A José Gabriel Ceballos
Desde los tiempos de Heródoto, por poner una fecha grata al oído, hemos conocido dos modos ideales de investigación. Uno es el del que viaja, pide consejo, observa los hábitos del Nilo y de las amas de casa, practica encuestas, fotografía a magnates y delincuentes, consulta oráculos, alterna con reyes, desafía los peligros de la corrupción, de la guerra y del éxito. El otro modo es el de una historia que se adhiere morbosamente a su propia piel, se hunde en sí misma como la cobra antes de saltar. Busca, como un árbol, su fuerza más abajo que arriba. Como la música, se pregunta por su propia sustancia.
¿Cuál de los dos caminos emprenderé ahora? Hermes es el dios de las encrucijadas. Es el dios de los paradigmas, que nos proponen perpetuamente la bifurcación y la suerte. Si digo caso no digo casa, si digo tierra no digo mar. Si elijo un camino, el otro se lamentará dentro de mí con nostalgia dialéctica. Hermes sabe si elegiré bien, si su mensaje será comprendido.
Esto viene de lejos. A Hermes le atribuyeron el invento de la escritura, arte de la elusión y la diferencia, matriz de la filosofía que seduce y engaña, y el de la lira, que construyó con una caparazón de tortuga. El símbolo es casi translúcido: el instrumento de la poesía intimista está hecho con el esqueleto de un animal que se refugia en sí mismo. Sin embargo, íntimo no quiere decir oscuro. La poesía oracular era atribuida a Apolo y no a Hermes. Ambos dioses se llevaban bien, por otra parte, y se rieron como hermanos ante el adulterado lecho de Afrodita. Hermes se quedó con la reputación de engañoso, pero sabemos de sobra cuán oscuros, ambiguos y hasta enigmáticos solían ser los versos que pronunciaba la sibila délfica, inspirada por el dios de la luz.
En la tradición de occidente, la poesía oscura, difícil, cerrada, hermética si queremos, no es invento moderno. Es cierto que, si atendemos a las palabras de George Steiner, algo empezó a cambiar a mediados del siglo xix. La argumentación de Steiner nos recuerda que, en la poesía clásica, las oscuridades tienen relación con lo alusivo del texto, y se resuelven, a la larga, por obra de un buen glosario. El verso de Valéry sobre la flecha de Zenón que vuela y que no vuela no constituye algo impenetrable, con tal que el lector disponga de una mínima enciclopedia sobre los presocráticos. El Góngora de las Soledades es latinizante y enrevesado, pero su hipérbaton desafía la paciencia del lector, no su cordura. En cambio, ¿qué hace ese mismo lector ante el aboli bibelot d´inanité sonore del simbolismo? ¿Qué hace un honrado lector de Victor Hugo ante versos como éstos de Nerval?
Cependant la prêtresse au visage vermeil
Est endormie encor sous l’arche du soleil,
Et rien n’a dérangé le sévère portique.
Mas la sacerdotisa de la cara bermeja
Está dormida aún bajo el arco del sol
Y nada ha perturbado su pórtico severo.
En la poesía clásica, las referencias son —teóricamente al menos— del dominio público. En el simbolismo, y en todo lo que de él derivó, los enigmas no se resuelven en ningún diccionario de mitología, porque esa mitología es privada, es en buena medida una invención para uso personal del poeta. Podría objetarse que todo poeta con personalidad propia ha hecho otro tanto; Garcilaso, modelo de clasicismo, no se abstuvo de crear el doble mito de Elisa y de Galatea para dar sustancia a su primera Égloga y para dar salida a su duelo: Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. Pero es obvia la diferencia. El lenguaje en que ese mito se expresa es tan claro como el agua de esas lágrimas renacentistas. Y si bien es cierto que la poesía enigmática se remonta a la Edad Media —la encontramos en los scalds de Noruega, en los trovadores de Provenza, en la Divina Comedia— siempre había algún código más o menos accesible que permitía el desciframiento. A partir de Nerval, de Rimbaud, de Mallarmé y de sus sucesores, la oscuridad dejó de ser una táctica, se convirtió en una estrategia global. Más todavía: dejó de ser un problema de referencias, y pasó a ser una cuestión del lenguaje en sí.
