En Navidad, en Año Nuevo y Reyes 
		crecen los paraísos de mi infancia, 
		bailan fiestas mis trompos de colores 
		en patio jubiloso de guitarras, 
		rueda el arco de tinta sobre el césped 
		y trota leguas mi corcel de caña.
		 
		Un imposible escándalo de loros
		complicando mi siesta y las chicharras 
		me anticipan la fuga por el monte 
		y el monte en canto de zorzal me llama. 
		Pero allí está la estrella de bramante 
		con un adorno de rejillas blancas
		y una cola de trapos retaceados
		al delantal deshecho de la hermana.
		 
		Me voy al cerro de la Primavera
		donde cuatro aromitos se desgajan
		de tanto sol en sus dolidas copas, 
		de tanto aroma en sus floridas ramas.
		 
		Se me llenan de cielo las pupilas
		y de viento la blusa arremangada, 
		y me siento feliz en la alegría
		del primer vuelo que realiza el alma.
		 
		Por el cuello entreabierto de la blusa
		y en instintiva comprensión pagana,
		encendida de siesta se me adentra, 
		ciega de sol y canto, la chicharra.
		 
		Yo lo siento en mi pecho, y es mi pecho
		el que ahora vibra, se despierta y canta.
		Todo el paisaje es música en mi sangre:
		ya está en mí con su espino y con sus talas,
		con los recodos de sus mil senderos
		y con los picos de sus mil calandrias.
		 
		¡Ah! Alborotarse los cabellos lacios
		y abandonar el trompo y la tarasca, 
		ganar el monte y recorrer el mundo 
		—no más allá del Ceibo y la Matanza—; 
		grabar las iniciales en el tronco 
		de algún ombú que en verdecidas llamas 
		incendia una aleluya de caseros 
		y una ternura de palomas blancas; 
		llegar al puente y sin temor alguno 
		bajar la vista hacia los limpias aguas 
		y olvidando el consejo de los padres 
		descender a la orilla enarenada 
		y hundir, desnudo el cuerpo, en la corriente 
		del Arroyo del Ceibo, que en la infancia 
		era una gloria verlo embravecido 
		con el rezongo aquel de su cascada; 
		hacer camino nuevamente al pueblo 
		y una incursión por quintas y por chacras, 
		y regresar cargado de albarillos, 
		de brevas gordas y de peras claudias 
		pidiendo al carretero la licencia 
		para ir un trecho entre el montón de alfalfa.
		 
		Y otra tarde cualquiera, con la honda 
		y recojidas piedras de la plaza, 
		tomar el rumbo al monte de Ezpeleta 
		en busca de churrinches y tacuaras; 
		cruzar un cerco de ceñido alambre 
		y olvidar los propósitos de caza 
		para buscar los ricos pizingallos 
		y los tasis más tiernos de las zarzas; 
		no sentir el punzón de las espinas 
		ni el desgarrón ardiente de las ramas, 
		ni las uñas del diablo, ni las púas 
		del agresivo alambre de otras chacras, 
		que el viejo de la bolsa es sólo un mito 
		como es un sólo mito la solapa.
		 
		¡Cuánta alegría en los pirinchos rubios 
		equilibristas en los viejos talas! 
		¡Cuánto amor en las pipias cuyos trinos 
		más que trinos son besos de muchachas! 
		¡Cuánto placer en la labor sencilla 
		de los caseros en la horqueta magra! 
		¡Cuánta gloria en el pecho y en las sienes 
		con la fácil canción de las calandrias!
		 
		¡Oh, los mburucuyaes de los cercos 
		madurados de sol entre las ramas 
		para el pico inocente del cachilo 
		que anuncia el viento sur de la mañana! 
		¡Oh los cardos azules, desplumados 
		por estrellar de fiestas las distancias 
		y el azafrán glorioso de los campos, 
		y la limpia azucena solitaria 
		y la amapola que ganó el camino 
		con intención de darse a los que pasan.
		 
		¡Oh, el tordo, amigo de los bueyes, negro, 
		renegrido de noche y de desgracia, 
		y los bueyes ganosos de fatigas 
		como símbolos fuertes de esperanzas! 
		...Y el canto de algún mozo campesino 
		al trote corto de su malacara 
		en el cordial regreso a la querencia 
		que es más cordial cuando la ausencia es larga!
		 
