco rugoso indicaba bien a las claras que, aunque enanos, pertenecían por su tenacidad a raza de gigantes.
Todos presentaban el mismo carácter : las ramas se desarrollaban, bajo el castigo del rasante sudoeste, en la cara opuesta a éste y noté algunos cuya copa, en vez de ser redonda, formaba un ángulo recto con el tronco.
Desembarcamos en un breñal áspero, casi cortado a pico, y ayudándonos con las manos y los pies, alcanzamos a una pequeña meseta que barría el vendaval y que parecía bruñida.
-¡Vea qué plumero el del sudoeste! ... Se podría desafiar a la patrona más puntillosa a que encontrara aquí un grano de polvo, ¿eh?...
Efectivamente: las piedras mostraban su esqueleto descarnado en la más horrible desnudez.
El ojo podía recrearse estudiando las líneas, trazadas como con regla, que formaban las aristas de los peñascos -semejando obeliscos, columnas tronchadas, pirámides caprichosas, minaretes, torres de castillos fantásticos- y podía seguir las vetas claras del cuarzo o de la mica brillante y escamosa, que se entrecruzaban sobre el granito rojizo, formando arabescos y jeroglíficos indescifrables; pero no hallaría un reborde débil, un corte sutil que diera idea de delicadeza: la superficie pulimentada era la expresión genuina de la fuerza soberana, del vigor acentuado, de lo claro, de lo neto.
Allí no era la mano de Dios la que había modelado, deleitándose con las resultantes de la armonía, sino el brazo poderoso de Plutón, complacido en el desorden y en el contraste chocante.
Llegábamos al cerro que anhelábamos, después de una brega fatigosa de la que nuestras ropas y calzados conservaban muestras tangibles.
Con las manos y las rodillas ensangrentadas a fuerza de agarrarnos a las piedras esperas -Ya para no despeñarnos a un hoyo profundo, como tajado al pie de un picacho escarpado, ya para defendernos del ímpetu del viento que batía furioso y parecía querer arrebatarnos para agregar con nuestros ayes quejumbrosos, al estrellarnos contra algún acantilado, nuevas notas a la música monótona de sus silbidos estridentes -, nos sentamos en un reborde y tendimos la vista sobre el océano que tronaba y mugía, lanzando espumarajos de rabia impotente al estrellarse contra la costa fragosa, que podía carcomer lentamente, pero no arrollar, como parecía desearlo.
A un lado, allá, entre brumas azuladas, se veía la costa de la península de Brecknock, alta, tajada sobre el mar como enorme muralla, recortada aquí, dentada allí, pero no mostrando líneas definidas en parte alguna y semejando un gran gusano peludo, replegado sobre sí mismo, que presentara al mar su superficie rugosa y achicharrada; más acá, las roquerías negras, batidas por las olas con estrépito, paradero de los petreles y de los alciones que las recorren en silencio; y, abajo nuestro, hacia la derecha, un enjambre de islotes blancos de espuma, que parecen fragmentos del continente, arrancados por el viento que silba y arrojados sobre el mar encrespado que descarga, intermitente sobre la costa la artillería de su oleaje incansable.
-¡Qué cosa bárbara!
-Esto no es nada -repuso Smith -. ¡Si viera la entrada del Estrecho, allá en la isla de los Evangelistas, frente al Cabo Pilar!... ¡Aquello es tremendo! Figúrese el oleaje rompiendo contra un cono acantilado, que se alza a cincuenta metros sobre el mar, que allí no da fondo ni tiene valla que lo ataje y que alcanza casi hasta la cumbre, a poco que el viento lo ayude. Le aseguro que es terrible y que el único punto que puede comparársele es el Cabo Pilar, que queda en frente, una punta aguda que forma la entrada del Estrecho. Azota el mar con tanta furia y la corriente es tan grande, que a veces las ballenas, cuyo empuje en el agua puede imaginarse, son arrebatadas y estrelladas contra la costa, encontrándose luego sus cadáveres boyando, y blanqueando las gaviotas y gaviotines, que se entregan, en medio de los gritos alegres, a banquete interminable.
-¿Y qué hay en esa isla de los Evangelistas?... ¿Hay población?
-¡No! ... ¡Qué va a haber! ... ¡Si es un peñón que se levanta aislado: es un faro chileno que marca la entrada del Estrecho, Viniendo, hay que dejarlo a la derecha, pues si no va a dar uno contra las rompientes de la costa : allí las roquerías salen muy afuera y el sudoeste arrasa como aquí. Este maldito viento es el azote del Estrecho y de toda la parte austral, sobre el Pacífico... Para contrarrestarlo hay que bajar casi hasta las tierras polares, como doscientas millas al sur y tomar allí, recién, los vientos contrarios.
-Me dijo vez pasada mi compadre don Queco, interrumpió la Avutarda, que la vida en Evangelistas es un martirio atroz: él estuvo de torrero y dice que casi se enloquece, y eso que no es hombre delicado, como lo sabemos.
-¡Ya lo creo!... ¿Don Queco es aquel italiano flaco que estuvo vez pasada abandonado en las roquerías del Cabo de Hornos y que recogieron ustedes cuando la expedición aquélla, célebre, del cutter "Froward" ?
-¡El mismo!... Ese se conchabó de torrero para Evangelistas y estuvo un turno de seis meses, ganándose 600 pesos; pues, con todo, no quiso volver más. ¡ Cómo sería la cosa 1 El que va una vez no se reengancha ni a palos. Dicen que el ruido del mar es tan grande, que los hombres se quedan sordos para siempre algunas veces y otras por tres o cuatro meses. El vapor "Yáñez" -ese que vimos fondeado en Punta Arenas - atiende al servicio exclusivo del faro, que el gobierno chileno cuida de un modo especial. Cada tres meses va con víveres y correspondencia, se mete en una de esas caletas de la costa y espera un día de poco viento y de mar tranquila, como puede serlo allí, por supuesto. Se acerca y los del faro dejan caer una jaula de madera, que se maneja con un guinche. En ella viene todo lo que quieren mandar a tierra y los del vapor la cargan con lo que llevan. Tienen que andar listos, asimismo, porque no es juguete estarse allí sobre las máquinas. Después de esto ya no vuelve a saberse nada de los del faro ni éstos ven gente, hasta el otro viaje, en que van en la jaula, junto con las provisiones, los tres hombres que relevarán a los que han estado desterrados medio año. El relevo lo hacen por mitad. La construcción de ese faro honra a Chile y es una muestra de su civilización, pues no sirve tanto a sus intereses como a los de la humanidad entera.
-¿Y la luz del faro se ve de lejos?
-Casi a veinticinco millas. Decía mi compadre, don Queco, que los albatros, las gaviotas, los alciones, los petreles y todos los pájaros del mar, se van de noche en bandadas sobre el foco y que casi no pasa ninguna en que dos o tres no se rompan la cabeza contra la lente, que es su proveedora de carne fresca, pues estando a tanta altura no pueden pescar ni obtener mariscos. A su cárcel, cuando más, les llega la espuma del mar que, al romperse contra el peñón, en las horas de tormenta, suele salpicarles ... ! La construcción costó muchos miles, según dicen. ¡Figúrense lo que habrá sido el transporte de los materiales, cuando todavía no estaba armado el guinche!
-¡Amigo...! ¿Sabe que la vida allí ha de ser peor que morirse?
-¡Demonio... ! ¿No le he dicho que los hombres de los faros se suelen enloquecer de aburridos...? ¡A éstos los cuidan muchos, pero así mismo...!
-Ya lo creo -dijo Smith-. A mí me contó una vez un torrero del faro que hay a la entrada del golfo de Skafer-Rack, en las costas de Noruega, que allí se habían suicidado, tirándose al mar, cuatro de los cinco torreros que le habían precedido en el empleo.
El sol brilló en ese momento y el océano embravecido lució su manto inimitable, dejándome encantado con su visión fantástica.
Los rayos, oblicuos, alumbraban por detrás las montañas de agua, que se precipitaban hacia la costa y ya se las veía azules como turquesas, verdes como esmeraldas o multicolores, pero siempre festoneadas de espuma que parecía formada de topacios y que se destacaba más brillante cuando alguna nube pasaba sobre el sol, oscureciéndole momentáneamente, pues entonces las olas eran como de azabache y más allá jaspeadas o cobrizas.
¡Y los arcoiris, cómo desplegaban sus galas profusamente!
Dondequiera que una ola saltaba hecha pedazos, dondequiera que una rompiente arremolinaba el oleaje movedizo, el ojo descubría la brillante corona, reflejándose ya sobre un peñón oscuro o ya titilando sobre las ondas bravías.
12
AL LARGO
Regresamos a bordo al caer la tarde y después de hacer los honores a una sopa de meros que había pescado Calamar en una pequeña ensenada tranquila y en cuya preparación se había excedido, previendo el hambre que traeríamos a cuestas, nos tendimos a dormir y estoy seguro que ninguno de los tres excursionistas tuvimos esa noche un minuto de desperdicio.
Al tomar el café, en la mañana siguiente, dijo Smith:
-Si esto sigue como va, no pasamos Brecknock ni en quince días. ¡El viento está clavado!
-No hay más que esperar-; repuso la Avutarda... -el mal no tiene remedio.
-Eso no -replicó Oscar lentamente-. A mí me han hablado de un paso que hay por ahí arriba, por puerto Villarino y que va a caer al medio casi de la bahía Desolación, en el otro lado...; podríamos buscarlo... Entre estar metidos en esta caleta sin hacer nada, y hacer algo, hay alguna diferencia.
-¡Hombre! A mí me habló una vez de ese paso -dijo Smith - aquel austríaco dueño del "Madgiar", el capitán Samuel. Estábamos entonces a bordo de un brick inglés que iba con lanas de Malvinas para Inglaterra y, recordando de estas costas, me contó que él, cada vez que quería pasar al canal de Beagle, nunca daba la vuelta, sino que se metía por ese canalito y salía al fondo mismo de la Bahía Desolación, frente a la isla aquella donde Kasimerich tiene su harem indígena.
-Vamos a buscarlo, entonces -exclamó Calamar-. De aquí nos salimos con la trinquetilla, recostándonos un poco a los islotes para dispararle a la mar de popa y prontito no más estamos allá.
-Es que yo no me acuerdo de cómo es la caleta de entrada de que me habló Samuel y nos vamos a andar voltegeando a riesgo de dar una cabezada...
-Yo -dijo Oscar- lo único que sé es que se trata de una caleta chica que queda atrás de un islote grande: es lo que he oído decir.
Momentos después salimos de nuestro refugio, e impulsados por el sudoeste y la corriente, volábamos sobre las ondas, como tragándonos el espacio.
Smith, que iba en el timón, llevaba la vista fija en los escollos y en las rompientes, evitando prudentemente toda maniobra que implicara un riesgo, y al caer la tarde echamos el ancla frente a una caleta que, estrechándose hacia el interior, presentaba la boca como tapada por un islote que durante la bajamar quedaba casi arrimado a la costa, pero que en caso contrario era independiente.
Lo recorrimos casi en toda su extensión esa tarde y tuvimos ocasión de hallar entre las tajaduras de sus costas verdaderos bancos de mejillones. que esa noche comimos a uso indígena: les echábamos entre el rescoldo y cuando sus valvas negruzcas se abrían era señal de que el manjar estaba a punto, y entonces, con un grano de sal y otro de pimienta, le saboreábamos con gusto, triturando a veces las perlitas de variados colores que contienen.
-Estas perlas no son como las de Ceylán -dijo Smith - pero son buenas. He visto algunas de tamaño de un grano de maíz y las hay negras, blancas y rosadas. En Buenos Aires se han hecho alhajas con ellas, según me han dicho.
-Este marisco será algún día la fortuna de esta
comarca -declaró Oscar-. Abundan de un modo tal y es tan fácil su recolección que desalojará a las ostras. Y mire que se reproduce, ¿eh?... Los indios y los pájaros le hacen una guerra sin cuartel y la merma no se nota.
-Y eso que los indios son estómagos... -replicó la Avutarda.
-¡Vaya!... ¡A fe de Calamar, creo que primero se vería volar una ballena antes que un indio se declare hartado!
-En los paraderos indígenas de la costa, se conoce dónde ha estado el wigwam como le dicen al toldo, por los montones de valvas que quedan. Yo he visto en un mismo lugar tres montones de más de cuatro metros de circunferencia; parecían una cerrillada.
-Y yo, -dijo Smith - con ese Samuel que me enseñó la caleta que buscamos, corríamos una vez la costa de Darwin -cuando todavía Sloggett no se conocía y recién se empezaba a hablar del oro fueguino-, y al pasar cerca de un islote que sólo se ve en bajamar, notamos que una india nos llamaba desesperada. Atracamos y la alzamos, pidiéndonos entonces por señas, que la pasáramos a la costa y en cuanto fondeamos se fue. Al otro día, al amanecer, volvió a bordo con cinco indios que no traían cueros y nos contaron que unos lectores les habían quitado esa muchacha y la habían llevado, dejándola después abandonada en el islote, expuesta a una muerte segura.
-¡Qué bárbaros!
-¡Si aquí suele andar una canalla terrible! -dijo la Avutarda-. ¡Así acaba también!
-Los indios nos llevaron a su campamento para obsequiarnos con collares de caracolitos vistosos, de huesitos de ave y con muestras de su canoas y útiles de pesca, hechos en pequeño y que son, como los cueros, su base de comercio. Allí vi unos diez montones de valvas enormes. Les pregunté cuántos eran los que vivían en el wigwam y si hacía mucho que estaban acampados : me contestaron que eran nueve y que estaban allí desde el otro verano, es decir, un año poco más o menos... Según mi cálculo y, según las valvas, que habrían comido más de dos toneladas y media de mejillones por cabeza.
-¡Qué brutos! ... A éstos no les igualan ni los negros de Gabón, en la costa de Africa -repuso Calamar-. En las colonias portuguesas que hay allí y en Angola se cuentan horrores de la voracidad de esa gente. Dicen que un negro solo es general que se almuerce un antílope, que es una especie de ciervo como el huemul de los chilenos, es decir, un ternero de año.
-Dígame -interrumpió Oscar-, ahora que habla del huemul, ¿existe ese animal o es una creación de los chilenos para adornar su escudo?
-¿ Cómo no va a existir?... Cuando anduve con el inglés Greenwood en las puntas de Santa Cruz, cerca de la cordillera, cazamos uno... Greenwood me dijo que era huemul, a lo menos.
-¿Y cómo era?
-Es un animal como el guanaco, pero más fornido... medio tirando a ciervo por el pelo y la alzada. Los cuernos no son pelados sino en la punta y hasta la mitad los cubre un pelito fino. Tienen la cara larga y la frente angosta y eso les da una expresión de inocencia o de tontera marcadísima. Mi compañero, que Ud. conoció, era hombre campero y muy entendido en todas estas cosas de Patagonia y él me decía que los indios tehuelches tenían al huemul por un animal que se había caído de la luna y afirmaban que es tan escaso porque las hembras no tenían sino un hijo en toda su vida y eso en un año en que hubiera dos eclipses, uno de sol y otro de luna. Me aseguraba también que no había conocido indio que hubiera visto nunca un huemul chico.
-Eso no es extraño, exclamó Smith. Yo conozco muchísima gente que asegura que no hay nadie que haya visto un burro muerto de enfermedad o de viejo. Dan a entender con eso que los tales animales no se mueren por un resfrío... o que se marchan del inundo de un modo misterioso y sin despedirse... ¡Y yo, a la verdad, jamás he visto ninguno!
-Hombre raro era el inglés Greenwood, ¿no? Yo anduve con él en una expedición que hicimos para el lado de Chubut, en 1980, cuando todavía no era Calamar; entonces me decían "El Condesito". Fuimos a cazar avestruces y guanacos, pues le habían encargado de Buenos Aires una partida fuerte y también a agarrar baguales. Nos fue muy bien... ¡Vea lo que es la vida!... Cuando el ingles, que había padecido tanto, se iba a retirar al poblado, se le incendio el rancho y perdió todo lo que tenía... Después supe que se había vuelto a Inglaterra donde vive todavía.
-¿Quien era ese inglés? -dijo Smith.
-No se -repuso Oscar-; era una especie de loco que decía que los hombres civilizados le daban asco. No se juntaba nunca sino con indios amigos o con alguno que otro desalmado, de esos que andan por ahí vendiendo o cambalacheando guachacay; por casualidad se juntaba con europeos, gustándole más andar solo.
-Eso fue -dijo Calamar- desde que se le murió un amigo, don Nicolás, un francés que había sido su socio. Antes no era así. Yo le conocí cuando fue a Santa Cruz; entonces acababa de fundirse en Punta Arenas, donde había ido de Buenos Aires a poner un almacén. Los porteños casi le apedrearon por unos artículos que publico en un diario ingles, en 1877, y se vio forzado a emigrar al sur, viniéndose a Magallanes. Cuando se fundió gano el desierto y llevo una vida tremenda que los viejos de allí, que escaparon con vida de aquel celebre motín de presos -Punta Arenas era presidio entonces - y los de Santa Cruz, recuerdan todavía: los indios le tenían miedo... ¡Como sería el nene! Gano alguna platita y se asocio con don Nicolás, teniéndome de peón a mí. Anduvimos mucho en esas tierras y hasta acompañamos en sus expediciones al teniente Del Castillo y al capitán Moyano, argentinos, en 1881 y 1882.
-¿Y don Nicolás quien era? -dije yo, pues me divertían extraordinariamente estos relatos.
-¡Que se yo!... Era un francés y le llamaban así no se por que. Entre el y Greenwood se recorrieron toda la Patagonia avestruceando y guanaqueando. Eran peores que los indios. Se iban adentro, allá por la cordillera, y agarraban baguales, los amansaban y se armaban de tropillas que les servían para cazar. Esos baguales son chiquitos, pero resistentes y malos como diablos; con ellos no podían nada, sin embargo. Son animales raros, esos: tienen el anca muy baja y son muy altos de cruz, probablemente por causa del esfuerzo que hacen para trepar las cerrilladas, pues allí el campo parece una mar alborotada que se hubiera petrificado.
-Yo conocí a Greenwood en 1881, a fines, dijo Oscar. Entonces andaba con un francés que no era don Nicolás... Se llamaba... ¡espérese!
-¡Poivre!... ¡Yo le conocí también: monsieur Poivre...! Don Nicolás ya se había muerto: es verdad. Fue con este con el que acompañamos las expediciones. Poivre era gaucho también y tenía la manía de buscar carbón y kerosene. Cuando andaba en el desierto no dejaba vericueto en que no se metiera y siempre llevaba un quillango de guanaco en que había pintado un mapa con tinta de calafate... ¿No se lo vio alguna vez?
-¿Como no?... Conforme acampábamos se echaba al lado del fogón y se ponía a dibujar.
Y como a la madrugada debíamos penetrar, con la primera claridad, a la caleta que se abría ante nosotros y se perdía en el interior, franqueada por un murallón acantilado, abierto en la roca viva, nos fuimos a dormir, quedándose de guardia la Avutarda, que tenía, entre muchas particularidades, la de velar durmiendo, pues estando sobre cubierta no había ruido insólito, por insignificante que fuera, que no le despertase.
13
A REMO Y VELA
Con la primera luz de la mañana penetramos al canal misterioso, impulsados por los largos remos, que rechinaban en las chumaceras, manejados por la Avutarda y Oscar.
Calamar a proa, con un bichero en la mano, a fin de prevenir accidentes, y Smith en el timón y manejando la vela para aprovechar cualquier vientito favorable -por más que entre aquel cajón reinaba una calma desesperante- llevaban la vista fija en el camino a seguir, mientras yo contemplaba embelesado las altas paredes de piedra amarillosa, coronadas por las largas raíces de los árboles, que se veían casi suspendidos sobre el abismo y que enlazándose unas a otras, caían como inmensas víboras plateadas.
-El canal tuerce a la derecha, casi en ángulo -dijo Calamar - parece más bien que la caleta se acabara aquí, en ese desplayado...
-¡Mire el desplayado -replicó la Avutarda!
-¿Qué, no ves que es un río de piedra, portugués bendito? ... ¡Es seguro que tuerce y se ensancha! ... i Smith, ojo a la vela, ya sabes como son de traidores los chiflones!
Y momentos después virábamos frente a lo que Calamar creyó un desplayado y enfilábamos la proa a una especie de bahía que, a lo lejos, aparecía como limitada por unas altas montañas que alzaban en el fondo sus cumbres coronadas de nieve. La brisa rizaba suavemente las aguas y permitió algunas bordadas que nos hicieron ganar bastante camino.
-¡Cómo no se cierre el canal, allá, frente a aquellos glaciares, estará bueno!
-¿Será como ahí, en eso de enfrente, quizás?
-¿En dónde?
-Eso que dijeron que era un río de piedra...
-Y eso es, pues -exclamó la Avutarda-. ¿Qué, no ves? Fijate que es como un cañadón que baja serpenteando por entre esos cerros grandes y por el fondo de aquella hondonada que va faldeando las sierras montuosas : no tiene agua sino cantos rodados, que vienen Dios sabe de dónde, arrastrados de torrentera en torrentera. Estos ríos de piedras forman el fondo de glaciares o neveras que han desaparecido y que no son sino ríos de hielo que, desprendiéndose de los flancos de los grandes picos, siguen por los desniveles, rellenándolos. Después encuentran los taludes de las montañas, sobre el mar, resbalan por éstos y caen arrastrados, lentamente, por su propia gravitación; por esto se dice que los glaciares o neveras caminan... Luego llega un momento, al cabo de los años, en que la masa de hielo se concluye, ya porque se ha cortado del monte que la originaba o ya por otra causa, y cuando el último trozo ha caído al mar, queda ese camino de piedras que a veces suele ser torrente impetuoso y a veces no, como en este caso que tenemos por delante, sin ir más lejos.
-¿Y el río de piedra baja hasta la playa?
-¿Playa?... Mira, si estuviéramos en bajamar, verías. La barranca, ahí donde parece playa, ha de ser un acantilado de diez metros por lo menos. Este canal parece excavado en el corazón de una montaña; fíjate bien y observa que en todo lo que hemos andado y hasta donde alcanza la vista, por los dos lados, no se ve una tajadura: parece que fuese una grieta.
-Yo he tirado el escandallo dos veces y no hay fondo... - interrumpió Calamar - y eso que tiene veinticinco brazas.
-Pero es claro... -observó Smith- ¿Qué, no ven?... No hay ni marejadilla siquiera, ni rompientes, ni nada. El mar aquí es profundo.
En ese momento viramos sobre la otra costa y al doblar una pequeña punta vimos un chorro de agua como de dos metros, que caía, blanco de espuma, desde una altura vertical como de veinticinco, habiendo abierto su continuidad un surco negruzco en la roca viva.
El agua, al caer a plomo sobre la inmensa superficie quieta del canal, lo hacía con un ruido ronco que retumbaba, y formando un borbollón espumante se iba poco a poco perdiendo en ondas concéntricas que muy cerca se perdían, siendo impotentes para mover la gran masa líquida que las rodeaba.
Bordejeando unas veces y otras corriendo pequeños largos, cuando la brisa lo permitía, alcanzamos a la tarde al pie de una nevera.
Caía al mar por cinco o seis hondonadas separadas entre sí por peñascos escarpados que emergían de la capa de hielo, como agujas, esmaltándola aquí y allá y tiñéndola con colores negruzcos y rojizos en todos sus posibles matices y combinaciones.
Más allá el canal volvía a estrecharse tomando la apariencia de una grietadura.
Temiendo penetrar a ella sin luz, echamos el ancla en seis brazas de agua y fondo arenoso, en un pequeño desplayado al costado de un gran block errático que alguna conmoción geológica había tal vez arrojado hasta allí en época remota.
La sombra de la montaña empezó poco a poco a extenderse sobre el canal, cuyas aguas cristalinas reflejaban allá en el fondo y hasta en sus menores detalles, como una máquina fotográfica, las cumbres enhiestas que nos cobijaban, y cuando ya la superficie había tomado un tinte tornasolado, uniforme en toda la extensión que abarcaba la vista, una gansa seguida de una docena de pichones, que parecían copos de espuma, comenzó a atravesar a la otra banda, lentamente.
Y pronto el agua fue perdiendo su hermoso tinte y la tiniebla reinó imponente y soberana: se hubiera dicho que estábamos en un mundo muerto, si no fuera por el golpear cadencioso del agua rumorosa, sobre las piedras de la orilla y por el titilar de las estrellas que allá, abajo, en el fondo, brillaban con sus luces caprichosas, evocadoras de tanto recuerdo.
14
INSTANTÁNEAS
La grietadura por donde nos deslizamos en la mañana era tan estrecha, por más que fuera tirada a cordel y que las paredes se alzaran perpendiculares y casi sin presentar un reborde, que a cada momento parecía que íbamos a tocar con los remos.
Oscar y la Avutarda, manejando los bicheros y haciendo fuerza con ellos, afirmándolos en la pared, ayudaban a impulsar la embarcación lentamente, pues siendo la hora de la bajamar, la corriente nos era contraria y también la suave brisa reinante.
-¡Si sopla un chiflón aquí, salimos de este canuto como una bala -exclamó Smith - si no nos estrellamos como un huevo!
-¡Bah -repuso Calamar - eso no importaría
tanto!... El caso es que en estas paredes peladas ni siendo gatos llegamos arriba: deben tener lo menos cuarenta metros. Parece que el cerro hubiera sido cortado con cuchillo y por uno a quien no le temblaba el pulso.
Dos horas hacía que trabajaban los remos y los bicheros, cuando el sol nubló nuestra vista mostrándose de repente a lo lejos.
-¡Vaya, hombre... Se nos acaba el tubo a lo que parece!
Y tras un esfuerzo vigoroso salimos a una gran cancha formada por las paredes que habíamos venido costeando y que, al abrirse, perdían su aspecto desolado y se convertían en una serie de colinas y cerrillos cubiertos de árboles, que bajaban hacia el agua en pendiente suave, mostrando aquí y allá barrancas chaflanadas que estaban indicando desembarcaderos.
-Atraquemos por ahí, hombre, y descansemos, -dijo Smith-; nos hemos ganado el día.
-A fe de Calamar: una botella de old brandy, viejo capitán, está indicada, como decía aquel doctor Roberto que nos curó del escorbuto en el Mar de la China; ¿te acuerdas?
-¡Ya lo creo! fragata "Santander", capitán Olazaguieta, alias Mascarón ! Esperemos un poco y daremos fondo en aquella punta arbolada que se ve a la derecha.
Aprovechando la oportunidad que se presentaba para hacer hablar a Calamar, exclamé
-¿Pero cómo diablos se explica que ustedes, andando lo que han andado en mar y tierra, no sean ricos todavía?
-¡Ahí tienes, pues ! -repuso Calamar, como lo esperaba. ¡Eso mismo digo yo! Ve, yo soy viejo ya -nací el año 50 - y corro el mundo desde los catorce, en que entre como grumete a bordo de la "Spaniard"; he lavado arena aurífera por toneladas, he muerto lobos, he pescado ballenas, he cazado guanacos y avestruces en Patagonia, he sido tropero en el sur de Buenos Aires, donde encontré a la Avutarda trabajando con máquinas de matar vizcachas; en fin, he hecho de todo: he ganado plata a montones y no tengo un peso.
-¡Claro!... -dijo la Avutarda -. ¿Por qué no cuentas que has estado dos veces en tu tierra y que te dabas aires de príncipe y te gastaste en un año lo que no habías gastado en tu vida?
-¡Gran cosa ! ... Eso fue cuando...
-¡Sería cuando quieras, pero fue! Lo que hay, hijo, ¿sabes qué es? ... ¡Que somos loberos, que no tenemos patria, religión ni familia ! ...
-Alto ahí, -gruñó Oscar- Smith tiene ocho familias.
-¡Ya !o creo! -replicó el aludido -y todavía me parece poco. Yo tengo temperamento matrimonial; lo que me falta es constancia, un pedacito chiquito de constancia. esto mismo me decía e! señor Keen, en Buenos Aires, cuando me tuvo de mayordomo en su estancia del Salado.
-Bueno -prosiguió !a Avutarda- nosotros somos loberos de raza, hemos nacido aventureros, andariegos, y no nos pararemos sino para dormir: ésta es !a verdad. Uno de nosotros está dos o tres años en e! desierto, en e! polo o en el diablo, gana un centenar, un millar de libras y se va a un puerto -el primero que halla - y no sale más hasta que se !e acaban. Eso es todo. A nosotros nos falta freno; personificamos e! libre albedrío y marchamos en !a vida empujados por nuestras pasiones exclusivamente. Smith, por ejemplo, se llena de plata en un viaje y se va al oriente a arrendar un harem en una barbaridad y a quedar a !os seis meses vestido de turco, pero sin un chelín: yo lavo oro por ocho o diez mi! pesos y voy a Punta Arenas y lo juego al monte en una hora; Calamar gana una fortuna recogiendo de a un centavo en todos los pueblos del orbe y luego se va a Portugal y !os gasta en hacerse llamar señoría y en chupar botellas de oporto con el retrato de su rey Don Luis; Oscar corre bordadas en todos !os mares, trabaja en e! Ecuador, pesca bacalao y ballenas, caza guanacos, corre una caravana del demonio y luego que repleta e! bolsillo, no se va a su casa sino a cualquier ciudad grande y
comercial y allí se dedica a especulaciones Importantísimas que a! mes lo dejan como nuevo... ¡No hombre! ... Nosotros hemos nacido para loberos y mineros : ¡para nada más!... ¡ Por más plata que ganemos no seremos ricos nunca hay que convencerse!
-¡Eso no! ... ¡Alguna vez que ganen bastante se sosegarán!
-i Cómo no! ... ¡Oscar y yo hemos tenido fortuna cinco veces, el portugués cuatro y Smith quién sabe cuántas y ya nos ves!
Smith hizo una mueca característica y dijo con toda gravedad:
-¡Vea; !os hombres son como vienen al mundo y no hay vuelta que darle! ... Yo tenía una vez un amigo en Sloggett, cuando recién se habían descubierto los lavaderos... ¿sabe?... ¡Bueno!... Habíamos lavado mucho oro; todos veníamos muy contentos, y él -que se llamaba Bonetito - también y quizás más que nosotros, porque pensaba hacer muchas cosas buenas y ser feliz... Tenía padre, madre y también una novia, una sola novia como los hombres que quieren verdaderamente a las mujeres... Mientras estuvo allá no bebió nunca, ni jugó: vivía conmigo y yo lo sé. ¡Bueno!... Cuando vinimos, no traíamos nada: bebidas no había y de víveres andábamos así no más, a media ración. Llegamos a Ushuaia, que con sus tres boliches de mala muerte nos parecía la city de Londres. ¡Bueno!... Fué allí, al mostrador y dijo al almacenero que ya no quería vender más guachacay sino muy caro, sabiendo que a los mineros no hay cosa mejor que encapricharlos para desollarlos vivos:
-¡Déme una copa de guachacay!
-¡No tengo más!
-¡Si me da, le lleno de oro la copa en que me sirva!... Busque una grande, que !e conviene.
Y como lo dijo lo hizo aquel mi amigo, a quien, sin embargo, todo el oro que encontraba le parecía siempre poco para llevarles comodidades a los suyos... Qué cosa, ¿eh?... Los mineros siempre parecen juiciosos y a lo mejor... ¡cataplún!
-Son como e! loco de Rivadavia... como dicen en mi país, exclamé riendo.
Echamos el ancla y saltamos a tierra, con excepción de Smith que se quedó de guardia y se entregó a su ocupación favorita: pelar papas, pues este vegetal era, para él, la base más importante de su cocina cosmopolita.
15
MAR DE FONDO
A pocas varas de la orilla comenzaba su reinado la selva fueguina cuya exuberancia, aun cuando parezca paradojal, dado el clima de la región, cuya temperatura media no es ni siquiera la que corresponde a un clima templado, tiene gran semejanza con las más lujuriosas de los trópicos.
Los grandes árboles de tronco blanquizco, que elevan su copa a veinticinco y treinta metros de altura, apenas dejan entre sí el espacio suficiente para dar paso a una persona y alzan, allá arriba y como un penacho, sus cabelleras verde oscuras, formadas por hojas finas y cortas, semejantes a las de esos pinos que, como curiosidad, se cultivan en nuestros vastos jardines.
No tienen, como las selvas del trópico, variedad infinita de familias o de tribus: aquí el árbol tiene sólo un carácter y un aspecto, lo que da a la agrupación algo de monótono y de triste. Como excepción, se nota entre el boscaje uniforme algún arbusto que desdice del tono general o algún árbol que difiere de los demás por su forma o su contextura; ya es un manchón verde claro que se destaca, ya uno medio amarilloso que casi desaparece bajo el manto bordado de los helechos que lucen orgullosos su vistoso ropaje.
El suelo no se presenta como en aquéllos tampoco, sino que lo tapiza una capa de pastos variados y multicolores que llega a tener hasta un metro de espesor y que se extiende lozana sobre otra traidora -los turbales, formados por el pastizal muerto y las hojas de detritus del bosque- en que el viandante desprevenido puede hundirse hasta el cuello.
-Estos turbales son tremendos-dijo Oscar: no dejan caminar y por eso son una dificultad enorme para los viajeros. Aquí, o se anda a pie o no se anda; el caballo y la mula son inútiles... La turba es el origen del desierto de estos montes y no desaparecerá sino con ellos y cuando los animales se coman el pasto y no le dejen acumularse. Como hoy no los hay y las lluvias son frecuentes y el sol no evapora el agua, se forman esos verdaderos pantanos de hojas.
E inclinándose sobre un tronco que estaba caído - cuya cáscara andaba quizás por los canales sirviendo de canoa indígena -me hizo notar que casi desaparecía entre el pastizal, y cortando una plantita me dijo, enseñándomela:
-¿Ves?... Esta es la violeta amarilla, que en el mundo entero no se halla... Es planta de aquí no más, como la frutilla silvestre, que es especial... Fíjate cuánta clase de gramilla distinta; hay, desde el alfilerillo hasta la pata de araña y la cola de zorro; es una delicia... Cuando este país sea conocido, será uno de los más ricos del mundo.
