El primer apólogo del Libro de los Enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio, de nuestro amigo el Infante Juan Manuel, nos habla del ministro de un rey a quien su señor sometió a una prueba de lealtad. Patronio lo cuenta para responder a su amo —ese afantasmado Conde Lucanor que representa al lector medieval medio—, el cual le plantea, como tendrá por norma de ahí en más, un caso problemático. Un amigo muy poderoso, con el pretexto de que quiere acogerse a una vida de penitencia, le ha pedido al conde que le administre su fortuna. Patronio cuenta entonces que un rey, acosado por las intrigas envidiosas de sus cortesanos, puso a prueba la lealtad de su privado diciéndole que lo nombraba administrador de su reino y protector de su familia, mientras él, el rey, se iba de peregrino por el mundo. El hombre volvió a su casa muy contento, pensando que en realidad lo estaban nombrando rey, pero antes de tomar una decisión quiso consultar a un cautivo que tenía en su casa, en calidad de consejero...
¿No se sorprende el lector? No es sólo la aplicación de la fórmula horaciana mutato nomine de te fabula narratur, [1] como en el resto de la obra; la relación entre el ministro y su cautivo es un espejo de la que existe entre el conde Lucanor y Patronio, es decir, de la situación narrativa propuesta como base del libro. Lo cierto es que, en el cuento dentro del cuento, el cautivo responde a su amo: “Tu vida está en peligro.” Y le aconseja que se rape, se vista de peregrino y espere al alba a su rey para marchar juntos por esos caminos. El ministro se salva, el rey le confiesa que solamente había querido ponerlo a prueba, feliz final.
¿Quién es ese misterioso cautivo? Para nosotros, que nacimos después de Freud, no es tan difícil imaginarlo. Pero también la fábula revela así su origen oriental. El guerrero interior que lucha por nosotros aparece allí; el genio enclaustrado en la botella, o en la lámpara, o en el anillo: la fuerza misteriosa (y tal vez peligrosa) que habita en el hombre; el ave que profetiza desde su jaula; la humilde criada de Alí Babá, que desbarató la asechanza de los ladrones; también “nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo” de Carlos Argentino Daneri.
No sé bien por qué asocio este motivo literario con aquel capítulo en que don Quijote, con absorta ingenuidad, manda quitar los grillos a los galeotes, basándose, según dice, en el católico y españolísimo principio de que “allá se lo haya cada uno con su pecado”. A primera vista, la aventura es de las más desafortunadas; aquellos malhechores retribuyen con piedras a su redentor; don Quijote los amonesta y amenaza; lo único que logra es que ellos redoblen el apedreamiento. Políticamente, el mensaje es claro, pero me gusta más una interpretación psicológica. Quizá es ésta la escena madre del Quijote; quizá Cervantes liberaba también a los cautivos de su alma, que se burlaban de él, pero que en él fraguaban su obra maestra.
También Bécquer habla del tema, en su rima vii. Todos la conocemos: Del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada... Un arpa vetusta en un rincón oscuro, silenciosa y cubierta de polvo, imagen de la belleza relegada, del insensato abandono de lo más preciado. Las notas duermen en sus cuerdas como el pájaro duerme en la rama. Están a la espera de esa mano de nieve que sabe arrancarlas. (No es vano el epíteto para la mano del músico; las largas horas de estudio alejan necesariamente esa mano de los rayos del sol...) Esa música dormida, esa música que espera en las cuerdas mudas, son como el genio que duerme en el fondo del alma y que, como Lázaro, espera una voz que lo llame a la resurrección. La comparación sugiere que ese genio no duerme en realidad, sino que está muerto; aunque también Jesús dice (Juan, 11:11): “Lázaro nuestro amigo duerme, y voy a despertarlo de su sueño.”
Un repaso. El cautivo del Infante es un sabio, y salva a su amo sin dejar su condición de cautivo. La armonía antigua está en esa fábula, que nos habla del respeto por los estados; ni el cautivo quiere libertad, ni el ministro debe aspirar a ser rey. La aventura de los galeotes nos muestra lo que pasa cuando esos estados son quebrantados a lo loco : hay libertad que no es más que locura, y el castigo no tarda. No podemos soltar todo lo que tenemos encadenado... Nuestro Gustavo Adolfo, por fin, pide una mano de artista, una mano maestra, para llamar sabiamente a ese genio profundo, a ese amigo dormido, que dará testimonio por nosotros.
Lazarus amicus noster dormit.
[1] “Mudado el nombre, de ti se habla en la fábula."