LA MIRADA DE HERÓDOTO

Leo en el libro de Lanuza[1] que Heródoto estaba casi tan lejos de los fundadores de las pirámides como nosotros de Heródoto. La observación me hace soñar. ¡Qué suerte la de Heródoto! No sólo pudo hablar con los sacerdotes de Egipto, herederos directos de la más remota de las memorias, sino que vio a Pericles arengar a la Asamblea, pudo asistir al estreno de Antígona, habló el griego —bien que no el ático, sino el jonio— y, en definitiva y por sobre todo, fue Heródoto. Pero enseguida recuerdo que por esto mismo sufrió las insanables limitaciones de su tiempo: no pudo ver la construcción de las catedrales, ni aprender latín, ni leer Hamlet, ni ver por televisión al primer hombre sobre la Luna. Ni siquiera pudo saber que él sería para nosotros el padre de la Historia.

                Sufrió las insanables limitaciones de su tiempo, como nosotros. Vivió sólo el inexorable presente. Es una ilusión creada por la Historia —por la Historia que él engendró— la situación de Heródoto en mitad de la Historia: a medio camino entre Keops y las computadoras. Fue nada más que un hombre; le tocaron, como a todos, unos setenta años de este inmenso relato sin fin a la vista. La consumación devotamente deseable estuvo tan lejos de él como lo está de nosotros. Y sin embargo... ¡qué no hubiéramos dado por caminar junto a él por las riberas del Nilo, de ese Nilo no tocado aún por las represas, no tocado aún por los tratados sobre el petróleo, apenas rozado por la sombra del ala del monoteísmo! (Sub umbra alarum tuarum...[2]) Y después, conversar serenamente con un viajero de Susa, con un navegante del Ponto, con los veteranos de Platea y de Salamina.

                Espejismos. Heródoto se me aparece en un espacio gigantesco, a pleno sol, de pie sobre la cuenca del Mediterráneo Oriental. Mira al pasado, desde donde Keops y Kefrén le dictan su página. Mira luego al futuro, donde una mujer repite para los soldados, en las arenas nocturnas, junto a un avión de la Segunda Guerra Mundial, la historia de Candaules, aquel rey de Lidia que necesitó un testigo de la belleza de su amada —y es una memorable secuencia de El paciente inglés. Nosotros, ay, habitamos el tiempo crepuscular del Tercer Milenio, a contar desde una fecha que Heródoto no hubiera concebido. Nuestro Heródoto es indeciblemente más sabio, más pleno, más profético que el que nació en Halicarnaso. Nuestro Heródoto ha vivido más de veinticinco siglos; podemos decir que es inmortal.

¿Qué seremos nosotros, los que ahora pisamos la tierra, para los hombres del año 4500? Nada, probablemente. Nuestras lenguas les resultarán ilegibles, vano desvelo de eruditos. Se salvarán quizá los nombres de personas que hoy detestamos, como detestaban los egipcios a Keops y a Kefrén; se perderán casi todos los otros. Tal vez nos envidie algún futuro historiador o soñador, pensando que fuimos contemporáneos de algo que hoy apenas nos interesa o que ni siquiera vemos. En tal abismo estamos, ha dicho Pascal. Cuando la muerte nos iguale, tal vez vayamos a poblar, como espacios en blanco entre los renglones, alguna oscura página de la Historia. Y Heródoto mirará todavía, desde su absorta encrucijada, los milenios que han sido.

 


[1] José Luis Lanuza. Una nube llamada Helena.
[2]  “Bajo la sombra de tus alas...” La cita completa es: Sub umbra alarum tuarum, Jehova.