En ese momento, Calamar, que se había alejado, regresó con una buena provisión de huevos de avutarda que había recogido en un pequeño descampado y volvía gozando de antemano con una tortilla monumental que ya veía con la imaginación tendiendo su fleco dorado sobre los bordes brillantes de la sartén.
-¡Miren qué bolada! ... Traigo una docena; a Smith le daremos la noticia poco a poco, pues ea capaz de enloquecerse.
Y cuando llegamos al cutter, el aludido nos recibió haciéndonos señales de silencio y luego en voz baja nos dijo:
-¡Ni hablen! ... ¡Tengo miedo que se me escape!... He pescado un róbalo que pesa lo menos una arroba y allí, bajo de los árboles, he hallado hongos; hay como una media cuadra.
-¡Gran cosa!... ¡Nosotros hallamos huevos de avutarda! ... ¡Ojo a la tortilla!
Y Calamar, que era el hombre eximio de la cocina, fue a su puesto a preparar el almuerzo con que todos soñábamos, mientras el cutter con todas sus velas cargadas y aprovechando el vientito que reinaba, corría sus bordadas imperturbable desde una a otra orilla del canal.
Cuando el almuerzo estuvo a punto, plegamos las velas y nos detuvimos a la entrada de una pequeña bahía que parecía un inmenso socavón. El agua debía de ser profunda: ni una ola rizaba la superficie uniforme que reflejaba en el fondo, como un espejo, el cielo azul, sin una nube, y más cerca, el velamen de nuestro barco, en que se veían hasta las costuras de los remiendos y la barranca rocallosa con su cabellera erizada, formada por el gramillal florecido.
-¿La avutarda es un pato, no?
-Propiamente tal vez no, porque carece de natatorias; pero es ave del agua: siempre anda en la orilla, comiendo caracolitos y mariscos.
-¡Y cómo vuela ! -agregó Smith -. Yo he encontrado avutardas en Curumalal, en el sur de Buenos Aires y también en la Sierra de la Ventana. Me dijeron que allí llegaban muy flacas a principios del 'invierno y que conforme se acercaba el verano comenzaban a volar hacia el sur. Estos diablos se van a invernar y vuelven gorditas a pasar el verano en amores. Los batitús, los chorlos y las becacinas, que acá abundan también, las acompañan siempre en los viajes, así como los patos reales. Algunos que los han visto haciendo la travesía afirman que vuelan en bandadas tan grandes que oscurecen el sol. Aquí, habiendo monte, al hombre no le falta qué comer; ¡mire que hay aves, eh!
-Ya lo creo -dijo Calamar-. Y eso sin contar las águilas, los halcones y los buitres que vienen a llenarse el buche con zorzales, chingolos, cardenales y calandrias.
-¿Han estado alguna vez en la Isla Toba, esa que queda por allá, cerca del golfo San Jorge? - preguntó Oscar.
-Yo he estado -dijo la Avutarda. -¿Has visto los caranchos cómo son?
-Sí, son blancos.
-¿Qué cosa rara, eh? ... En ninguna otra parte hay caranchos de ese color; a lo menos yo no he visto.
Toda esa tarde navegamos entre bosques enormes, donde hoy no se oye más ruido que el martilleo de los carpinteros horadando con sus picos agudos los troncos de las hayas seculares, el chillido de los loros y el silbido de los cardenales, que se asientan en bandadas inquietas sobre los árboles pequeños en los claros del monte y pensaba entre tanto, en el día, no lejano tal vez, en que aquella riqueza exuberante llame la atención del capital - el dios moderno - que con su varita mágica todo lo transforma.
16
REFLEJOS
Al caer la noche alcanzamos al fondo de la gran cancha que habíamos atravesado y nos guarecimos al costado de una barranca escarpada.
Ya entre dos luces la exploraron un poco Smith y Calamar, recogiendo en su excursión las primeras fresas y grosellas silvestres del territorio fueguino, que yo comí complacido, sin pensar, por cierto, que un día llegaría en que mi estómago desfalleciente, extrajera de esas frutas jugosas las fuerzas que necesitaba mi organismo para proseguir la penosa lucha comenzada.
-Volviendo al tema de hoy -dije-, ¿conocen ustedes algunos mineros o loberos que se hayan retirado con fortuna de estos canales?
-Mire -me contestó Smith-, loberos y mineros no; pero sí hombres que ocasionalmente han tomado ese trabajo. Como ya te explicó la Avutarda, los loberos y los mineros de oficio, de raza, diremos, son gentes que no se ocupan de otra cosa ni pueden ocuparse, pues el género de vida que llevan y a que se acostumbran, las inhabilita para todo lo que implique orden y disciplina. Generalmente son marineros que ya se han aburrido de bordejar en todos los mares del mundo, unas veces en los veleros y otras en los vapores de carga, yendo desde el Océano Artico al Antártico y de la India a la Polinesia o a la América: que hablan mal todos los idiomas conocidos y hasta olvidan el suyo propio; que no tienen más familia, más patria, ni más religión que el barco que montan, sea cual fuere; que lo mismo sirven con un capitán mercante que con un pirata o contrabandista, que se avezan al peligro y a la vida ruda, ya en la pesca de la ballena y del bacalao o ya en las luchas sangrientas que tienen por teatro las sondas ignoradas donde los piratas malayos reinan omnipotentes; y que, al fin, cansados de tanto rolido, se quedan un buen día en una playa aurífera o se contratan para una expedición lobera. Como la suerte es canalla, acaricia al marinero y le llena el bolsillo de esterlinas después de seis meses de privaciones, poniéndole en situación -por la primera vez de su vida- de llevar a cabo aquellas empresas a que le inclina el temperamento; por cierto que el trabajo ordenado de ocho o diez años no le produjo nunca satisfacción semejante. Y ahí tienes al hombre desviado de su rumbo y tomado por un remolino del cual no escapará. Después de cada expedición riesgosa, en que habrá jugado su vida diez veces en cada minuto, olvidará penas y sufrimientos, hambres y privaciones; buscará los placeres que le satisfagan y que anhela, los pagará con largueza, dilapidará el caudal logrado con tanto afán y luego volverá a jugar lo único que le queda: el pellejo, para continuar sus goces interrumpidos.
-Es tremendo, pero es así - exclamó Calamar.
-Hay también loberos y mineros de ocasión, como tú, por ejemplo. Hombres a quienes el oleaje de la vida, o una circunstancia excepcional, les empuja a estas empresas desesperadas. Esos llegan, luchan, trabajan con tesón, reúnen un capital y se van por ahí, a cualquier puerto, y se establecen, formando una familia y pasando sus vidas quietos y apacibles. Son pocos, sin embargo, porque las aventuras tientan y se necesitan muy buenas anclas para aguantarse. Esos, llegan a las playas o a las roquerías desconocidos y desconocidos las abandonan, llevándose lo que pueden; no tienen amigos, sino compañeros de remo; no dicen su nombre ni preguntan el de los demás, y por eso es costumbre en el gremio usar apodos determinantes, originados, ya por el modo cómo el hombre llegó a un campamento o a una playa, cómo iba vestido, cómo saludaba, qué parecía o cualquier otra particularidad por el estilo. No ocultan su nacionalidad cuando no pueden, pero sí esconden su pasado, sus vicios, las causas que los llevaren al refugio de los desesperados y sus ilusiones y esperanzas. Por lo general son gentes de desconfiarles; cuando salen de las ciudades a jugarse por ahí, anónimamente, no ha de ser en balde. En un campamento pronto se notan los dos caracteres que contrastan: los del oficio son expansivos, alegres, recuerdan sus pasados y sus triunfos y contrariedades con placer; los otros son retraídos, huraños y poco les gusta permitir que se penetre el misterio que les rodea. Ellos no son aventureros: son forzados.
-Nosotros -agregó Oscar- nos conocemos todos: el mar es grande pero los hombres que viven de él y le aman, siempre se encuentran ; si no es en un punto es en otro donde se relacionan, y si no tienen un amigo común tienen otro. Además, como la base de la población de un lavadero o de una pesquería es por lo general gente marina ya retirada, será difícil que entre ella no haya alguno de los que han corrido juntos una tormenta o capeado un temporal y entonces están como en familia. Los otros es distinto: se sospecha que cuando han abandonado las comodidades de la vida no sea por nada bueno y casi se puede asegurar que, de cien casos, noventa se hallan en esta circunstancia. Después, entre esa gente viene de todo: jugadores, tahures, borrachos, asesinos escapados por milagro de las cárceles o de las uñas de la policía, ladrones, hombres, en fin, de esos que son la escoria de las sociedades humanas. Si los gobiernos que tienen playas auríferas conocieran sus intereses, pronto fijarían esa población flotante: no tendrían sino que darle facilidades para establecerse con el capital que sacaran de los lavaderos...
-Y a todo esto -Interrumpió la Avutarda -, ¿habremos dado o no con el canal que buscamos?
-Yo creo que sí - dijo Calamar-. Hoy estaba observando el viento que soplaba y me parece que mañana estaremos afuera.
-¡Sería bueno que el canal no saliese al otro lado, sino que fuera una caleta cerrada!
-¡Pero hombre!... No hay más que ver el oleaje - exclamó Oscar -. Ahora, durante la pleamar, no viene como cuando recién entramos sino que va. Eso lo observé temprano no más.
Y pronto sobre la cubierta del cutter dormían mis cuatro compañeros, mientras yo, recostado en la borda, me recreaba mirando la fosforescencia del mar y escuchando la música salvaje que modulaba el viento, al filtrarse a través de la selva impenetrable.
17
A FAVOR DE LA CORRIENTE
Cuando me desperté al día siguiente, navegábamos ya en pleno mar y a mí me pareció que nos hallábamos allá,-frente a Brecknok; tal era la desolación de las costas que veía a lo lejos y de los islotes coronados de espuma que parecían cerrarnos el paso.
Corríamos un largo en una bahía casi redonda, circundada de montañas y glaciéres y llevábamos la proa hacia una isla grande que se divisaba confusamente en el horizonte y que la Avutarda, tendido a popa remendando el velacho, me señaló diciendo:
-¿Ves aquella mancha negra, arriba, casi en el horizonte?... Ese es el reino de Kasimerich, un paisano mío que vive con cinco indias, entregado al goce supremo de haraganear.
-¿Y de qué vive?
-De lo que puede; negocia algunos cueros de nutria y de lobo, vende remos fabricados por él y también ropas y bebidas. Es un tipo original. Luego, lo que lleguemos, le voy a hacer hablar y verás... ¡Ese sí que ha corrido tierras!
-Dígame, ¿usted conoce las nutrias de aquí?
-¡Cómo no! ... ¡Y son lindísimas ! ¿No has visto los cueros en las peleterías de Buenos Aires? Este animal es mucho más grande que el que hay allá, en los ríos y lagunas de tu tierra y la piel es más negra, más peluda y más sedosa. Luego de sacado el pelo largo, que sale con facilidad, pues los indios lo sacan a mano no más, aparece una pelusa, que así, al natural, es como felpa. El cuero vale tanto, porque no hay necesidad de mandarlo a Europa, como al del lobo, para que le saquen el pelo largo; esta operación encarece la piel porque en el mundo no hay más que una casa que lo haga; los indios lo hacen raspando el cuero por el lado de adentro, pero la hacen mal. La nutria se cambalachea miserablemente, casi por nada, pues se dan los cueros en cambio de alguna ropa de pacotilla, de un cuchillo ordinario y de té, galletitas y guachacay; sin embargo, si vas a comprar a los acopiadores, no obtienes una piel por menos de diez o quince pesos, según la clase, y en Buenos Aires por veinte o treinta. El cuero, después de curtido, es muy diferente del de la nutria de agua dulce, cuya felpa es de un plomizo sucio, poco vistoso; la de ésta es brillante y flexible, al extremo de que el aire la hace ondular. Más se parece a la del lobo de río, con el cual el animal vivo es también muy parecido, siendo más ágil y más astuto. Aquí no la cazan sino los indios, que se pasan días y noches esperando que salgan de los socavones en que habitan y que tienen paciencia para no fumar, ni moverse, ni hacer fuego. Se las halla solamente a lo largo de los canales y en el interior, en los lagos y ríos; nunca se las ha visto en las costas del Océano ni en las roquerías. La caza hay que hacerla de noche, que aquí es siempre cruda y es necesario conocer muy bien los lugares.
-¿Y se sacan muchas pieles?
-No sé cuántas, pero han de pasar de dos mil por año. La nutria se va a acabar pronto en la costa argentina; como no se cuida y se mata grande y chico en cualquier tiempo, la cosa se explica. Todos esos vapores chilenos que están en Punta Arenas no se ocupan sino de vigilar los canales para que no se cace en las costas de su país... Los indios le llaman aiapuk a la nutria, y según tradiciones, ha habido en estos canales cantidades fabulosas; hoy el número ha mermado mucho y no atribuyen la merma a la guerra que ellos le hacen, sino a las pestes que han traído los hombres civilizados.
A lo lejos negreaba la isla adonde nos dirigíamos y a la derecha veíamos el mar rompiendo sobre los escollos que forman la entrada de la bahía, aún casi inexplorada, pues tuve ocasión, más tarde, de comprobar que nadie conocía el canal por donde nosotros habíamos hecho la travesía.
Bahía Desolación tiene indudablemente un nombre apropiado: el aspecto de sus costas es miserable bajo el azote del sudoeste, que en ella también reina omnipotente.
Después de dar una gran bordada para evitar unas roquerías que mostraban su superficie coronada de espuma y que me fueron señaladas como paradero habitual de lobos marinos, fuimos a echar el ancla en una pequeña ensenada que tenía un desembarcadero toscamente trabajado en la peña viva.
Estábamos en el dominio de Kasimerich, en el harem fueguino, como dicen los loberos y buscadores de oro, aludiendo a la particularidad de tener el patrón cinco mujeres indias que le cuidan, ayudándole también en sus transacciones comerciales.
18
MAR DE LEVA
Penetramos casi en cuclillas a la miserable vivienda que en Bahía Desolación tenía todos los honores de un emporio de riquezas y que la imaginación de los loberos y de los buscadores de oro, perdidos allá entre las sinuosidades de la costa fueguina, se representaba - siendo el último de sus recuerdos - como una mansión de delicias.
Era una gran sala cuadrada, de paredes desnudas y cubiertas de hollín dondequiera que las piedras amontonadas que las formaban presentaban un reborde o una cavidad. Aquello era cocina, comedor, almacén, pesebre de dos cabras lecheras y salón de baile cuando Kasimerich, humanizado por una dádiva generosa, extraía del arcón que le servía de cama un viejo acordeón remendado que solamente él entendía y daba permiso al servicio para que interrumpiera la faenas habituales y compartiera con los huéspedes la felicidad paradisíaca de una danza casi a oscuras, pues no podía llamarse luz a la tímida insinuación que hacía un enorme candil de aceite de pescado, que día y noche ardía en un rincón no lejos de la entrada.
Era el dueño de aquella Arca de Noé de nueva especie, un hombrecillo diminuto -tan escaso de carnes como sobrado de pelos y de palabras- que casi había perdido el hábito de caminar a fuerza de pasarse como empotrado en un gran sillón de cuero, situado al lado del fogón, que era su sitio de honor.
Al entrar nosotros se incorporó, quitóse el gorro de piel de nutria que cubría su cabeza calva y exclamó, dirigiéndose a la Avutarda, que era su paisano y había sido su compañero de correrías, mientras su fisonomía enigmática se iluminaba con una sonrisa que parecieron extrañar sus ojillos de garduña y su nariz característicamente judaica:
-¡Intronich!... ¡Viejo lobo!... ¡Bendita sea la racha que te ha obligado a refugiarte en este socavón!
-¡Salud, Kasimerichl... ¡Felices son los ojos que te ven!...
-Aquí me tienes, hijo... siempre en el remo, a pesar de este reumatismo del demonio... Desde que lo pesque, allá en la boca maldita del San Lorenzo -¿te acuerdas que comencé allí a quejarme de un dolorcito lento?- no me ha vuelto a dejar. Ya me parece que me sigue desde grumete y recién para Navidad hará once años que lo tome.
Luego que la Avutarda hizo la obligada presentación y explicó a Kasimerich el objeto de nuestro viaje, rodeamos una pequeña mesa deslustrada y a indicación de Smith se destapó una botella de snap, mientras dos de las chinas, seguida cada una por un perro con aires de esqueleto, comenzaron a aprontar lo necesario para prepararnos el almuerzo.
Las chinas no eran mal parecidas y estaban vestidas a usanza de las campesinas chilenas, con vestidos de percal claro, muy plegado, bata ajustada al talle, la abundosa cabellera negra dividida en dos trenzas y ceñida la frente por una vincha angosta de color punzó.
Yo las veía a través del humo, alumbradas por la llama viva del fogón, que se reflejaba sobre sus carrillos rojos y lustrosos, tiñiéndoseles de un colorcito exótico bastante picante y, francamente, por mirarlas no seguía la conversación o, más bien dicho, el galimatías de mis compañeros y del dueño de casa, que se cambiaban noticias de todos los habitantes de los canales y se transmitían impresiones a propósito de la caza y de la pesca.
Me levante, y poco a poco me fui acercando al fogón.
Las chinas, fingiendo no verme, seguían en su faena imperturbables.
-¿Son ustedes de aquí, de los canales? -No, señor... Somos tehuelches... chilenas. -¡Ah! ... ¿ Y tienen muchos novios? -A veces si... cuando vienen los loberos.
Y sentándonos los tres a la orilla del fuego, sobre un tronco de coigüe que servía de banco, emprendimos una de esas conversaciones triviales para quienes las escuchan indiferentes, pero sabrosas y encantadoras para los que las sostienen.
Las muchachas ignoraban su edad y vivían contentas porque comían y se vestían, no teniendo ganas de salir de la isla, que era muy linda.
Esto fue lo único que pude sacar en limpio despues de una hora de charla.
-Vea, mozo -dijo Smith de repente, dirigien
dose a mí-, ¿por qué no se va con las muchachas a caminar por ahí? ... Vaya, conozca la isla. Usted es joven y eso tal vez le sirva de algo.
Y obedeciendo a la indicación socarrona del bondadoso amigo, salí de la sala, seguido por las muchachas y los perros... y a la distancia por Oscar, quien con su paso mesurado y tranquilo no tardó en alcanzarnos. Según me declaró después, el, aunque no era tan joven como yo, era todavía curioso.
Pronto recorrimos el dominio, visitando los pequeños sembradíos de nabos, remolachas, coles, cebollas y habas, que verdeaban en una ladera resguardada y penetramos al bosque, yendo a recrear nuestra vista en la contemplación de una cascada formada por el arroyo que proveía de agua a la población.
Cuando regresamos, el almuerzo: un cabrito asado y una cazuela de pescado, estaba a punto y le hicimos los honores del caso, siendo ruidosamente aplaudidos por Kasimerich que, habiendo trasladado a su estómago el contenido de una de las botellas de snap que estaban vacías sobre la mesa, tenía una verdadera alegría, que el, no obstante, atribuía inocentemente al placer de hallarse acompañado por una verdadera bandada de pájaros de mar.
Encendidas las pipas y con nuestra taza de té con brandy por delante, dijo la Avutarda, entre una bocanada y un sorbo:
-¿Y que ha sido de tu humanidad, Kasimerich, en los ocho años que no te he visto?
-¿Y de la tuya, Intronich?
-De la mía poco tengo que decirte... Bordeando,
como siempre... Nos separamos en Tolón, me parece, ¿no?
-¡Justamente, en Tolón ! Yo te acompañé en el chinchorro que te llevó al brick en que te contrataste, y me acuerdo de que, cuando nos separamos, te dije que quién sabe si volveríamos a vernos; no sé por qué me pareció que ese barco no era de suerte y te lo manifesté... ¿Qué fue de él?
-El brick "Andrea Doria", capitán Samuel Smith,, encalló en los arrecifes, frente al faro de Mesina, en las costas de Sicilia, y de allí salió para pontón en Sala Consulina, en el Adriático, donde se envejecen los pescadores de aro en la oreja esperando que les caiga un congrio de cinco libras.
-¡Oh, oh! - exclamó Smith -. ¡"Andrea Doria" fue suertudo! ¡Anduvimos con él como diablos y nunca hubo que hacerle ni esto!... - e hizo sonar una de sus uñas, casi fósiles, entre sus dientes sólidos y amarillos-. Hicimos dos viajes con naranjas y limones desde Palermo a Norte América; después anduvimos por Chio y el Archipiélago Griego, nos cargamos de esponjas en Levante y nos aguantamos en el Bósforo una tormenta que nos desarboló, frente al faro de la punta de Asia... Encallamos, después en Mesina, como a los seis meses, a causa de una maldita bruma y de las ganas de tomar puerto.
-Ya ves lo que he hecho, Kasimerich... Después de eso me fui en una chata a Lípari a cargar piedra pómez y de allí me contraté de nuevo para América.
-Pues yo, hijo, di vueltas y vueltas en Tolón y me pase a las Islas Hijéres, al faro del Golfo de Lyon. Allí estaba bien, pero vino tu primo Gustavo y me convidó para completar la tripulación de la "Jeannette" -una goleta que iba para Quebec y Montreal con cargamento de vidrios- y acepté.
-¿Estuvo adentro del San Lorenzo, entonces? -preguntó Calamar con curiosidad -. Vea: nosotros hemos andado por ahí una porción de veces, pero nunca entramos.
-Y bueno... ¡Habrán andado en la pesca de la merluza!... ¿A qué iban a entrar? Nosotros fuimos con carga de vidrios, que es cosa distinta. Para ese negocio hay que llegar inmediatamente después del invierno, pues la nieve no deja en Quebec, en Montreal, ni en ninguna de esas poblaciones de ahí, que son grandes y muy ricas, ni un vidrio sano. La cosa está, entonces, en aprovechar la ocasión y llegar de los primeros, casi en los últimos fríos... ¡El negocio es tremendo!... Quebec o Montreal, solos, pueden dejar una fortuna y vale la pena arriesgarse en la entrada de la barra, que es brava. Además de la niebla, aquella pegajosa del San Lorenzo, que ustedes conocen, porque es igual a la de San Pedro de Miquelón, o de los bancos de arriba de Terranova, y que no dejaba ver a media cuadra, hay más de cincuenta arrecifes. Allí, con boyas ni faros no se hace nada... En cada escollo de esos hay pontones con guardias, que durante el invierno disparan cañonazos a cada hora o hacen sonar pitos, sirenas, campanas, el demonio. Para navegar hay que ir con el oído alerta a las señales: los ojos no valen nada... Cuando uno escapa bien y toma San Lorenzo adentro, ya es otra cosa: la navegación es fácil y los remolques abundan. A nosotros nos compraron el cargamento por el manifiesto y sin poner condiciones: el capitán, que era el dueño de la carga, se ganó cinco mil libras netas. Decían que ese año que yo estuve, los fríos habían sido terribles y que las casas se habían quedado sin un vidrio, muy a la entrada del invierno no más. Este negocio ha llegado ha hacerse tan grande hoy, que, de Francia y de Italia, salen verdaderas expediciones con esa carga, todos los años, haciéndose una competencia terrible. Allí me despedí de la goleta y entré en el "City of Gravennor", un vapor de carga que bajó con bacalao para Cuba, donde completó para Chile y el Perú, nos incendiamos frente al Cabo San Diego, a la entrada de Lemaire, pues el capitán, de caprichoso, no quiso venir por el Estrecho. Fue una cosa tremenda... Figúrese que el fuego se declaró un día que estábamos como a diez millas de la costa, frente mismo a los hervideros esos que hay afuera del Cabo y teniendo una sudestada encima, capaz de dar vuelta a una fragata. Empezó en la bodega y cuando lo notamos las llamas ya salían afuera, peleamos bien durante dos días y medio, consiguiendo acercarnos a la costa, lo que no era poco. Las corrientes de ese punto no tienen iguales en el mundo y no pudimos abordar, pues como vienen encontradas, se alza un oleaje en que el agua, casi hecha un tirabuzón, se levanta a dos metros de altura; si caíamos allí no se escapaba ni uno; los tide-race se hubieran encargado de liquidarnos. Como conocía el asunto, aconsejé un esfuerzo grande y logramos meternos en Lemaire, yendo a embicar en Fliders Bay, en la isla de los Estados. Allí se acabó durante la noche el "City of Gravennor"; a la playa no llegaron ni astillas... De los veinte de a bordo nos salvamos cinco, incluso el capitán; los demás se estrellaron en las roquerías. Entonces fue que me vine aquí, a mi tierra, puede decirse, pues he vivido más en estos canales que en mi país.
-¡Hombre l ¡Feliz de usted que cuenta el cuento ! -dijo Oscar -. No creo que en el mundo haya una docena de personas que puedan decir que naufragaron en San Diego!
-¡Oh! ¡Ya lo creo!... Yo he naufragado cinco veces, pero nunca como esta última; no me olvidaré jamás. La muerte anduvo cerquita.
Otra botella de snap alegró un poco los ánimos y llevó la conversación por distintos rumbos : desfilaron negocios, aventuras amorosas, dramas de sangre, recuerdos de carpeta, hazañas marítimas, truhanerías y heroísmos, en mezcla confusa.
-¿Pero qué diablos haces aquí, Kasimerich? ¿ A qué demonios te has venido a enterrar en esta caleta como un almeja?
-¡Ahí tienes, Intronich, lo que es la vida!... Ya no busco que la fortuna me aplaste, ya no persigo montones de oro; estoy desengañado. Peso sobre peso, juntaré algo y me volveré allá, ¿sabes? a oír rodar tranquilamente las olas de nuestro viejo río azul, nuestro Danubio inolvidable.
Y llenando nuevamente su copa y vaciándola hasta la mitad, de un solo trago, continuó:
-¡Sí, señor! Estoy convencido: para tener algo es preciso acumular despacio, estibar miseria sobre miseria con toda tranquilidad... ¿Ves? Compro de a un cuero de nutria a los indios y a los cazadores,
que venden su pellejo por ilusiones, como lo hemos hecho todos; hago mis cambalaches en pequeño, y en lugar de ir a lavar arena, allá, en los despeñaderos de la costa, cambio guachacay por orito y voy marchando... ¿Que soy judío? Bueno... Bastantes años no lo he sido y buenos pesos me cuesta... ¿Y quieres saber quién me ha cambiado? El mundo, hijo, el mundo. Hay en Punta Arenas, afuera del puerto, una muchacha, hija de familia, que me gustaba de alma; quise casarme con ella hace cuatro años y no pude... porque era aventurero y no tenía arraigo es decir, capital. Y aquí me tienes buscándolo despacio; echaré el alma, la jugaré al diablo, si es necesario, pero lo tendré. ¿ Que mi comercio es ruin, que es canalla, que lucro con el hambre, o la miseria y la degradación de los indios y de los loberos? Bueno. ¿Y qué? ... Tendré capital y todo se me perdonará ... hasta los años, el reumatismo y las aventuras... Lo cierto es el consejo de los padres yanquis: haz dinero, hijo mío, si puedes honradamente... pero haz dinero. Convénzanse, compañeros, y crean a uno que ha corrido la vida a palo seco: hoy en el mundo sólo hay una cosa real: la libra esterlina. ¿La tiene uno?... Basta con eso; los medios no importan nada... ¡Oh, sólo siento haberlo sabido tan tarde!
-¡Bah! -objetó Calamar, refunfuñando- eso
lo sabemos todos... Es que la cosa no está en que uno lo sepa ni en que los demás opinen que uno es un Dios; hay que serlo... ¿Qué importa que alguien crea que los cangrejos no caminan para atrás?... No por eso van a caminar para adelante... ¡ qué diablos ! ... Lo mismo es la vida...
Feliz de usted que siquiera tiene la esperanza de ser dichoso y que una mujer le anima todavía: el que ve ese faro no es un ciego... Quiero decir que la obra muerta estará carcomida, pero que el casco conserva el alma. .. ¿Y nosotros? Ya estamos muy desmantelados para que nos tome nadie como barco de recreo... Ni con flores nos componemos.
Una de Ias indias entró a la sala y acercándose a Kasimerich entabló con él un corto diálogo en tehuelche, que me permitió apreciar la suavidad y armonía del idioma, acariciador del oído como un susurro.
Me pareció encontrar en él algo de trino de pájaros, unido a esos ruidos misteriosos de la selva andina, donde el vendaval, quebrándose en el boscaje, tiene siempre reminiscencias de brisa.
-Viene un bote de afuera -dijo Kasimerich.
-Han de ser loberos que vuelven o lavadores de oro... Las chinas no conocen la embarcación.
Y, saliendo a la esplanada, vimos, avanzando a remo y lentamente, un viejo bote pesado, que Smith reconoció como de fabricación inglesa. Lo tripulaban cinco personas, cuya vestimenta dejaba, por cierto, bastante que desear.
Sacado el gorro de pieles, pelado y sucio, el cuero que les envolvía desde la cintura hasta las rodillas y los restos de la camiseta que cubría el busto cayéndose a pedazos, los hombres eran efigie de Adán, vagando multiplicada en los canales fueguinos.
-¡Hombre -dijo Kasimerich -, no puedo saber qué demonios serán ésos!
-Más flacos de lo que están es imposible. Ni fuerzas para remar tienen. Le apuesto a que son lavadores... ¡Fíjese lo que traen allá, a popa!
Y recién notamos un sexto tripulante que, tendido sobre un encerado y como muerto, venía inmóvil.
De repente Kasimerich se golpeó la frente y exclamó
-¡Claro !... ¡ Son lavadores, pero no de Sloggett, sino unos cateadores que hace seis meses fueron a recorrer Darwin!... ¡No había caído en la cosa!... Es el capitán Cebolla, Peters O'Neild, que viene enfermo.
-¿O'Neild?... -preguntó Oscar-. ¿Smith, sabes quién es el que viene?... ¡Peters O'Neild es... Rinck-rinck!
-¡Vaya... vaya! ... ¡Entonces vamos a recibirle como se merece ! ... ¡ Rinck-rinck es un alma de hombre !
Y al encaminarnos apresuradamente a la playa, donde ya atracaba el bote, noté que Smith, haciendo su mueca característica de cuando estaba emocionado, se quitaba la pipa de la boca y la guardaba en su bolsillo, con el aire de quien realiza un acto trascendental de esos que no son comunes en la vida.
19
LINTERNA MAGICA
Amarrado el bote, que estaba vacío -pues no podía llamarse carga al barril del agua, a un par de baldes, tres carabinas winchester, una olla, una pava, algunos trozos de leña y atados de cachiyuyo seco-, bajaron a tierra los tripulantes, conduciendo sobre una parihuela, hecha con los remos, al esperado Rinck-rinck.
Cuando se unieron a nosotros, dejaron su carga y, dirigiéndose a Kasimerich, dijo el enfermo, que parecía no habernos notado:
-¿Cómo te va, viejo amigo? ... Esta vez no vengo a tu casa, sino que me traen los compañeros... ¡Aquí me tienes con las piernas quebradas! ... ¡Me despeñé y quién sabe cuándo volveré a levantarme!
-¡No ha de ser tanto, O'Neild... ! Ya sabes que aquí estás en tu casa y entre los tuyos. ¿No ves los amigos que te reciben?
O'Neild alzó su gorra, que casi le cubría el rostro, se incorporó y dando vuelta la cabeza miró hacia donde estábamos nosotros, lanzando un grito, mientras Smith y Oscar corrían a abrazarle.
Y tomando la parihuela emprendimos viaje hacia la casa.
Eran los compañeros de O'Neild dos chilenos cuyas caras cruzadas de cicatrices demostraban bien a las claras que su vida no había pasado sin borrascas de taberna, un holandés cojo, un indio yaghán, criado en las misiones inglesas, y un norteamericano, viejo conocido de Smith y de Oscar, a quien éstos llamaban Velacho de Gavia, aludiendo
a su estatura reducida y a su cuerpo rechoncho y medio cuadrado.
Kasimerich cedió su sillón de honor al enfermo y luego Smith, descubriéndole las heridas que tenía en las piernas, las examinó con toda atención, y después de declarar que tal vez no se tratara de una quebradura, las vendó cuidadosamente y añadió que era necesario trasladar el herido a Punta Arenas.
-Eso pensaba yo, - exclamó Kasimerich - y recordaba que quizá esta noche venga el "Huemul" que anda hace días recorriendo el canal de Beagle... Si viene estamos salvados: el capitán es mi compadre de óleos, y hombre de corazón. Aquí en los canales ha habido hombres buenos y generosos como Piedrabuena, por ejemplo, pero éste es de los mejores.
Y como era natural, Kasimerich procedió a atender a los compañeros de O'Neild, previa consulta a éste, pues exigían ropas nuevas, jabón, bebidas y otras Bollerías.
-¡Puedes darles no más, hijo, haciendo la cuenta a cada uno. Tenemos unos doce kilos de oro y bien se pueden permitir un lujo!
Y allí presencié lo que era el negocio de Kasimerich.
-¡Una camiseta a mí y un pantalón!
-¡Un saco y un sombrero a mí y medias, camiseta, pantalón, faja!
-¡A ver, aquí, atienda!... ¡Una muda completa!
-¡ Calma, paciencia ! ... Las camisetas valen 20 gramos, pantalones 30, fajas 15...
-¡ Vaya ! ... ¡ Nadie le pregunta eso : traiga y cobre!... ¡Lo que es, es... y se acabó!
Y a poco iba toda la clientela camino al arroyo, donde haría sus abluciones y cambiaría sus harapos por las prendas que llevaba al brazo, extraídas de los rincones de la sala común, ante nuestra vista, pero sin que viéramos de dónde salían.
-Sí, señor, -dijo O'Neild, dirigiéndose a Smithhemos hecho un cateo de seis meses, partiendo de los ventisqueros de Londonderry hacia adentro. Hemos buscado las faldas del monte donde, según Chieshcalan, que es ese indio que nos acompaña, el oro brota a la tierra. Nos chasqueamos: ¡no es oro sino mica ! Para llegar allí, agotamos las provisiones y tuvimos que vivir de frutas, de esos hongos que salen en el tronco de los coigües y de pájaros. Fue bárbara nuestra decepción : ninguno de los seis había dejado de echar sus cuentas alegres y de construir sus castillos en el aire. Caminamos hacia la costa y en un arenal que parecía ser fondo de un lago desecado, cavamos un pozo y hallamos arena negra, sirca ¿sabes? Lavamos en una vertiente próxima y era regular, mejor que nada, seguramente.
