El aroma a paraísos subía de nuestros frágiles
cuellos porque enhebrábamos sus lilafores, con amor
de joven padre que teme herir hasta con su sonrisa al hijo.
Era el verano alrededor de nuestra niña piel
aún no tatuada por contentos y desazones que vendrían
más tarde, con rigurosa precisión de mecanismo perfecto.
Era la dicha de aún no ser humanos, sino niñez a secas
que combina armónicamente espacio y tiempo, unidos
con el ajuste del oxígeno al hidrógeno en el agua.
Era un cierto desgano en obedecer órdenes y prejuicios
porque éramos libres aunque se nos sujetase a normas
que violábamos sin negra culpa ni grises arrepentimientos.
Éramos la infancia borroneando palotes y letras
en el gran pizarrón de la madre Tierra, mal leidos
por los adultos que todo lo disecan y estudian.
Sí, la infancia era flores de paraíso en torno
a los frágiles cuellos, a los alocados proyectos
que enfrentaban a los mayores que no podían maniatarnos.
Era el reino del dulzón aroma color lilazul intenso;
de la mágica complicidad con animales y vegetales,
sin aún enterarnos que moriríamos en adultos
semejantes a los padres los tíos los abuelos, la gente.
Era el paraíso y las flores de paraíso.
(Inédito, Publicado en Diario La Prensa, 20.10.95)