		 
		Y alguna vez trepar por las colinas 
		—¡oh las siete colinas de mi patria!—
		 hincarse en tierra y remover la tierra 
		en una ingenua inclinación cristiana 
		buscando las papitas de aguanoces 
		tan frescas  a la lengua y la garganta;
		descubrir en las matas de carquejas 
		la apetecida y dulce lechiguana 
		y por hurtarle miel a las avispas 
		hacer una humareda y espantarlas; 
		subir las cuestas como los cabritos 
		y desde allí mirar a la distancia:
		 
		 
		detrás, las torres de la iglesia pobre 
		con sus cruces de hierro y sus campanas, 
		las casuchas humildes y las copas 
		del paraisal florido de mi infancia; 
		a la derecha, el cementerio triste 
		de deslucidas y musgosas tapias, 
		acrecentando miedo en nuestros pechos 
		con las leyendas de las luces malas,
		 
		 
		con las cruces caídas y el aroma 
		de las enfermas flores amustiadas 
		y a donde alguna vez, detrás de un féretro, 
		fuimos llorando una existencia cara;
		 
		 
		a la izquierda, colinas y colinas, 
		y la calle ancha, cada vez más ancha, 
		y el viejo mirador de Victorica 
		todo en ruinas, oculto en la maraña, 
		y el monte Ravagnan fresco y crecido, 
		con su mesa de piedra y con sus talas, 
		y más allá perdido en el boscaje 
		como en un plumerío de torcazas, 
		claro, el Quinto Cuartel y su calera 
		que era un orgullo en la pequeña patria;
		 
		y al frente, el riacho, el silencioso riacho 
		acariciando a la ciudad amada: 
		florido en sus azules camalotes, 
		triste en sus sauces de pluviosas ramas, 
		limpio en la copia de su cielo claro, 
		sereno en sus canoas solitarias 
		y en el regreso de sus pescadores 
		alegre de bandurrias y de garzas.
		 
		 
		... Y clavar las pupilas donde mismo  
		tarde a tarde la tarde se adelgaza 
		y se hunde el sol como una flor de fuego 
		en medio de las islas y las aguas 
		para dejar que el horizonte luzca 
		el fulgor de Rosario, a la distancia.
		 
		¡Ah! llegar a la orilla, alucinado, 
		y al pescador Otero, que descansa 
		junto al rancho, pedirle una canoa 
		y un mojarrero de flexible caña 
		que si pica o no pica, poco importa, 
		ya que un deseo es el viajar por agua, 
		ir río adentro, siempre más adentro 
		a descubrir las islas de la fábula.
		 
		 
		La vida es toda la naturaleza 
		que se respira y que la vista abarca; 
		y el rumor de otras vidas me lo dice 
		el caracol de reluciente nácar 
		cuando lo llevo hasta el oído en una 
		propia y pueril ingenuidad de infancia. 
		¡Cómo dicen los círculos concéntricos 
		de lunas muertas y reconquistadas 
		si los pedruscos que el hondero arroja 
		pican la superficie de las aguas!
		 
		 
		(Giran de nuevo trompos de colores 
		y ríen su aspereza las matracas).
		 
		 
		 
		                         II
		 
		Amanece en un trote de caballos 
		y en un largo bostezo de campanas 
		mientras los tarros del lechero dicen 
		los buenos días en la madrugada. 
		Mañanas del mercado y de la feria, 
		de la carne sabrosa y de la entraña 
		de la verdura fresca y de la fruta, 
		de los pasteles y las empanadas. 
		Mañanas del taller en donde el vasco 
		Arregui martillea, sufre y canta, 
		donde el fuelle resopla su energía, 
		donde la rueda de girar no para. 
		Mañanas de la noria primitiva 
		con su mulita infatigable y parda 
		—fue en el camino diario como una 
		posta para el asombro de mi infancia.
		 
		 
		Mañanas de la escuela jubilosa 
		llena de luz, como las propias almas 
		de los niños alegres de venturas, 
		de las maestras vivas de esperanzas: 
		aquel hogar de mis primeras letras 
		sin nombre en el recuerdo y la distancia: 
		Dora Róvere abriendo la cartilla 
		y señalando la primer palabra.
		 
		 
		(El guardapolvo y la pizarra nueva 
		supieron el secreto de mis lágrimas 
		cuando allá en el hogar, en la batea 
		la buena madre sin cesar lavaba 
		y en la pequeña huerta el padre hacía 
		su cosecha de orégano y albahaca).
		 
		Se entrecruzan las calles polvorientas 
		pero graciosas, leves y onduladas, 
		y en la limpia amistad de los zaguanes 
		sonríen al que asoma y al que pasa. 
		¡Qué gente buena la del pueblo mío, 
		tan buena como el pan y la palabra, 
		tan buena como el sol y la herramienta, 
		tan buena como el libro y la manzana!
		 
		 
		Los hombres que asombraron mis pupilas 
		vuelven a reclamarme las miradas: 
		los maestros humildes, respetables 
		y respetuosos con aquel que pasa, 
		florido de sonrisas, don Enrique, 
		y don Abraham, romántico de barbas.
		 
		 
		Pero mi admiración era crecida 
		hacia Luis Cúneo, de figura magra, 
		porque en mi afán de luz ya había leído 
		las incisivas prosas de sus dramas; 
		y era mi admiración aun más crecida 
		cuando por las callejas me encontraba 
		con Agustín Rochí, nuestro poeta, 
		—digámoslo: nuestra primer calandria 
		y estemos satisfechos de sus versos
		 limpios y humildes como un chorro de agua.
		 