En cuatro meses nos ha dado doce kilos, que no es poco, pero que no es tanto como para arriesgar el número uno.
-¡Hasta aquí no veo cómo se te abrió el rumbo ese que te tiene a pique!
-¡Ah! ... Habíamos caminado tres días, ya de vuelta adonde dejamos el bote escondido cuando nos internamos: veníamos casi sin comer y el hambre nos traía locos - pues al acercarse a las neveras que alcanzan a la costa, no se halla ni con qué alimentar un tucu-tucu - y determinamos, para abreviar camino, faldear un picacho medio escarpado. No sé cómo sería, pero de repente nos alcanzó un alud, una de esas avalanchas del diablo. que venía corriendo de risco en risco, tal vez desde el infierno, y envolviéndome una ramas de árbol fui con ellas a dar abajo... Si no hubiese sido por los muchachos, que se han portado, no sé lo que me pasa o mejor dicho lo sé muy bien : me quedo allí como tantos. Medio día perdieron en buscarme y otro medio día en ponerme en franquía... ¡Ha sido una campaña en regla !
-¡Qué Rinck-rinck éste...! -añadió Oscar -. ¡Siempre metido en aventuras y peligros, pero siempre escapado!
-¡Así es! ... ¡Ese es el destino y no hay que hacerle !
-¿Te acuerdas de los malayos? ... ¿Ahora once años?... ¡Yo creo que Smith sueña todavía con ello!
-¡Bah! ... ¡Gran cosa... ! Confiesen, sin embargo, ahora que ya eso no es más que historia
nunca creyeron ustedes que yo asaltara el barco, ¿no es verdad ?
-¡Oh! ¡ oh! - repuso Smith - yo sabía que sí, pero no sabía cuándo y el hecho era que ya no había espera: Oscar y yo estábamos atados y el negro aquel de nariz partida, que hacía de capitán y que ahora estará en el infierno, seguramente, estaba ocupado en afeitarme las piernas con su machete, mientras otro le desollaba el brazo a Oscar, cuidadosamente, para sacarle una fragata que tenía pintada! ¡Oh! ¡oh! ... nuestro pescuezo no valía medio penique!
-Cuando ustedes atracaron a popa y saltaron arriba, los malayos se replegaron al centro y pensé que si peleaban nosotros íbamos a pagar el pato: quedábamos entre dos fuegos... ¡Suerte fue que no tuvieran pólvora!
-Casi nunca la tienen y por eso abordan y pelean al arma blanca. Cuando avisaron en la goleta que el bote de ustedes había sido apresado por los piratas, le dije al capitán que no hiciera apresto ninguno y sigilosamente salí con cinco muchachos elegidos y pegué el golpe.
-¡Hombre!... y tan a tiempo que, si tardas diez minutos, a esta hora nadarían nuestros huesos correteando por las costas de Van Diemen!... ¿Y qué te hiciste después de ese viaje a Polinesia?
-Me quedé en Australia y de allí nos vinimos a Chile con Velacho, que anda conmigo hace tanto.
-¿Es ese que viene ahí, ahora? ...
-; El mismo... ! Fue también él quien mató al capitán malayo que te afeitaba las piernas. ¿Y ustedes qué se hicieron desde entonces?
-Nos quedamos en Sidney, como recordarás, pues Oscar tuvo que curarse y nuestro contrato estaba concluido: de allí yo me fui a Inglaterra de contramaestre en el "Robert the Devil" y él siguió su caravana también, hasta que nos juntamos en Malvinas el año pasado. Este estaba de capataz en una fábrica de manteca que ha fundado Robertson, el bello Robertson... ¿lo recuerdas? ...
En ese momento penetraron en la sala, cantando, los que habían ido a transformarse en el arroyo: venían blancos, limpios y respirando contento.
-¡A ver tabernero!... ¡Venga whisky y déle al acordeón ese que, según las muchachas, tiene por ahí! ... ¡Vamos a desquitarnos!
-¡Música!
-¡A ver si se mueve, niño: mire que no estamos dormidos ni nos gusta estar al pairo!
-i Niño... eche guachacay!
Y comenzó una barahunda y una gritería que eran de ensordecer. Smith y O'Neild hablaban de negocios y parecía que no escuchaban, mientras Oscar, Calamar y la Avutarda se reían de las chinas que los huéspedes habían tomado como cosa propia y que seguían la jarana de muy buen humor, olvidando, en manos de Kasimerich, la gran ollada que serviría de almuerzo y que hervía a más y mejor.
Cuando estuvo listo el potaje -uno de esos guisos de porotos con tocino y chorizos, que hacen la delicia del roto chileno -, el posadero improvisado llenó un plato de lata para cada comensal y, juntamente con una gran tajada de pan, hizo la distribución, sin fijarse ni en la posición ni en el paraje que cada uno eligiera para hacer la comida; aquello era el rancho de los marineros en los buques mercantes, ni más ni menos.
El ruido de los dientes apagó la algarabía y durante cinco minutos el silencio sólo se interrumpió para pedir más ración o vino panquehua, que parecía brotar de un rincón oscuro, al cual, cada vez que se oía una voz reclamándole, se acercaba Kasimerich con una jarra vacía retirándose después con una llena, que negreaba, como si contuviera tinieblas de las que encerraba el fondo de la sala.
-¡Buen tiempo hacía -exclamó uno de los chilenos - que por este gañote no pasaba un chorro de panquehua ! ... ¡A ver, niño, alcance el guachacay!... ¡Este almuercito pide un litro... por ahora!
-¡Alto ahí!... - gritó Velacho -. Mientras el capitán esté con nosotros hay que aguantarse al ancla... ¡Ya te lo he dicho, Montoya!
-¡Aquí no hay capitán, ni nada!... Yo soy igual a cualquiera... ¡Y... vaya!.., quiero mi parte de una vez: ese orito está corriendo riesgo... ¡Que se haga el reparto y... venga el guachacay!
Como la cuestión tomaba giro desagradable, dijo otro de los acompañantes de O'Neild:
-¡Vengan las chinas! ...
-¡Bueno!... -replicó Montoya, parándose y acercándose al Velacho, dando traspiés y llevando en la mano la navaja con que momentos antes cortaba el pan -. Eso es camama, no más... ¡ El orito y el guachacay es lo que quiero!
Velacho permanecía indiferente y como sordo a la provocación.
-¡Vea! ... ¡Oiga! - siguió Montoya -. ¡ Contesta o lo rajo!
Y uniendo la acción a la palabra tiró una puñalada a su contrincante que, rápido como el pensamiento, esquivó el golpe, y alzando una piedra que estaba a sus pies la dejó caer sobre la cabeza del borracho, que rodó por tierra.
Todos creímos que era un desmayo sin consecuencia, pero pronto nos desengañó la voz de una de las chinas que, estando acurrucada cerca de una barrica, había corrido a auxiliar al caído
-¡Está muerto!... ¡La sangre corre hasta aquí!
-¡Claro que está muerto -repuso Velacho con la mayor tranquilidad - ya se sabe que yo no pego por juguete!
Y como en ese momento sonaba el pito de un vapor que se acercaba, dijo Kasimerich, como si se tratara de una cosa natural y refiriéndose al cadáver.
-¡Saquen eso para allá... para el fondo! Ahí
está el "Huemul". ¿O'Neild, te irás no más?
-¿Y sino?... ¡Arréglame todo!... Ya sabes:
cuatro y venimos de afuera; somos náufragos. -¿El indio se queda?
-Si. Chieshcalan se va como pasajero con Smith hasta Yandagaia: ¡ya está arreglado!
Kasimerich bajó a la playa, tomó un bote y se dirigió a bordo.
Diez minutos después, y luego de dejarle a Chieshcalan el oro que le correspondía, O'Neild y los suyos subían al vapor y éste seguía su camino de recorrida, mientras Montoya era conducido por las chinas y sus perros a su última morada: un pozo excavado al pie de una colina, no lejos de la casa.
20
DEL NATURAL
Vuelto a su asiento y rodeado por nosotros, Kasimerich se quitó el gorro, lo colocó sobre la mesa y, lanzando un suspiro, que fue toda la oración fúnebre de Montoya, murmuró medio entre dientes:
-Otro más y ya van nueve que duermen el sueño eterno en la ladera del cerrito. Esta gente, señor, que no pueda contenerse, ¿eh?... Miren ustedes; siempre es igual... Dos palabras, una atropellada y ¡zas!... ¡un muerto! Esta vez, no obstante, me ha quedado algo : unos trescientos gramos de oro. -Y lanzó una mirada codiciosa al indio Chieshcalan que en ese momento arreglaba las pepitas que le habían tocado en el reparto -. Otras veces no me queda sino el difunto y el recuerdo de los que a pretexto del accidente se van sin pagar.
-Y de estas muertes ¿no se toma nota? -pregunté-; ¿nadie las averigua?
-¿Y para qué?... - repuso Smith-. ¿Un aventurero más o menos qué le importa a nadie?
-Y en este caso -dijo Kasimerich - nada se pierde tampoco. El finado era un bandido completo, cuya vida tenía tantas fechorías como minutos: era asesino, incendiario, ladrón, pendenciero, borracho y el diablo.
Chieshcalan concluyó la operación en que estaba ocupado, se puso de pie, pidió tres botellas de guachacay y, seguido de las chinas escoltadas por los perros y de una mirada de Kasimerich, cuyos ojos le brillaban bajo las cejas erizadas, tomó camino del mar, silenciosamente.
-¿Las autoridades, entonces, ni se ocupan de estas cosas?
-¿Qué se van a ocupar, hombre? ... ¡Bueno fuera! Estos buques que andan aquí en los canales les hacen policía solamente de nombre. Su misión es proteger náufragos, si los hay, pero como éstos no abundan, vigilan, en los ratos de ocio, que nadie lave arenas o mate lobos... sin dejar buena parte en la bodega, ni se establezca en parte alguna sin entenderse con la autoridad. ¡Pobre del que lo haga!... ¡Ya verá cuántas son cinco!
-¿Pero no son buques de guerra chilenos?
-¿Y de ahí? ... Lo mismo los chilenos que los argentinos... son de guerra a los efectos del pito al ponerse el sol y del gallardete y la banderita, pero respecto al orito, los cueros y cualquier cosita que valga plata, son otra cosa... Hacen su negocio como pueden... ¡a eso vienen aquí!... ¿ Cree que a un jefe o a un oficial le va a convenir llevar de balde una vida de perros como la que se pasa acá? Más cómodo es quedarse en Santiago o en Buenos Aires, ganándose los grados de pico. Vienen a ganar plata y nada más y lo hacen -hasta que el whisky y el brandy les consumen todo lo que sacan y les tiran por ahí, hechos un andrajo. Esta región se venga de una manera terrible. ¡Las angustias de los loberos, su sudor, es venenoso!. .. Esto es una mina para los sinvergüenzas y un tormento para la gente de honor, que viene poca y cuando viene se va pronto, aburrida de luchar con el abandono y la degradación de todos los que andamos por aquí. Esta es la verdad. ¿Se pone usted a trabajar madera? No le carga sino larga la mitad del producto o todo, aun cuando usted venga con permiso. ¿Funda un negocio o cría de animales? ¡Así no tenga usted de socio a alguno y ya verá! Los gobiernos saben todo eso muy bien -quinientas veces lo han gritado los comerciantes, los industriales y hasta los gobernadores de los territorios, que no son aquí sino una pantalla y que van tanto en la bolada como puede ir el papa-, pero se hacen los zonzos. Estos barcos hacen provisiones en Punta Arenas cada vez que salen -cualquiera los ve-, y al regreso, aunque sea a los dos días, van sin nada; todo se les acaba en el camino: es negocito de mil por ciento y seguro como una puñalada. Además del contrabando llevan pasajeros y hasta cargas si a mano viene. Cada uno es un boliche en que hay de cuanto Dios crió... con tal que se pague. Fíjese y verá: la cabullería, los aceites, los víveres, el carbón, la ropa, el calzado, todo lo que encuentra usted en los almacenes de la región, pertenece a Chile o a la Argentina... Aquí no hay nadie que compre afuera nada perteneciente al ramo de marina: todo se lo traen a uno a su casa. Reina soberano el arte del encantamiento. Esto se sabe acá al dedillo y cualquiera se lo repite; no es misterio, ni cosa de magia, ni secreto. Los gobernadores de Magallanes, de Santa Cruz y de Tierra del Fuego conocen la materia y quizás tuvieran ganas de hacer algo, pero no se animan. ¿Y qué se van a animar? A la hora, que se metan, no van a sacar la mejor parte seguramente... El oro se extrae de las costas por kilos, sin pagar a los gobiernos un centavo, lo mismo que las maderas, las pieles, los aceites de pescado y todos los productos que forman la riqueza incalculable de estas regiones, donde, aunque no lo parezca, se trabaja duro y parejo, habiendo ya fortunas muy grandes. Cuando se saca algo por Chile, se dice en Punta Arenas que es del lado cuyano y cuando se saca por la Argentina, se declara que es robo a los chilenos y nadie pone la menor dificultad ni hace averiguaciones: todo pasa, gracias al... patriotismo. ¡Y se gana plata, eh! ... Ese negocito, así, sencillito, no más, mirado de un solo lado, puede ver lo que es, en la peleterías de Chile y Buenos Aires, sin contar las de Europa; están repletas de artículos de aquí, que salen por arte de birlibirloque. Esto ha dado fortunas en Punta Arenas, que exceden de medio millón de duros y que ya extienden al lado argentino. Las casas con que yo estoy en relación y que son cualquier cosa no más, giran sumas muy fuertes : hay años en que tienen aquí, en los canales, sus cien mil pesos cada una, como quiera.
-Y usted ¿qué negocio puede hacer aquí?
-¡Ninguno, hijo!... Cambalachear algún orito, algún cuerito cuando mucho. Sin embargo, se vive.
-¡Y se juntan diez mil libras en tres años!... Así es lo que se dice de Kasimerich en Punta Arenas... - observó la Avutarda.
-¡Puede ser que se diga... no lo niego! El asunto es saber si es verdad. También me dijeron
a mí, vez pasada que tú habías dado una paliza en los peñones de Diego Ramírez y te habías levantado diez mil pesos en dos meses.
-¡Y fue cierto!... Lo que no te contaron es que los chilenos me los ganaron en Santiago en una noche.
-¡Pues, amigo -dije yo- no es mal asunto, entonces, el comercio en estos canales!
-¡ Así es! ... Sin embargo, tiene sus contras. De repente vienen unas truchas... Vea, hace poco no más, perdí como mil pesos en una hora; me saquearon, y casi me matan, como a una indiecita que me degollaron. Eran unos loberos, que a pretexto de catear minas, habían andado allá en las estancias inglesas de Magallanes y del Gallegos, haciendo fechorías. Los camperos los corrieron, y, para mi mal, se echaron al mar en un cutter y vinieron a dar aquí. ¡Qué forajidos!...
En ese momento aparecieron las indias, arrastrando a Chieshcalan, que venía pálido como un muerto y con los ojos vidriosos.
-¡El guachacay! - gruñó Oscar - ¡ Qué indio canalla!... ¡A ver, Kasimerich, traiga amoníaco si tiene ! ... ¡Este bárbaro se muere
-¡Qué esperanza!... - Y me pareció que los ojos del austríaco brillaban de una manera particular, recordando la bolsita que guardaba Chieshcalan sobre su cuerpo... ¿Qué, no sabe lo que son estos indios para el aguardiente?
¡ Oh! ... ¡No importa eso - interrumpió Smith - traiga el frasquito!... ¡Ligero!
Y a poco Chieshcalan, tendido no lejos de nosotros y rodeado de los perros - de los cuales, uno barcino, más flaco que los demás, se ocupaba en lamerle la cara, provocando en el borracho quién sabe qué sueños voluptuosos- comenzó a roncar despacio, acompañando el chisporroteo del fogón que acababa de recibir nueva carga de leña.
21
A LA LUZ DEL CANDIL
Aún no había aclarado, cuando unas voces que confusamente llegaban hasta mí, me despertaron, haciéndome presenciar uno de los espectáculos más curiosos que haya contemplado en mi vida: alrededor de la mesa y alumbrados por la luz mortecina de una vela de sebo, Kasimerich, la Avutarda y Chieshcalan -ya repuesto de su borrachera - estaban absorbidos por una partida de naipes, que debía ser interesantísima dada la atención con que la seguían. La botella de snap, que les había servido de pretexto para comenzarla, estaba intacta y secos los vasos en que debía escanciar la bebida una de las chinas, que dormitaba cabeceando.
No se oía más ruido que el que producían las cartas al caer sobre la mesa y de vez en cuando los "quiero" y los "doblen" de la veintiuna, pronunciados con voz anhelante y el choque de las pepitas de oro, que eran el valor de la partida.
Una mirada sola me bastó para abarcar el cuadro en toda su magnitud: los austríacos estaban empeñados en liquidarlo a Chieshcalan y lo iban logrando. Este, pálido, desencajado, con la mirada febril, tenía a su lado, vacía, la bolsita que recibiera de manos de O'Neild por la mañana y frente a sí un pequeño montón de polvo de oro que brillaba entre las hilachas del trapo sucio que le había servido de envoltura.
En cambio los austríacos, serios y graves, tenían al alcance de la mano, y casi dividido por mitad, el capital que había sido de Chieshcalan y al cual Kasimerich no había cesado en toda la tarde de lanzarle miradas de codicia. Su anhelo estaba satisfecho.
De repente el indio, irguiéndose, recogió los restos de su caudal, los envolvió cuidadosamente y estirando el brazo tomó la botella de snap, diciendo en un español con extraña acentuación inglesa
-¡Esto para la mujer... Ella está esperando en Yandagaia con los hijos y yo me había olvidado!
-¡Dale otra vueltita... tal vez te venga el desquite !
-Cuando Chieshealan dice sí ¡sí! y cuando Chieshcalan dice no ¡ no !... ¡ Ahora ha dicho no!
Y sirviéndose un vaso de snap lo empinó de un solo trago, después de haber mojado en el las yemas de los dedos y sacudídolos para que voltearan el líquido -ofrenda que más tarde supe hacía a sus mayores y amigos muertos-, chasqueó la lengua parsimoniosamente, se puso de pie, fue hasta la puerta y recostándose en el marco se quedó inmóvil contemplando la noche que se iba.
Los austríacos se miraron en silencio, sonrieron, y luego de devolver la Avutarda a Kasimerich el capital que había recibido en préstamo para tentar la aventura, cada uno guardó lo suyo y, levantándose de la mesa, se acercaron al fogón, donde no tarde en reunírmeles, aun cuando con un secreto sentimiento de repulsión: me parecía haber visto dos arañas en conciliábulo, descuartizando una mosca calavera.
Pronto Oscar, Smith, y Calamar se unieron al grupo y con la primera claridad de la mañana nos encaminamos a nuestro cutter, en el cual Kasimerich, defraudando a sus socios del lado chileno, cargó un rollo de pieles para Ushuaia, ocultándolo dentro de una barrica de efectos varios, que iba desde Punta Arenas destinada al comerciante para quien llevábamos contrabando.
Una hora más tarde, y cuando ya el sol brotaba tras las montañas del fondo, el harem fueguino no fue más que una mancha imperceptible que se perdía en el horizonte y Bahía Desolación, con su viento sudoeste, sus costas carcomidas, su aridez, su tristeza y sus roquerías cubiertas de blanca espuma, se quedó allá, donde las olas del Pacífico, rompiéndose en los islotes de la entrada, van a retratar los glaciares que bajan del interior y las arboledas seculares que crecen en las hondonadas y en los valles, tiñéndolas en la tarde con los colores suaves de su pincel inimitable.
Bordejeando de islote en islote, hicimos rumbo al canal Darwin, que comienza a abrirse en dos brazos después de la isla O'Brien, para encerrar la de Gordon, alta, montuosa, casi inexplorada, detrás de la cual vuelven a unirse, allá, en Punta Divide, para formar el canal de Beagle, una de las maravillas del mar austral.
En lontananza veíamos las roquerías salvajes, donde en otro tiempo pululaban los lobos de dos pelos y que hoy desiertas y solitarias, son apenas paradero de aves marinas, y más cerca los peñones que festonean la costa alta y fragosa, que, de trecho en trecho, muestra ya un monte coronado de nieves eternas, ya un glacier gigantesco que parece sostenido sobre el mar por dos montañas que lo flanquean, como conteniéndolo en su descenso, o ya una cascada rugiente que cae lanzando reflejos plateados en el fondo de una tajadura sombría, cuyas paredes muestran, en manchones, el hielo endurecido, que mordiendo en los rebordes y asperezas, se resiste a emprender la peregrinación ya comenzada por los témpanos inquietos.
-¿Vamos a llegar a la isla Quemada? -preguntó Oscar.
-¡Oh!... Llegaremos recién a la tarde, me parece - replicó Smith -. ¡ Diablo!. .. Y habremos andado bastante, si es así.
-No digo eso: pregunto si nos detendremos.
-¡Ah! ... ¡Cómo no! Yo no paso por la casa de Monseñor sin entrar a consumirle algo. Y luego, si él supiese que habíamos pasado de largo, habiendo estado en lo de Kasimerich, no le habría de gustar... ¡Que vida la que lleva Monseñor! ¿eh? Siempre sólo en su cueva, huraño como un oso y sin hablar más que con Luis XIV, que no le contesta - ¡el que es tan conservador!
-¿Hace mucho que Luis XIV anda con el? -preguntó Calamar -. La penúltima vez que nos vimos con Monseñor fue en Terranova, hace seis años, y no tenía más compañero que el pito ese de madera, que no se le cae de la boca ni durmiendo... Ahora cuatro años, cuando se vino a establecer aquí, estuve también con el y andaba solo, aunque me dijo que esperaba una visita.
-Creo que se juntaron en la expedición aquella que se hizo a Cabo de Hornos hace dos años.
-Y a propósito - interrumpió Oscar - ¿a qué fue allá? ... ¡Nunca se ha sabido!
-Alguna extravagancia ha de ser -agregó Smith -; el francés es medio loco y creo que Luis XIV es loco entero... Me dijeron vez pasada que el gallego ese no era mudo sino que tenía la manía de no hablar.
-Esos fueron juntos a Cabo de Hornos: es lo único que yo sé. A mí me lo dijo mi compadre don Queco, que anduvo con ellos y los abandonó no recuerdo dónde.
En ese momento, Chieshcalan que iba a proa, se puso de pie y como pasáramos frente a una isla chica pero muy alta y boscosa, se llevó las manos a ambos lados de la boca, como para formar una bocina, lanzando un grito estridente que parecía el toque de un clarín.
Tres veces repitió su grito, que repercutió en todos los ámbitos de una manera extraña, y cuando ya el eco, debilitándose, no llegaba a nosotros, nos hirió el oído otra nota aguda que partía de la isla y vimos, en un repliegue de la costa, una canoa con un remero, que trataba de salirnos al paso.
-Es mi tío que vuelve de algún viaje - dijo Chieshcalan en su media lengua y a modo de explicación. Viene con mi tía Achupana, que es un buen remo. Mi tío es yecamush (médico) y me crió a mí. Su casa es allí, en aquella punta.
Y a medida que la canoa se acercaba, deslizándose sobre la superficie tersa del canal, que en ese momento parecía un espejo, yo la estudiaba en todos sus detalles, así como a los tripulantes, que eran tres y que completaban su fisonomía especial: la mujer, que venía al remo, no era vieja pero lo parecía, aun cuando no tuviera una cana; el hombre, un anciano de cabeza casi mora y erizada, que hacia un contraste singular con su rostro cobrizo -más bien negro - cruzado de arrugas profundas que tenían algo de un fantástico tatuaje, y el niño, también cobrizo, pero casi lívido, cubierto por una larga chapona de marinero, que llevaba arremangada. Parado en la proa, con un arco en la mano, se ensayaba en el tiro de flecha, tomando como blanco las palomas de mar y los gaviotines que venían escoltándonos.
Serios y graves, sin que un músculo del rostro se les arrugara, sin que una chispa de alegría brillara en sus ojos, sin siquiera cambiar la posición que traían, comenzaron tía, tío, hijo y sobrino, un diálogo curioso, en que mi oído notaba las inflexiones de la voz, variadas, como si aquélla fuera emitida por la nariz algunas veces y por la boca entrecerrada, otras. Eran parsimoniosos en el hablar, como oradores en un parlamento, y cada palabra solía durar algunos segundos sin interrupción, teniendo ocasión de notar que, ni aun en el saludo, usaban voces breves, de esas comprensivas que tienen los demás idiomas y que encierran por sí solas una larga frase sobreentendida.
Luego que tío y sobrino conversaron un rato, Smith trajo una botella de guachacay, unas galletitas y un poco de té y alcanzó el obsequio con disimulo a Chieshcalan a quien, por primera vez desde que le conocí, vi sonreír.
Por cierto que, al entreabrir sus labios, admiré los dientes blancos, y chiquitos que quedaron al descubierto, contrastando con su boca desplayada que tenía gran similitud con cualquier resquebrajadura de esas que contemplábamos en las costas a cada momento.
Cuando el tío vio que iba a ser regalado, se puso de pie, afirmándose como una pica en el arpón que llevaba atravesado sobre las rodillas y que a la vez de un útil de pesca es el arma favorita del yaghán.
Era de pequeña estatura -del alto de su mujer que, al imitarlo, lo puso de manifiesto -, flacucho y de escasa musculatura. Ambos vestían un traje de marinero amorosamente repartido: a ella le faltaba el pantalón y lo había sustituido con un cuero grasiento atado a la cintura y a él el saco, por lo cual cubría su busto con una especie de manto formado con retazos de cueros varios, lona, arpillera, y hasta encerado.
Recibieron el obsequio de Chieshcalan con gran dignidad, hicieron algunos ademanes como de gracias y luego se alejaron con rumbo a su casa.
-¿Esa canoa que montan no es como las que usan los del Estrecho? -observé.
-¡Ah! ¡No!... -replicó Oscar- ésta es moderna: es la última palabra de los arsenales yaghanes y no pueden tenerla sino los indios ricos, los que poseen un hacha, por ejemplo. Es un tronco de haya entero, bien excavado y con la popa y la proa cortadas como a modo de quilla. Esta clase no la usa cualquiera.
-Ya lo creo -interrumpió Chieshcalan orgulloso- Mi tío es yecamush, médico, y no sé de nadie hasta hoy que le conociera joven: ¡es muy viejo!
Y el indio, a quien la discreta fineza de Smith había conmovido, perdió el aire reservado que hasta allí le observara y no tuvo inconveniente en darme algunos datos y noticias interesantes relativas a su pueblo.
Entre los yaghanes no hay caciques, ni siquiera tribu: cada padre de familia es cacique en su wigwam, como me dijo Chieshcalan, y en él puede hacer . lo que se le antoje, menos casarse con sus hijas o hermanas, ni permitir que sus hijos o hijas lo hagan entre sí ni con sus parientes, pues eso trae desgracia. El hombre es dueño de la mujer -de una sola mujer- y no puede dejarla mientras ésta viva, aun cuando sí matarla en caso de sospecharla infiel o de que le falte a los respetos que le son debidos. Para casarse no se necesita consentimiento de los padres, ni pedidos en matrimonio, ni nada; basta no ser pariente no más: uno se casa cuándo, cómo, dónde y con quién puede. Cuando un mozo y una moza se quieren y comen juntos una pata de centolla o comparten un huevo de avutarda, quedan casados.
Las yaghanes solteras, mientras no hayan gustado estos manjares con un hombre soltero o viudo, son completamente libres y su conducta es irreprochable bajo cualquier punto de vista que se le considere. El yaghán joven y juicioso no se casará, no obstante, con muchacha joven e inexperta: es de orden que elija una vieja, así como las muchachas eligen de preferencia a los viejos. La felicidad matrimonial es hija de la experiencia. Según me explicó, la raza yaghán -que es, a estar a lo que dicen los misioneros ingleses que la han estudiado, la agrupación más miserable de hombres que hay sobre la superficie de la tierra- fue en un tiempo muy numerosa, pero hoy va desapareciendo poco a poco, debido, ateniéndome a su opinión, a los robos de mujeres que en tiempo atrás les hacían los alacalufs, quienes habían concluido casi las de su raza a fuerza de someterlas muy niñas al rudo trabajo de la pesca. Cuando se vieron sin mujeres, tuvieron gran desesperación y esos indios, que son malos y perversos como hijos del diablo, comenzaron a incursionar contra los yaghanes. No se venían francamente por Brecknock, que no podían flanquear, sino que traidoramente se metían por unos pasos que ellos solos conocían y que quedaban, según los viejos, unos allá en el fondo de Bahía Desolación -tal vez el que nosotros habíamos seguido para venir a lo de Kasimerich- y el otro a un costado de Yandagaia, en el canal de Beagle.
¡Cuánto habían guerreado, a causa de las mujeres, yaghanes y alacalufs!
Se habían dado batallas muy grandes y sangrientas y en los wigwams de ambos pueblos se recordaban todavía las heroicidades de los guerreros.
Las mujeres llevadas por los alacalufs, les hicieron casi perder el idioma a éstos y por eso su habla se parece tanto a la yaghán, que es muy linda, según Chieshcalan, que no ha oído decir que haya en el mundo nadie que la entienda. El había aprendido a leerla, pues el señor Bridges, el pastor, la había enseñado en Ushuaia, donde había una escuela a la que podían concurrir todos los indios si querían, seguros de que los respetarían, les enseñarían a leer la biblia en yaghán y les darían comida y cama si habían menester.
Para él, Chieshcalan, el Dios inglés era el más bueno de todos los dioses; ayudaba a los hombres a vivir, les pagaba bien los cueros de nutria que le vendían y a veces regalaba ropa y té. En cambio de sus bondades, no pedía nada sino que no matasen las ovejas del señor Bridges o de cualquier otro poblador y que leyeran todos los días, un rato, la biblia que aquél había escrito.
Luego me refirió algunas curas maravillosas hechas por su tío el yecamush, haciéndome presente que nunca había oído que ninguna familia hubiera tenido que pegarle ni lastimarle porque el pariente enfermo, que la tuviera en asistencia, se hubiera muerto.
A otro tío suyo, también médico, lo habían asesinado en Navarino porque no pudo curar a un hombre que se había caído de un árbol, pero ese médico no era como el que habíamos visto, ¡qué esperanza!
Cuando éste decía que se salvaba, se salvaba no más.
Me explicó que era costumbre yaghán apalear al médico cada vez que un paciente se le muere, como también lo es regalarle cualquier cosa que pida, toda vez que se salve, pues la vida es lo más apreciable que se pueda tener.
Las enfermedades yaghanes, según las teorías que me expuso, eran todas producidas por unas flechitas envenenadas que andaban en el aire y que nadie podía ver. Estas se metían al cuerpo por cualquier parte y si no las sacaban ligero, comenzaban a tener cría y pronto acababan con el enfermo. La obligación del yecamush era entonces saber dónde estaban y extraerlas antes que hicieran mal, pronunciando las palabras secretas y entonando los cantos sagrados que las hacían salir y que los yecamush sabían sin que nadie se los enseñara.
A él había entrado una vez un yec - flechita envenenada - en el ojo y su tío con dos palabras se la había sacado.
-¡Hola! ... ¡Cocinero!... -gritó Smith desde la popa donde iba sentado manejando el timón. ¡Acércate y verás algo curioso!
Y como yo me acercara, prosiguió, mostrándome un pequeño islote alto, cuyo centro lo era mucho más aún que las orillas.
-Ese es un ponedero de shaags, que son esos pájaros negros que ves echados cada uno en su nido o parados al lado.
-¡Qué bandada enorme!... ¿Cuántos habrá?
-¿Enorme? ... ¡No! ... ¡ Si esto es apenas una muestra!... Habrá doscientos o trescientos... ¡bah!... ¡una miseria! Estos pájaros son los que producen el huano, que es la materia con que forman sus nidos - esos montoncitos que ves pegados unos a otros y que parecen las celdas de un panal-. Hay veces que a una isla concurren de a miles y en pocos años forman verdaderas cerrilladas, como sucede en las costas de Chile y del Perú en lo que se llama huaneras. Este pájaro es una fortuna... a poco que lo ayuden en su tarea las gaviotas y los pingüinos, que todavía no has visto, pero que ya te cansarás de ver. Estos ponen lo mismo que el shaag y a veces cubren cuadras enteras. Es lindo observar uno de estos ponederos, cuando empiezan a salir los polluelos y más lindo todavía es por la mañana, cuando empiezan a aprender a nadar bajo la vigilancia de los padres y las madres en asamblea sobre la playa.
22
ENTRE LA PIPA Y EL BRANDY
Se ocultaba el sol y comenzaban las montañas a extender sobre el canal su manto de sombra, cuando nosotros dábamos fondo en una pequeña caleta de la Isla Quemada, donde, en medio de un ribazo verde, se alzaba una casilla de madera, cuyo techo de cinc pintado de rojo se destacaba como una mancha caprichosa sobre el fondo oscuro de la selva compacta y uniforme que cubría el talud de un cerro cuya cumbre, pedregosa y árida, azotada por el sudoeste tumultuoso, se alzaba allá detrás.
No habíamos atracado aún, cuando ya un individuo alto, flaco, de pera y melena canosas, de corbata blanca y vistiendo un levita de corte especial, que yo no había visto nunca ni durante los carnavales porteños -en que suelen salir a relucir las viejas prendas, guardadas como reliquias por los abuelos en algún baúl arrumbado -concurrió a la playa a recibirnos, haciendo saludos ceremoniosos con su alto sombrero de felpa - contemporáneo evidentemente de la levita -cada vez que reconocía en la voz alguno de sus amigos del cutter, que lo eran todos, con excepción de Chieshcalan y yo, que luego de pasados los abrazos efusivos, le fui presentado por Smith con palabras cariñosísimas:
-¡Sí! ... ¡ sí! ... joven en villegiature, estudiante alegre en vacaciones... ¡comprendo!... Yo también, cuando estaba en el colegio de Saint Louis, solía hacer excursiones.
-¡No, señor... joven lobero no más!
-¡Ah! ¿lobero? ... Perfectamente : buen oficio, ¡lindo oficio!... ¡Me alegro!
