—Qué pueblo de mala muerte.
—Uf... Aquí sí que nunca ha de pasar nada.
Primero el gesto aburridísimo de ella, rubricando sus palabras, y después el de él, y un idéntico ademán desdeñoso ante el espectáculo de las magras casas amontonadas junto a la estación, casi sepultadas cutre el polvo que se derrama de las calles angostas, y queda danzando en el aire, como si testificara el inequívoco abandono del pueblo. Y ellos dos, detrás de la hermética ventanilla, usufructuando esa suerte de dignidad que les confiere el coche pullman del tren.
—Tenes razón: aquí nunca ha de pasar nada —repite él.
—Qué opio, por Dios —insiste ella.
I
Estaba al lado del mostrador, con su copa de caña delante, arrebujado en un rincón del almacén. Por la puerta entreabierta, percibió la larga sombra del tren que llegaba a la estación; y después vio otra sombra, la de él, corta y cuadrada, levantando los caireles de la cortina que atemperaba la luz; mirando. Mejor dicho, buscando. Y antes de que el otro lo descubriera, él, Pancho Galíndez, tuvo tiempo de pensar en la fugacidad de las cosas, en el paso del tiempo que, leve y tenaz, cava arrugas en la cara, borra la pasión del corazón del hombre, pero es incapaz de anular su culpa. Tuvo tiempo de pensar, además, que ya era hora de enfrentar las cosas, de pagar —porque siempre supo que algún día debería pagar—, y que era oportuno ese momento, cuando ya habían pasado más de veinte años, la Rosa era un recuerdo y un montón de huesos en el camposanto, y él estiraba ese resto de vida, porque sí nomás. Tuvo tiempo de pensar todo eso. Después, retiró la copa ya vacía y, lentamente, como varón que era, enfrentó el destino que le venía bajo la torva mirada de un hombre y la mano entretenida en la cintura.
Luego fueron dos formas confusas, un grito, la cercana pitada del tren.
II
El padre Roberto tiene 27 años, la sotana manchada, las manos no muy limpias. Durante la tarde, jugó con los chicos al fútbol, dijo la palabra de Dios en el catecismo, sembró su sonrisa. Ahora está solo, con el rostro grave y un libro entre las manos. Hasta el último banco de la pequeña iglesia, llega el rumor del tren que se acerca desde la capital, la algazara de los pibes que siguen afuera, jugando. Pero el padre Roberto no escucha nada de eso; está atento a las palabras del breviario con las que vanamente solicita la presencia de Dios ("Domine, aperi labis meis…”) porque otras imágenes se suceden, turbadoras e insistentes, en su mente de muchachote sano, que ayer recibió la visita de un amigo de la infancia, que vino con su mujer, y el bebe pequeño, con su cara de ángel, y ese olor a talco y a limpio, y carne inocente; ese mismo que entonces siente subir desde las manoseadas hojas del breviario, trepar por las paredes de la fría capilla, cubrir el rostro de yeso de la Virgen que desde arriba lo mira con ojos de vidrio y sonrisa de esmalte, mientras su propia avalancha interior desborda en esa lágrima con que llora, lentamente, un reino perdido... "Señor, ten piedad de mí... "
A lo lejos, se oye el tren, que parte.
III
Isabel López abre los ojos en la penumbra de la sala, reconoce la blancura
de la cama, su mano morena, abandonada como cosa inservible, los rayos leves que entran por la ventana entrecerrada, el lejano runrunear de un tren.
Ya no está el médico, ya no está la enfermera; tampoco el dolor. Sólo ese bulto palpitante, hacia el que extiende la mano, tímidamente. Entonces, Isabel López, la mujer seducida y abandonada, se entrega a las lágrimas, a la dulzura de esa piel de niño, a la seguridad de que ya nunca más estará sola.
El pito del tren que parte acompaña su esperanza.
Los estremece el arrancón del tren, que se va. El saca su paquete de Chesterfield, pero enciende primero el Kent americano que ella ya tiene pronto, y luego el suyo, y se sonríen educadamente, porque la sociedad ha hecho de eso —de la educación—, un principio moral; y después se arrellanan estupendamente organizados para estar confortables, en sus asientos, similares a aquellos donde ya están apoltronados sesenta de los ochocientos pasajeros que se hacinan en el resto del tren. Y entonces, desde la ventanilla hermética, que no permite ninguna clase de contaminación con lo que está afuera, miran por última vez el pueblo, pequeño, chato, polvoriento, tirado como un estropajo en medio del campo que avanza, y todo lo cubre, y ya borra el pequeño contorno de las casas abandonadas como cosas que no valen gran cosa. Y uno dice lo que el otro repite, asintiendo:
—¡Qué opio!, ¿no?
—Sí, qué opio... Lo que te decía: aquí sí que nunca pasa nada.