		 
		(Cuando yo sea Intendente de mi pueblo 
		o concejal, que al fin es poco y nada, 
		tendrá una calle el nombre de Luis Cúneo 
		y el nombre de Rochí tendrá una plaza. 
		Y esto lo dice el hijo que no quiere 
		otra gloria ni tiene otra esperanza 
		que confundir sus huesos con la tierra 
		en donde el padre Rafael descansa).
		 
		 
		 
		                       III
		 
		Canto las torres de la iglesia pobre 
		con sus cruces de hierro y sus campanas, 
		y su Jesús herido y sus pesebres, 
		y la imagen, que está desdibujada 
		en mi memoria, de la virgencita 
		de Aránzazu tan linda como el alba. 
		Canto los óleos y los casamientos, 
		con sus cortejos y la muchachada, 
		la rebatiña de las moneditas 
		y los padrinos de engañapichanga.
		 
		 
		Canto la plaza San Martín del pueblo 
		donde la Libertad fue un tiempo el ara 
		para oficiar las misas de los Mayos 
		y de los Julios en las madrugadas. 
		Canto la plaza con su viejo olivo 
		tan patriarcal como el de la parábola 
		y con el viejo paraisal que un día 
		desarraigó la autoridad sin alma 
		contra el deseo de los soñadores, 
		de los gorriones y de las muchachas.
		 
		Canto cívicamente al Municipio 
		—iniciación viril de democracia— 
		con un recuerdo para Olayo Vieyra, 
		nervio y acción después de la palabra, 
		y otro recuerdo para don Ruperto, 
		el viejo aquél de la florida barba.
		 
		 
		Lo canto en el salón de sus sesiones 
		y en el patio cordial que nos llamaba 
		los veinticincos para el chocolate 
		después de habernos confesado en patria 
		y en aquella bendita biblioteca 
		que fue como una madre en mi esperanza.
		 
		 
		Y lo canto en sus gradas donde un día 
		tuvo su altar mi juventud romántica 
		cuando sentí necesidad de lucha 
		por un principio de justicia humana: 
		al lado de mis libros, la herramienta 
		y al lado de los músculos, mis alas.
		 
		 
		Y digo aquí el elogio del comicio 
		donde nunca vi un fraude ni una trampa: 
		la libertad de la conciencia, 
		orgullo de la más pura de las democracias.
		 
		 
		Canto a las escuelitas provinciales 
		con su escudo, su enseña y sus campanas, 
		y las maestras y los compañeros, 
		y una que otra rabona inesperada. 
		Y la Escuela Normal de mis recuerdos 
		donde no comprendieron mi desgracia: 
		la de llevar un sueño en las pupilas 
		y una pasión de estrellas en el alma.
		 
		 
		Y digo aquí, don Alejandro Sánchez, 
		en su recuerdo mi mejor palabra, 
		pronuncio el nombre de Moisés con ese 
		fervor de quien lo continuó en la cátedra 
		y en homenaje de doña Adelina 
		levanto al sol una magnolia blanca. 
		(. . . Y los otros que están y los que fueron 
		guarden mi corazón como una gracia.)
		 
		 
		Canto las romerías en octubre, 
		y las exposiciones ordenadas 
		y las fiestas de santos y patronos. 
		Canto la juventud que se adelanta 
		con sus banderas y con sus canciones 
		líricamente altiva y serenada.
		 
		 
		Y al fundador que le entregó su vida. 
		Salvador Ezpeleta, mi alabanza: 
		¡vasco que se acriolló de puro gusto 
		junto al primer ombú de la comarca!
		 
		 
		                        IV
		 
		Y los viejos amigos de mi padre 
		que supieron su mano y su palabra 
		andan conmigo por los cuatro rumbos 
		y hacen conmigo todas las jornadas.
		 
		 
		Aquí fue mi niñez. Aquí la risa 
		hizo mover su crótalo y su flauta. 
		Aquí las perlas del sudor y el llanto. 
		Aquí mis versos y mis serenatas. 
		Aquí la novia de mis vacaciones. 
		Aquí el hijo mayor, como una lámpara.
		 
		 
		Aquí mi madre con sus doce gajos. 
		Aquí los compañeros de mi infancia. 
		(Si Lindor Salarí pudiera oírme, 
		si el pobre Carlos Mitjans me escuchara 
		y si el amor aquél de mis quince años 
		no se hubiera dormido en la montaña 
		estarían conmigo, en esta hora, 
		con los pañuelos húmedos de lágrimas).
		 
		 
		Como para olvidarte, Ciudad mía, 
		como para morir sin que te hablara! 
		Tan tuyo soy que adonde voy te llevo 
		y en mi pecho palpitas y te abrasas, 
		y en mis ojos te miras y te mojas 
		y en mi emoción te inspiras y te exaltas.
		 
		 
		¡Como que te he robado para siempre 
		la canción de tus últimas calandrias!
                    Autores de Concordia