Y siguiendo al curioso y extraño personaje, nos encaminamos hacia la casilla, a cuya puerta salió a recibirnos la antítesis del primero: un individuo bajito, gordo, barbudo, metido entre unas altas y gruesas botas que dificultaban evidentemente sus movimientos.
Son amigos que se han costeado a visitarnos, señor Tomás, buenos amigos míos y suyos a quienes trataremos de la mejor manera que podamos, señor Tomás... si usted no opina lo contrario.
El señor Tomás se limitó a hacer una inclinación de cabeza, bien desgarbada por cierto, luego fue al fondo de la pieza donde se nos recibía, largo salón que contenía algunos cajones, barricas, bordalesas y botellas y olía a almacén y aceite de pescado. Sentóse sin ceremonia en una banqueta colocada en la cabecera de la mesa, situada no lejos del fogón excavado en el suelo y justamente al lado de una gran olla, donde se cocía algo que en el primer momento no pude apercibir, pero que después vi era un trozo de carne salada.
Luego que nos sentamos nosotros y que el dueño de casa tomó una pipa de madera y la encendió, fue destapada una botella de brandy y el señor Tomás, silenciosamente, tomó el portante, indicando de paso con una mirada su asiento y la olla a su compañero, que dijo dulcemente:
-¡Vaya usted, señor Tomás, vaya usted ! ... ¡Ya sabe: cierre bien el corralito de las ovejas y ate el perro!... ¡Yo vigilaré la olla, si estos caballeros son tan buenos que lo permiten!
-Pero, Monseñor... del demonio -exclamó Oscar-, ¡siempre con tus cortesías! ¿No las dejas ni en el desierto, entonces?
-¡Querido amigo, no son cortesías.. , es mi modo no más!... Cuestión de educación ¿sabe?
Y luego, interrogado por Smith, comenzó a hablar de sus viajes casi maravillosos por todos los mares del mundo, unas veces como pescador y marino y otras veces como jugador de billar, arte en el cual me informaron sus conocidos que había sido maestro famoso, jugando partidas que llamaron la atención, no solamente en Francia e Italia, sino en los Estados Unidos.
¡Qué antítesis curiosa formaban su lenguaje elevado y los temas que él trataba con la ocupación a que estaba entregado en aquellos momentos: vestido de levita, con corbata blanca y galera de felpa, es. pumaba una miserable olla de puchero a la orilla de un fogón campero!
Nos relató con palabra animada y pintoresca sus excursiones por el Transvaal, la República de los boers, en sud de Africa : sus visitas a las minas de oro maravillosas que hacen surgir ciudades fabulosas en tres meses: su estada en el dominio encantado de los ingleses en Port Natal -donde el carbón de piedra y los diamantes enriquecen a un hombre de una manera fabulosa en cinco minutos -y nos pintó después con lujo de colorido, su navegación a lo largo del Zambeze, su estada en Lourenco Márquez -el baluarte de la civilización en el corazón del continente negro -y una travesía en carreta desde las colonias inglesas a las portuguesas, en que figuraban rosarios interminables de bueyes y manadas de jirafas y de elefantes, vagando entre los bosques de mimosas.
-Sí, señor. Y aquí me tienen ahora, después de tanto rodar: aquí estoy herrumbrándome en la ociosidad, sólo con mis recuerdos y con mi pipa, que mientras no camino humea siempre y humeará mientras yo viva. Ahora creo que no dejaré más estos picachos donde he levantado mi casa y fundado sobre bases sólidas esta factoría de "El Merovingio" que gira bajo la firma de Piccard y compañía, siendo mi socio el señor Tomás y que abrigo esperanza de que llegue a ser el emporio industrial del mar fueguino.
Y luego, poniéndose de pie, empezó a pasearse despacio y agregó monologando:
-En el negocio nos va bien, muy bien, no nos podemos quejar; pero en la industria nos va mal, pésimamente mal. Como aquí abundan los peces como en otras playas el cascajo y habíamos observado que hay no solamente róbalos, meros, salmones, calamares y congrios, sino también merluzas, tan ricas como las tan mentadas de Terranova, merlucinas semejantes a las que con el nombre de pejepalo hacen la riqueza del Báltico y sardinas y arenques tan grandes como los del Norte de Escocia, nos pusimos a hacer ensayos con el señor Tomás. Hemos sido defraudados en nuestras espectativas; creemos que por el clima. La merluza viene en grandes bandadas a la entrada del invierno; pero no se pueden obtener buenos resultados con ella, pues, como ustedes saben, la merluza fresca es desagradable y necesita ser conservada de modo especial: es menester secarla naturalmente, a la sombra. Aquí no hay calor suficiente nunca y el secaje se hace muy mal, conservando siempre la mercadería una humedad que pronto la descompone. En Terranova es diferente. Allí la pesca se hace en tres bancos, de los cuales uno es frecuentado por los franceses, otro por los ingleses y otro por los norteamericanos, que tienen sus pesquerías sobre la costa, dotadas de todos los adelantos del arte en ese ramo. Los barcos pescadores comienzan a llegar a principios del invierno, que dura seis meses, listos para trabajar durante toda la estación sin moverse, si es posible, para evitar los peligros de la navegación, pues la época de la pesca coincide con la de las brumas y huracanes. Estos riesgos son tan grandes que no se fondea con cadena sino con cabo, a fin de poderlo cortar en caso de apuro y huir mar afuera, evitando los tide-races que forman de repente las corrientes encontradas. Estos remolinos son terribles: juegan con un barco como yo con esta espumadera.
Cada barco pescador trae siempre de quince a treinta botes dotados de un espinel y dos marineros. Llevando cada bote un cabo, va a situarse a cierta distancia, quedando amarrado al barco y en la madrugada tira los espineles y espera; si se llenan, recogen y vuelven a tender, y si no, recogen en la tarde y regresan a bordo, donde cada tripulación abre y despanzurra su cosecha, entregándola, ésta al contramaestre, que la va echando en los tanques de salmuera -graduada de cierto modo especial, que es secreto de cada casa pescadora-, pues muy fuerte no sirve, ni muy flojo tampoco. Cuando el barco se ha cargado, va a la costa, a la pesquería de que depende, a dejar su producto, que allí es secado naturalmente en grandes galpones y luego aprensado en la forma que sale al comercio... Aquí no se puede soñar con eso.
-Y con la merlucina, ¿cómo les fue?
-Mal, joven, muy mal: peor que con el bacalao. La merlucina de estas costas es especial y sube por el Pacífico casi hasta frente a Guayaquil. Es un pez ágil y vivo, que no se desarrolla mucho ni tiene gran carnadura, igual casi al del Báltico que es conocido en el comercio por stock-fish o pejepalo. Allí se le pesca solamente cuando comienzan las nevadas, que es la época de su abundancia. Se rompe el hielo y por los agujeros se echan montones de anzuelos : casi nunca se recoge el manojo sin que cada rama lleve su carga. Unos vaporcitos especiales, que cortan el hielo con la proa, penetran hasta donde están los trabajadores y se llevan diariamente la cosecha a la pesquería, en la cual, en grandes galpones abiertos, se seca al frío la mercadería. Aquí no se logra esto; los peces se descomponen no más.
El que anda mejor es el arenque, pero desgraciadamente abunda poco y estamos observando que no viene todos los años como va al norte de Escocia, así como se camina para la costa de Noruega. Allí abunda de una manera enorme en las proximidades de los escollos y roquerías, por lo que la pesca es muy peligrosa a pesar de ser productiva: muchas veces dos golpes de red dan la carga de una lancha. La pesca se prepara, o en salmuera, como su congénere la sardina, que es la riqueza de las costas de España y Francia, o ahumada. Ninguno de los dos procedimientos es difícil ni riesgoso; pero el Sr. Tomás no lo cree así: él opina que en este ramo industrial, como en los otros, no haremos nada. El Sr. Tomás no es un espíritu atrevido, un alma de empresario ¿saben Uds.? es un buen socio y nada más, un espíritu achatado, como si dijéramos pasivo.
-¿El señor Tomás es mudo, a lo que parece? -preguntó la Avutarda -. Jamás le he oído hablar en las dos o tres veces que he estado aquí.
-Así es, querido amigo, así es el pobre señor... Está privado del hermoso don de comunicarse con sus semejantes y luego, como se cree deshonrado hablando por señas, permanece callado: conmigo nos entendemos con la mirada no más, lenguaje de alma a alma, como quien dice de balcón a balcón...
-¿Y es así de nacimiento?
-No lo sé, amigo Oscar, ni lo podré saber nunca quizás. Lo único que sé del señor Tomás es que entiende el español y luego que no tiene lengua, porque le he visto la boca y... nada más.
-¿Y cómo supo su nombre, entonces?
-No lo he sabido nunca tampoco; yo le digo señor Tomás como podría decirle señor Joaquín. Su nombre es puramente convencional, sí, señor, convencional... A este buen amigo le encontré en la última miseria, hace cuatro años, en un lavadero abandonado del sur de Lennox, en circunstancias que tentaba por la cuarta vez la realización de mi humilde misión en la tierra: hacer humear mi pobre pipa de madera, allá, en el extremo sur del continente americano, sentado en el última piedra que quedara al descubierto durante la bajamar en el Cabo de Hornos, en las Islas de Hermitte.
Qué orgullo el mío poder decir, como lo digo ahora, ante una asamblea tan distinguida como la que me escucha: "¿Ven esta pobre pipa de madera, mi María Antonieta, mi único amor? ... Yo la he hecho humear donde nadie ha hecho humear hasta hoy otra pipa, ni más pobre ni más rica." Bueno, pues, queridos amigos, abandonado en Lennox y expuesto a morir de necesidad, encontré al señor Tomás, yendo yo con los finados Matías Simonovich y Patrick O'Clear -los mártires que se sacrificaron a mis ideas- en cutter propio, persiguiendo la empresa de mi vida. Tres veces naufragué y en la última, que vi la punta tajada del Cabo, levantándose
alta y erguida, perdí mis dos amigos, arrebatados por el mar, al pretender alcanzar una caleta pequeña que hay hacia la derecha y en la cual no sé que nadie más que yo haya fondeado hasta hoy; al fin la alcancé. ¡Cuánto sufrimiento y cuánta pérdida - terrible: allí se me extravió el Mariscal de Retz, aquella flexible varita de ballena que siempre usaba y que me regaló en 1&60 mi inolvidable amigo Monsieur Bougaud, farmacéutico, establecido en Roma, Italia, vía Babuinonúm. 9, presso alla piazza dil Popolo... Mis compañeros habían muerto y me hallaba sólo con el señor Tomás : le recomendé que me esperara en el cutter, que quedaba amarrado en la caleta, angosta como una vaina, y en la bajamar me eché a caminar por la costa abajo... Vino la marea y me tuvo muy mal, pues estaba encaramado en un peñasco que las olas batían. Al fin volvió la bajamar y llegué a la última roquería, aun cuando sólo con mi pipa... con María Antonieta... El Mariscal era tal vez juguete de las olas en aquellos momentos supremos. ¡Cómo gocé, sin embargo ! ... Para comprenderlo es necesario no andar con el cuerpo en lastre: ¡hay que tener un alma, ilusiones, ideales!
Después regresamos y nos volvimos aquí: me pareció feo no asociar al señor Tomás a mi empresa comercial y... lo asocié. Y aquí nos tienen ustedes a ambos comerciando un poco y pasando la vida tranquilamente... Yo creo que al fin acertaremos con algo útil y provechoso: en eso trabajamos... Por lo apronto hemos descubierto que la cáscara de magnolia, que, como ustedes ven, abunda aquí de una manera fabulosa, pues todo el bosque está formado por estos árboles, es secada y molida, un remedio infalible contra el dolor de muelas. Si la cosa resulta como lo espero... ¡fíjense qué proyecciones!
-¡La cáscara de magnolia, remedio infalible contra el dolor de muelas, descubierto por el único hombre que ha hecho humear su pipa en el extremo sud del continente americano!... ¿Qué aviso, eh? ... ¡Eso no lo podrá decir nadie!... exclamó Smith.
-¿No es verdad? -dijo monsieur Piccard, complacido-. ¿Quién me arrebatará esa gloria?
Y como se detuviera en sus paseos, disponiéndose a tender la mesa en que íbamos a comer, le dije:
-¿Y el señor Tomás, dice usted que no tiene lengua?
-Eso he dicho, mi joven y apreciado amigo
¡no tiene lengua!... Ignoro si se le cortaron los loberos al abandonarlo en Lennox o si la perdió antes, pero de que carece de ella no me cabe duda.
Y el señor Tomás, que evidentemente era huraño, no aportó más por la sala hasta el momento en que, terminada la cena, nos despedimos de monsieur Piccard para ir a dormir al cutter, pues Smith quería aprovechar la luna, que salía ya muy tarde, para seguir nuestro viaje interrumpido.
Su adiós se limitó, como a la llegada, a un simple gruñido que contrastó de una manera extraña con la obsequiosidad y fineza de su asociado quien con toda prosopopeya nos acompañó hasta el embarcadero, deseándonos feliz viaje, pronto regreso y discreción absoluta respecto a sus descubrimientos.
23
CON VIENTO FAVORABLE
Nada más imponente ni majestuoso que esta navegación por los canales fueguinos, que se abren paso por entre montes nevados que reflejan sus cumbres blancas sobre el mar sereno y tranquilo, por entre glaciares gigantes que reproducen con colores fantásticos las selvas impenetrables que los flanquean; ya bajando sin un claro, desde la cima de un picacho escarpado, ya perdiéndose en las profundidades de las quebradas tenebrosas y mostrando dondequiera paisajes nuevos, que sorprenden el espíritu habituado a las armonías de la naturaleza y lo sacuden quitándole la pereza de pensar y de admirar, dejándole suspenso en la contemplación de esos cuadros inarmónicos, de belleza grandiosa, que los maestros no han reproducido en sus telas ni en sus libros, pero que existen reales y positivos y se alzan ante los ojos asombrados.
Aquí, en la región austral, todo es nuevo y todo es sorprendente, desde los peces que se agitan en las profundidades insondables hasta los pólipos que viven en las concavidades sombrías; desde el quebrantahuesos gigantesco que se mira en el cristal de las rompientes tronadoras, hasta las lapas diminutas que trazan sus jeroglíficos extraños sobre la arena de las playas; desde los líquenes y musgos, que parecen una ilusión de los sentidos, hasta los colosos de la selva que simulan mover las nubes con sus abanicos multicolores; desde el peñón negruzco y carcomido, que asoma su cabeza rugosa en el vaivén de las olas que ruedan en silencio, hasta la áspera montaña que alza a los cielos - como para competir con los cirrus que arrastra el viento en su marcha vertiginosa - las nieves de su cumbre y retrata en el mar sus flancos a pico, como bruñidos desde la cascada rumorosa que se despeña por una tajadura y cae mansa y tranquila, esfumándose en ondas apacibles, hasta la avalancha tumultosa que rebota de cima en cima y descuaja peñascos y árboles seculares, arañando las faldas de las montaña altiva; desde el grano de oro imperceptible, que rueda envuelto en la arena tutelar, hasta los mariscos que juguetean entre las algas verdes y desde la pampa soñolienta, que acarician las brisas del Atlántico, hasta las costas fragorosas en que rompe con estrépito el Pacífico bajo el acicate poderoso del sudoeste.
Recostado en la borda, silencioso, contemplaba embelesado el hermoso panorama y recordaba con pena a los poetas y pintores de mi patria, que no encontrando en el suelo nativo nada que admirar, buscan en el extranjero inspiración y sentimiento, cuando Chieshcalan acercándose a mí con cautela y tocándome en el hombro, murmuró:
-¡Ahí, atrás... ese pico alto que se ve, es el Monte Francés, más allá está Yandagaia, no lo olvide. Chieshcalan, tiene su toldo allí!...
-i Gracias, Chieshcalan !... ¿ Pero no ibas a seguir con nosotros?
-No. Me voy a quedar en mi casa no más. Hace mucho que no estoy en Yandagaia...
-Ese pico que asoma por aquel claro es el Monte
Francés, me gritó Calamar. Ese es el rival de Sarmiento, y, según los indios, no es más grande que éste, porque el sol, viéndolo tan orgulloso, le aplastó la cabeza. La tradición afirma que en la cumbre hay una meseta y en ésta una laguna donde habitan peces que cantan y que una vez oídos esclavizan. El monte tiene una particularidad que le ha dado nombre: sobre el flanco que da a nosotros tiene una mancha negra que se destaca sobre la nieve y en la cual los marinos han creído ver la efigie de un coracero francés que baja a caballo.
-¿Monseñor habrá llevado su María Antonieta hasta esa cumbre? ¿Qué loco lindo, no? ... ¡Pobre!... ¿Quién diría que ha sido tan guapo y tan andariego? .. .
-¡A fe de Calamar que no he visto hombre de más fuerza ni de mayores agallas!... ¿Y no lo parece, no? Mientras no le tocan la manía, habla con juicio y se le puede escuchar, pero en tratándose de su importancia, es hombre perdido. .. Donde hay que verlo es en los campamentos mineros cuando recién llega... ¡Claro!... la gente lo quiere tomar para la chacota y se lleva chasco y medio, porque el hombre es tigre. Una vez andábamos cinco, más acá de Puerto Español, haciendo cateos : un buen día se nos apareció con dos amigos en una goletita de mala muerte. Naturalmente, el que nos capitaneaba, que era aquel célebre Juancho el Holandés, que murió en las roquerías de la Isla de los Estados, les salió al encuentro en cuanto bajaron a tierra y les dijo que allí no podían hacer nada ellos porque estábamos nosotros. Monseñor le replicó con toda cortesía, y Juancho, al oírlo, creyó que se trataba de alguno de esos chambones de ocasión que caen a los lavaderos por casualidad y se le echó a reír en las narices. ¡Más vale no lo hubiera hecho!... Monseñor, enfurecido, le tomó del cuello con toda pulcritud, le alzó en el aire, y con su paso tranquilo y cadencioso se encaminó al borde de la barranca para tirarlo abajo. Nos costó mucho sacárselo de entre las uñas, pues es como cangrejo: cuando agarra no suelta.
Doblamos una punta que se presenta de repente como una barrera opuesta al viento que corre sobre el canal, rizando apenas su superficie, impotente para levantar el oleaje, y al contemplar mis ojos la hermosa bahía de Yandagaia, que se abre en el fondo y se esfuma allá en las sombras que proyectan las montañas circunvecinas, noté a poca ! distancia del cutter un chorro de agua que se alzaba perpendicular, cayendo luego en graciosa curva brillante y llegó a mis oídos, claro y distinto, un zumbido de una sirena monstruosa llamando a los trabajadores de alguna fábrica oculta entre las fragosidades de la costa.
-¡Vaya!... -exclamó la Avutarda -. Yandagaia está de fiesta... Hay una, dos, tres... cinco ballenas a la vista.
-¿Esas son ballenas?
-¡Claro! ... ¡Y grandes! ... ¡ Son las que nosotros, en el lenguaje del oficio, llamamos fick-back, zambullidoras sin alma, que no frecuentan sino aguas muy hondas!... ¡Estas andan de paseo, no más! ¡Fíjate qué lindas son y qué coletazos los que pegan!... ¡Si nos acertaran uno nos aventaban! ¡Cada vez que sacan el hocico erizado de barbas, lanzan un bufido y dan un golpe con la cola, que retumba a veces como un cañonazo, y se vuelven a zambullir, echando esos chorros de agua que parecen un surtidor y que tienen como treinta metros de altura !
-Hay nueve ballenas y dos ballenatos a la vista, -dijo Smith-. ¡Mire cuánta libra esterlina anda boyando!... ¡Observa, muchacho, lo que es el mar austral: en este pedacito que ven tus ojos andan en el agua cincuenta o sesenta mil pesos de tu tierra, que tu gobierno no aprovecha porque no sabe!... ¡Y decir que en cada bahía de la costa se levantan a esta hora tantos chorros como aquí! ... ¿ Cómo estarán en la costa los paisanos de Chieshcalan viendo esto? ... La boca se les va a secar a fuerza de hacérseles agua.
Y Chieshcalan me dijo entonces lo que era la ballena para los indios. El Wapasy, como le llaman en su idioma, es una bendición del cielo y cuando la ven en la bahía sacando su cabeza negruzca, dando sus coletazos ruidosos y lanzando sus chorros de agua cristalina, que brillan al sol, ruegan a los buenos espíritus de su devoción que hagan descender sobre el cetáceo un rayo de su cólera que lo tienda sobre la arena... Ellos y las gaviotas tendrán festín.
Y durante el largo trayecto fuimos siempre encontrando ballenas que Smith no podía mirar sin calcular inmediatamente el capital que presentarían y lamentar que una riqueza tan fácil y productiva fuera así despreciada por sus dueños.
-¡Hombre!... ¿Y por qué no pescamos algunas?
-¿ Sí ... ? ¿Te crees que pescar una ballena es lo mismo que pescar róbalos? ... Es operación muy riesgosa y más aún entre estos canales angostos, donde un bote correría el peligro de ser estrellado al menor descuido. Cuando el ballenero encuentra un cetáceo de éstos, bota al mar su lancha pescadora que lleva cinco o seis remeros diestros por banda y en la proa una especie de cañoncito lanzatorpedos, que por medio de una pequeña carga de dinamita arroja el arpón, afilado y agudo. Este penetra en el cuerpo de la ballena, generalmente en el cuello, y comienza la hemorragia, que es copiosísima y tiñe de rojo las aguas vecinas. El arpón, que está ligado a la lancha por un cable fino y resistente de unos seiscientos a setecientos metros de largo, muy bien encerado y arrollado en espiral, se coloca al pie del cañón. En el extremo tiene una banderita con la marca del barco y de distancia en distancia sellos indicadores. Lanzado el arpón y clavado, comienza a desarrollarse el cabo con una rapidez vertiginosa, acompañando a la ballena que, al sentirse herida, dispara a lo largo como una flecha o se sumerge a profundidades desconocidas, siendo éste el procedimiento más peligroso para el pescador.
Al comenzar el desarrollo del cabo arrastrado por el cetáceo, los remeros aguantan la lancha arponera y un hombre que va a proa con una hacha se mantiene listo para cortarlo.
La ballena huye desesperada mientras tiene fuerzas, pero luego, así como se debilita, aminora su marcha y al fin flota sobre las olas, siendo su agonía larga e inquieta. Los resoplidos y coletazos forman verdaderos remolinos a su alrededor y más de una lancha se ha perdido en estas circunstancias por imprudencias del contramaestre o por su impericia al no calcular el punto preciso donde saldrá agonizante, si se ha tratado de una ballena zambullidora.
Cuando el arponero ha desempeñado bien su oficio y el ojo ha sido certero, el cetáceo muere antes de desarrollar todo el cabo y entonces se acerca el barco. Si esto no sucede, se larga la lancha y se sigue a remo el rumbo de la ballena hasta que ésta, a fuerza de desangrarse, concluya por ahí, en cualquier parte, su andariega existencia. Nadie tiene derecho en el mar a una presa en estas condiciones, sino el dueño del arpón que se clavó primero. Llegado el barco al lado del cetáceo, se iza éste por medio de los pescantes y comienza a beneficiarse, llenando los enormes estanques que lo esperan, con el aceite líquido y nauseabundo. ¡Si vieras cómo es de sucio un buque ballenero en plena faena!... No hay nada más repugnante: el olor infecto se toma a cinco millas de distancia contra el viento. No queda rincón en él que no chorree grasa podrida.
Y en la tarde, al entrar en la bahía de Ushuaia, que se abre al pie del monte Olivia, siendo una de las más vastas y más abrigadas de las costa austral, con capacidad para contener en su seno todas las escuadras de América, vimos una veintena de cetáceos que se recreaban jugueteando y que hicieron prorrumpir a Smith en sus exclamaciones y lamentos.
No podía mirar impasible los montones de esterlinas que boyaban improductivos, ni explicarse cómo los gobiernos de la Argentina desperdiciaban por ignorancia aquellos tesoros.
Desde nuestra salida de Punta Arenas era Ushuaia el primer punto poblado que encontrábamos y se imaginará el efecto que produjo sobre mi espíritu, eminentemente ciudadano, aquella pequeña agrupación de casitas blancas que yo contemplaba desde a bordo.
El naciente pueblito, extendiéndose en suave declive sobre la playa, se perdía a lo lejos entre la selva fueguina, que bajaba como un manto verde desde las cumbres de las montañas, que se recortaban en el horizonte de una manera fantástica.
A mí me parecía que en sus calles, apenas esbozadas, encontraría algo de aquel Buenos Aires, mi cuna, que yo veía tan lejos, pero tan bello.
Jamás es tan hermoso el terruño como cuando uno lo mira a la distancia.
Echamos el bote en la vasta bahía solitaria y cuando su proa tocó la empalizada de madera que servía de muelle, mi corazón palpitó de emoción, anhelante: me parecía que tocaba una mano querida, que algo - algún ser inolvidable - me esperaba allí en aquel rincón lejano de mi patria y que en él me sorprenderían mensajes cariñosos traídos por las brisas.
Buscamos la casa del comerciante a quien veníamos consignados - uno de esos criollos animosos que sin más capital que su coraje se lanzan al desierto, héroes ignorados en la lucha de la civilización con la barbarie, que viven y mueren sin recompensa, pero que abren generosos el surco por donde un día correrán vivificantes las fuerzas de la vida - y luego de destapada la botella de snap, obsequio obligado de la región fueguina, nos sentamos en el vasto almacén por cuya puerta, abierta de par en par, yo veía a lo lejos el mar sereno y tranquilo, teñido con la luz suave de los crepúsculos australes, que es inimitable por la dulzura y variedad de sus tonos, y nuestro cutter con sus velas recogidas, que cabeceaba blandamente sobre el ancla, saludando a otros barquichuelos diseminados en la vasta rada, desde la punta de una península que verdeaba, alzándose en anfiteatro, hasta la lejanía brumosa donde el mar y las montañas se confundían en el horizonte indefinido.
-Se desembarca no más derechamente - decía el comerciante, contestando a una pregunta de Smith - ; ya no hay derechos aduaneros aquí; no están suprimidos, pero se ha conseguido que el gobierno no los cobre. Esto es trabajo del gobernador que tenemos, uno de esos bichos raros en el mundo, que ha venido a caer aquí, como de la luna. El hombre no es malo, al contrario; pero es embromador con su actividad febril que no tiene en qué ocupar. ¿Qué diablos puede hacer sino fastidiar a la gente un hombre que no duerme pensando en qué ocupará sus ocios? Desde la madrugada ya se le ve caminando desde un lado para otro: va a la iglesia que está construyendo; salta de allí a un aserradero que ha fundado más lejos - y que, entre paréntesis, buenos servicios nos presta, no hay que negarlo -, se viene aquí, a meterse en si vendo o no vendo, y en si compro o no compro, y de aquí se va a la cárcel correccional que ha hecho fundar con el gobierno, o al muelle ese que está haciendo ahí, donde ustedes atracaron... ¡Eso es divino!... Ahora le ha dado por pelear con el broma, un gusanito microscópico que cría la madera que está bajo el agua y que se come las vigas enormes en pocos años...
-¡Pero hombre!... Efectivamente: ¡no sabía lo que le encontraba a Ushuaia que me la hacía desconocida!... ¿Serán las obras?
-¡Es que ha crecido! Ahora tenemos buenos casas siquiera, pues no faltan madera ni recursos... lo que falta es quién quiera hacerlas. Este gobernador padece, entre otras muchas, de la manía de traer gente, y nos hace padecer a todos con ella. No comprende que lo tienen aquí como encerrado, pues no le dan caballos, vapor para recorrer las costas, ni nada.
Cuando ve pasar los barcos de los loberos y de los buscadores de oro, que, como lo saben impotente para perseguirlos le pegan duro y parejo a la chaila y al garrote, se pone insufrible. Va hasta la orilla del agua, vuelve, se trepa a los cerros - hasta ahí, cerquita no más, adonde alcanza el desmonte, porque no puede ir más lejos - y la emprende con nosotros, los comerciantes, diciendo que saqueamos al gobierno y al pueblo - él le llama pueblo a una veintena de pelados que hay aquí, que si no fueran por las raciones oficiales se morirían de hambre - y nos amenaza con todo lo que puede. No le hacemos caso y... vamos viviendo. Sin embargo, para mí este hombre se va a enloquecer acá; ¡figúrese que ve todo y no puede hacer nada!
-Y la cárcel correccional ¿qué gente tiene?
-Ladrones y pillos de Buenos Aires, desechos
humanos, inservibles, de esos que se hacen rateros para comer, desgraciados de la última especie que no tienen ni quién le diga a un escribiente de juzgado: "¡haga que no lo manden, amigo!".. Aquí andan sueltos, y como la policía es formada por cuatro gatos y la gentuza ésta va en aumento, tenemos miedo -los que algo poseemos - de que el día menos pensado saquen fuerzas de flaqueza, se levanten, agarren al gobernador y lo zambullan en la bahía con todos sus proyectos, y a nosotros nos pongan como nuevos. Es una cosa bárbara. Para bien, nadie se ocupa de esto: Fíjese: el gobierno prohibe matar lobos, pero no lo puede impedir; matamos no más, aunque nos vemos obligados a hacerlo por el cuero únicamente y desperdiciando el aceite, que es tan caro. Lo mismo sucede con las ballenas: la bahía está hirviendo con ellas y uno, en vez de pescarlas aquí y aprovecharlas bien, tiene que irse por ahí, lejísimo, adonde no pueda llegar el gobernador este... En fin, capitán, que uno vive aquí en plena comedia, malgastando el tiempo y viendo que las esterlinas se pierden sin provecho.
-¿Y por qué no lo meten al gobernador en algo? ... ¡Interésenlo! ... ¿No saben que el aceite hasta hacer pasar las piedras del hígado?
-¡Bah! ... Si él pudiera hacer algo lo haría derecho viejo, sin interés... ¿No le he dicho que es un loco con la manía del patriotismo? ... Es que en Buenos Aires no le llevan el apunte. Allí debe haber alguna pandillita que ha oído esta breva y se la quiere chupar cómodamente : ¡eso es todo! ... ¿Qué lo van a dejar metar baza? ... El hombre escribe notas, hace proyectos, pide barcos para vigilar las costas, caballos para la policía y. .. ¡nada! Siendo cosa de ponerlo en movimiento, ¡no le largan !.. .
-El día menos pensado lo van a hacer saltar y esto se va a volver una torre de Babel... A mí me ha clavado lindo.. . ¡fui muy pavo!... Mire la ladera de ese cerro, ahí a la entrada de esa quebrada. ¿Ve cómo están blanqueando los postes tirados?... Bueno: son míos... Un día vino de Buenos Aires y nos dijo que el gobierno nos iba a comprar madera para el puerto de Bahía Blanca, que cortáramos y la ofreciéramos barata, que era obra de patriotismo y qué se yo... Metí cuatro mil pesos y ofrecí a cinco centavos el pie. ¡Ahí están tirados!, . . El gobierno la compró a quince o veinte a otros... ¡y nos reventó a nosotros!...
-¿Y el gobernador qué hizo?
-¡Nada! Echar maldiciones y gritar... pero, con eso ¿qué hacíamos nosotros? ... Otro día vino y me metió en la cabeza que fundara una fábrica para conservar mejillones: la fundé y comencé a mandar la mercadería a Buenos Aires con un éxito espléndido. Estaba contentísimo y se vendía como pan... Un buen día tiene el gobernador no sé qué agarrada con los comandantes de los transportes y éstos, por reventarlo a él, me reventaron a mí. No querían llevar mi carga y gritaban en todas partes que la fábrica era del gobernador. ¡Vea!... ¡No es cuento!... Allá, en aquella lomita, junto al mar, se ve la galponada abandonada. ¿Sabe cuánto me cuesta la jaranita? ¡Diez mil buenos y morrocotudos pesos! ¡Aquí, amigo, se hacen verdaderos crímenes!...
Como nos encamináramos al embarcadero ,para ir al cutter y ver la carga, a objeto de arreglar lo necesario para el desembarque en la madrugada, tropezamos de repente con un hombre que estaba sentado sobre uno de esos lindos postes de hierro, pintados de rojo, que la Administración de Correos ha desparramado por toda la República y de los cuales posee un ejemplar esta playa desierta. Es el primer signo de la civilización que encuentra el viajero que viene del mar austral y no puede mirársele sino con cariño, pues dice elocuentemente al corazón que por su intermedio puede uno ponerse al habla con los seres queridos, con el hogar lejano.
-¡Ahí tienen ustedes a S. E. el señor gobernador de la Tierra del Fuego, teniente coronel don Pedro T. Godoy!... Está descansando de sus carreras del aserradero a la obra de la iglesia, sentado sobre el poste del correo y mirando al mar, en que no puede meter la pata y donde reina omnipotente su enemigo el broma, el bichito ese que les dije que se come la madera.
Al pasar, y antes de que lo saludáramos, dijo el gobernador al comerciante:
-¿Ha recibido carga de Punta Arenas?
-Sí, señor.
-¡Ha de ser snap y guachacay! ... Mire, ya sabe, si se llegan a emborrachar los presos, el responsable es usted... ; después no me venga con historias ...
-Pero, señor... ¡yo sólo no tengo bebidas!
-¡No sé nada! ... Ellos dicen que el único que vende aquí bebida pura es usted... ¡Qué bárbaros... ! ¿eh?... ¡Lo que es la ignorancia y falta de conocimiento de los hombres ! ... ¡Mire, vender usted bebida pura!... Los otros la despachan con soda... a lo que parece...
-¡Eso es broma, señor gobernador!
-¿Broma? ... ¿Ya sabe? ... ¿Le conté? ... El tal bicho me ha comenzado a comer una de las maestras del muelle... La mejor... ¡Reventara el maldito!
-No haga caso, señor... ¡eso no es nada!... ¿Sabe lo que me escriben de Punta Arenas? ... Dice mi corresponsal que me va a mandar una semilla de trigo de país frío, de Groenlandia creo o no sé de dónde, que es una maravilla. Me pide que haga ensayos aquí y que después le mande los resultados, con certificado suyo.
-¡Vaya, hombre! ... Al fin le va a hacer usted un servicio a su patria... ¡Caramba!... ¡Ya era tiempo!... ¡Lo felicito!... ¡Bueno!... Broma aparte ¿le dije que el tal bicho ya me había comenzado a comer una maestra?