—Uf... Aquí sí que nunca ha de pasar nada.
Primero el gesto aburridísimo de ella, rubricando sus palabras, y después el de él, y un idéntico ademán desdeñoso ante el espectáculo de las magras casas amontonadas junto a la estación, casi sepultadas cutre el polvo que se derrama de las calles angostas, y queda danzando en el aire, como si testificara el inequívoco abandono del pueblo. Y ellos dos, detrás de la hermética ventanilla, usufructuando esa suerte de dignidad que les confiere el coche pullman del tren.
—Tenes razón: aquí nunca ha de pasar nada —repite él.
—Qué opio, por Dios —insiste ella.
I
Estaba al lado del mostrador, con su copa de caña delante, arrebujado en un rincón del almacén. Por la puerta entreabierta, percibió la larga sombra del tren que llegaba a la estación; y después vio otra sombra, la de él, corta y cuadrada, levantando los caireles de la cortina que atemperaba la luz; mirando. Mejor dicho, buscando. Y antes de que el otro lo descubriera, él, Pancho Galíndez, tuvo tiempo de pensar en la fugacidad de las cosas, en el paso del tiempo que, leve y tenaz, cava arrugas en la cara, borra la pasión del corazón del hombre, pero es incapaz de anular su culpa. Tuvo tiempo de pensar, además, que ya era hora de enfrentar las cosas, de pagar —porque siempre supo que algún día debería pagar—, y que era oportuno ese momento, cuando ya habían pasado más de veinte años, la Rosa era un recuerdo y un montón de huesos en el camposanto, y él estiraba ese resto de vida, porque sí nomás. Tuvo tiempo de pensar todo eso. Después, retiró la copa ya vacía y, lentamente, como varón que era, enfrentó el destino que le venía bajo la torva mirada de un hombre y la mano entretenida en la cintura.
Luego fueron dos formas confusas, un grito, la cercana pitada del tren.
II
El padre Roberto tiene 27 años, la sotana manchada, las manos no muy limpias. Durante la tarde, jugó con los chicos al fútbol, dijo la palabra de Dios en el catecismo, sembró su sonrisa. Ahora está solo, con el rostro grave y un libro entre las manos. Hasta el último banco de la pequeña iglesia, llega el rumor del tren que se acerca desde la capital, la algazara de los pibes que siguen afuera, jugando. Pero el padre Roberto no escucha nada de eso; está atento a las palabras del breviario con las que vanamente solicita la presencia de Dios ("Domine, aperi labis meis…”) porque otras imágenes se suceden, turbadoras e insistentes, en su mente de muchachote sano, que ayer recibió la visita de un amigo de la infancia, que vino con su mujer, y el bebe pequeño, con su cara de ángel, y ese olor a talco y a limpio, y carne inocente; ese mismo que entonces siente subir desde las manoseadas hojas del breviario, trepar por las paredes de la fría capilla, cubrir el rostro de yeso de la Virgen que desde arriba lo mira con ojos de vidrio y sonrisa de esmalte, mientras su propia avalancha interior desborda en esa lágrima con que llora, lentamente, un reino perdido... "Señor, ten piedad de mí... "
A lo lejos, se oye el tren, que parte.
III
Isabel López abre los ojos en la penumbra de la sala, reconoce la blancura
de la cama, su mano morena, abandonada como cosa inservible, los rayos leves que entran por la ventana entrecerrada, el lejano runrunear de un tren.
Ya no está el médico, ya no está la enfermera; tampoco el dolor. Sólo ese bulto palpitante, hacia el que extiende la mano, tímidamente. Entonces, Isabel López, la mujer seducida y abandonada, se entrega a las lágrimas, a la dulzura de esa piel de niño, a la seguridad de que ya nunca más estará sola.
El pito del tren que parte acompaña su esperanza.
Los estremece el arrancón del tren, que se va. El saca su paquete de Chesterfield, pero enciende primero el Kent americano que ella ya tiene pronto, y luego el suyo, y se sonríen educadamente, porque la sociedad ha hecho de eso —de la educación—, un principio moral; y después se arrellanan estupendamente organizados para estar confortables, en sus asientos, similares a aquellos donde ya están apoltronados sesenta de los ochocientos pasajeros que se hacinan en el resto del tren. Y entonces, desde la ventanilla hermética, que no permite ninguna clase de contaminación con lo que está afuera, miran por última vez el pueblo, pequeño, chato, polvoriento, tirado como un estropajo en medio del campo que avanza, y todo lo cubre, y ya borra el pequeño contorno de las casas abandonadas como cosas que no valen gran cosa. Y uno dice lo que el otro repite, asintiendo:
—¡Qué opio!, ¿no?
—Sí, qué opio... Lo que te decía: aquí sí que nunca pasa nada.