El provinciano que se fue habla de su nostalgia
y regresa
en busca del tapial de la adolescencia
donde orinaba sin reparos
o se recostaba en un arrullo orillero.
Pero en los baldíos
hay ahora viviendas del plan hache
y los viejos billares
son bares para jóvenes;
allí donde una música estridente
escapa hacia la calle, como en todas partes.
El antiguo camino del cementerio,
entre cuyas piedras llevábamos
nuestros muertos,
está pavimentado
y los entierros acortan los llantos.
Tal vez el río es lo único que permanece igual.
Y así será siempre.
Pantalones, peinados, muebles y costumbres
brotan ahora de la televisión en colores.
Sólo el mate sigue siendo compañía compartida.
La nostalgia no puede prohibirse
pero surge solamente en nosotros
por pequeños canales de la mente
como un osito de mármol,
un triciclo descangallado
o un baile de recepción en la escuela normal.
Se graba en nosotros una infancia feliz
o una adolescencia desventurada.
Queremos volver al encuentro
con la matriz originaria,
con el hombro que nos acogió sin prisa.
Pero lo que hicimos fuera
nos llena de ansiedad,
como si algo debiéramos
a esta llanura infinita
que fue nuestro cobijo.
Pero yo pregunto, sin embargo,
¿tienen los que nada poseen su nostalgia propia?
He regresado a este país donde nací
allí donde no sentí nunca otra nostalgia
que la de mi soledad,
soñada en estas calles.
Aquí las plantas son un alborozo, es cierto,
y me lleno las pupilas de hojas o de pájaros;
sé cocinar una boga o asar un surubí,
y mi paladar sabe cuando un cordero está a punto.
¿Es eso la nostalgia?
Sólo sé que en todas partes me apetece
lo que este mundo no puede darme
ni me dará jamás:
una serenidad para hablar con las gentes
sin miedo y sin premura,
una serenidad para recoger
la muerte con mis manos
y hacemos amigas
en una charla definitiva.