-¡Sí, señor!
-¡Ah! ¡Perfectamente!... ¡Entonces, ya sabe, cuente conmigo y con la gobernación!... ¡Mañana mismo vamos a empezar!
-¡No, señor! ... Si recién me anuncia que me va a mandar la semilla...
-No importa... mañana mismo comenzaremos a roturar tierra y a prepararla. Los bueyes están de haraganes y los aprovecharemos. ¿Y ustedes de dónde son? ... ¿De Punta Arenas?
-Sí, señor gobernador.
-¿Vienen a lobear, quizá? ... Así es el chasco que se van a llevar. Ya me está por llegar un va
por. ¡No va a quedar lobero sin que lo cuelgue de un palo!
-Así será, señor - repuse yo -, pero no somos loberos.
-¿Serán quizá maestros de baile o vendedores de almanaques?
-No, señor gobernador: nuestro barco es mercante.
-¡Sí, sí! ... Ya sé; aquí todo el mundo es mercante... ¿Usted es el dueño?
-No, señor; soy marinero... de afición.
-¿Es chileno? ... No parece...
-Soy argentino, señor... y me he embarcado en este cutter para conocer la costa hasta Navarino.
-¿Y para qué?. .. ¿Anda por colonizar o va a fundar algún diario?...
-¡Para conocerla no más, señor gobernador!.. . ¡Puede ser que algún día eso sirva!
-Ya lo creo, amigo, que ha de servir... Vea, almacenero, todavía hay gente que se ocupa de la patria... No hombre: las cosas no están tan perdidas, ¡qué diablos!... Bueno, amigo, si lo puedo servir en algo, vaya por la gobernación no más... No crea por esto que me engaña: ¡sé que son loberos, pero siquiera son criollos y serán útiles!
-Mil gracias, señor gobernador... V. E. puede también ocuparnos si algo se le ofrece.
-¿Cómo no? ... Vea: ¿ ustedes van a Navario, no?
-Sí, señor.
-¡Bueno!... ¡Júntenme muestras de piedras, de tierra, de maderas, de pastos, de todo lo que hallen! Es para mandar al Museo de La Plata, que me ha pedido colecciones... ¿Sabe escribir usted?
-Sí, señor.
-¡Perfectamente! ... Apunte entonces en un papel cómo es el paraje de donde sacan las muestras, si es alto o bajo, si hay agua dulce, en fin, noticias minuciosas y exactas... Pancho Moreno, otro maniático, y yo, se lo vamos a agradecer.
Nos despedimos del gobernador, que se quedó sobre su curioso asiento, mirando al mar y tarareando entre dientes un trozo de la Fuerza del deslino, y cuando nos separamos lo bastante dijo el consignatario:
-¿No ven? ... Eso es el gobernador: una buena alma. En cuanto le hablé del trigo ya cambió y lo mismo fue con ustedes... lo que le preocupa, sobre todo, hasta más que el broma que le come las maestras, es hacer conocer estas regiones en Buenos Aires, poblarlas, atraer capitales, formar un estado rico... pero nos va a reventar a nosotros, nos va a hacer quebrar. A causa de él esto se ha puesto tremendo. Los comerciantes mayoristas leen los diarios, creen que esto es Jauja y aprietan las clavijas ... ¡Oh! ... ¡Ya verán! ... ¡ Ushuaia será el fundidero de muchos, comenzando por el gobernador!
Y al otro día, echada a tierra la mercadería que llevábamos y cuando creíamos recibir los sacos de sal que necesitábamos para nuestra expedición de caza, dijo el comerciante:
-La sal la van a cargar en Navarino, allá en la caleta del Burro: se las dará el encargado de la estancia que tengo allí. Acá no puedo tener sal en cantidad; el gobernador, con tal que no se la vendiera a los loberos, era capaz de comprármela toda. Por eso tengo allá el depósito.
-¿Y por qué ha ido a poblarse en territorio chileno, señor? ... ¡Con razón entonces se le enoja el gobernador!
-¡Vaya!... Chile, para dar tierras en arriendo no tiene trámites ninguno y acuerda muchas facilidades y ayuda... Aquí es terrible... Tiene usted que comenzar por iniciar un expediente en Buenos Aires, que no se acaba nunca y después correr el riesgo de que cuando usted se haya poblado, venga cualquiera que haya comprado la tierra porque sí y lo desaloje. Yo soy argentino y quiero mucho a mi patria... pero, no hay que hacerle, para trabajar aquí, en la región austral, ¡es mejor recostarse a Chile!
Y desplegando la vela, pusimos rumbo al sur, en demanda de las caletas sombrías entre cuyas húmedas arenas buscaríamos los granos de oro relucientes y de los peñascos aislados, donde los lobos dormitan arrullados por la voces misteriosas de la mar bravía.
24
TEMPANOS
No conozco los lagos de la Suiza ni los fjórds de Noruega sino por referencias, pero dudo de que ellos, solos ni reunidos, puedan competir como pintorescos con el canal de Beagle, en el camino de Ushuaia al Mar Argentino.
Aquí, montañas caprichosas y cubiertas de resquebrajaduras sombrías, en cuyos fondos brillan con los rayos del sol, reflejados sobre las neveras imponentes, cascadas torrentosas y mansos arroyitos que serpean entre bosques tupidos y vienen a morir mansamente en aguazales irisados, que, filtrándose por entre la hojarasca, caen al mar en lágrimas silenciosas, chorreando desde lo alto de las barrancas a pico que parecen barnizadas; más allá peñascos como de pórfiro unas veces y como de azabache otras, que semejan ora el arco quebrado de un pórtico inmenso, ora una ojiva atrevida, que es como la ventana monumental de un castillo ruinoso, ora una torre almenada o un torreón derruído, más lejos, una roquería plana, encerrada en una orla de espuma y cubierta en toda su extensión de pingüinos alineados -que con sus pechos blancos y sus cabezas negras simulan un ejército fantástico -y en los aires, revoloteando y gritando alegres, ya bandadas innumerables de loros chillones, de pesadas avutardas, de negros shaags, que parecen nubes tormentosas, o de blancas gaviotas y gaviotines escoltados por algún albatros silencioso, al que acompañan, enojadas, bullangueras falanges de chingolos, jilgueros y golondrinas.
Y en las aguas, como nota extraña en un paisaje de tono tropical, el zumbido de las ballenas que alzan columnas irisadas, o el centelleo de los mariscos que se recrean sobre las playas dormidas o entre las cavernas maravillosas.
Y cuando pasamos la isla Gable - que es más bien una península - y los islotes que la circundan, acompañados por el coro característico de los pingüinos que oreaban inquietos sus alas diminutas, parados gravemente sobre sus patas cortas y palmeadas, dijo Smith:
-Ahí está Puerto Haberton, la casa nueva del señor Bridges. Veremos si el Reverendo nos vende alguna manteca y un cordero... aunque sería bueno que nos empezáramos a despedir de esas gollerías.
-Hombre, - dijo Calamar - todavía hasta Pieton hay un trecho y sobra tiempo para que los estómagos se olviden de lo sabroso... ¡Amigo!... No sé si los corderos de aquí serán tan ricos por el hambre con que uno los come o porque lo son verdaderamente, pero yo jamás he comido carne más exquisita: parece que uno le tomara hasta el olor al pastizal florecido.
-Lo bueno sería -dijo Oscar- que la religión del señor Bridges le prohibiera vendernos corderos... Calamar se quedaría con buenas ganas.
-¡Oh! ¡oh! no es muy difícil; no hay forma de hacerle que venda tabaco ni bebidas. ¡Y buenos gramos de oro pierde con eso!
-Bebida no vende todavía -añadió la Avutarda - pero tabaco sí; es negocio del hijo, que no tiene la misma religión del padre... Vea la vueltita que le han encontrado ¿eh? La última vez que pasé me encontré con esta novedad y el hijo me contó que a duras penas había conseguido del viejo que le permitiera tener tabaco en el almacén : de bebidas no querían ni que le hablaran. ¿Qué dirían en Londres sus consocios de la Sociedad de Temperancia?
-Pero él ya no es más misionero -repuso Smith-; ¿a qué guardará esos miramientos?.. . Ahora es estanciero y argentino... ¡ya no es ni inglés siquiera!
Un coro de rebuznos llegó a mis oídos, ensordeciéndome: era una manada de burros cantores, indudablemente.
-¿Qué es eso? -exclamé agarrándome la cabeza, asombrado de tanta desafinación y desconcierto. -No creo que esté en ningún teatro -replicó
Calamar sonriendo -. Es que hay asamblea de pingüinos; ¡visita de bandada a bandada!
Y me señaló en una escotadura de la playa más de seiscientas de estas aves, agregando:
-Ahora hay discursos para una hora: es un gran parlamento que se reúne o una visita de etiqueta. Cada bandada trae sus oradores, que son los que chillan a disputa.
Entonces me contó todo lo que sabía con respecto al curioso habitante de las costas fueguinas.
Conocía tres clases: el pingüino común, que era el que teníamos por delante, peculiar de esta región y de las tierras antárticas, pues se le había encontrado en abundancia en la Shetland del Sur, en Nueva Georgia y en el litoral de Graham; el shaag de aquí, que no es sino el jackars famoso de los ingleses, el gran productor de huano y el rockhopper o pingüino real, que tiene un copete doble - cuya pluma alcanza gran valor - y que es más grande y vistoso que el pingüino común : viene a estas costas sólo de vez en cuando, pero abunda en las islas antárticas y en Kerguelen y las Malvinas.
Para Calamar, el jackars o shaag es un pingüino que vuela y nada, sucediendo con estas aves lo que con el zamaragullón negro de nuestros ríos que se llama biguá y su congénere overo que se llama macá, que nada únicamente.
El pingüino común no tiene alas ni camina mucho, pero es insigne nadador y zambullidor, pudiendo andar muchos días sobre el agua y debajo hasta dos minutos, alcanzando a grandes profundidades.
No hay en el sur ave más andariega: recorre , decenas de leguas de témpano en témpano y de roquería en roquería, nadando en bandadas inmensas. Cuando uno le atropella, se limita a gritar, a hacer aspavientos y a dar picotazos verdaderamente terribles; en tierra no tiene defensa alguna y para matarle los cazadores le tornan el lado del mar y ultiman a palos las bandadas en pocos minutos, pues su aceite es apreciado y no tiene diferencia con el de lobo. Para poner, busca las roquerías aisladas, que sólo frecuentan los anfibios, los islotes inaccesibles, pero planos y las playas escondidas; no gusta de la tierra y no se interna sino hasta donde su oído le permite percibir el ruido del mar en el que encuentra su alimento.
Allí, en espacio de muchos metros, empiezan las hembras a hacer sus puestas, unas al lado de otras. Sus nidos son de estiércol y día a día aumentan de diámetro y de altura con las deyecciones de cada ave, que luego de clueca no abandona más su nidada, siendo los machos quienes cariñosamente proveen a su sustento. Todos los años vienen las mismas bandadas a hacer sus puestas en el mismo paraje, y en cada estación van aumentando el radio de la colonia. Las hembras más viejas superponen sus nidos en capas paralelas, y las más jóvenes ocupan el terreno nuevo. Estos ponederos parecen celdas de un panal colosal y los nidos están revestidos interiormente de un finísimo plumón, que más tarde servirá de cobija a los polluelos que nacen implumes, apenas cubiertos por una pelusa amarilla, casi dorada.
En medio de una colonia de pingüinos no irá a establecerse seguramente ave alguna; las gaviotas, los gaviotines y demás pájaros del mar anidarán quizá en el mismo paraje, pero completamente aparte.
Se costean a hacer su puesta al mismo islote o roquería desde distancias inmensas y esta continuidad explica las montañas de detritus que llegan a formar y que se conocen con el nombre de huaneras se calcula que cada año levantan una pulgada el nivel de cada ponedero.
Cuando se intenta tomarles los huevos o los pichones, el pingüino irguiéndose, los oculta en una especie de bolsa que forma con el plumaje del pecho y vientre - que es espeso y casi compacto-, con la cola y las patas, disponiéndose a defenderlos a picotazos y a chillidos que ensordecen.
Su grito es especial e inconfundible: de, cerca, tiene algo de ladrido, si se le oye aislado, pero de lejos y cuando toda la bandada lanza sus notas, parece un coro de rebuznos.
Según Calamar, todos los pingüinos no son gritones: éste es un oficio especial, una dignidad en cada bandada y cuando se reúnen dos de éstas o hay alarma, entonces los voceros o parlamentarios tienen el privilegio exclusivo de hacerse oír.
La carne es repugnante y a este respecto agregó Smith
-Para comerla se necesita tener mucha hambre y un estómago a prueba de ascos; es aceitosa, muy parecida a la de los tiburones o las ballenas y tiene un olor a marisco podrido inaguantable. Yo no la he podido pasar nunca, aunque esto no es extraño, pues con la de lobo, que es también parecida, me ha sucedido lo mismo. El huevo es hediondo y muy áspero al paladar, pero es medianamente pasable, así como lo es el pichón tierno.
-Si los gobiernos -dijo Oscar - supieran la fortuna qué tienen en los pingüinos, quizá los cuidaran más. Este pájaro no tiene desperdicio: todo él es oro, desde las plumas al estiércol. En una grasería es donde se ve: no se tira de él sino el pico y las uñas, pues hasta los huesos se vuelven aceite fino. ¡Y después lo que valen sus detritus! Se le llama huano de segunda clase porque es muy lavado y poco fuerte, pero se paga hasta dos esterlinas la tonelada. El huano de las costas de Chile y del Perú, donde nunca llueve ni hay la humedad que aquí y sí un calor secante, es de primera, que vale sus seis libras esterlinas la tonelada con toda facilidad; pero los dos son iguales, salvo las diferencias del clima en que se producen.
Habíamos llegado al desembarcadero de Puerto Haberton y luego de amarrado el cutter trepamos una suave colina arenosa y alcanzamos al galpón donde se halla el almacén.
Más allá, en la ladera de un pequeño cerro verde, pastaban diseminadas un centenar de vacas, y más acá, a la izquierda de la casa que ocupaba la familia propietaria del dominio, en un precioso ribazo tapizado de gramilla y con apariencias de parque inglés, se extendía una majada de blancas ovejas, cuyas crías triscaban rezagadas.
El dueño del almacén, que era un hijo del señor Bridges, propietario de la única estancia que hay en los canales argentinos, es un joven fueguino -el primer hijo de europeos nacido en estas regiones - que, así como sus hermanos y hermanas, se educó en Inglaterra.
Hoy, toda la familia del ex misionero, ya provechosamente formada, se hallaba reunida bajo techo paterno y era ella la que atendía - auxiliada por algunos indios reducidos, que no querían abandonar a su misionero - las faenas de la factoría y del pastoreo que tenían en la Isla Gable.
Primero estuvieron establecidos con la misión en Ushuaia y allí plantearon el establecimiento próspero que hoy poseen y que trasladaron a esta localidad cuando el gobierno argentino la donó al misionero como premio a sus esfuerzos civilizadores. Las vacas y las ovejas, que forman por ahora la base de la industria en explotación, pues no puede contarse como tal el ensayo agrícola, prosperan admirablemente, siendo las primeras de raza Polled Angus y Lincoln las segundas. No se conocen enfermedades en el ganado, ni se ha observado hasta hoy otra causa de disminución que alguno u otro malón de los indios ladrones, pero esto mismo se va haciendo raro y ya casi no se produce. La oveja parece nativa de la región : su lana, sobre ser completamente limpia, no es grasienta y es más larga sedosa y resistente que cualquiera otra del mundo; su venta en los mercados ingleses se hace con gran facilidad, siendo conocida como especial. La reproducción es enorme: se hace generalmente por parejas de corderillos que se crían con toda facilidad. El ex misionero cree que Tierra del Fuego es un país privilegiado por la naturaleza y que el día que sea conocido se transformará como por encanto en un estado que será orgullo de la república.
El clima es tan sano que hace treinta años vive él con su familia en aquel desierto, sin haber tenido nunca que recurrir a médicos ni medicamentos, y opina que la intemperie fueguina, con las emanaciones del mar y de las selvas combinadas es antes un remedio que una causa de enfermedad.
Me contó luego, con lenguaje sencillo, las peripecias de los misioneros ingleses en la región y sus trabajos y penurias: hoy se veía ya el fruto de tanta abnegación, felizmente.
No había sido estéril el sacrificio de Allen Gardiner, el primer misionero que en 1851 abordó estas tierras y pagó con su vida y la de sus compañeros semejante atrevimiento.
Hoy llevaba su nombre un cutter de la misión, que había prestado tantos servicios a la humanidad como años tenía, y los indios - dignificados todo lo que era posible - sabían honrar la memoria de aquel que por ellos, tan miserables, había sacrificado su vida, conservándose con religiosa veneración en Banner Cove, en la isla Picton, las últimas palabras que escribió su mano y que eran miradas como una reliquia.
-¿Y ustedes ya no tienen misión aquí?
-No, señor; pero los indios nos visitan siempre y vienen a ayudarnos con toda buena voluntad, aunque no nos conviene mucho, porque sus nociones de propiedad son muy rudimentarias, sobre todo en los onas. Para ellos cualquier animal es un guanaco y creen que éste es del primero que le clava una flecha. El ona es indio bueno, vigoroso y altivo, pero es de corto alcance intelectual y mira la vida con ojos de sensualista.
Figúrese, agregaba, que ha habido veces que nos han cortado una punta de ovejas y hemos salido a perseguirlos; se conocía que marchaban por caminos extraviados, con el fin de ocultarse y detrás de sí iban dejando, sin embargo, el reguero de animales con las patas quebradas. Averiguando con qué fin hacían esto, supimos que era para impedir que se les escaparan y poder volver a buscarlos más despacio.
Ahora se han despertado mucho, pues los loberos y buscadores de oro, que los frecuentan, les han comenzado a enseñar todo género de pillerías... Ahí acaba de llegar de entre ellos, precisamente, un inglés conocido por Matías el Rubio...
-¿Matías?... ¿Dónde está?... -interrumpió Smith.
-Ahí está en el galpón... ¿Quiere que lo llame?
-¡Cómo no! ... ¡Si es un amigo! ... Casualmente tenía la esperanza de encontrarlo en Banner Cove o en Puerto Toro.
-¿Y a qué diablos habrá venido hasta acá? ... -agregó la Avutarda -. A mí me aseguró que no se iba a mover de allí hasta que no pasáramos nosotros.
-¡Oh.! ¡oh!... en algo ha de andar, sí. Ese no es un hombre de perder el tiempo en paseos, ni en correrías improductivas.
Y de repente se oscureció el almacén. Alguien que se paraba en la puerta, alto y ancho, interceptaba la luz: seguramente era un gigante.
-¡Hola, Rubio!
-¡Matías... Brandy, Snap y compañía!
-¡Mire los que habían sido!... ¿Quién lo creería al ver un cutter tan lindo? ¡Yo hubiera jurado que se trataba del obispo de Malvinas!
Y luego de dar a todos su mano, grande y callosa, habló en voz baja con Smith durante algunos minutos y acompañados por él, que llevaba a la espalda su equipaje - un quillango de guanaco - nos encaminamos al cutter, haciéndonos a la vela.
-¿Y qué hacías en Haberton, Matías?
-¡De paso!... Venía a esperar algún cutter, que me llevara a Puerto Toro... Como sabía que irían ustedes por allá y se quedaban los muchachos...
-Eso sí; ¡no digo que no!... Lo que quería saber es en qué andabas por aquí.
-¡Vaya, hombre ! Andaba con unos onas parientes de mi mujer... Hemos pegado una vuelta grande: venimos casi desde San Sebastián, por adentro.
-¿Y qué han hallado?
-¡Nada! ... ¿ Qué vamos a hallar?
-¡Ah! ¡Ah! - interrumpió Oscar - ¿no diste con el carbón de piedra, entonces?
-¡Está lindo!... ¿Hasta eso saben?
-¡Hombre... ! Una noche, en Malvinas, en la grasería de Robertson, donde yo trabajaba, me dijiste que te ibas a casar con una india ona y después a buscar en el interior una mina de carbón que los indios debían conocer porque hablaban de "una piedra de quemar"...
-¡Bueno!... Me casé... ¡ y me ha ido mal ! ... No he encontrado nada hasta ahora... Yo creo que aquí, fuera del carbón que han hallado en Sloggett, no hay más... Si hay han de estar las vetas muy abajo, quizá en el fondo del mar.
-¿Y? ... Matías, ¿te irás a lobear con nosotros? - preguntó Smith.
-¿Cómo no?... En Puerto Toro me esperan dos de los muchachos: Antonio Rodríguez, el mejicano, y Gin Cocktail, un nuevo de estas canchas... Me parece que debemos llevarlos, si vamos a ir lejos... Nueve hombres no es nada, si tenemos que trabajar en roquerías desconocidas... ¡por las dudas los comprometí !
-Vamos a ir abajo de los peñones de Evont, a un lugar que yo descubrí el año pasado.
-¿Y puede quedarse el cutter?
-i No! ... Es una roquería chata, que apenas se ve en alta marea... Si podemos estar cinco días sin que nos lleve el mar, garanto quinientos cueros, trabajando sin dormir.
-¡Ya sé dónde es!... ¡El año pasado fue la Araña con diez compañeros!
-¡Oh! ¡oh! ... ¡Sé bien, sí! ¡Y ro volvió más, ni volverá!... Los únicos que se escaparon fueron Calamar, la Avutarda y yo... que habíamos quedado con el cutter, este mismo "The Queen" que montamos y que se va a estrellar en cualquier parte o dará fortuna. Dejamos a la Araña y a siete más y nos volvimos a Lennox: cuando pudimos regresar a los seis días, pues hubo uno de esos temporales que no se olvidan, el mar se había llevado la Araña, los loberos, los cueros y todo! i No hallamos ni señales !
-¡Bueno!... Entonces... seremos ocho: cuatro para desollar y dos para salar, seis, y dos para quedarse con el cutter...
-Tenemos que ser nueve, lo menos.
-Nos llevaremos a mi padre Castinheiras, por mal nombre Catalena, dijo Calamar: está por ahí, por Sloggett, que en su querencia... Ese es hombre dispuesto.
-Ya lo creó, replicó la Avutarda, dispuesto para todo menos para decir canaleta: por eso le pusimos el apodo.
-Que diga canaleta o catalena... ¡es lo mismo ! ... ¡ Mi compadre es muy hombre !
-No lo niego, Calamar, no lo niego... es como todos los portugueses cuando tienen a sotavento una copa de brandy... ¡ Conozco ! ... como dice Smith.
-¡Oh! ¡oh! ... Y conozco - dijo éste -. Catalena con la faca en la mano es hombre de cincuenta cueritos diarios : ¡yo lo he visto!
En este momento Matías se puso de pie y llevándose sobre los ojos, a modo de pantalla, una de sus enormes manos peludas, sonrió con aire bonachón, se levantó el gorro de la frente -descubriendo un chirlo rojo que casi le dividía el cráneo y que yo ni ninguno de los de a bordo le habíamos notado -y exclamó:
-¡Ahí está la caleta del Burro... ¡Caramba!... ¡No he perdido el ojo todavía!... Ahí han poblado una estancia y puesto una pulpería que se llama La Primera Argentina: yo creo, sin embargo, que es más bien la última. ¿Saben quiénes son los que la visitan de preferencia? ... ¡los cazadores de naufragios!
-Tenemos que llegar allí -observó Smith...
- ¿Dónde está?
-Allá, atrás de aquel acantilado que sale sobre el mar: ése es el Infiernillo. Arriba hay unos chorros de agua caliente y otros que tienen olor a azufre y a huevo podrido, que se siente de lejos: son iguales a esos chorrillos que hay en Ushuaia, ¡pero más grandes! ... ¡Vean! Hay un cutter que va saliendo de la caleta... ¿Lo -ven?
Y todos miraron y todos vieron, menos yo, que me quedé admirando cómo se desarrolla la vista y el oído en estos hombres de mar: esos órganos llegan en ellos a un perfeccionamiento maravilloso.
-¿Sabes, Matías, que te han hecho una buena melladura?... ¡Esa por poco te desarbola!
-¡Ah! ... ¡Sí! ... Tiene tres meses : ¡recién se está curando!
-¿Cuando yo te vi no la tenías?
-¡No !... ¡ Si ha sido en este viaje de que vuelvo ! Fue una desbarrancada en los montes de adentro: en la otra falda de la cordillera. Ibamos arreando unas ovejas sacadas de Ushuaia y de repente un indio que marchaba adelante volteó una piedra que me llevó: rodé como trescientos metros. Si no hubiese sido por mi mujer, que es tan entendida en medicina, tal vez me muero. La sangre me salía a borbotones y me la atajaron con hongos de esos que los indios llaman ushehinick y con esas fricciones en las piernas y en el pecho que ellos saben dar.
-¿Ya se hacen tropas de ovejas en Ushuaia? -pregunté candorosamente.
-¡No! ... Si allí tienen que llevar todavía los animales para comer; se proveen de Harberton o de Punta Arenas. Era una puntita de la gobernación que los indios encontraron extraviada ¿sabe?
Y pronto fondeamos en la Caleta del Burro, a cuya entrada rompían con estrépito las primeras olas del Mar Argentino que vieron mis ojos y en cuyo fondo se destacaba, en la cumbre de un cerro elevado y como pintada, una casita de madera rodeada de rústica empalizada y más atrás una veintena de vacas y un centenar de ovejas pastando mezcladas.
-¡Hola, Patrón! ¿Cómo va?
-¡Hola, Matías! ¿Qué se hace?
-Aquí venimos con estos amigos de Ushuaia que traen cartas para usted.
-¡Perfectamente!... ¡Bienvenidos!
Y destapada la consabida botella de snap y consumida en santa paz y armonía, el comerciante nos proporcionó la sal que necesitábamos, poniéndonos en condición de realizar nuestra empresa.
-¿Y ya se van a lobear?
-No, señor... Hasta el otro mes tal vez... ¿Qué le parece?
-Me parece bien. Un cutter que estaba aquí antes que ustedes llegasen se ha tenido que volver, precisamente sin hacer nada. Apenas ha encontrado algunos machos chicuelos.
-No es extraño -dijo Smith-. Las lobas en este tiempo recién están acabando la parición y como las crías están muy chicas todavía, no salen del agua. Ahora, sin embargo, es la verdadera época de la caza, porque así no se destruyen las madres ni las crías chicas, pero también es la menos productiva. A uno no le quedan para matar sino los lobos solteros.
-Curioso bicho el lobo, ¿eh? - agregó Oscar-. Cada macho se hace su cuadrilla de lobas y las defiende de los solteros, que reunidos en manadas se van a una roquería solitaria y desde allí excursionan en busca de hembras. ¡Qué batallas las que uno desuella machos les halla las cicatrices y las peladuras que hacen disminuir el preció de la pieles una cosa bárbara!
-La felpa de los machos es más tupida y más sedosa, pero de cada cuero se aprovecha poco por los defectos: suelen estar los cueros hechos un harnero.
-Y después - interrumpió Matías - la matanza de estas cuadrillas de lobos solteros es la más peligrosa: parece que el solterismo los embravece y los pone como rabiosos.
-En las pesquerías del Mar de Behring -dijo la Avutarda- lo único que se deja cazar cada año son los solteros del anterior. Allí no se matan hembras ni crías chicas.
A la mañana siguiente levamos el ancla y con rumbo a Banner Cove en la Isla Picton, penetramos en el Mar Argentino, que, contra lo que esperaban mis compañeros, se presentaba serenó y apacible, haciendo rodar sus grandes olas silenciosas, que ya vería yo, en su época, estrellarse sobre las costas que apenas divisábamos como veladas por las brumas.
Cuando enfrentamos a Banner Cove -el primer punto de esta región que pisaron los misioneros ingleses - vimos allá, atrás de la Isla Gardinner, una gran piedra labrada, que en letras blancas conserva como reliquia, en la cara que mira al mar, la inscripción que al abandonar esta bahía y dirigirse a Puerto Español -que fue su tumba - dejó el mártir y que textualmente dice así:
DIG BELLOW
GO TO SPANIARD
HARBOUR
MARCH 1851
Cómo se contrista el espíritu al pensar en estas tragedias del mar desierto y cómo se agiganta la figura de los hombres que se han atrevido a desafiar su cólera, poniendo por sobre su vida sus sentimientos humanitarios.
Hoy, en honor de aquel apóstol de la civilización,
que rindió su vida humildemente en aras de su fe, se alza sobre el mar fueguino el techó que cobija al Reverendo Lawrence, continuador modesto y abnegado de la obra redentora comenzada bajó tan lúgubres auspicios.
Y al pasar frente a Banner Cóve, parecióme ver sobre los picachos descarnados algún reflejo de luz, semejante a aquella ideal con que pintores y poetas iluminan las facciones del Cristo, el varón fuerte que sobre los intereses transitorios supo poner sus ideales que dignifican a la raza.
A popa conversaban tranquilamente Matías, Oscar y Smith, que llevaba el timón, mientras la Avutarda y Calamar, envueltos en una nube de humo, preparaban el almuerzo.
-¡Ahora es un oficio cazar naufragios, hombre! -decía Matías-. ¡Hasta los indios trabajan en eso ya? ... Miren: los loberos se van a los arrecifes de allá de Wollastón y del Cabo de Hornos, a la Bahía de Nassáu o de Tekenicka y esperan los barcos de vela que capean algún temporal o luchan con las corrientes en las calmas chichas que son propias de la región, con ánimo de subir al norte y les empiezan a hacer señales de humo, como acostumbran las tripulaciones perdidas ó como de faros, si llevan a bordo los medios. Naturalmente, cuentan de antemano con que barco que ha caído por ahí, no va, seguramente, en poder de buen capitán y tanto hacen, hasta que logran extraviarlos y perderlo. A la salida del Estrechó no más, ahí cerquita de la costa, se han hecho robos ya...
-Había oído decir, pero no creía... -dijo Oscar.
-¡Bah! ... ¿ Y de dónde salen entonces tanta mercadería fina y barata como se halla aquí en los canales? ... ¡Se venden tiradas las cosas! ¡ Bueno!... Es la piratería que trabaja. Ya verán acuérdense de lo que les digo: esto va a ser pronto peor que el país malayo... ¡Nadie lo dice porque no conviene, pero es la verdad!... Yo lo digo aquí porque estamos en familia, dijera el venerable Stórtsón, de Punta Arenas.
-¿Y se conoce a los que andan en eso?
-¡Claro!... Hace poco no más que Veintidós,
aquel griego o herzegovino que trajo el finado Popper y que después se le alzó de Sloggett con el santo y la limosna, como dicen, salvó un buque náufrago en los islotes de Wollaston: era, a lo que parece, una goleta holandesa que venia con cargamento general para Santiago y la hicieron encallar como a tres millas de la costa. Sacada la tripulación a tierra, comenzaron ellos a operar al salvataje con tres barquitos y consiguieron todo lo más valioso, escondiéndolo en unas cuevas de Bahía Gretton: la fragata, naturalmente, apenas se aguantó tres días... ¡Cuando volvieron a la semana a buscar el escondrijo lo hallaron vacío!
-¡Bueno! ... Ladrón que roba a otro ladrón tiene cien días de perdón.
-¡Hubieran visto la rabia de Veintidós: creíamos que se iba a enloquecer! si agarra al que lo pitó, lo desuella como a un lobo.
-¿Y se ha sabido quiénes dieron el golpe?
-¿Y qué se va a saber? ...
Y se alzó ante mis ojos la antítesis de Allen Gardinner, en toda su horrible deformidad, y al tender mi vista sobre los confines del mar austral, allá donde las brumas velan el oleaje tronador, parecióme ver sobrenadando un enorme pólipo que extendía sus patas viscosas sobre las roquerías y las costas, teatro de tantos heroísmos y de tantas bajezas.
25
PEPITAS DE ORO
Avanzando sobre el mar como para contenerlo en su furia destructora, aparecen, una al sur y otra al norte, dos altas puntas escarpadas que encierran un panorama grandioso; es Bahía Sloggett, la costa desierta y bravía, donde los hombres, arrastrándose sobre la playa pedregosa, yerma y desolada, buscan anhelantes las partículas imperceptibles que el destino reunirá para su felicidad o su desgracia.
En el fondo, negra y sombría, se alza la montaña caprichosa, como jaspeada por las nieves qué bajan de la cumbre erguida, semejando copos de espuma que el mar colérico le hubiera arrojado en su despecho impotente; más acá, pastosos prados verdes, como engarzados en la peña viva, y más abajo - entre dos cerros rojizos y chatos - un valle riente y alegre, surcado por el río tortuoso, formando un aguazal, que relumbra, cayendo más lejos en sonora cascada pintoresca, y ahí, frontera a nosotros, la alta barranca tajada que limita y contiene al mar bravío, cuyas olas espumosas, castigadas por el viento del este, parece que van a alzarse hasta la cima, pero que vienen arrolladoras y mansas, a deponer dulcemente sobre la orilla su ofrenda misteriosa y a entonar su himno de sumisión, acompañado por el monótomo cantar del guijarral en su eterno vaivén sobre la playa.
Y mientras yo contemplo el hermoso panorama y miro con curiosidad las carpas miserables de los mineros, allá en lo alto, Oscar, Matías y Calamar, que habían alcanzado la playa en el chinchorro, trepaban penosamente la escalera tallada en la barranca arcillosa.
A poco regresaron decepcionados y trayendo consigo al señor José Juan Castinheiras, compadre de Calamar, conocido en los lavaderos con el nombre de Catalena : nadie mejor que él, que iba a ser nuestro socio en la caza de lobos y que estaba en el campamento hacía diez meses, podía dar datos y noticias a propósito del lavadero y de las esperanzas que uno pudiera fundar en él.
Era Catalena un individuo alto, delgado, en cuya cara, flanqueada por patillas lacias y canosas, campeaban dos ojitos penetrantes y vivos, que parecían espiarse por sobre la nariz fina y afilada, siendo la característica de su fisonomía expresiva y movible.
