QUERIDO ALFREDO, TE CUENTO

 

        Estoy sola. Por eso, a pesar de que tengo puesta la pollera negra y era de esperar que me ensuciara con el polvo, decidí arreglar el estante de arriba de la biblioteca, poniendo juntos todos los libros que quería tener a mano. Es claro que quizá me criticarías que al lado de El juguete rabioso pusiera el Baudelaire de Sartre y al lado de éste Siddharta y más allá el libro de Simmel sobre la moda. No hay razones que guíen lo que hago. Pero lo importante es que di con la selección de poesía estadounidense que me dedicaste y que sabía que por allí andaba.

          Fue uno de los primeros libros que editaste y mientras permanecí casada lo tuve junto a tus cartas, envuelto en papel de seda. Las cosas, en verdad, se miran poco como los cuadros de las paredes -uno se acostumbra-, pero sé que allí está tu dedicatoria, tan elogiosa. Siempre me asombró que pudieras decirme que "todo me lo debes a mí". ¿Cómo puede alguien deberme a mí todo lo que ha sido? Es claro que en ese entonces éramos jóvenes y que vos estabas enamorado, pero de todos modos no me veo capaz de haber arbitrado nunca el destino de nadie. Sin embargo, tus palabras me enorgullecen. El sí, me digo, él sí me vio entonces como en realidad soy. Cuesta poco apoyarse en la vanidad para seguir andando. Creerse que hay una realidad mejor, de la que participamos.

          En honor a la verdad, siempre a tu lado me sentí segura, no intelectualmente segura, pues veía a veces que no podía seguirte, que no estaba en pie de igualdad con vos, que ni había leído a Dylan Thomas ni conocía las demoledoras menudencias que vos conocías de los literatos argentinos. Pero me sentía segura y comía a tu lado en los restaurantes donde los mozos te conocían, sin que mi ropa de salir de la oficina, ni mi cabeza trabajosamente arreglada los domingos, ni mis medias de caminar me crearan el menor complejo. Ni a vos. Vos sabías bien lo que convenía comer, lo que era rico sin pretensiones burguesas y el vino adecuado y el postre sensacional que gustaba a todas las mujeres. Y aquella vez que te manchaste la corbata inglesa y te sentiste molesto hasta la furia cuando el mozo te ofreció talco, no pude dejar de sentir una ternura infinita. Quizá lo comprendiste y sabías que ésas eran las cosas que nos unían. Ni vos te oías decir: "Pero, querido...", ni yo tenía que decirlo pensando en lo que me costaba elegir y comprar las corbatas de mi marido para que él, un día que tenía unas copas de más, las arrancara todas de la puerta del ropero y se las regalara a mi primo.

          Quiero decirte con esto que cuando estábamos juntos eludíamos obligaciones. Sin embargo, las obligaciones nos hubieran absorbido cada vez más, y justificar el tiempo ya nos era difícil. Nuestros encuentros resultaban espaciados y cada vez nos enquistábamos más en nuestro mundo propio, con los controles que voluntariamente habíamos elegido. E íbamos adoptando, por separado, el ritmo medido de charla que uno adopta con las personas que lo saben todo de uno, todo lo de cada día, por lo menos. Mientras que nosotros, para ponernos al día en nuestras charlas, hacíamos esfuerzos que nos cansaban. Había demasiado que aclarar, nada estaba sobreentendido y las referencias sobre las personas tenían que acompañarse de breves explicaciones. "Estuve con José, en cuya casa vivo, a ver esa película." O bien: "Es seguro, porque me lo dijo Carmen, que es la mujer de Juancho, el del negocio de lanas". Y los paréntesis aclaratorios ocupaban la mitad del diálogo que no fuera sobre temas impersonales.

          De todos modos, cercados por la minucia diaria, prometíamos siempre vernos más y cada vez nos veíamos menos, pero yo sabía que allí estabas, en tu estudio de la Diagonal, y que nadie, nadie interpretaría tan bien como vos lo que yo quisiera expresar sobre cualquier cosa. Quiero creer, en honor a la vieja dedicatoria, que lo mismo te pasaba a vos, ya que parecía complacerte almorzar conmigo o ir alguna tarde al cine. Como eso ya no puede hacerse más, me parece deberte la fe que en mí pusiste. ¿Qué era esa fe? Creer. Creer en mí, creer en vos. Esa fe tuya era una con la mía y por eso puedo decirte, como me lo digo a mí muy despacio, que no se apoyaba en nada, pero que la sigo teniendo con esa especie de ingenuidad que en el fondo me resta. Necesito decírtelo. Y puedo hacerlo porque ya no he de verte y nada de tu retrato ha de variar en mí con el transcurso de los días o los sucesos. Así, nada te hará cada vez más perecedero como debería ser irremediablemente, sino cada vez más incorruptible. Aunque la imagen te parezca cursi, o periodística, es así como lo siento.

