ALFREDO, TE CUENTO

 

        Sí, como decía al principio Sartre, nadie más que uno es responsable de sus propias acciones, sin que la contingencia influya para nada en las determinaciones, es indudable que nadie más que yo debía solucionar la madeja de mi vida.  Mucho tiempo me he debatido pensándolo.   Y siempre he huido de las decisiones.  Hasta que la solución que me dio tu mano me trae a estas confidencias. 

          Reconozco haber originado las vinculaciones que creaban alrededor mío una red sentimental.  Pero el defecto no está en crear o suscitar vinculaciones –es imposible no hacerlo- sino en la medida en que la ligazón se hace obsesiva.  Reconozco también que la imposibilidad de romper esa red debe de haber surgido del deseo permanente de quedar bien, de que no piensen mal de mí, y no del temor de hacer sufrir a los demás, como hipócritamente he gustado de repetirlo y repetírmelo hasta hace poco.

          Siempre he dejado que el tiempo tratara de arreglar las cosas, es decir, “cortara las amarras”, sin que esta ilusión trajera el remedio ni sirviera de nada.  Las situaciones fueron por eso arrastrándose y causando a los demás un sufrimiento quizá mayor que el de una ruptura definitiva: el sufrimiento de ver morir el cariño y de soportar todas mis crueldades inspiradas en la mejor buena voluntad.  Todo esto lo pienso cada vez que examino mi posición hacia aquellos seres a los que fui en busca de correspondencia y a los que les atribuyo mi “esclavitud”, cuando en realidad las cosas han sido quizás al revés de lo que yo quiero verlas.

          ¿Es que mi idea del amor era tan reducida que llegaba a identificarla exclusivamente con el sexo? Cesa el interés o la atracción, cesa el afecto.  ¿No hay otra manera de amar?

          ¿O esa idea era tan alta que era imposible de ser compartida? ¿Tanta mi solicitud de ternura, de devoción? Cada vez que miro hacia el pasado no dejo de preguntármelo. ¿Todos se lo preguntan, acaso?

          Sólo sé que he estado destinada a ocasionar y merecer toda clase de desacuerdos.  Así me lo han hecho presente, por lo menos.  Menos vos, se entiende.  Por mucha lucidez que haya puesto en el examen de mi conducta no he logrado, sin embargo, llegar a la causa última.  ¿Acaso alguien no ha identificado la lucidez con la forma más refinada del autocastigo?

          Dos cosas, sí, sé que son en mí constantes: la sed de aprobación y la búsqueda física.  Hubiera querido que todos mis caprichos tuvieran la aquiescencia de las personas que me rodeaban, o que yo había elegido en otros momentos de euforia. 

          En cierto sentido, podría decir que “no escarmentaba” y hallar justificado aquello que una vez me habían dicho: “No querés a nadie”.  Al menos del modo cómo me veía yo querida.  Sabía conquistar, sabía halagar, sabía el hacer difícil el ser abandonada, pero todo eso complicaba cada vez más las cosas, coartaba cada vez más mi libertad, mi tiempo. ¿Pero en qué consistían, en realidad, mi libertad y mi tiempo? Cuando los tenía en la mano daba vueltas y vueltas, y mil pequeñas tareas que me inventaba terminaban por quitármelos.  ¿Te acordás del personaje de El cuidador de Pinter, el hombre al que le habían hecho los electrochoques y que empezaba siempre tareas que nunca concluía?

          ¿Y si mi vida no fuera más que eso: ir engañando y engañándose? Superponer capas de angustia y de mentira para tapar problemas que podrían haberse solucionado con un golpe de coraje.  Pero la cobardía es quizás el único rasgo íntegro de mi carácter.  Ese miedo a desagradar que me hace incurrir en cualquier bajeza de ánimo con el pretexto de no hacer daño.

           Es claro que con vos el engaño no regía, ya que no nos preguntábamos demasiado sobre nosotros mismos y nuestras vidas cotidianas u ocultas.  ¡Teníamos tanto que charlar de otras cosas! ¡Tanto que escucharte!

          Por eso es que si bien la Niña o Florencia iba observándote a través mío y de mis conversaciones y dejando crecer su temor y recelo, vos en cambio lo ignorabas todo de ella.  Y ella, mientras tanto, se obstinaba en saber la calidad del cariño que yo te tenía.

          -Lo estimo –decía yo.

          -Es una palabra repugnante –decía ella.

          -No, porque para mí tiene un gran valor: estimar es más alto que querer.  Se puede querer sin estimar, pero no lo contrario.

          Florencia se callaba.  Era lo bastante inteligente también como para saber que mi comentario implicaba, al mismo tiempo, un juicio de valor sobre ella misma.

          Prefería, de momento, pasarlo por alto, como yo lo pasaba en la realidad de mi vinculación con ella.