El campamento, como podíamos verlo desde el cutter, se componía únicamente de una quincena de carpas miserables, divididas en tres grupos, de los cuales ninguno era propiamente de mineros: uno lo dirigía el griego Ostránides y era, como siempre sucedía con los que éste capitaneaba, una asamblea de haraganes y borrachos inservibles; otro era de los amigos del Oso Blanco y lo componían unos cuantos descamisados de esos que lavan oro en las cartas, y el otro, al que el estaba agregado, no tenía jefe y lo formaban los habitantes fijos de Sloggett, apoderados de una casa en ruinas, levantada en otro tiempo por una empresa comercial y que hoy, por tradición, se llamaba El Almacén.
El lavadero estaba sin trabajadores hacía tres meses y reinaba en él una pobreza indescriptible iban corridas dos semanas sin que se jugara ni de palabra.
Conceptuado inútil tentar nada allí, máxime cuando el cutter, dadas las condiciones de la costa, no podía quedarse y tendría que ir a guarecerse en Banner Cove; lo mejor sería bajar un poco y buscar una caleta recién descubierta, de la cual se contaban maravillas.
Habían pasado por Sloggett tres embarcaciones con mineros y ninguna había vuelto, lo cual era señal de que se había dado con algo: cuando las avutardas encuentran qué comer aquí en el sur, no emigran al norte.
-¿Y dónde es la caleta?
-Yo no sé sino que es más abajo, entre este punto y Bahía Aguirre. Queda a la derecha de un cerro alto y atrás de un islote que sólo se ve en baja marea; a la izquierda cae un riacho que tiene la boca tapada con los palos que trae de la montaña : eso es lo único que sé.
Tras breve consulta de Smith con la Avutarda, se determinó que tentaríamos la empresa y Catalena con Matías volverían a tierra a buscar el equipaje de aquél y además a un amigo y compañero que se quedaría luego en el lavadero. Catalena, para despedirse, llevaba una damajuana de guachacay y al pedirla a Smith le dijo:
-¡Vea... ésta y el pasaje de mi amigo... no es plata perdida! José Juan Castinheiras es cateador de olfato y de suerte. ¡Ya verán!
Y mientras el bote, arrebatado por el oleaje, era arrastrado como una pluma hacia la playa, yo miraba al campamento y pensaba en los dramas de la vida que se desarrollarían bajo las carpas miserables, cuyos lomos gibosos contemplaban mis ojos y
que mostraban al lado de un pedazo de cuero de guanaco una lata de kerosene, que brillaba con el sol y pegada a un retazo de arpillera, la reminiscencia de un capote de soldado que el viento y la lluvia deshilachaban.
-Aquí -me dijo Smith - ha habido mucho oro y lo hay cada vez que los temporales baten la playa y revuelven las barrancas que se derrumban. Ahora está pobre, porque el norte está conchabado y con él no hay revoltijo. El lavadero es ahí, abajo de la barranca, en esa playa de cascajo que la menor marea hace desaparecer: entonces los lavadores, si no trepan ligero, no vuelven a contar el cuento. Ha muerto más gente aquí, tragada por el Mar Argentino, que la que muere en diez años en Punta Arenas. Antes, al principio, no se había ideado hacer la escalera, esa que ves caracoleando en la barranca y por donde están bajando los amigos que despiden a Catalena: cada grupo, cuando venía el mar, subía como podía, por sogas que se aseguraban arriba y se dejaban caer a la playa. Después se hizo la escalera en la barranca, que es de arcilla y cada vez que el mar sube, la deja como la palma de la mano, obligando a nuevo trabajo.
Y en esto llegó a nuestros oídos la gritería con que los habitantes de Sloggett despedían a los que se alejaban en el chinchorro.
Había en la playa una veintena de individuos vestidos de la manera más extraña, pues en su mayor parte estaban envueltos en quillangos de guanaco o de lobo y manifestaban una alegría y un contento que chocaba, por cierto, con la tristeza del paisaje en que se destacaban.
-Vea lo que es el guachacay -dijo Oscar.
-En un campamento de estos podrá haber hambre, frío y miserias de todo género, pero si hay una botella con aguardiente, sobrarán las risas alegres y las ilusiones placenteras.
Subieron a bordo los del chinchorro y recién notamos que el amigo de Castinheiras no venía solo: traía con él, en brazos, un niño como de dos años. Esto le valió su nombre entre nosotros; quedó inmediatamente bautizado: era la Nodriza, por más que él, con tono brusco - uno de esos tonos que no admiten replica ni son promesa de bondades o ternuras- declarara en un lenguaje que a la legua olía a catalán, que él se llamaba Arturo Dellach.
Alto, musculoso, de mirada dura que se filtraba a través de unas cejas pobladas y canosas, divididas sólo por una arruga profunda que caía perpendicular sobre su frente, partiendo de entre los mechones que se escapaban de su gorro de cuero de carnero, atravesó el cutter en todo su largo, llevando a cuestas su niño y fue a sentarse, hosco y huraño, cerca de la cocina, donde la Avutarda se ocupaba en raspar unas galletas.
-Buenos días la Nodriza y su cría -dijo Smith sonriendo.
-No soy nodriza, ni admito que me lo digan : me llamo Arturo Dellach.
-No lo niego ni lo dudo... ; le digo eso porque lo veo con un nene y no creo que sea la madre.
-Si incomodo me voy a tierra y se acabó... no hemos hablado nada. He venido porque mi compadre...
-No es por eso, hombre; nadie te dice eso -interrumpió Catalena -y ¡Siempre con tu genio del diablo!
-¡Tiene razón, compadre!... ¡Son zonceras!... ¡Perdonen el malhumor, señores!
Y mirando a la playa exclamó, poniendo al niño sobre las rodillas:
-¡Oiga, Don Pepito! ... ¡ Mire! ... Eso es Sloggett, donde Ud. se ha criado hasta la edad que tiene. Fíjese bien y no lo olvide... el hombre nunca debe olvidar su cuna.
Y el niño, como si se diera cuenta de lo que le decían, dejaba errar la mirada suave de sus ojos azules sobre la costa triste y melancólica, donde los lavadores, apiñados, saludaban nuestra partida.
Luego se volvió hacia la Avutarda y entreabriendo su boquita rosada, en que ya lucían su blancura inmaculada dos dientitos nacientes, golpeó la tapa de la camareta, que tenía a su alcance y lanzó una frase inarticulada que nosotros tradujimos al instante: seguramente era un enérgico pedido de comida.
-Va, señor -replicó la Avutarda, imitando el tono de los mozos de fonda, alcanzándole un pedazo de galleta, de varios que en un jarro se remojaban al alcance de su mano y que él tomó con viva satisfacción-. ¡Es a cuenta no más, señor!
La Nodriza extendió un cuero junto a la borda, le acostó con la cabeza sobre una bolsa de ropa y al aire las piernas regordetas y blancas, y luego, clavando su mirada en la costa que se alejaba, se quedó pensativo, mientras el chiquilín, en su jerigonza natural, comenzaba un monólogo interminable, tratando de hincarle el colmillo al manjar que se le brindara.
Bajé a la camareta y cuando subí encontré que Oscar y Matías, acurrucados al lado del niño -que estaba sentado entre un montón de bolsas vacías con las cuales le habían hecho como un colchón-, se recreaban viéndole saborear un platito de sopas que la Avutarda, delicadamente, le brindaba, mientras Castinheiras, Smith y la Nodriza apuraban una botella de snap, bajo las miradas de Calamar que, manejando el timón y la vela, tenía tiempo para seguir con la vista los movimientos del niño que se saboreaba, sonriendo a sus nuevos amigos -como si lo fueran de antiguo...
-Sí, señor - continuaba Castinheiras - tú tienes mal genio y has de acabar mal: aquí en los canales es bueno no ser manso, pero tampoco sirve encresparse a cada rato.
-Y usted, ¿de dónde es? ... Parece catalán o mallorquín ...
-Soy catalán y gané a esta tierra maldita, seducido por un paisano que ya se murió y que me trajo de Europa a hacer fortuna.
-Era Agujetas -dijo Castinheiras alzando la voz y dirigiéndose a Calamar.
-¡Hombre!... Dios lo tenga entre una caldera bien honda a semejante bandido... ¡No he visto en mi vida canalla igual y mire que estos ojos han visto algunos!
-Vea Ud. -repuso la Nodriza, lentamente- y no era mal bicho mi pobre paisano: había que entenderlo no más... Los hombres hay que tomarlos como son: eso es lo justo. Ahí en Sloggett queda su cuerpo enterrado... Murió ahora seis meses a causa de las heridas que recibió en el Cabo de las Vírgenes, cuando se robo a la madre de este chico: una inglesita... Habrán oído mentar el hecho, porque fue sonado... Los muchachos quisieron asaltar la casa en que vivía esta señora con su marido, creyendo que tuvieran plata: nos chasqueamos... y Agujetas cargo con la mujer que estaba encinta. El chico nació frente a Lennox y a los dos meses murió la madre: nosotros tomamos entonces la cría y ya ven cómo va el angelito; da gusto verlo... Yo creo que él piensa que soy el padre, como creía que la Papallona, la cabra que le daba de mamar y cuya carne fue la última que comió Agujetas, era la madre... ¡Si vieran como sintió cuando dejo de verla, luego que la carneamos!... Se puso tristísimo: yo lo conocí porque le he criado desde los dos meses, y en los ojitos no más sé si está contento... La cabra acostumbraba a dejarlo dormir recostado en ella y ni se movía : eso lo salvo quizás de los fríos... Pues, amigo, de noche no dormía a pesar de que se acostaba conmigo... Se pasaba quietito, mirando en la oscuridad; yo lo sentía.
-¿Y usted donde lo conoció a Agujetas?... ¿Era marino, acaso?...
-¡ No, señor!... Yo era oficial cartonero. A Agujetas le conocí -¡vea Ud.!- en la cárcel de Barcelona, estando preso él por no sé qué cosas de dinamita y yo... por asuntos de hombres... unos navajazos dados a un belitre que me metió en un fandango y se me quedo con mi parte.
-¡Ah! ¡ Ah !... ¿Fandango? -dijo Smith pausadamente- ¡Conozco!
Don Pepito, que ensayaba pinitos yendo de Oscar a la Avutarda, con escala en Matías, dio un traspiés de repente y rodó sobre cubierta, levantándose como si tal cosa y volcando sobre nosotros una de sus miradas alegres, al oír que la Nodriza le decía con una voz extrañamente cariñosa que no se le hubiera sospechado a juzgarle por su exterior adusto:
-Párese, Don Pepito... y sea hombre: no llore que no es nada.
Y a la noche, cuando apostado en mi cuchitril de la camareta, veía a mi lado a Don Pepito que dormía a pierna suelta con la cabecita sonriente sobre su bracito rosado, pensaba en el hombre intrépido que tallaría en él la vida dura y movediza a que el destino le condenara injustamente; pareciome ver una de esas guijas que de caleta en caleta y de playa en monte arrastran caprichosas las aguas y los vientos.
26
ENTRE LA SIRCA
Cuando en la mañana siguiente abrí los ojos, mi primera mirada fue para Don Pepito que, madrugador, ya estaba despierto.
Acostado boca arriba, mirando la primera luz de la mañana que entraba por la escotilla, se desayunaba apaciblemente chupándose el dedito pulgar y cuando noto que le miraba, los hoyitos que se formaron sobre su cara redonda me revelaron que me saludaba complacido.
Pareciéndome que la mañana estaba fría, quise arrebujarle en las cobijas, pero lo rehuso echándome los brazos al cuello y oí que la Nodriza, sintiéndome levantado, me decía:
-Traígalo a Don Pepito para bañarlo: es loco por el agua.
-Pero mire que está frío...
-¡Oh! ... ¡ Es costumbre ya ! ... ¡ Tráigalo y verá!
Y aquel hombre tosco y grosero, cuya vida, por lo poco que de ella sabía, no había sido por cierto muy edificante, tenía con el niño verdaderas ternuras maternales : la única toalla que poseía estaba consagrada a Don Pepito y aun cuando él carecía de camisas, el niño tenía las necesarias.
El viento norte había sido substituido por un sudeste suave que aprovechamos bastante bien: el oleaje corría sobre la costa acantilada y nosotros veíamos como la bruñía, trazando sobre ella una línea de espuma amarillosa que iba adhiriéndose cada vez más arriba y cada vez más neta y acusada.
-Aquella debe ser la caleta, dijo Smith, que manejaba la vela, mostrándole a Catalena, que iba en el timón, una resquebradura en cuyo fondo se veía una gran playa cubierta de guijarros, cuyo límite se perdía en el interior.
-Es seguro -afirmó Calamar-. Allá, a la derecha, hay una ensenadita con dos barquichuelos.
Pusimos rumbo a ellos y pronto estuvimos a su costado, siendo recibidos por un negro malhumorado que, no obstante, se dulcificó cuando Smith le ofreció en inglés, con toda cortesía, un vasito de snap.
-¡Aquí no van a poder bajar!... ¡Se ha resuelto no dejar llegar a nadie!
-¿Quién manda el campamento?
-Hay tres grupos: uno es del vasco Iturbe otro de Rana Blanca y el otro de un tal Van Filder... un nuevo.
-¿Y para qué lado están trabajando?
-Allá adentro, atrás de la playa: en el repecho de la loma está el campamento y abajo, en una hondonada cerca del arroyo, el lavadero.
Capitaneados por Smith y armados con nuestros winchesters, como si fuéramos de caza, marchamos la Avutarda, Calamar, Matías, Catalena y yo, quedándose a bordo Oscar y la Nodriza.
Hacia media hora que caminábamos por entre un pedregal que nos destrozaba los pies y nos hacía sudar, tal era de áspero y pesado, cuando de repente exclamó Catalena, deteniéndose:
-¡Mire que son brutos estos lavadores!... ¡Aquí debe haber mucho oro!
-Tal vez haya más donde trabajan - observó Smith.
-¡Tal vez!... Pero aquí debe haber mucho aunque el agua esté difícil para traer... ¿Qué te parece, Calamar: esto será playa o fondo de alguna nevera vieja, algún río de piedra?
-Para mí es playa: aunque ha de hacer muchos afros que ya no la moja el mar... ¿Qué te parece Avutarda?
Y el aludido, que en ese momento tendía su vista y examinaba los cerros circunvecinos, dijo:
-Para mí es nevera vieja. El guijarral comienza angosto y se va ensanchando... si fuera playa, sería al revés... sin embargo, ha de haber oro... de cuando en cuando se ve arenilla negra.
Y Matías, que a cada rato levantaba guijarros y cantos rodados, los examinaba y volvía a tirarlos, dijo:
-¿Ves? ... ¡Aquí hay una guija que tiene rastros: eso que tiene ahí, en esa grietadura, es sirca...!
Smith iba pensativo y de vez en cuando lo veía yo que hacía su mueca característica. De repente dijo con voz sorda:
-Yo creo que aquí no hay nada... ¡en fin!... En esto, sin hacer cateos, no se puede hablar... ¡Miren!... Vayan con cuidado; el vasco Iturbe es buen hombre, pero el otro, el ruso Rana Blanca... ¡hum... yo no lo conozco bien!
Llegamos a la cumbre de la loma que limitaba el pedregal y tendíamos la vista sobre un vasto cañadón que se abría al frente.
En la ladera se alzaba el campamento: una decena de carpas improvisadas, hechas con quillangos viejos y retazos de velas y cuatro o cinco chozas formadas con ramas y troncos y que por su aspecto de colmenas más parecían wigwams o toldos de indios.
Los lavadores, diseminados en grupos, no lejos del campamento, hacían algo que yo no podía apercibir.
-¡Ah! -exclamó Smith -. Es verdad que hoy es domingo: los mineros ricos siempre lo festejan...
-Están jugando a la taba y al tejo - agregó la Avutarda.
Nuestra aparición alarmó a los lavadores y notamos que, abandonando sus entretenimientos, corrían hacia el campamento, mientras dos, que desde el centro de otro grupo nos habían estado observando con un anteojo, se adelantaban después de deliberar un rato, viendo que nosotros, siguiendo con estrictez las reglas de la diplomacia minera, nos deteníamos en la cumbre de la loma y nos tendíamos en el pasto esperando que vinieran a recibirnos.
Los que se destacaron eran tres que venían muy serios y callados, siguiéndoles a cierta distancia otros tres que venían conversando tranquilamente: cuando llegaron a nosotros dijo uno de los de atrás, en una jerga mezcla de inglés y de otros idiomas:
-¡Caballeros ! ... Buenos días. .. Los mineros de Barrilito les saludan.
-¡Buenos días tengan Uds! ... La tripulación del cutter "The Queen", fondeado ahí, atrás de ese pedregal, saluda a los mineros de Barrilito -contestó Smith.
Y avanzando los que habían hablado se dieron la mano.
-¿Como te va, Tiburón? -dijo a Smith-. ¿Quién había de pensar que fueras tú el que venía con tantas etiquetas? ... ¡Creíamos que fuera Monseñor, aquél de la Isla Quemada!
-i Rana Blanca! ... ¿Como te va? ... No queríamos que nos tomaran como a intrusos y deseábamos probar a los de Barrilito que conocemos su derecho.
Los mineros fueron llegando a medida que avanzábamos y con excepción de los nuevos -cinco apenas sobre treinta y dos que formaban el campamento - eran todos más o menos amigos de lo que Smith llamaba pomposamente la tripulación del cutter "The Queen".
Antes de media hora el campamento había recuperado su habitual tranquilidad y nosotros, rodeando el gran fogón del grupo del vasco Iturbe, preparábamos nuestro modesto almuerzo.
-No hay mucho oro - decía Rana Blanca -, pero algo hay... Estamos contentos: ya cualquiera que vuele se lleva sus dos kilos, libre de gastos.
-Nosotros venimos solo de paso; una quincena apenas... ¡Vamos a lobear!
-¡Ah! ¡Ah!... ¡Bueno!... Ya hemos arreglado nosotros: cateen y acampen donde quieran; ya saben que entre mineros la ayuda es ley. Lo único que les pedimos es que cuando vuelvan no hablen de esta caleta... El que venga, bien venido sea, pero si nadie viene, mejor.
-¿Y el oro es grande? -mascullo Matías, ahogándose con el humo, pues estaba asando con cuero una liebre fueguina con que le había obsequiado su compadre el Mellado, un chileno de mirada aviesa, dueño de una cicatriz, que partiéndole de la frente le llegaba a la barba, formando de su nariz chata y aplastada dos narices pequeñas y finas.
-¡No: arenillas no más ! ... Lo más grande que se ha hallado son ocho gramos.
-Lo bueno sería lo grande, ¿eh? -dijo el vasco-. Algo como aquello que encontró Tallarín, el italiano descubridor de Sloggett... ¿se acuerdan?
Y entonces refirieron que quien descubrió esa playa famosa - un lobero de ocasión que había bajado a hacer leña- caminaba entre el pedregal, cuando de repente tropezó en un canto rodado que le pareció de más peso que el que correspondía a su tamaño. Lo recogió y al restregarlo vio que era oro macizo.
Naturalmente, se llevo un susto tremendo. Se trataba de la pepita más grande que se ha hallado en el sur: trescientos setenta gramos que hoy están, como curiosidad, en poder del señor José Menéndez, que los adquirió. La liebre estaba a punto y Matías nos lo indico, y como notara que al abrirla le extraía del interior dos grandes guijas redondas, pregunté
-¿Qué es eso?
-¿Cree que son adoquines de oro? ... ¡No tenga miedo!... Es que yo aso a la moda ona, que Ud. tal vez no conoce. Ahora verá como para este bicho no hay nada mejor: ¡sale jugoso como un pastel...! Y es facilísimo: se caldean dos guijarros y se meten adentro, cerrando después la abertura. ¡Luego... al rescoldo y con buen hambre, uno se chupa los dedos!
Y era verdad : esa mañana hice uno de los mejores almuerzos que les debe mi estomago a las costas australes.
-¿Has hecho cateos en el pedregal? - pregunto Smith a Rana Blanca como al descuido y cuando ya la cantimplora de brandy que traía yo en bandolera estaba en el suelo.
-¡Ya lo creo!... La sirca no está lejos pero es pobrísima...
-¿Y cerca del mar?
-También hemos abierto pozos. La sirca está muy abajo y el agua de beber queda retirada. Sin embargo, los ensayos no fueron malos.
Previos los mutuos ofrecimientos, regresamos a la costa, encontrando en nuestro camino, de vuelta, una majada de cabras pertenecientes al campamento, que triscaba en la ladera de la loma.
-Veamos -dijo Matías- ¿por qué no le llevaríamos leche a Don Pepito? ¿No le ven desde aquí la jetita? ... ¡Cómo se saborearía!
Y esperando que nos alcanzaran Smith, el Vasco y Rana Blanca, que venían rezagados, pidió permiso para ordeñar y llenar de leche la cantimplora.
-¿Cómo no?... -dijo el Vasco-. ¡Ahora verá lo que son las cabras de los mineros de Barrilito!
Y, apartándose un poco, habló en vascuence a un barbudo macho que le miraba desde lejos y que no tardó en venir a él seguido por todas sus compañeras. Desde ese día Don Pepito tuvo siempre su ración de leche, pues ninguno iba a Barrilito sin recordarlo.
Llegamos al cutter y mientras Oscar y la Nodriza daban la última mano a la cena, nosotros, sentados sobre cubierta, gozábamos mirando el mar y paladeando el viejo brandy que no salía a relucir sino en las ocasiones muy sonadas, pues Smith lo conservaba con religioso respeto.
-¿Quién descubrió este lavadero?... - preguntó la Avutarda.
-¡ Oh! ... Me agarró una racha del este -dijo el vasco Iturbe tranquilamente - y casi me desarboló; era en este barquichuelo - y señaló la goletita que teníamos vecina -. De los cinco que veníamos, solamente quedamos dos. Estuve en el timón cinco horas y cuando largué la caña en esta caleta, tenía los dedos duros y estaba como agarrotado. ¡ Fue fuerte la cosa, pero nos sacó adelante la Señora del Pilar!... Conforme vi la playa, dije: aquí hay oro, y ya no salí más: lavando y lavando ya ven adonde hemos ido a dar.
Cuando cerró la noche, los dos jefes mineros emprendieron el regreso al campamento, cargado cada uno con una damajuana de guachacay, una botella de snap y la promesa, ardientemente acogida, de que en la noche siguiente iríamos a comer con ellos un cabrito y a avisarles el lugar donde plantaríamos nuestras carpas.
Y Smith, que era hombre previsor, dispuso que Oscar y la Nodriza se quedaran de guardia toda la noche, turnándose, ya que sus cuerpos no tenían la fatiga de los nuestros.
-¡Oh! ¡ Oh! ... ¡ Un minero es capaz de hacer por el guachacay lo que no haría por todo el oro del mundo!
27
CABRILLEOS
La aurora nos sorprendió ya de pie y dispuestos con palas y barretas -que Smith y la Avutarda extrajeron de la sentina, juntamente con unos largos tablones que dejamos sobre cubierta - para emprender nuestra excursión de cateo en la otra banda de la playa, cerca de un recodo en que desembocaba el arroyo, filtrándose por entre una barrera de troncos inmensos que había ido arrastrando y que obstruía su curso.
-Ya le veo laya a esta ladera -exclamó Smith- no sé qué diablos le encuentro de lindo.
Y tomando las palas comenzamos a sacar el guijarral que cubría una pequeña depresión, mientras Calamar fue con dos baldes a buscar agua para los ensayos de la sirca, si teníamos la suerte de encontrarla.
Fue necesario apretar los puños, pero al fin Matías, que ya desaparecía entre un pozo que había excavado en el extremo de la cancha que íbamos formando y de la que, quitado el guijarral, sacamos arena amarilla, dijo alegre:
-¡Vaya! ... ¡Ya está la sirca ! ... ¡ Y apenas a un metro!
Como Calamar llegara en ese momento con el agua, Smith y la Avutarda tomaron los chailas, -que son unos platos de madera ahondados al medio, propios para el lavado a mano- les echaron la sirca y el líquido necesario y empezaron la operación que debía confirmar las sospechas sobre la riqueza de la playa y manifestarla visiblemente.
Un movimiento rápido de rotación impreso al contenido de la chaila hacía que las partículas de oro, en virtud de su peso específico, fueran cayendo al medio, mientras la arena y el agua poco a poco derramándose.
Cuando la porción de cada chaila estuvo lavada, se puso de manifiesto el fondo de cada plato y todos pudimos ver las finísimas láminas del codiciado metal.
-Hay, rinde -dijo la Avutarda-; a mí me gusta.
-Haremos ensayos en otras, si quieren -agregó Calamar- aunque sirca que da de buenas a primeras, pepitas de dos gramos como ésta - y mostró una que tenía en la palma de la mano - quiere decir mucho.
Mientras los compañeros fueron a buscar los tablones para la canaleta y los útiles y herramientas para el trabajo - debiendo, de paso, traer el cutter que nos serviría de abrigo nocturno, lo más cerca que se pudiera -, Matías, Smith y yo, que resultaba a lo que parece mejor zapador que cocinero, comenzamos a ensanchar el pozo primitivo, haciendo un socavón de unos veinte metros cuadrados.
Con los tablones se armó una canaleta como de doce metros, ajustándose bien los travesaños que a distancia de un palmo uno de otro se escalonaban en la tabla del fondo, cuya cabecera, recostada sobre un catre de un metro de altura, daba al aparato una suave inclinación, permitiendo que las arenas corrieran sobre ella arrastradas por el agua, dando tiempo a que el oro fuera depositándose en los travesaños del trayecto.
En el extremo alto se colocó una bolsa de encerado con capacidad para dos toneladas de agua, que Calamar y Matías debían mantener constantemente, trayéndola en baldes del arroyo, mientras que Oscar y Castinheiras acercaban la sirca que la Nodriza
y yo sacábamos del pozo, el cual, cuando no se derrumbaba, se llenaba de agua, que vertía el subsuelo, obligándonos a un penosísimo trabajo. La canaleta descansaba en tierra, sobre un trozo de alfombra destinado a recoger el oro fino que los peldaños no pudieran detener y que el agua arrastrara al derramarse.
Luego que estuvimos instalados y antes de empezar la faena, dijo Smith:
-Hay que repartir las chailas: esto es de ley en todo campamento y, como saben, trae suerte.
Y a todos nos alcanzó una partícula del primer metal sacado, dándole a la Nodriza, para Don Pepito, el grano más grueso que se había hallado y todo el polvo sobrante.
-¡Oh! -dijo la Nodriza sonriendo, él ya tiene un capitalito... ¡Y me moriré de hambre antes de gastarle nada!... ¡La otra noche, no más, estábamos jugando y me pelaron... pues ni se me ocurrió la cosa!
Y sacando del seno una bolsita, envuelta en un pedazo de cuero, añadió
-Es la vejiga de la Papallona, la cabra que lo crió. Y tiene como doscientos gramos... ¿ no ven?
Y cuidadosamente agregó al capital que contenía la extraña caja, el sobrante de las chailas y el donativo, mientras Smith, haciendo su mueca característica, indicadora de que algo le llegaba al alma, atravesando su áspera corteza, exclamó pasándonos la botella del guachacay:
-¡Buena suerte, compañeros y... mejor mano!
Empezamos la ruda tarea.
Don Pepito, entre tanto -acostado cerca nuestro en un pedazo de lona tendido al reparo del toldo que debía resguardarnos de los chubascos que en la región llegan y se van inopinadamente - saludaba con sus gorgoritos inarticulados a las gaviotas y a las nubes, saboreando el pedazo de galleta en que ensayaba sus dientitos nacientes.
Antes que cerrara la noche recogimos el producto de la labor, que fue bastante alentador por cierto, y dejando a Oscar y a Catalena al cuidado del cutter, emprendimos el camino del campamento donde íbamos a cenar, llevando con nosotros a Don Pepito
y uno doceno de botellas de panquehua, que en aquellos alturas nos imaginábamos cómo serían recibidas.
Cuando llegamos, los grupos de mineros comenzaban a replegarse a las carpas y obligadamente pasaban por frente a los de los jefes, que eran linderas y donde estábamos nosotros, en la enramada común, tomando mate de café.
Don Pepito, acostado en su cuero, alumbrado por, la llama viva del fogón, se había hecho su círculo sin que nosotros lo notáramos: los mineros, silenciosos, con sus sacos a media espalda, se detenían como asombrados de verle, le miraban, le hablaban de lejos, temerosos de tocarle con sus manos callosas, y él les sonreía como a conocidos, iluminándoles quién sabe qué abismo de sus almas, despertándoles ideas y sensaciones que tal vez en su rudeza creían perdidas.
Uno sacó de su tirador uno pepa de oro del grueso de una avellana, y sin decir nado la colocó al lado del niño, sobre el saco de Calamar, que le servía de almohada.
Fue la señal. Todos le imitaron y pronto Don Pepito reposaba su cabecita rosada sobre una almohada de tonto precio, que quizás ni los hijos de los más grandes potentados de la tierra la tuvieron igual... ni formado con más cariño.
Matías, cuyos ojos pesaban los granos mejor que una balanza, me dijo a media voz:
-¡Don Pepito ha caído bien ... se lleva sus trescientos gramos como quiera!
Concluida nuestra cena, que si bien no fue variada fue en cambio bastante alegre, pues el panquehua y el guachacay, meticulosamente distribuidos por el vasco Iturbe, llevaron el contento o todos los ánimos, se arregló que cuando nosotros nos fuéramos a lobear, la Nodriza y su niño se quedarían con Rana Blanca.
-¡Yo creo que no vamos a andar mucho por acá... tal vez será cosa de un mes o dos!... Muchos andan yo que no ven de ganas de volver.
-¡Ya lo creo -agregó el Mellado- esa tierrita chilena tira... pues, ñor!
-¡Hace un año -observó un alemán que dor
mitaba chupando uno enorme pipa de madera - que uno no vive sino arañando cascajo!
-¡Bah! ... ¡bah !. .. - interrumpió el vasco - ¡siempre lo mismo!... Para ir a hacer locuras, mejor es quedarse quietos... ¡Aquí hay hombres, amigo Tiburón, que ya han salido dos veces para Punta Arenas y se han vuelto peladitos desde lo de Kasimerich, allá en Bahía Desolación... y eso que iban con plumita!... En los canales debía haber puros almacenes como el de los Bridges, en Harberton: allí no hay juego, ni bebidas, ni siquiera tabaco.
-Ahora ya hoy tabaco - dijo la Avutarda.
-¿Será de Morton, también? -preguntó el Alemán -. Esos Bridges no venden sino cosas de Morton : conservas, salchichones, jabones, anzuelos, ropos, calzado, todo es de esa marca... ¡Los Bridges mismos creo que son de Morton !
-¡Hombre! ... ¡Y es cierto! - agregó otro minero que estaba medio en lo sombra, ocupado en remendar una ojota -. Yo llegué vez pasada a Harberton, de regreso de una expedición en que fuimos hasta Lemaire y volvía con unas ganas bárbaras de pitar; pedí tabaco antes que nada. . . El viejo Bridges, al oírme, se agachó y sacando de abajo del mostrador un tarrito de vidrio lleno de caramelos, que tenía precisamente la marca Morton, me lo quiso vender, diciéndome que eso era mejor que lo que yo quería.
-Y el Reverendo se va extendiendo, ¿eh?... -observó Rana Blanca-. Ahora ha fundado otra estancia: eso que hay en Banner Cove. Los chilenos le han dado permiso para que se establezca, porque es un buen antecedente para ellos -que pretenden ser dueños de la isla Picton, dominadora de todo el Mar Argentino y el único refugio contra los vientos que hacen inabordables estos costas - que un argentino como Bridges, establecido de tantos años aquí, haya pedido el arrendamiento o Chile y no a su patria.
-Miren -declaró Smith - los argentinos -no los que andan por aquí, que se desgañitan gritando al aire, sino los ases, los que están en Buenos Aires-, son muy inocentes o muy ciegos; en cuanto se descuiden se van a quedar mirando, aquí en el sur... Lo mejorcito se lo van a tomar los chilenos, que son hombres vivos y observadores... ¡Fíjense! ... ¡Isla Picton es la llave de los canales y ya se la han atrapado!... Piensen lo que eso vale: es como agarrarse Gibraltar en el Mediterráneo, si no es más... Y después, observen cómo están balizando todos los puertitos y caletas por insignificantes que sean, y poniéndoles autoridades... Esta es gente que sabe.
-Sin contar -dijo Rana Blanca- con el hormiguero de las Salesianos que tienen la olla en Chile y que ellos fomentan... Poco a poco, a pretexto de reducir indiadas que no existen y de religión y del diablo, se van extendiendo por todo... Me dicen que ahora se han recostado al Río Grande, allá en los lavaderos del finado Popper. Pronto aquí, uno no va a trabajar sino para los misioneros, que se chuparán todo con sus almacenes y sus barracas.
Y mientras regresábamos al cutter, caminando a la luz de la luna, que silenciosamente rielaba sobre el mar lejano, yo pensaba en la enorme responsabilidad de los hombres dirigentes de mi patria, que pagándose de fórmulas y de cortesías, permitirán con su dejadez, su imprevisión y su indolencia, que continúe tramitando en la conciencia del pueblo, que lo fallará en definitiva, echando un borrón sobre las generaciones actuales, el escandaloso proceso que ya se inicia a la luz de todos los fogones que reflejan su llama temblorosa sobre las ondas movibles del mar austral.
28
EN LAS ROQUERIAS
Quince días después levábamos el ancla y salíamos de la caleta, entre las aclamaciones de los mineros, reunidos sobre la playa que generosamente nos había dado los quince kilos de oro que llevaba Smith en su valija, y saludados especialmente por Don Pepito, que en brazos de la Nodriza, nos daba también el último adiós.
Jamás olvidaré las horas tranquilas, pasadas en la costa desierta, sin más aspiración que dormir, comer y cavar, y sin que un solo rumor viniera de allá, de las playas lejanas, donde la multitud bulle y se agita en las turbulencias de la lucha diaria, que es, al fin, el único encanto de la vida.
Perdida entre las brumas, que como un humo se alzaba en lontananza, volvimos a ver la costa de Navarino, que parece desflecada por el mar en su embate tenaz y persistente y a poco, resguardado por un alto reborde, Puerto Toro, el refugio de los barcos aventureros que, osados y valientes, saltan sobre las olas rugidoras y contrarrestan su pujanza con la vela remendada que embolsa el viento y cruje bajo su azote, al dominarlo.
