EL AMERICANO

 

         Creí que casándome me tranquilizaría y me hundiría irremediablemente en la bienhechora vida de la gente común. Pero no habíamos tenido hijos y no me había entendido físicamente con mi marido. Aquello había sido un desastre. Sin embargo, llevábamos ya muchos años. ¿Y por qué no me arrancaba de esta situación? Por lástima, pensaba yo. ¿Qué hará mi marido sin mí? (¿Qué hará José sin mí?) ¿Quién le coserá las medias o controlará semanalmente que no se pierda ninguno de sus quince pañuelos? Además, era probable que mi marido se diera totalmente a la bebida. No necesitaba más que un pretexto para emborracharse. ¿Yqué mejor pretexto que el que yo lo hubiera abandonado? Mi marido era -como todos los maridos— un chico y, como todos los chicos, el colmo del egoísmo. ¡Ah, cuando yo y otras señoras nos juntábamos para quejarnos tiernamente de nuestros maridos! ¡Qué cómoda sensación de inviolable seguridad burguesa me embargaba! Todos los maridos eran iguales. Preferían las películas de cowboys o pistoleros a las "buenas". Es claro que las "buenas" de las otras señoras eran aquéllas en las que se lloraba a gusto. Y además desacomodaban las pilas de camisas en el ropero con una solidaridad que parecía gremial o preparada de antemano. Pero ahí estaban las señoras para subsanar esto. ¿Acaso yo no arreglaba todas las noches -aun aquéllas en que llegaba tarde a causa de las reuniones literarias o de partido- el pantalón en la silla, de modo que no se arrugara demasiado?

          Sentir esa fraternidad en la desgracia de las señoras pequeño-burguesas me reconfortaba. Hubiera querido ser así, solamente así. Con esa idea me había casado. Para terminar con las tentaciones y experiencias. No había resultado. Ahora había que buscarle una solución.

          Mi marido trabajaba de noche, los días de fiesta, o a veces se hallaba en gira por el interior con su parquecito de diversiones, y era eso lo que me permitía ambular por la calle Corrientes, como lo había hecho de soltera, durante los primeros tiempos de casada. Y también esto me permitía siempre mis búsquedas afectivas en los ambientes que iba frecuentando. Sábados y domingos eran míos, para gastarlos con las amistades que me atraían. El resto de la semana trabajaba, atendía los quehaceres domésticos e iba a clase de idiomas. Lo único que no hacía, sino muy ocasionalmente, era escribir. Lo hacía a ratos, en forma eruptiva, como ciertas fiebres estacionales. Este tipo de vida conyugal facilitaba a mi marido la frecuentación de boliches y cafés; a mí, otro tipo de frecuentaciones, entre las que te incluías vos, Alfredo, tus charlas y la delicadeza con que me besabas las manos en el taxi de regreso a casa. Y aquellas otras que no podía comentar.

          Cuando mi marido volvía a casa yo estaba generalmente dormida, sus urgencias me molestaban. Toda mi buena intención no lograba darme un ápice de placer, ni tampoco sus buenos propósitos. Vivíamos en una camaradería a ratos amable, en otros, hostil, según funcionara nuestra inestable tolerancia. Un extranjero es un extranjero. Se siente mejor en su clan, hablando bien su idioma, bebiendo, sobre todo, sus bebidas. O las del país. La mujer de un extranjero está siempre recelosa. En mi caso me sentía incapaz de integrarme a los americanos que nos frecuentaban, máxime que ninguno era intelectual, pero la vinculación conyugal era cómoda y por eso sobrevivía. Esto lo pienso ahora, pero al principio creí sinceramente que el matrimonio con un hombre sano me devolvería a un modo sano de vivir. A los pocos meses, y transcurrida la breve estancia de Florencia en Buenos Aires, ya había iniciado, sin embargo, mi relación con José. Esta relación simultánea a mis salidas con vos, fue tan larga como un romance antiguo, gracias a la timidez e inexperiencia de José, ante la cual mi propia timidez desaparecía. Fui audaz en iniciarlo, perseverante en la búsqueda del placer para él y para mí. Lo recibía en mi casa una vez a la semana, antes de mudarme a la suya, o los sábados de tarde, pero sin que en sus muchas visitas fuéramos directamente a la cama. Por el contrario, lo que más hacíamos era charlar, tomar té, beber una copa, ensayar algunas breves caricias sin trascendencia. Con vos, Alfredo, me veía, por ese entonces, a la salida del trabajo, o en los mediodías en que almorzábamos juntos. Pienso que realmente me debías de querer para aceptarme las fugitivas citas que nos reunían. A medida que pasó el tiempo nuestros encuentros se espaciaron, máxime cuando fui a vivir a Nuñez.

        ¿Y entonces cómo sucedió lo que sucedió?