          Que haya sido por mi causa que todo sucediera te habrá llenado de asombro aquel día, cuando ya era demasiado tarde para retroceder, como siempre.

          En fin, me habías idealizado y nuestras charlas no merodeaban nunca nuestras relaciones personales sino de esa manera indirecta que servía, como digo, para llenar la conversación de explicaciones entre paréntesis.

          Siempre éramos discretos en lo que se refería a nuestras intimidades. Vos en tus cosas, yo en las mías. Por eso quiero abandonar esa discreción y ponerte al tanto de muchas cosas que nacieron de una dicotomía básica: intelecto y cuerpo. Con vos se trataba del intelecto.

          Me parece mentira hablar de vos con naturalidad, pero es que a pesar de todo no puedo verte de otra manera sino como el gran amigo, como el hombre que tanto me quiso al punto de pensar un día que todo lo que es me lo debió a mí. Y aunque siga creyendo en mí, cuando no me miento a sabiendas, necesito saber que vos creías, necesitaría saber que crees, más allá de todo lo que sucedió.

          ¿Dónde se originaron las cosas? No, no me estoy refiriendo a las cosas que fueron causa de este relato, sino a mis cosas, a mi manera de ser. Siempre quise comprender por qué soy la que soy y si algo tenía que ver en esto el clima, el medio social en que había ido desarrollándome.

          Pertenezco a una familia fundida de la clase media, anterior a la expansión industrial del país. El rastreo más lejano llega a un bisabuelo gallego mezclado en las guerras civiles. No me pidas más bisabuelos.

          Llamaré fundidas a un tipo de familias que por diversas causas se vinieron abajo: las grandes crecientes o las grandes sequías, depreciación de vacas compradas caras, sistemas nuevos de comercialización de galletitas o botas, jugadas de bolsa audaces, cambio de régimen político, repercusiones de las crisis cíclicas del capitalismo, como dicen los marxistas. En ese entonces no regía el sistema de créditos que permite el ascenso social y muchas otras cosas.

          Los principios educativos de este tipo de familias fueron los mismos de toda la pequeña burguesía, una serie de rasgos como éstos: colegios de monjas en los primeros grados y catecismo dominical, normales y liceos con Sarmiento y proclamas de Napoleón en la batalla de Austerlitz, Grosso y Malet, Biblioteca de la Nación y tomos de La Ilustración Artística, apariencias que no engañaban a nadie y rechazo de cobradores todos los fines de mes. Liberalismo educacional y comercial, con una tradición europea sin base y sin arraigo en otras capas. ¿Qué voy a decirte que sea nuevo para vos? El fenómeno ya ha sido estudiado. ¿Lo llamaríamos crisis de las instituciones liberales? Pero, ¿qué diablos tiene esto que ver conmigo?

          Otros rasgos más particulares marcaban el transcurso de la infancia y de la adolescencia. Eran deliciosos y pastorales: padres que pellizcaban a las muchachas de servicio, como siguen haciéndolo, y primas mayores que coleccionaban poesías recortadas de los diarios, como ya no lo hacen. Salas con fundas blancas y pianolas, espejos dorados a la hoja y columnas con jarrones. Las galerías tenían cenefas de zinc y los patios se cerraban con balaustradas como algunas terrazas de Norah Borges. Los tangos se filtraban a esos patios por la boca insolente de algunas de esas muchachas tan apetecibles para nuestros padres. De todo aquello, solamente permanecen las estampillas con la cara de San Martín y los billetes de lotería. Y el machismo, ese coraje absurdo, y el culto de la barra como signo de una vida en la que las mujeres no eran nada.

          ¿Se trataba de un estilo de vida? La falsedad que descubríamos detrás de esas fachadas y la inestabilidad financiera de la clase media nos hostigaba y nos rebelábamos rabiosamente. Ahora, el recuerdo de esas cosas que detestábamos y de ese modo de vivir nos da, sin embargo, cierto orgullo mellado, que vos también compartías. Desprecio y orgullo van de la mano. Nuestra rebelión era entonces el jazz y el tango, que chocaban a los adultos. Por lo menos, esto era lo que creíamos.

          Miremos más atrás todavía.

          Si releo los papeles de comercio dejados por mis abuelos y aun las cartas de familia, en los alrededores de 1860, observo que en ese comienzo de la organización nacional el intercambio de las provincias con la Capital, y aun con el exterior, era intenso. Una variedad de trigo cultivada por mi abuelo, en Entre Ríos, llegó a sacar premio en una de las primeras exposiciones rurales y a salir en primera página en la sábana de cuatro hojas que era, por ese entonces, La Nación. Es claro que La Nación era el órgano de los que "promovían" el trigo, según convenía que se plantara a la hábil madre patria británica.