-¿Y estarán los muchachos, Matías? -observó Smith -. ¿Esos diablos no serán tan andarines como el jefe?
-¡No!... seguramente están. El mejicano Rodríguez cuida una majadita del subdelegado chileno, - un argentino Balmaceda, que anda emigrado desde hace años por acá, debido a no sé qué asuntos políticos en San Juan, que es su tierra - y el otro Gin-Cocktail, es un nuevo que se le ha pegado con fuerza... Este es un muchacho que trabajaba en esas carretas de los ingleses, que llevan lana desde arriba del Cov-Ynlet y del Gallegos-Chico a los puertos... Como los carros esos han sido cambiados, según dicen por unos carretones que se mueven a vapor y que se andan las cien leguas del camino de un tirón, él se quedó sin trabajo y se vino a buscar fortuna corriendo tierras.
-Es que sería una broma -dijo !a Avutarda - que no pudiéramos cargar la leña en cuanto llegáramos... Ya saben que no es bueno quedarse mucho en Puerto Toro... Nunca falta un charlatán.
-Cuando yo salí ya estaba la leña pronta... ¡Oh!... de eso no hay cuidado: el mejicano es lobero viejo y sabe lo que eso vale. ¡ Vez pasada fue en una expedición en que no llevaron bastante ni bien seca y se tuvieron que aguantar tres días sin poderle hacer !as señales al cutter que los llevó : casi se los comió el mar!... Se salvaron porque, el cutter, viendo que no lo llamaban, se arriesgó y fue a ver !o que sucedía. ¡Cuando !legó ya estaban sin comer ni beber hacía día y medio, pues eran pobres y se habían ido con lo justo!
-¡Ahora la cosa es seria!. . . Esas roquerías donde vamos son ricas pero inseguras. En cuanto hay mucha mar, adiós... ¡se tapan! ¡Los fuegos los tenemos que comenzar a hacer de noche, en la punta que mira para Isla Nueva, que es la más alta y donde hemos de desembuchar! ¡En cuanto demos la paliza, ya empezaremos a llamar: ahí no conviene perder ni un minuto!... ¡Ya sabes, Avutarda, nada de demoras ni de bajadas a tierra; conforme veas las señales, te largas !
-¡Hombre!. .. ¡No faltaba más! ... ¡Ni aunque hubiera diez cuadras en Puerto Toro, me quedaba!
-No; es que aquí no es como en otras partes en que el hambre es el que corre - agregó Oscar -; felizmente lo llevamos a Matías, que tiene buenos bifes... Es que es e! mar que nos va a barrer como se barrió a la Araña vez pasada.
-¿Los bifes? -dijo Matías-. Esos son duros. . Hace seis años, estábamos una vez perdidos afuera de Diego Ramírez y nos tuvimos que rifar: a mi me tocó !a mala, pero me salvé porque esa tarde nos recogió por casualidad un barco chileno... Lo que es el hambre, ¿eh?... ¡Qué cosa bárbara!
-Todo es igual cuando uno ve que se le va el pellejo -añadió Smith con su tono sentencioso: el asunto es salvarlo.
Al caer la tarde fondeamos en la punta de un muellecito hecho por el subdelegado, y a !a madrugada ya estábamos en disposición de zarpar, teniendo a bordo no solamente a los dos compañeros nuevos, sino también la leña, el agua y los bastones para la paliza - unos gruesos garrotes nudosos, única arma que es eficaz contra los anfibios.
-¿ No vendrá a bordo el subdelegado? - interrogó Calamar -. Catalena y yo tenemos con él una cuenta vieja...
-¡No. señor!... dijo Rodríguez - el subdelegado está enfermo. ¡Los otros días se andaba bañando y lo tuvo mal un tiburón, ahí afuera de la rompiente!... ¡La impresión, tal vez, le hizo daño!
-¿Cómo, un tiburón?... -pregunté-, Smith me ha dicho que el tiburón es un pez calumniado, que ea inofensivo e incapaz de hacer mal a nadie.
-Y eso digo: - declaró el aludido: la maldad del tiburón es una leyenda.
-¡Hum! ... - gruñó Rodríguez -. Eso será en Inglaterra .. ¡en algún museo!... Lo que es aquí y en la costa (le Mosquitos, en el Golfo de Méjico, que es donde yo he visto más, son tremendos. Aquí hay pocos, comparativamente, pero allá en el Golfo abundan de un modo maravilloso: yo me he criado viéndolos y diga lo que diga quien quiera, afirmo que son unas fieras y que el hombre que cae entre sus dientes no cuenta el cuento.
-¡Pues amigo! ... Yo no conozco ésos : he hablado de los que conozco no más. ¡Nunca los vi herir ni atacar a nadie!
-¡Bah! ... ¡Bah!... -dijo Matías, que estaba con Oscar levantando el ancla, mientras la Avutarda -que en adelante mandaría el cutter - disponía la maniobra: aquí hay uno negro, medio manchado de blanco, que es como tigre. Un hermano mío fue al mar, allá, abajo, cerca del falso Cabo de Hornos y no se los pudimos quitar: le hicieron pedazos. . . El pobre está enterrado en la Isla Hall, en uno de esos turbales que son el suelo de todas las islas del sur y que tienen hasta tres metros de espesor.
-¿Es verdad que por ahí la tierra es puro fango? -preguntó Smith.
-Es cierto. Allí llueve a toda hora y como los bosques son enormes, lo mismo que los pastizales, hay una humedad tremenda: es intransitable aquello; es peor que en los bosques del Canal de Beagle, sin comparación, pues entre la neblina, el viento y las lluvias hacen de todo ese sur un infierno de humedad.
Y como en ese momento dobláramos la punta que cierra la bahía y tomáramos rumbo afuera, Catalena se puso de pie y, quitándose el gorro humildemente, volvió la cara a tierra y se persignó en silencio, imitándole los loberos con todo fervor y sin distinción de religiones.
Smith, dirigiéndose a mí, dijo
-¡Mira Navarino, muchacho, cómo se queda ahí!... ¡Nosotros somos los que nos vamos y... ojalá no sea para siempre!
La verdad es que yo sentía algo que ennegrecía mi espíritu y miré con pena la costa lejana que poco a poco se perdía ocultándose detrás de las olas que, coronadas de espuma se alzaban como montañas, marchando en columna.
Oscar hizo circular una botella de guachacay y pronto la tranquilidad y la alegría volvieron a nosotros, como traídas por una nube de gaviotas que en ese momento nos alcanzó, viniendo de tierra.
-¿Conque el tiburón no es de fiarse, como dice Smith? -pregunté a Rodríguez, reanudando mis investigaciones.
-¡El de acá y el de mi tierra, que es el que yo conozco, no, señor! Es un pez sanguinario y traidor... Vea, allá en el territorio de Mosquitos, que es una costa desierta que cae sobre el Golfo de Méjico en la América Central, abunda de tal manera, que a más de un marino le he oído decir que en parte alguna del mundo se le halla en número igual. Hay varias clases, pero el más temido y el que más se ve es uno overo negro que le dicen "Martillo". Sigue en las corrientes del Golfo y se va por ellas para las Lucayas, las Bahamas y las costas de Terranova o por el Mar de los Sargazos hasta estas playas y más abajo también, pasando el Pacífico.
Yo, aquí, he encontrado cadáveres de esos que arrojan las olas sobre las playas, en que evidentemente he visto las huellas de sus hocicos voraces. En Mosquitos pululan y los indios los pescan con chuzas o con ganchos, para hacer el aceite que han menester en la caza de las tortugas del carey, que es su comercio principal con los Estados Unidos. Para pescarlo le halagan su instinto sanguinario. El tiburón, si cae un hombre al agua, tal vez no le haga nada con tal que no le vea sangre, pero si se la ve, ¡pobre de él! A un blanco, aunque no se desangre, lo atropella; al indio ni al negro, no: parece que lo guía el color. Los indios hieren una nutria, la atan con un hilo largo y van a los pedregales que bordean el mar y donde por lo general hay agua en la orilla, y la tiran lejos. Los tiburones, en cuanto ven la sangre, la atropellan, y entonces los indios empiezan a recogerla, acercando los tiburones hambrientos hasta que los tienen a su alcance. ¡ Si viera cómo se vienen casi hasta afuera! Los indios les clavan la chuza o el gancho, que es como un arpón y los sacan. Cuando se escapan, su propia sangre atrae a los congéneres, que allí no más despedazan al herido. Los indios les sacan los hígados y algunas lonjas gruesas y las cuelgan al sol para que se derritan, recogiendo el aceite en uno ollones de barro, que conservan enterrados hasta la época en que salen las tortugas a hacer sus puestas en los arenales que el sol caldea como un horno.
Esto es en pleno verano, estación en que allí no pasa noche sin que haya tormentas deshechas de viento y agua : esos huracanes y tifones son tan tremendos, que las compañías de seguros no hacen operaciones sobre el golfo durante su reinado, ni casi se halla barco que se aventure. Todo chorrea agua en Mosquitos en ese tiempo y el sol, a pesar de ser un fuego, muchas veces no le evapora y se van juntando humedades con humedades. Las tortugas buscan los arenales y salen de noche a hacer sus puestas, a pesar de las lluvias y del viento, obligando a los indios a salir a perseguirlas con hachones y candiles para eso es que necesitan e! aceite de tiburón, que viene a ser artículo obligado.
Los cazadores, armados de palos y cuchillos, toman el lado del mar y empiezan la matanza, que es upa cosa horrible: mientras unos matan, otros van enterrando los animales boca arriba, a fin de que el sol y el calor les ayuden al día siguiente a vaciar las cáscaras y a sacar las escamas, que están colocadas en tres capas. Este trabajo mata mucha gente todos los años: el cazador de tortugas, no sólo tiene que desafiar las inclemencias del tiempo y los peligros de la operación, sino que los tigres, que persiguen a las tortugas como manjar exquisito y que también las cazan por centenares, bajan en cuadrillas a las playas y disputan tenazmente la presa, haciendo víctimas de su garra a los trabajadores, que, ocupados en su faena y en medio de la oscuridad reinante -pues no se pueden encender hogueras a causa de la lluvia- se dejan sorprender con toda facilidad.
-¡Qué cuadros de la vida salvaje hizo desfilar ante mis ojos el mejicano Rodríguez! Aquello me parecía una leyenda terrorífica de las épocas bárbaras de la humanidad.
Por él supe cómo se desescamaban las cáscaras del carey, sacándoles las tres capas que, clasificadas en orden numérico, se expenden en el mundo comercial; cómo se aprovechaba la piel y el aceite del tiburón con fines industriales y también cómo se cazaban los caimanes y los manatíes con igual objeto.
-¿Y los marinos no hacen industria de la pesca del tiburón?
-No vale la pena: los marinos persiguen a los tiburones, pero es por odio y por venganza no más. Fondeado un barco y cuando no hay que hacer. los marineros aprontan un lazo hecho con un alambre o un cabo fino y algunos ganchos o arpones y por diversión empiezan la pesca. Arrojan al agua un trapo blanco atado con un hilo y como el tiburón ve ese color desde muy lejos y es muy curioso, inmediatamente lo comienzan a recoger y los peces se vienen a la sordina detrás de él, hasta el punto en que están a la espera los pescadores. Inmediatamente que arponan o enganchan uno, lo levantan, y lo enlazan, haciendo correr la lazada hasta la cola. Entonces lo izan al costado, y empieza el martirio.. Unos acostumbran a rellenarles el estómago con piedras y, bien lastrados, los echan al agua para que se vayan a fondo perseguidos por sus congéneres que, de a pedazos, los van devorando; otros les arrancan loe ojos y les hacen luego igual operación; otros los queman vivos, bañándoles en aceite; en fin, hacen con ellos cuanta herejía puede sugerirles el odio que con sus hazañas se han conquistado entre la gente de mar.
-Vea - dijo Catalena -, vez pasada, hará cosa de tres años, estaba yo en el puerto del Riachuelo, en Buenos Aires, y andaba viendo si me contrataba algún barco que viniera para acá, cuando un conocido me propuso si quería acompañarle hasta Corumbá. en un patacho que iba cargado de sal para el saladero de Cibils. Fue un viaje lindísimo, aunque hecho en un país caliente como un horno: sacada la temperatura, parecía que uno andaba aquí en Beagle en los otros canales.
Cuando pasamos la Asunción, ya empezamos a ver en abundancia lo que los paraguayos y argentinos llaman palometa y los brasileños piraña: un pececito chico, dorado, medio negruzco en el lomo y con una colita como una cruz, que, salvo el tamaño y la clase de boca, puede decirse que es un tiburoncito de río. ¡Si vieran qué voracidad!... ¡y qué miedo le tiene la gente ribereña! ¡Para bañarse por poco no entra vestida al río y todavía la alejan haciendo ruido y moviéndose!... Dicen que hombre que agarra en el agua casi no se escapa sin heridas.
Nosotros teníamos de cocinero un negrito oriental muy borracho, y una noche que estábamos fondeados se cayó al agua y se ahogó: ¡si vieran cómo estaba a las dos o tres horas, cuando lo sacamos : las pirañas le habían descarnado, como con cuchillo, las manos, los pies, la cara y ya le estaban abriendo la caja del cuerpo!
Los hombres prácticos de por allí me dijeron que cuando las pirañas veían sangre en el agua se ponían como rabiosas y llegaban a matarse unas con otras.
Enfrentábamos a una punta que se alzaba a pico sobre el mar, como a cuarenta metros y en cuyas caras bruñidas por el oleaje, no se veía en toda su superficie ni siquiera un reborde y menos un musgo a una alga, y Smith dijo señalándola:
-Esta es la Isla Augusta... Queda justamente entre Lennox y la Isla Nueva, donde ahora están lavando mucho oro, según me han dicho. De aquí, bajando en línea recta, y dejando un poco a la derecha los peñones de Evont, está la roquería adonde vamos y que yo llamo del "Fantasma", porque hay una rompiente que, vista de lejos, parece una mujer que se levantara en una nube... Mira, Avutarda, fíjate bien: aquí, si no hay mucho sudoeste, la mar permite buenos largos y puedes hacer un crucero en caso que no quieras entrar a dormir en Bahía Carolina, en el sur de Lennox... Las señales se ven como si uno las hiciera allí, a media cuadra.
-No -replicó el aludido - yo me meto a Carolina o ahí al costado de la Isla Luff, en una caletita fácil que conozco... ¿Para qué más?
Pasábamos cerca de un peñasco casi aislado, que el mar batía levantando montones de espuma, y como comenzáramos a oír algo semejante a los mugidos de una torada o al balido de un rodeo lejano.
-¡Oye -me dijo Oscar- son los lobos... los primeros que oímos!
-¿Dónde están?
-Han de estar ahí en ese despeñadero, atrás de esa punta que vamos a doblar. Son lobos de un solo pelo, que todavía no se utilizan, pero que ya se utilizarán : salen del mar y se extienden sobre las piedras, arriba de los desplayados que caen hacia el agua y por los que ellos se dejan rodar a la menor señal de peligro.
Cuando doblamos la punta, vimos a lo lejos, como manchas sobre los peñascos negruzcos de la orilla, un centenar de anfibios de colores variados, que se recreaban al sol, lanzando el ronquido característico que había llamado nuestra atención.
-¿Ves?... -continuó Oscar-. Ahí tienes lobos verdaderos: son los de pelo medio oscuro. Esos más grandes, medio rojizos y que tienen melena, son los leones marinos, cuyos colmillos suelen ser pedazos de marfil ordinario que pesan hasta tres kilos cada uno. Las vacas marinas son esas blancas, negras, overas y coloradas, que abundan más.
-¿Y a estos lobos no los cazan?
-i No! ... El resultado es pobre ; por eso hay tantos. Si se dejase trabajar el aceite, sería otra cosa: entonces valdría la pena. El cuero puede competir con el vacuno para cualquier uso industrial, siendo a veces más grande, y podría dejar unos cuantos pesos oro, los cuales, unidos al precio del aceite y del marfil, compensarían cualquier sacrificio.
-El cuero, luego de curtido - dijo Gin-Cocktail - parece un marroquí grueso y es superior para hacer botas y ropa de vestir. Los ingleses de las estancias del Gallegos lo usan así, y es muy lindo y muy durable.
-No te creas que la caza es fácil: es tan peligrosa como la del lobo de dos pelos. Cuando uno los sorprende, se largan al mar rodando y saltando y si hallan a alguno por delante ¡se lo llevan no más! ... ¡ Ha muerto más gente a causa de eso que lo que te puedes imaginar!
-¿Y hay muchos aquí?
-¡Ya lo creo! -exclamó Smith, que había concluido de dar sus instrucciones a la Avutarda, pues de la actividad y discrección de éste iba a depender nuestra vida dentro de breves horas. Silos gobiernos entendieran bien estas cosa.; y las estudiaran, se sacarían de aquí, cómodamente y sin destruir la raza, unos diez o doce mil cueros por año y unas mil o mil quinientas toneladas de aceite: veinte mil libras esterlinas como quiera, que, unidas a otros renglones, sumarían algo gordo, sin contar la población rica y floreciente que quedaría... Como este anfibio no se caza, sale mucho a las playas y abunda dondequiera: antes el lobo de dos pelos era lo mismo, pero ahora, con la persecución, se hace cada día más raro y más difícil.
-Este cuero - agregó Matías - está valiendo. Vez pasada unos noruegos llevaron a Europa como seis mil, que habían sacado de las Shetland del Sur y, según se corrió aquí, les dieron media libra cada uno.
Al día siguiente el cutter nos dejó en la roquería del "Fantasma", unas piedras que apenas sobresalían del mar diez o quince metros y en cuya superficie desolada se veían las carcomeduras del agua que frecuentemente las bañaba.
Con la leña hicimos dos grandes montones para las hogueras de señales, alrededor de un atado de cachiyuyo que serviría de yesca y, luego nosotros, cargados con la sal y las conservas necesarias para alimentarnos tres días, pues el éxito de la expedición dependía de que los lobos, que son muy vigilantes y desconfiados, no sintieran nuestra presencia, nos internamos y fuimos a ponernos al acecho entre una caverna que Smith conocía y que si bien era peligrosa en caso de marea muy alta o de tormenta, nos resguardaba de la intemperie y nos permitía observar con relativa comodidad.
El cutter, montado por la Avutarda, Oscar y GinCocktail, se alejó rápidamente con viento de popa, y nosotros, silenciosos, con el alma llena de angustias, pues quedábamos perdidos en medio del mar inmenso, seguimos con la vista su vela pequeña hasta que se perdió en el horizonte lejano.
Entonces conocí por propia experiencia la vida de estos hombres que diariamente confían su existencia a la suerte caprichosa, y comprendí su sensualismo estrecho, sintiendo horrorizado el vacío inexplicable que parece dejar en el espíritu la conciencia de que uno está abandonado en un miserable repliegue de la tierra y a voluntad de aquel océano que ruge acompasada y lúgubremente. Recién me di cuenta con claridad de cómo y por qué se llega en la vida del lobero a eliminar en absoluto del espíritu la idea del peligro, innata en el hombre.
Y si ese débil barquito que lleva sobre su cubierta los únicos tres hombres que en el mundo conocen nuestra situación, ¿sufriera un accidente?... ¿Si se hundiera? Más vale no pensarlo...
-¿Qué es eso? ¿Cañonazos? -dije de repente, volviendo en mí de la abstracción que me dominaba, despertado, puede decirse, por un codazo de Matías, que me pasaba la botella de guachacay con que ellos se habían entonado.
-No -me replicó Smith a media voz-: es el mar no más. Ya comienza la marea. Fíjate: las olas siempre vienen de a tres seguidas y golpean con leve pausa entre sí. Primero viene una y choca, se rompe y baña el pie de un peñón de la orilla que parece atajarla, derramándose en seguida en la extensión de algunos metros; luego hay una pequeña pausa y tras ella viene la segunda ola, que golpea más fuerte que la otra, baña el peñón hasta la cima y se derrama casi el doble de la primera, y no ya en silencio, sino con un ruido sordo; después hay otra pausa pequeña durante la cual la segunda ola, que no ha podido volver aún, es alcanzada por la tercera, que viene tronadora y vigorosa a conservar el espacio que conquistaron las otras dos... Y así, de tres en tres olas, van las aguas avanzando y subiendo su nivel. Cuando uno ha naufragado y está prendido a un peñón con uñas y dientes, defendiendo la poca vida que le queda, sabe recién cuánto vale esa pausa más larga que hay entre cada grupo de tres olas. Ella es la salvación, pues da lugar para que uno se acomode, se afirme y espere el nuevo embate que vendrá... ¡Oh! ¡oh.!... ¡Es preciso haber estado por ahogarse... para saberlo!... ¡Eso vale millones y vale imperios!
29
ENTRE LOS LOBOS
Al asomarse a la entrada de la caverna y mirar al mar, quedé horrorizado: no solamente vi las olas como montañas que batían nuestro miserable fuego y que me parecía se venían encima, sino que me ensordeció el ruido del agua que chorreaba por todos los desfiladeros y el silbido del viento que levantaba las crestas espumosas, atravesándolas como una bala y desparramándolas en el aire en forma de neblina.
Esa noche, mientras comíamos nuestra ración de conservas, Smith, Matías y Calamar conversaron de los horrores de la caza que al día siguiente realizaríamos tal vez, si había sol, y concluyeron de perturbar mi espíritu, que no pude serenar sino a costa de grandes esfuerzos y ya muy tarde.
-¡Mire que son canallas esos bichos! –exclamó Rodríguez-. ¿Creen que no nos han sentido? ... A esta hora quizá no conversan sino del chasco que nos van a dar.
-Nos habían sentido -repuso Smith - pero ya mañana no se acuerdan, si nosotros no nos hacemos presentes... ¡Olí! ¡ Oh! ... Por eso no se puede prender fuego, y a veces, cuando no hay resguardo, como ahora, ni fumar, ni conversar... Son muy inteligentes y ya ven, después de una matanza en una roquería pasan hasta un mes sin aparecer...
-Eso cuando son tropillas con crías -dijo Matías-; si se trata de esas manadas de solteros que se forman todos los años, no... A los cuatro o cinco días, después que ya el mar se ha llevado los muertos y la sangre, mandan los exploradores y vuelven a salir.
-¿Ha visto cómo son de diablos? No salen sin mandar batidores adelante y, después, ¡con qué arte ponen los centinelas! ¿eh?
-¿Y qué te gustaría más que salieran mañana Rubio -preguntó Calamar-: solteros o hembras?
-Si son hembras con cría, las prefiero por los cueros chicos... Si no, que salgan solteros, aunque sean más rabiosos que la Nodriza, el amigo de Catalena.
-Mira, muchacho - me dijo Smith - vas a estar a mi lado, pero no importa: cuando les tomemos a los lobos el lado del mar y ellos atropellen, tienes que tener buena vista y buen puño. Palo y palo no más: ¡que caiga el que caiga, sin elegir!... Ahora, si ves que a alguno no le vas a pegar bien te haces a un lado, porque si no te echa al mar y... ¡no hay vuelta!
-¿Y el garrotazo se pega fuerte?
-No hay necesidad. Cansaría mucho y no se haría gran trabajo. El palo se da en la cabeza, que es la parte sensible del lobo, por lo que siempre la lleva alzada, pues camina empinándose en las aletas delanteras... Si tienes serenidad, ya está todo.
-¿En esa cueva estuvo la Araña también? - preguntó Calamar.
-¡No!... -replicó Smith -. Fue del otro lado... Cuando recorrimos la roquería, después de la catástrofe, no hallamos ni una huella: parecía que no hubiera estado nadie.
-¡A cuántos les habrá sucedido igual hasta hoy - dijo Castinheiras con voz sorda -. Aquí, en estos mares, muere uno peor que los lobos, ¡pues no deja ni el cuero como recuerdo!
Antes de salir el sol, Calamar y Rodríguez salieron de la cueva y fueron a ponerse en observación, mientras nosotros, para matar el tiempo, recorríamos, alumbrándonos con un candil, las paredes sombrías del socavón, buscando algún rastro de hombres que en él se hubieran guarecido. Nada encontramos: allí no había más huellas que las del agua en las veces que lo inundaba.
De repente llegó Rodríguez: los lobos estaban afuera y parecía que era una tropilla de solteros, pues no había crías y habían dejado un solo centinela en el desfiladero por donde hicieron su ascensión a la playa. Habían dado muchas vueltas antes de salir, pues parecía que desconfiaban, pero ya estaban dormidos.
Requerimos los garrotes, y yo, con el corazón palpitante, salí detrás de Smith.
Ibamos agazapándonos : Matías, que iba adelante, nos hizo señas de detenernos y alzando su palo lo dejó caer sobre un lobo que, dormitando a la entrada de una especie de despeñadero, por donde habían trepado sus congéneres, no le había sentido llegar.
-¡A mal centinela, buena muerte!. .. - murmuró Smith.
Y continuamos la marcha penosa, arrastrándonos como culebras.
Cuando subimos a la cima había diseminados sobre las rocas planas unos trescientos lobos los que, gruñendo o roncando, se oreaban tranquilamente, resaltando su pelaje moro sobre las piedras negras y brillantes.
A una voz, atropellamos todos y la cumbre y el suave declive de la ladera costanera se hicieron una verdadera confusión: cada uno cuidaba de sí y trataba de llenar su tarea sin mirar a sus compañeros.
Fue una cosa horrible.
Los lobos rodaban aquí hacia el mar mugiente a que los llevaba su instinto, muriendo sin alcanzarlo y obstruyendo las pequeñas tajaduras y los declives, mientras la sangre corría en hilos sobre la playa, destilando del áspero breñal; allá saltaban desde un picacho escarpado o de un reborde atrevido y caían alzando una nube de agua que nos salpicaba o se precipitaban en tropel por los surcos débilmente burilados por las olas sobre la piedra viva, arrastrando guijarros y pedruscos, cuyo ruido estruendoso se confundía con los gritos de los anfibios moribundos o asustados, con el crujido del peñón azotado, con el rugido del mar, con el silbido estridente del sudoeste que se quebraba en las peñas o sobre las olas, levantándolas y con nuestra respiración anhelante, pues bajo la tensión de los nervios y la fatiga consiguiente a la ruda tarea emocionante, parecía que el aire faltara a nuestros pulmones.
Un cuarto de hora a lo sumo duraría la bárbara escena y sobre las piedras quedaban tendidos ciento cincuenta y ocho anfibios, que para nosotros representaban una fortuna y que eran el resultado de nuestro esfuerzo.
En cambio, Catalena había desaparecido: Calamar lo vio cuando caía, empujado por la avalancha que se despeñaba y no pudo protegerlo.
Era uno más que iba a aumentar la larga lista de las víctimas que día a día hace el mar con sus riquezas tentadoras y codiciadas.
Todo ese día y el siguiente los pasamos desollando lobos y arrollando los cueros rellenos de sal y con el pellejo para afuera continuando aún en la noche la penosa operación, alumbrados por la hoguera con que llamábamos al cutter y que al reflejarse sobre las ondas inquietas las teñían con colores de sangre.
Por fin, vimos la vela en el horizonte, acercándose lentamente como una esperanza que se realiza y al caer la tarde marchábamos con rumbo a Lennox, llevando nuestra fortuna, apilada dondequiera que había un lugar desocupado.
La carga era tremenda y el cutter por poco no desaparecía bajo las olas enormes que nos azotaban.
-Si no hay tormenta esta noche -exclamo Smith- ¡que me desuellen!... ¡Tres meses sin sudoeste y ahora se nos viene encima!...
Y recordando al pobre José Juan Castinheiras.
que dormía el sueño eterno quién sabe en qué profundidades desconocidas, buscamos todos un reposo que bien habíamos menester.
No sé cuántas horas dormiría; solamente recuerdo que de repente me despertaron unos golpes horribles que repercutían en mí como si yo los recibiese y i las voces airadas de Matías, Smith y la Avutarda, que dominaban el rechinamiento del maderamen, los rugidos del viento y del mar embravecido y hasta el estampido del oleaje que parecía rodar interminablemente en el oído y que estallaba de golpe, con notas intensas que sobrecogían el espíritu.
Intenté asomarme por la escotilla, pero estaba cerrada por fuera y tuve que contentarme con escuchar estremecido el ruido pavoroso de la tormenta, sin relámpagos ni truenos y con el chorrear monótono del agua que corría sobre cubierta y se filtraba traidora por todas las rendijas.
Yo sentía las olas que pasaban de vez en cuando de popa a popa, como un escalofrío y oía los juramentos que provocaban : aquello debía ser un infierno.
Al cabo de algunas horas de angustias mortales, se abrió la escotilla y apareció sonriente -con un expresión de tristeza indecible - la cara cuadrada de Smith, iluminada por la media luz tenue y azulada de una madrugada tempestuosa:
-¡Mal, cocinero, muy mal!
Y comenzó a alcanzar a la Avutarda y a Oscar, apresuradamente, la poca carga que llevábamos al resguardo, con excepción de las provisiones que iban en cajones, barricas o barriles, seguros de que su envase las salvaría en caso de un siniestro, ya previsto.
-¡Muy mal, hijo, muy mal!
Y poniendo a mi lado una caja de conservas y un poco de galleta, salió llevando una carga de víveres y una botella de guachacay. Sentí como volvía a cerrar la escotilla, diciéndome con voz sorda:
-Vamos a palo seco y muy mal... No podemos con el sudoeste... La mar de popa nos ahoga... ¡ No te muevas! ...
Caí es una especie de sopor o de soñolencia: estaba despierto, pero permanecía acurrucado en la oscuridad: no tenía miedo, propiamente, puesto que consumí las provisiones que me dejara Smith y otras más que yo busqué, pero me faltaba el ánimo me sentía desfalleciente, como cansado.
-¿Cuánto tiempo estuve así?
-No lo sé.
Al fin conseguí pararme y quise alzar la escotilla, pero como no lo lograra, comencé a golpearla hasta que vino la Avutarda, pálido y desencajado, según lo vi a la luz de un bombillo que llevaba en la mano, pues reinaba la más completa oscuridad y la tormenta seguía como si recién comenzara.
-¿Qué quieres?... Déjate estar en tu mechinal, hasta que te avisemos.
-¿Pero dónde estamos?
-¡Que el diablo lo sepa!. .. ¡Hace más de veinte horas que no gobernamos ! ... Esta madrugada nos estrellaremos por ahí ... por Bahía Valentín... ¡ o acabamos todos! ...
-¿Y la carga?
-¿ Carga? ... ¡Como esto! ... Y se sopló la palma de la mano. El viento nos lleva como a una pluma: ¡es un sudoeste rabioso!
Y horas más tarde, casi al aclarar, sentí un golpe seco que conmovió todo el barco y vi a Smith entrar desesperado, tomar un winchester y dos más que estaban a mano y decirme agitado:
-¡ os vamos sobre una rompiente ! ... Si caes al agua, déjate llevar. ¡Agarra la cantimplora!... ¡Si tienes serenidad no es nada!
Y salí: ya no llovía, pero el vendaval reinaba.
En ese momento una gran ola que nos tomó medio de través, volvió a golpear horriblemente al cutter y embarcando por la popa corrió arrolladora y junto a Oscar, me arrebató...
Cuando volví en mí, estaba acostado sobre el cascajo de la playa, lejos del mar, que seguía alborotado y rugiente: me incorporé a duras penas y sentí el cuerpo como magullado. Vencí mis dolores físicos, y reanimándome con un trago de la cantimplora, que tenía en bandolera y con la cual tropezó mi mano en un movimiento casual, me puse de pie y tendí mi vista sobre el mar y sobre la costa.
Me hallaba solo, sobre una playa desierta -en el fondo de una ensenada- que destacaba sobre el mar una alta punta que parecía el comienzo de una sierra cuyas cumbres se veían en el horizonte, perdiéndose en las nubes.
El mar, aún agitado y blanco de espuma, seguía impertérrito golpeando la costa, a pesar de haber amainado el viento, y yo no encontraba sobre su vasta superficie ni un rastro que me indicara el punto donde se había efectuado la catástrofe.
Al fin, allá, al pie de la alta punta, que se erguía sobre el mar, batida por las olas, vi algo que desdecía del paisaje general que descubrían mis ojos: eran dos bultos inmóviles, sobre la playa pedregosa.
¡Con qué ansiedad observé!
Me parecían dos hombres sentados uno frente a otro y solamente la idea de no estar solo me reanimó y eché a caminar hacia ellos.
¡Qué horrible angustia!... ¡Qué cosa tremenda es la duda y cómo enerva y embota!
A medida que me acercaba, los detalles de nuestra desgracia horrible se presentaban pavorosos a mi espíritu, pero me alegraban, pareciéndome que no me hallaba tan lejos, tan sólo ni abandonado.
Del cutter no quedaba nada sobre el mar, pero en cambio la playa estaba sembrada con sus despojos, pero yo fui hallando en el largo trayecto hasta percibir claramente los dos bultos inmóviles: eran Smith y la Avutarda.
Ya no tuve ojos sino para mirarlos a ellos, que, abstraídos, abatidos, no me veían, ni oían mis gritos.
Recién cuando estuve encima, casi, me sintieron y caminaron hacia mí en silencio.
Pálidos, desencajados, me abrazaron llorando.
Les pasé la cantimplora y un trago de guacachay los reanimó.
-¡Ah!. .. -dijo Smith conmovido... - Pobres compañeros de mi vida : todo se concluyó!
-¡No, hombre!... -repliqué con firmeza-. ¡Hay que acabar la riña sin cacarear!... ¿ Para qué somos machos? ... ¿No te parece, Avutarda ?
-¡ Creo que sí!
Y en silencio comenzamos a recoger sobre la playa los despojos del cutter, generosamente devueltos
por el mar y tendidos en todo lo que abarcaba la vista.
A medida que apilábamos todo lo servible que encontrábamos, por insignificante que fuera, nos sentíamos menos pobres y menos desvalidos: todo lo que formaba y contenía el cutter - con excepción de lo que el agua o los golpes habían destruido o disuelto y que era poco relativamente - estaba allí.
Teníamos la tablazón y el velamen, la ropa, las cajas de café, e! barrilito con el agua de reserva, dos de guachacay y uno pequeño de brandy, una veintena de latas de conserva, una bolsa de carne salada, que pusimos a orear sobre las piedras, otra de galleta casi inservible, el tarro de la levadura inglesa, todas las carabinas, el cajón de la munición, y, lo que nos hizo temblar de emoción como ninguno de nuestros hallazgos anteriores y que implicaba nuestra salvación: el cofrecito en que Smith guardaba los quince kilos de oro, recogidos con tantas penurias en la Caleta del Barrilito.