Cabe una salvedad importante. Hasta donde sabemos, en todas las culturas tradicionales el lenguaje poético se diferencia del lenguaje corriente, de una forma o de otra. El hecho de que los poetas empleen locuciones inusitadas, rebuscadas, arcaicas, incluso artificiales, es algo tan nuevo como Homero. Por otra parte, el coloquialismo propio de una parte de la poesía moderna no la hace menos difícil. Al contrario, se diría que el lector ingenuo[1] identifica más fácilmente como poesía el sonsonete de la métrica tradicional, antes que el prosaísmo deliberado, y a menudo informe, de la moderna. La dificultad de la poesía moderna, en todo caso, es el nombre que le damos al hecho de que los lectores se han alejado (o han sido alejados) de la poesía, y no a la inversa; aunque no fue raro que luego, como respuesta, los poetas se vengaran de ese público indiferente, mediante el astuto recurso de hacerse ininteligibles. Éric Gans ha propuesto una “poética del resentimiento”, para explicar el fenómeno. El poeta, nos dice este ensayista, ha querido eclipsarse en su obra, para dejar que en ella hable el lenguaje, con el corolario de que, si el lector no entiende (y a menudo no entiende una sola palabra) ello no es culpa del escritor, que apenas si existe como medium, sino del lector, que es un irremediable burgués o que no está al tanto del último manifiesto de la secta.
Esta dificultad, oscuridad o hermetismo, como todos sabemos, ha merecido diversas y muy sesudas explicaciones. Una afirma que Baudelaire, digamos, descubrió que no podía competir con el periodismo en la captación del interés masivo, y entonces determinó buscar su público entre los malditos como él. Esta tesis puede entenderse de un modo menos político: la progresiva trivialización de la vida y del lenguaje, propia de las grandes ciudades modernas, hizo que los artistas se refugiaran en su propio mundo, en su propio idioma, vedando el paso a los no iniciados. Lo cual es bastante trágico, porque quiere decir que los no iniciados ya habían sido despojados de esa parte de su ser que les hubiera permitido —como se lo había permitido muy bien a sus congéneres, desde la Edad Media hasta bien avanzado el siglo romántico— acceder de algún modo a la palabra del poeta. Y este despojo se manifiesta, paradójicamente, como una falta completa de curiosidad. El hombre de las multitudes no quiere saber qué dicen los poetas. Bastante lo atosigaron con ellos en la escuela. Los poetas son para los niños, para las mujeres que no tienen nada que hacer y tal vez para los bohemios. Se los puede citar, eso sí, en los fastos patrióticos. Anotemos, de paso, que los personajes que pueblan los grandes poemas del simbolismo, las viejecitas de Baudelaire, el pobre niño pálido de Mallarmé, los enfermos de Samain, no leerían jamás los versos o la prosa en que se hablaba de ellos... [2]
Una segunda tesis, más sugestiva a mi juicio, sobre el hermetismo de la poesía moderna, es la que ha defendido Octavio Paz en Los hijos del limo y en otras obras. Los románticos, dice el mexicano, redescubrieron la religión originaria: la analogía cósmica, las correspondencias, el todo que está en todo, el universo de Hermes. Según esto, no hay un corte, sino una culminación, entre la nocturnidad visionaria de William Blake, de Friedrich von Hardenberg y de Jean-Paul Richter, y el soneto Correspondences de Baudelaire o el Christ aux Oliviers de Nerval. Por otra parte, ¿no fueron los románticos los que exaltaron al genio, al individuo excepcional, como protagonista de la historia? “Una misma ley para el león y el buey es opresión”, nos dicen los proverbios infernales de Blake. El artista ha de tener su propia ley, su propio lenguaje. Odi profanum vulgus et arceo. La poesía, en manos de los románticos, reanuda el vínculo profundo y secreto que había tenido con las religiones de misterios en Grecia, con la gnosis cristiana en Egipto, con el paganismo agrario de la alta Edad Media, con la herejía de los cátaros provenzales, con la alquimia, con la cábala judía y cristiana, con la ciencia...
Por otra parte, cualquier argumentación histórica parece incongruente cuando la ponemos al lado de los poemas que efectivamente se han escrito, casi siempre por fuera de toda consideración ideológica. Quiero decir que la poesía dice cosas que no se dejan decir de otro modo, cosas que ninguna prosa, por inteligente o por alucinada que sea, logra (si me perdonan el galicismo) rendir. Así, ¿quién se animaría a explicar cuál es la filosofía que subyace a estos dos versos de “Piedra de sol”? Creo que ni aun su omnisciente autor se habría animado:
agua que con los párpados cerrados
mana toda la noche profecías...