          Los barcos unían Entre Ríos con la Capital y con el Rosario en un constante trueque. Libre navegación de los ríos decían en la escuela. Las colonias, como llamaban los ganaderos tradicionales a los campos cultivados por los gringos, eran extensas e importantes; el tránsito de la primera trilladora por el pueblo de mi infancia era permitido con orden municipal y sellos. Chicos y grandes aplaudían el ruido de esas ruedas sobre el empedrado.

          Las niñas casaderas se movilizaban con sus crinolinas en los barcos que venían del Rosario y de Buenos Aires a mi provincia, detrás de ricos estancieros o de extranjeros de lengua dura y brazos fuertes. Los padres de estas niñas -dueños de barcos o de saladeros- venían a visitar la familia de contrabando que tenían lejos de sus casas. Los vinos eran buenos, las abuelas se casaban jóvenes, se preparaba con eficacia y dedicación el hígado maltrecho que heredaríamos nosotros.

          ¿Por qué, pues, de aquella prosperidad de nuestros abuelos, de aquel trueque social y comercial, de aquellos cueros salados y triduos de San Antonio, vinimos a ser una familia fundida, vinimos a ser muchas familias fundidas?

          No sé. Sé que en vez de progresar todo comenzó a estancarse. Ya no puedo comentar esto con vos ni preguntarte causas. Anoto nomás una cronología:

          Cuando mi abuelo se suicidaba en 1896 por pérdida de sus cosechas, Eduardo Wilde, aquel ministro de Educación autonomista, defensor de la ley laica de enseñanza, terminaba su Prometeo y Cía.

          Cuando mi padre hacía la conscripción como artillero en Ramos Mejía, ya doblaba el nuevo siglo y la guerra con Chile era una posibilidad.

          Cuando defendían los fundadores de la Unión Cívica el derecho al voto con sus escopetas en los atrios de las parroquias, Payró corregía Las divertidas aventuras de un nieto de Juan Moreira.

          No ha pasado tanto tiempo, apenas un siglo. Nadie pensaba en ese entonces que estaba haciendo patria. Y antes tampoco. Y ahora tampoco. Se empuja nomás. Como mi bisabuelo, ese gallego que te dije, que de tanta guerrilla, desde una Cepeda hasta la otra, sólo pudo casarse después de Caseros. Cuando la cosa se asentó un poco. Nadie se preguntaba si era sobre la raíz económica que crecían las demás superestructuras. Pero algo había que fundía a las pequeñas, desprevenidas familias de la clase media.

          ¿Cuándo vino todo a paralizarse? ¿Cómo comenzaron las cosas a desbarrancarse? Estoy segura, como digo, de que vos, que tanto te interesabas por la historia, sabrías darme fácilmente la respuesta, pero de esto no conversamos nunca, como tampoco de tantas otras cosas.

           ¿Y todo esto que te cuento lo venía cargando yo? ¿Resonancias de ambiente, reacción contra él, herencia, resabios? Anotemos en el haber de la familia dos bisabuelas aventureras y separadas de sus maridos, y soy capaz de creer, como mis primas, que algo debe de haber... ¿Se traían rasgos de una época, de una clase o de una familia que se pudría? ¿O yo me había elegido como soy? Algunas veces, gracias a antiguas lecturas de Freud, me he preguntado: ¿todo estará en la infancia? Hormigas y soldados de plomo, y un hombre de tipo Victoriano que alguna vez nos lleva a babuchas, mi padre. Hormigas a las que durante horas hostilizaba con pajitas o pequeños terrones de tierra. Ocho soldados de plomo (los míos y los de mi hermana) que ubicaba sobre fortalezas de ladrillo para bombardearlos desde lejos con cascotes.

Aquí anoto que hay quien sostiene que todo es el ambiente y no el origen. El ambiente actúa, a veces, como deformativo más que como formativo. Existe la reacción en contra, antes que la imitación. Las lecciones no tienen la validez que puede tener una conducta. De eso no se daban cuenta los ancestros. Tal vez no tenían tiempo de darse cuenta. Pero creo que era debido a la cáscara. Donde la cáscara se agujereaba, donde se producía el resquicio que daba lugar a la crítica, empezaba la reacción-contra, que es la que permite crecer. Ahora saben parar esa reacción a tiempo. Para eso están los psicólogos, las asistentes sociales, los expertos de toda clase. De este tipo de fermentos nunca conviene seguir hablando. Al fin, lo importante no es saber si un niño nace generoso o cómo logrará serlo o continuará siéndolo en un ambiente mezquino, sino qué diablos es en sí la generosidad.