Nos disponíamos a excursionar por la playa en busca de !os cadáveres de Oscar y de Matías - pues Calamar, Rodríguez y Gin-Cocktail habían sido arrebatados del cutter al principio de la tormenta no más, según me informaron- cuando de repente vimos a lo lejos dos bultos que penosamente se movían sobre la playa, dirigiéndose a nosotros.
-¡Allá vienen! ... ¡Están salvos!... -gritó la Avutarda, y tomando la cantimplora, que había sido nuestra salvación, corrió en su auxilio, mientras nosotros preparábamos una fogata.
-Es preciso comer - observó Smith, ya más animado -. ¿ Qué va hacer uno?... ¡El mar puede más!
-¿Sí?... Pero... ¿fuego... de dónde sacamos?
-¡Oh! ¡oh!... ¿Ve?... Yo tengo este amuleto, que me ha salvado la vida cuatro veces.
Y sacándose del cuello una cadenita de oro, me mostró una caja que encerraba un yesquero completo.
-¡Este me lo regaló mi padre... y ha sido mi suerte siempre!
Reunidos los cinco y repuestos un tanto de nuestra extenuación, buscamos un socavón que se abría en la ladera de un peñasco escarpado y adonde evidentemente no llegaba el mar. Allí instalamos nuestro campamento provisorio, no lejos de un manantial que goteaba incesante sobre una gran piedra cóncava, derramándose en un hilo transparente que se perdía entre las asperezas circunvecinas.
30
LA LUCHA POR LA VIDA
Esa noche, mientras rodeábamos el fogón en que se preparaba nuestra cena, bien pobre por cierto, dijo Matías:
-Voy a hacer un poco de pan para mañana. Es bueno salir a excursionar y a buscar carne fresca... ¿De qué sirve estar como enterrados en esta playa?
-¡Claro! -gruñó Oscar-. Por mi parte voy a arreglar los anzuelos...
-El anzuelo, corrigió la Avutarda-. ¡Por casualidad se salvó uno!
-¡Bueno! ... ¡Los anzuelos! Ese y uno que yo tengo son dos... ¡me parece!
Y como en ese momento Matías extendiera un trozo de vela que le iba a servir de mesa para el amasijo, me acerqué y le dije:
-¡Le voy a ayudar!... Esto va a ser para los dos. ¡De todos modos! ... Yo mañana me voy con usted... La verdad es que no es bueno amohosarse.
Y miré a Smith, que, triste y silencioso, contemplaba el fuego, teniéndose la cabeza con las manos y que parecía no vernos ni oírnos.
Nos pusimos al trabajo y pronto estuvo tomada la masa, es decir, preparada una pasta hecha con galleta mojada.
-¡Nosotros no precisamos gran cosa : ya verá! ... Yo hago pan lobero, que es el mejor para las marchas.
Y tomando uno de los baldes de hierro, echó la pasta juntamente con un poco de la substancia que
daba la carne salada que estaba al fuego y plantó el horno improvisado en medio de la hoguera.
-Si no es pan, será parecido... ¡y seguramente mejor que nada!
-A todo esto - preguntó Smith, alzando la cabeza y desperezándose - ¿adónde estaremos en este momento? ... ¿Se ocupó alguno de averiguarlo?
-Estamos en Bahía Valentín - dijo la Avutarda -. ¡En cuanto abrí los ojos la conocí!
-Y yo también - afirmó Matías -. Estamos en el sur de Bahía Valentin, y por muy poquito no la erramos y vamos a dar a Buen Suceso, ¡o al infierno!... He visto, además, las cumbres de los Montes Negros que, como sabrán, no se pueden confundir: son cinco picos que parecen una mano abierta que se alzara...
-Pero entonces - repitió Smith, como desconcertado- ¿no tenemos adónde ir? ... ¡Más feliz que nosotros ha sido el pobre Calamar!
-¿Por qué?... Podemos ir para Buen Suceso; tal vez hallemos algún barco de esos que vienen por Lemaire o de la Isla de los Estados; si no, podemos subir para Puerto Español y buscar los lavaderos...
-¡Bueno, bueno! -interrumpió la Avutarda-. Digan claro;' ¡más vale morirse por aquí no más! .. . ¡No cuentan el hambre, ni las distancias, ni la fatiga, entonces? ¿Creen que esta costa es la bodega del cutter, donde hay de todo?
-¡Bah! ... -dije yo -. ¿Somos hombres, sí o no? ... ¡Mientras yo pise tierra, no me echo a muerto: no faltaría más! ¿Qué te parece, Oscar?
-i Me gusta ! ... Yo siento lo que ha ocurrido, pero... ¡a lo hecho, pecho!
-¡Claro! -apoyó Matías, que era incontrastable.
Y quedó convenido que en la madrugada siguiente éste y yo excursionaríamos hasta las montañas lejanas y trataríamos de encontrar algunos indios cazadores, explorando de paso los caminos.
-¡Pobre Calamar! ... -volvió a repetir Smith, lúgubremente-; ¡él decía que era hidalgo portugués y yo creo que en el mundo no hay muchos más caballeros que él! ... ¡Yo lo vi cuando lo arrastró la mar condenada aquella y creo que hasta me saludó con la mano ! ... Era terco : tal vez si se amarra en el palo, como yo le dije cuando fui a cerrar la escotilla para que éste - y me señaló a mí -no saliera, estaría ahora con nosotros.
-Sí, el golpe fue bárbaro -añadió Oscar -. ¡Yovi venir la ola y me aferré, pero el mejicano y el otro no tuvieron tiempo y siguieron atrás de Calamar, que ya pasaba arrastrado junto con la cocina, los cueros que estaban arriba de la camareta y todo!
-¡Bueno ! -interrumpí yo -. La tormenta pasó ya, ¿no es cierto?
-¡Sí!
-¿A qué recordarla más y entristecerse de gusto, entonces? Mañana Smith y la Avutarda pueden ocuparse en traer bastante leña para hacer señales...; quizá pase algún barco a la vista, y es bueno estar prevenidos. Nosotros, entre tanto, campearemos... ¿No te parece, Matías?
-¡Justo! -repuso éste, sacando de entre el balde un bollo dorado -. Con éste y un poco de guachacay, llegamos al fin del mundo... Lo que me extraña es verlo a Smith.. ¡Cualquiera creería que ésta es le primera zorra; que desuella!
-¡No! ... ¡No es eso! ... Es que uno, para empezar de nuevo, ¡ya está viejo!
-¡Pero, hombre! -exclamé -. ¿No tenemos ahí quince kilos de oro?... ¿No son nuestros? Compramos otro cutter, le ponemos "The Queen" y se acabó! ... ¿No les parece?
Mi proposición fue acogida con júbilo, determinándose que en la primera oportunidad los náufragos de Bahía Valentín volverían a los lavaderos y a las roquerías, con nuevo vigor y nuevos bríos.
Y, charlando de cosas alegres, la tranquilidad volvió a nuestros espíritus y pronto, alrededor del fogón, se oyó el ronquido de mis compañeros mientras yo velaba insomne, pensando en mi hogar lejano, mirando las estrellas brillantes y oyendo el rumor del mar, lúgubre y monótono.
La primera claridad del día nos sorprendió a Matías y a mi desayunándonos con los restos de la cena y listos para salir.
Cuando el áspero camino de la playa quedó libre de sombras, dejamos el campamento y nos internamos, faldeando la sierra que, partiendo de la punta que nos guarecía, se perdía en el interior, vestida con todas las galas de la selva fueguina.
El camino, fragoso y pesado en las pequeñas y raras abras que encontrábamos, se tornaba casi impracticable bajo la copa de los grandes árboles que se erguían hasta el cielo, derramando profusamente cascadas de líquenes y de musgos vistosos que peinaban el pastizal alto y tupido.
-No tenga cuidado de nada: pise donde quiera - me dijo Matías -; aquí no hay víboras ni bichos ponzoñosos; en todo lo que he andado no he visto nunca sino mosquitos y una araña chiquita que suele vivir en los palos: no se conocen garrapatas, hormigas, sapos... ¡ni siquiera bichos colorados!
-¿Y fieras se conocen?
-¡Jamás vi ninguna ni he oído a los indios que las haya! ... ¡Esos montes son el paraíso de los caminadores!
De repente, como llegáramos a un claro, exclamó Matías, señalándome unos montículos que se descubrían entre el pasto:
-Paradero de guanacos... ¡Mire qué ganga!... ¡Esos montones son de estiércol y los hacen las tropillas de guanacos que se costean de leguas a dormir en el mismo punto, teniendo siempre los mismos paraderos, Los indios se esconden cerca de éstos y los cazan a flecha; ¡de otro modo no podrían, porque son muy ligeros!... Estos son animales que han de venir al mar a beber, lo que quiere decir que habrá poca agua en este lado de las sierras... ¡Ya veremos!
-¿Y toman agua salada?
-¡ Sí! ... Es el único animal de tierra que se que la toma.
Y seguimos silenciosos una de las huellas que se abrían entre el pastizal y que eran otras tantas sendas que conducían al paradero.
Matías iba pensativo y me dijo, parándose de pronto:
-¡Las huellas no siguen para el mar ! Volvámonos; es bueno ver adónde van: han de caer a alguna aguada.
Tras un largo y pesado trayecto, en que más de una vez tuvimos que romper con las manos las cortinas con que las lianas y las enredaderas nos cerraban el paso, llegamos a una hondonada sombría, en cuyo fondo se deslizaba mansamente un arroyo caudaloso, que en la época de los deshielos debía ser torrente, pues su cauce se interrumpía de vez en cuando con moles de piedra, rodadas probablemente de las cumbres vecinas.
Terminábamos nuestro almuerzo frugal - un pedazo del bollo insípido preparado la noche antes por Matías, un trago de guachacay para ayudarlo a pasar y algunas frutillas silvestres -, cuando una carcajada estridente me hizo estremecer.
-¡Quieto! ... ¡Son guanacos que retozan! ... ¡Espere!
Y arrastrándose alcanzó a una pequeña eminencia desde donde me hizo señas de que recogiera todo y le alcanzara ...
Allá, en una ladera verde, se veía una decena de guanacos que pastaban y no lejos de ellos otro animal overo que me pareció un caballo.
-i Fíjese! ... ¡Es un mancarrón manco!... Ha de ser algún desertor de la Comisión de Límites, que de monte en monte se ha venido a guarecer aquí. ¡Mire qué bolada si lo agarramos!
-Mejor sería algún guanaco...; tendríamos carne.
A costa de increíbles esfuerzos y con inminente peligro de derrumbarnos, llegamos a ponernos a tiro de los guanacos, que de vez en cuando alzaban y bajaban las orejas negruzcas que resaltaban sobre los cuellos leonados, casi rojizos. Hicimos fuego y dos animales rodaron por el suelo, mientras sus compañeros, lanzando su relincho estridente, que a mí me parecía una carcajada, se perdieron a lo lejos entre los vericuetos del monte.
El mancarrón, cojeando, disparó también, pero al rato volvió a aparecer, curioso, tal vez atraído por el recuerdo de su antigua esclavitud, de la cual conservaba en los lomos y en las costillas marcas indelebles, señaladas por manchas blancas de forma caprichosa.
Estábamos despanzurrando nuestra presa, cuando él, bufando, se acercó a nosotros, quizá creyendo que sus ánimos pudieran suplir a sus fuerzas reales una rápida carrera y un salto le bastaron a Matías para agarrarlo del cuello. Deteniéndole humilde y sumiso, le ató con su faja y lo acercó a las reses.
Con el cuero de una hicimos correas y con éstas, no solamente llevamos el caballo, sino que aseguramos nuestra presa sobre sus lomos, emprendiendo contentos el regreso.
Yo llevaba las fauces secas y no era que el guachacay no pudiera aplacar mi sed. A cada paso me sentía más desfalleciente y más cansado, llegando un momento en que ya la marcha se me hizo poco menos que imposible: tenía fiebre.
-¡Hubiera bebido en el arroyo, pues! ... ¡Mire que es sin precaución!... ¿Y ahora qué hacemos?... ¡Vea de seguir un poco!
Como estábamos lejos del campamento aún y la noche se nos venía, un trecho a buenas y otro trecho arrastrado por Matías, hice el camino hasta una hondonada que estaba tapizada de frutillas y moteada de calafatea.
-¡Vaya, hombre! ... ¡ Aquí hay algo que vale el agua!
Y ambos nos refrescamos con las frutas jugosas, que si bien no llenaron del todo la necesidad, nos pusieron en condiciones de proseguir nuestra marcha.
Cuando llegamos al campamento corrí ciego al barril del agua y recién, después que bebí hasta encharcarme, pude darme cuenta de la alegría que en los compañeros despertó nuestro regreso.
-¿Carne? ... ¿Y un caballo?... ¿Acaso tiene más fortuna la reina de Inglaterra? - preguntaba Smith, conmovido.
-Ya íbamos a salir a buscarlos -decía la Avutarda-. ¡Nos han dado un susto sin compañero!
Luego, con cómica gravedad, vino Oscar, y tomando de la mano a Matías, le condujo ante un envoltorio de arpillera, que estaba bajo una lata.
-¿Ves?... ¿Sabes lo que es eso, Rubio?... ¡Bueno! ¡Eso es harina! ... Encontré hoy en la playa un bolsa mojada... ¡pero que tenía el corazón seco! ... ¡Como puedes imaginarte, más tardé en verlo que en sacarlo!
Y mientras saboreábamos una sopa de pescado que había proporcionado la habilidad de Oscar y que Matías dijo que era un mar, dada la variedad de peces, mariscos y hasta guijarros que contenía, hicimos nuestro plan de campaña.
Matías, que fue quien triunfó, era de opinión que debíamos seguir hacia el interior en busca de las tribus onas : si hallábamos alguna, él garantizaba que llegaríamos a cualquier puerto del Atlántico sin tropiezo ni fatiga, pues era más fácil atravesar por las llanuras del oriente que por las sierras y montes de los canales.
El día siguiente lo empleamos en aprontar todo lo necesario para la marcha, y especialmente el arreo para nuestro carguero, guardando en la caverna, por previsión, todo aquello que no siéndonos de absoluta necesidad, pudiera, sin embargo, ser útil a cualquiera que llegara a aquellas playas desiertas.
Y en la tarde, estando ya repletas las maletas que debía llevar el caballo, cuyo conductor, como más entendido, sería Matías, y cuando rodeamos el fogón en que chirriaba un buen asado de guanaco, me dijo con tono festivo
-Ya la masa está leudando; ¡mañana verá qué panes!... Son capaces de quitarles hasta la sed si lo agarra otra como la de ayer.
Efectivamente, cuando en la madrugada me levanté para desayunarme, ya estaba allí, enfriándose sobre un pedazo de lona, un gran pan dorado que tenía la forma del balde en que se coció y cuyo olor apetitoso traía la saliva a la boca.
-No lo mires así - exclamó Oscar -; ése es para el viaje; para el café tenemos este otro.
Y todos se reían viendo mi asombro.
-¡Mira -dijo la Avutarda-, con los loberos no hay desierto! ... Son capaces de improvisar hasta un discurso!
Cómo descansó mi oído cuando a las dos horas de marcha hicimos nuestro alto, allá al pie de las sierras que debíamos faldear con rumbo al sur y no escuché más aquel fatídico rumor del mar, ligado para siempre a escenas y a sucesos que no se borrarán jamás de mi memoria!
31
EN LA LLANURA
A los dos días de camino y cuando ya salíamos de la selva fueguina, siempre igual, empezamos a encontrar majadas de guanacos que saltaban de risco en risco, relinchando, pero nunca tan lejos que nuestras carabinas dejaran de alcanzarlos.
Matías era un maestro en la preparación de su carne, que tiene un sabor desagradable y es dura y fibrosa: la enterraba durante la noche y al día siguiente teníamos siempre un asado tierno y jugoso.
Sostenía que con este procedimiento hasta el pingüino era sabroso y delicado, y que él, viajando con los indios onas, había comido perros cimarrones, zorros y ardillas, abundantes en el Lago Faniano y sus alrededores, sin haber encontrado nunca en la carne ese dejo desagradable que la hace incomible.
-Cuando salgamos al llano y encontremos tucutucus, ¡verán qué guisos!... ¡Les parecerán de pollos!
Una tarde costeábamos un pequeño arroyo tortuoso, buscando un vado y de repente vimos una decena de indios emboscados detrás de las matas de cafalate y que, evidentemente, nos esperaban en son de guerra.
-¡Los onas, Matías! -gritó Smith-. Tal vez querrán enterrarnos esta noche para regalarse mañana!... ¡Diles que yo ya no paso ni así!...
Hicimos alto y Matías se adelantó con toda prosopopeya, dejando su carabina en el suelo: otro indio de los que nos observaban le imitó con su arco.
Ambos, frente a frente, se detuvieron a una veintena de pasos y comenzaron un discurso que se oían por turno y cuyas sílabas, duras y malsonantes, llegaban a nuestros oídos, produciéndonos el mismo efecto de los goterones que preceden a una tormenta cayendo sobre un techo de cinc...
Luego marcharon rápidamente uno hacia otro y se dieron un largo apretón de manos, hablándose a gritos.
Momentos después, nosotros y los salvajes - que eran una sola familia de cazadores de guanacos - fraternizábamos y continuábamos juntos la marcha interrumpida, seguidos por una treintena de perros flacos y de pelajes diferentes, que marchaban cabizbajos, mirando con desconfianza, como sus amos, al pobre caballo manco que Oscar llevaba del cabestro.
Matías y el ona que le había recibido, iban adelante conversando alegremente, a juzgar por su mímica animada. Cuando pasamos un peladal en que nuestro carguero no daba paso sin caer, se hizo alto y acampamos próximos a un manantial que brotaba al pie de una colina escarpada que debía servirnos de resguardo contra el viento huracanado que venía del mar y arremolinaba las nubes hacia el oeste, presagiando lluvia.
Mientras se encendía nuestra hoguera, observaba a los indios, curioso por saber cómo acampaban y, sobre todo, por ver cómo encendían su fuego: fui defraudado en mis esperanzas; no pude ver nada.
Muy pronto en el fogón indígena no quedaban sino tres mujeres, cuatro indiecitos pequeños y los perros; los indios, atraídos por el guanaco que chirriaba en el asador de madera fabricado ad-hoc y por su curiosidad infantil e insaciable, estaban en el nuestro, graves y silenciosos, con excepción del que hacía de jefe, que conversaba con Matías, y a veces con Smith, dirigiéndole algunas palabras en un inglés muy adulterado, que se necesitaba muy buena voluntad para entenderlo.
-Parece que va a llover - dijo la Avutarda.
-No, replicó Matías -los indios no han armado el toldo y van a dormir a la intemperie. ¡Es la mejor señal!
-¿Dígame -pregunté- qué demonios de repiqueteo es ese que se oye?
-Luego lo verá.
Y dirigiéndose a los indios les habló algo, que éstos transmitieron a las mujeres por medio de un mocetón que tenía todas las trazas de ayudante.
Las indias que, como estatuas, permanecían en cuclillas al lado del fuego, se levantaron; y mientras dos, seguidos por la perrada silenciosa, pasaron como sombras por nuestro fogón, en dirección al camino que habíamos traído, la que quedó retiró del fuego la carne a medio asar que habían dejado sus compañeras, y que sería su cena, observó a los indiecitos, -que apelotonados dormían en un cuero, rodeados por media docena de perros familiares, los cuales hechos un ovillo les prestaban su calor recibiendo a su vez el de ellos - y tranquilamente volvió a acurrucarse, permaneciendo inmóvil.
Smith se había apartado un poco de la rueda y volvió trayendo en la mano un tarrito de conservas ascendido a jarro, y antes que Matías pudiera impedirlo lo ofreció al jefe ona, galantemente.
Este lo tomó con toda prosopopeya, lo miró por fuera a la luz del fogón, y luego de llevarlo a la nariz lo tiró violentamente, y poniéndose de pie, habló airado a sus compañeros, que le imitaron.
Matías, consternado, les hablaba con calor, señalando a Smith, quien comprendiendo que había hecho una barbaridad seguramente, aun cuando, como nosotros, no veía cuál, adoptó un aire contrito.
Después de un largo parlamento, los ánimos se apaciguaron y la tranquilidad se restableció, por más que los indios, desde ese momento, comenzaron a mirar a Smith con visible desconfianza. Matías, volviéndose a nosotros, nos explicó la escena brevemente, rogándonos que no volviéramos a repetirla.
-Nuestro amigo está enojado porque le has ofendido ofreciéndole guachacay; ningún ona que se estime bebe alcohol, ni fuma, ni come azúcar.
-Diles que no sean animales -interrumpió la Avutarda.
-No; la cosa es seria; es asunto de religión- y hay que respetarla. ¿No vieron la indignación?... ¡Dicen que ofrecerles a ellos esos venenos es tomarles por miserables yaghanes y alcalufs, sus enemigos, que no respetan la tradición de sus padres ! ... ¡ Creen que el que usa alcohol, tabaco o azúcar, es un hijo de los malos espíritus, mandado a la tierra para dañar a los hombres buenos, que son ellos!
-¡Pues amigo!... -exclamó Smith-. Que me perdonen ; no me creía tan criminal... y me tomaré todo el alcohol que pueda... Agrégales, especialmente, que me alegraría mucho de que todos los hombres en la tierra fueran tan brutos como ellos.
Los indios que habíamos encontrado eran, como todos los de la raza, altos, vigorosos, de musculatura hercúlea y líneas fisonómicas muy acentuadas, habiendo alguno de ellos que, con una boina roja y un ponchito al hombro, hubiera sido tomado por un vasco cualquiera de los alrededores de Buenos Aires.
Matías me hizo saber que estos indios se titulan los hombres más buenos de la tierra, siendo el fondo de su carácter bondadoso y hospitalario, por más que sean valientes y arrojados. Su vestuario consistía en una amplia capa de cuero, en un taparrabo sujeto a la cintura por una tira angosta, en una especie de vincha con la cual no se sujetan el pelo como se creería, pues lo usan cortado casi al rape en la parte superior de la cabeza, en tatuajes caprichosos hechos con ocre de colores y en collares y adornos confeccionados con huesos pequeños y valvas de mariscos.
Perdidos en las llanuras inmensas que se extienden hasta las inabordables costas del Atlántico, rocallosas y planas, tienen poco contacto con la sui géneris civilización fueguina, que ellos repudian, tratando de conservar intactas sus costumbres casi patriarcales y mirando con repugnancia a sus hermanos de la costa, que las han bastardeado y con odio a los yaghanes y alacalufs, que las han perdido entregándose a los vicios del tabaco, del alcohol y del azúcar, que ellos reputan una abominación y que les han hecho olvidar los ejercicios guerreros, que fortifican el cuerpo y les conservan.
Para ellos llegar a la vejez es un timbre de honor: el hombre no debe morir sino en el trabajo o en la pelea y es siempre el jefe de cada agrupación el padre de familia más anciano.
Los onas se dividen en dos ramas : los del litoral, que tienen los dientes negros, debido a su alimentación e impureza de costumbres, según nuestros acompañantes, y los del interior, que tienen los dientes blancos como la nieve de las montañas y sólo comen carne.
Entre los indios que iban con nosotros, que eran del interior, había tres matrimonios y eran hijos suyos los indiecitos que durante la marcha cada madre llevaba metidos en una bolsa colgada a la espalda o prendidos a su capa de piel.
La mujer es entre ellos, como entre los yaghanes, una esclava; el hombre es guerrero y cazador, desdeñando todos los detalles relativos al toldo y sus comodidades: él pertenece por completo al ejercicio de sus fuerzas y al cultivo de su destreza, ya sea en la carrera como en el manejo del arco o la honda, únicas armas que usan y con las cuales hacen verdaderas maravillas.
Las puntas de las flechas son de silex o de hueso, pero los ribereños las usan de pedazos de vidrio de las botellas que encuentran y los que tallan no a golpes, como se creería, sino puliéndolos con un trozo de pedernal.
Todas las mañanas, antes de levantar su campamento, es de práctica que los guerreros se ejerciten en su arte y reciban las fricciones en las coyunturas de los brazos y las piernas, que ellos conceptúan preservadoras de dolencias y enfermedades.
Mientras los indios hacen su academia, las indias dan a cada uno de sus hijos un masaje destinado a promover su desarrollo y fortaleza, que es toda una curiosidad: coyuntura por coyuntura, desde el dedo meñique de la mano hasta el último del pie son prolijamente restregadas, así como los huesos del pecho, las vértebras y aun el cráneo. Se conceptúa entre ellos que este masaje y el agua de ciertos líquenes y musgos son los únicos remedios que existen para todas las enfermedades y que el primero es el que les da su corpulencia y su vigor.
Entre las mujeres es mejor madre la que cría un hijo más fuerte, como es mejor tierra la que produce un árbol más lozano y más frondoso.
Todas estas prácticas diarias absorben la madrugada ona y hacen que las marchas sean lentas y pesadas : nunca levantan el campamento sino con el sol alto y conocen exactamente, por el modo como se ha alzado el horizonte, si podrán contar con un día sereno o si se levantarán tormentas de lluvia o de viento.
Sus útiles de caza son tan sencillos como su vestuario; además de su agilidad y de sus perros, usan la flecha, la honda, una cimbra formada por barbas de ballena y una lazada corrediza de lo mismo, fijada en la extremidad de un palo, e igual a las perdiceras de los gauchos en las pampas argentinas.
Entre ellos el perro es el auxiliar más poderoso y es casi objeto de veneración por su parte. Con él cazan todos los animales de la región, excepto el guanaco, que lo toman al acecho, ocultándose en la vecindad de sus paraderos y lanzándole sus certeras flechas de silex o de hueso.
Los demás animales regionales ni son muchos ni de alzada: el tucutucu que abunda de una manera extraordinaria y es su alimento y el de los perros, y después las ardillas, liebres, zorros, patos, avutardas y algunas aves pequeñas.
No se conoce el puma, el tigre, ni ninguna fiera o animal bravío, con excepción del perro cimarrón, que ellos domestican y utilizan. Este no es seguramente originario sino importado y su tipo, desarrollándose a la intemperie y en estado salvaje, ha sufrido una reversión que lo coloca entre el lobo y el zorro. Es de pequeña alzada, de oreja corta parada, de gran agilidad e inteligencia, sobrio y muy sociable, reuniéndose, sobre todo en la época del celo, en enormes cuadrillas que llegan a constituir un verdadero peligro para los viandantes.
-¡Diga, Matías! ¿Con qué encendieron fuego los indios?
-¿Quiere verlo?
Y habló con el jefe ona que sacó de una bolsita que llevaba al cuello un rollo de cuero y de entre éste algo que, a la escasa luz del fogón, no pude ver lo que era en el primer momento y que Matías sonriendo me pasó, al mismo tiempo que me decía:
-¡Con esto!
Era una caja de fósforos de cera.
Luego me explicó que los indios modernos ya habían suprimido el pedernal golpeando sobre un montón de musgos secos o la conservación con religiosa veneración de un tizón confiado a la custodia de las doncellas de la familia que, de distancia en distancia, debían ir encendiendo hogueras, para conservarlo, durante las marchas.
Las indias que pasaron para afuera, regresaron trayendo cada una un montón de ratones pequeños, muy peludos, de color gris oscuro y los entregaron humildemente al jefe, quien los alcanzó a Matías.
-i Vea! ... Ese ratón es el tucutucu, que le dije hoy que era un manjar exquisito. Es un bicho que hoy o mañana valdrá mucho, pues su cuero será un adorno apreciado; fíjese: parece un cisne por lo suave del pelaje. El tucutucu poco sale de sus cuevas y su canto es ese martilleo que le llamó la atención y que habiendo cesado cuando las indias andaban en el tucutuzal -el paraje ese por donde pasamos y que estaba como minado - ha comenzado ahora de nuevo. ¡Oiga y verá!
Efectivamente oí como un martilleo sordo que repercutía por todas partes y que ya parecía sonar en las nubes como abajo de uno.
-Agarran un paraje seco y donde el agua esté muy lejos, pues aquí generalmente se la halla antes del metro y lo hacen un harnero, formando esa especie de hornaguera que atravesamos y en el que el caballo va perdiendo pie a cada momento. Su reproducción es fenomenal y por más que los indios y todos los animales de aquí, con muy pocas excepciones, se alimentan principalmente de él, no se nota la merma.
Los indios lo cazan con toda facilidad, pues los perros cavan surcos al sesgo, que les toman de través las galerías en que viven, y como son muy tímidos comienzan a disparar y ellos los ensartan al cruce con unas varitas puntiagudas.
Al día siguiente, mientras tomábamos café mirando a los indios medio desnudos hacer su gimnasia matinal, corriendo carreras con sus perros favoritos, saltando y adiestrándose en la honda y la flecha, con las cuales no disparaban a grandes distancias sino a pequeñas y acertando en blancos diminutos que colocaban entre el pasto, el jefe ona, que se llamaba Mápilush, nos declaró que en consejo había determinado dejar las familias acampadas allí
y acompañarnos con los guerreros Culcóian y Ucócu, que conocían a los parientes de Matías, hasta donde quisiéramos o necesitáramos.
Lo único que nos pedían en recompensa era que al final del viaje les diéramos el "guanaco grande", aludiendo al caballo, y alguna ropa para sus familias.
Y allá, a lo lejos, quedó muy pronto el toldo miserable que cobijaba amoroso toda la riqueza de guerreros onas, quienes con aire marcial marchaban a vanguardia.
32
ONDAS Y BRISAS
Desde ese día ya dejamos de percibir las brisas marinas que en la tarde llegaban a nosotros y que Smith reconocía complacido y aspiraba con fruición.
Faldeando una larga serranía, cubierta de bosque desde el pie hasta la cima -la misma que habíamos costeado por el lado del mar, casi desde nuestra salida de Punta Arenas- y llevando a la vista las dunas desoladas, que en suave declive van a formar la barrera inexpugnable en que el Atlántico se estrella rumoroso, caminábamos en las abras por llanuras pastosas en que reconocía contento las líneas típicas de las pampas de mi patria: ya eran gramillales erguidos que nos impedían la vista, castigándonos el rostro, ya esparragados que extendían sus largas guías blanquizcas, ora sobre los arroyos de orillas chaflanadas, que iban poco a poco desarrollándose, festoneados de árboles y de espadañas con rumbo al este, ora sobre los lagos azules, refugio apacible de verdaderos enjambres de avutardas y de cisnes.
Todas las tardes, cuando acampábamos, salía Mápilush con sus perros y sus cimbras de ballena y nunca regresaba sino cargado de huevos de perdiz o de avutarda y trayendo a la espalda, sujetas por las patas, algunas yuntas de aves, que asadas al rescoldo y a la moda ona, hubieran tentado el apetito del gastrónomo más exigente, cuanto más el nuestro.
-Diga, Smith... ¿Aquí no hay viento nunca?
-Muy poco... ¿No ve que esta llanura, que algún día se cubrirá de ganados y de riquezas, es un valle que corre entre las dunas peladas y chatas del Atlántico y las montañas boscosas del Mar Argentino de los canales?
-Además -agregó Oscar - en toda la región de Lemaire, por ejemplo, nunca hay vientos peligrosos. Es la Isla de los Estados, en San Diego y en todos estos puntos de la costa, los peligros para los buques no están en las tormentas sino en las calmas, pues las corrientes, que son terribles, los toman indefensos, y los estrellan contra las costas... Los naufragios, por ahí, se producen siempre con calmas chichas.
-Sin embargo -observó Matías- yo vi una tormenta cuando recién se estrenó el faro de San Juan de Salvamento, ese que los argentinos hicieron allá en el Norte de la Isla de los Estados, de la que no me olvidaré jamás... ¡Mire que trabajamos durante tres días!. .. Nosotros veníamos de Inglaterra con carga para el Pacífico, cuando de repente vimos una luz en la costa, en circunstancias en que capeábamos el temporal. El capitán creyó que eran señales de náufragos y comenzó a contestar con cohetes, botando una lancha al mar, con seis remos por banda. Tres días peleamos por acercarnos y no lo lográbamos, teniendo que volver a bordo. El cuarto día nos topamos a medio camino con otra lancha que venía de tierra a socorrernos, creyéndonos en peligro, pues los del faro tomaron nuestras señales como de auxilio... Fue un acto lindo para la marina de guerra argentina y para la mercante inglesa... Mandaba la lancha el teniente Beccar, argentino.
El indio Culcóian habló largo con Matías y éste, después de interrumpirlo varias veces con monosílabos, nos dijo:
-Dice éste que del otro lado de una cerrillada que pasaremos mañana, hay un paraje donde los guanacos abundan como pasto. Piden que les cacemos algunos con las carabinas, pues necesitan llevarles cueros a sus mujeres.
-¡Pero, hombre! - exclamé -. Estos indios no piensan sino en las mujeres, a lo que parece?'
-Son cariñosísimos - replicó Matías - vea: tengo un cuñado, que sobre ser un jastiál, es un tigre por lo bravo y corajudo: vez pasada, la mujer se hallaba en trance apurado adentro del toldo y nosotros en el fogón estábamos churrasqueando; de repente veo que el indio sale, se empaca al lado de la puerta y empieza a pujar. Naturalmente le pregunté qué le pasaba y me contestó compungido: haciendo fuerza para ayudar, hermano...
No solamente son cariñosos, sino también delicados a su modo.
33
COMO UN RECUERDO
Un mes después de estos sucesos volvía yo a pisar las calles de Buenos Aires, desembarcado del vapor "Ushuaia", corriendo anhelante a reunirme con los míos que, por cierto, no me esperaban ya.
Es para ellos y como un recuerdo para mis buenos amigos los loberos, que quedaron allá, entre las tajaduras del mar fueguino, siguiendo encarnizados la lucha por la vida, que escribo este relato sin pretensiones literarias, deseando que él caiga, aunque sea por casualidad, bajo los ojos de la gente ilustrada de mi país y llame su atención sobre aquellas costas lejanas, tan bellas y ricas, como injustamente desconocidas y calumniadas.
FIN