Vamos arribando a la confusión del día presente, confusión heredera entre otras cosas de las guerras, calientes o frías, que asolaron el pasado siglo. Todos sabemos lo que sucedió. A partir de los años crueles que vieron la gestación de los estados totalitarios y luego las guerras más inmorales y horribles de la historia humana, los poetas tuvieron que optar. Para nombrar un caso bien conocido por nosotros, recordemos a Neruda, que había logrado con Residencia en la Tierra un prodigio de hermetismo poético, y que en medio de la guerra civil española escribe España en el corazón, libro donde leemos títulos tan poco enigmáticos como “España pobre por culpa de los ricos”. La idea de que la poesía tenía que convertirse en acción política, más todavía, la idea de que escribir poesía era una suerte de culpa que había que purgar poniéndose al servicio de la Causa, afectó de un modo o de otro a la mayor parte de los escritores del siglo. De la experiencia ha quedado, como conclusión general, esta buena perogrullada: los poetas genuinos escribieron poesía social que fue también genuina poesía. No es menos cierto que no todos (o no siempre) lograron sostener el aliento épico que semejante poesía exige. En cuanto a los versos programáticos o panfletarios, ya los había criticado Antonio Gramsci con estas palabras: “Alguien quiere expresar artificialmente un determinado contenido y no crea una obra de arte. El fracaso artístico (...) demuestra que tal contenido es, en esa persona, una materia sorda y rebelde; que su entusiasmo es ficticio y deseado exteriormente y que él no es, en este caso, un artista, sino un sirviente que desea agradar a sus amos.”
Hoy, las categorías que dominaron la discusión ideológica hace treinta años, parecen insuficientes. ¿Qué significa hoy una élite, qué significa un fenómeno popular? ¿Qué quiere decir, realmente, ser popular, en un planeta gobernado vía satélite? ¿Quién, en estos tiempos, puede asegurar que elige, que su gusto lo ha formado él o que sus pensamientos son libres? ¿Quién puede hacer cuentas y presentar un balance verosímil de su estado espiritual, en medio de esta furiosa maraña de discursos que “todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira”?
La cita se impone. Habitamos algo muy parecido a la Biblioteca de Babel. Hallar en algún recodo de nuestro ser, en algún descuido de la férrea trama, un resquicio de palabra propia, puede ser el empeño último del poeta. Sinceramente, no creo que sea su labor específica adecuar su lenguaje a un público que, por otra parte, rara vez tiene, o que cuando lo tiene, a menudo se le acerca por razones equivocadas. Conste que me he pasado la mitad de la vida pensando lo contrario. La decisión que de veras está en las manos del que escribe es la de ser fiel a su obra. Lo demás no depende de él. Quiero decir: que, si escribo poesía, no depende de mí que un presunto público pueda entenderme. Que me entiendan o no me entiendan puede deberse a muchos factores, que en general escapan a mi control. Lo que me atañe es serle fiel al poema que estoy tratando de crear y del que soy el primer lector. Es mi deber leer muchas veces lo que he escrito, para ver si “se” entiende, para ver si expresa con nitidez, con toda la claridad posible, la idea que late en su fondo, el alma que lo anima. En lo posible, trato de que lo lean también personas en cuyo gusto y sinceridad puedo confiar. Tomo en cuenta sus observaciones, para corregir, podar o rehacer lo que he escrito, e incluso para borrarlo, si veo que no hay nada en su fondo y que es mera e irresponsable verborragia. Porque de eso estamos hasta la coronilla. Para esta tarea, que desde luego nunca llega a una solución definitiva, tengo siempre en mente el consejo de Alberti:
Poeta, por ser claro no se es mejor poeta.
Por oscuro, poeta, no lo olvides, tampoco.
Observación negativa, como se ve. No he de tratar de ser oscuro ni claro. Mi lector, si existe, no se detendrá en un giro opaco o en una referencia desconocida. Mi lector, si existe, será capaz de sentir el pulso de mi verso, el ritmo que nace en lo hondo y trata de buscar su senda hacia la luz, hacia la palabra. Así he procedido yo con los poetas que he leído y releído, con los poetas que ahora son parte de mí. Esos poetas me enseñaron a leer sus poemas, o yo pude aprender a mi manera porque quería comprenderlos. Mi empeño de escritor estriba en ser leal a mi ritmo y a mi palabra; porque la palabra, aunque obra de toda una comunidad, ha de plegarse al flujo de lo profundo, a las leyes de la noche, de que hablaba Murena. Sin esta fidelidad esencial, no hay poesía. Y cuando no hay poesía, todo lo demás es inútil.
Corrientes, agosto de 2001