AUTOBIOGRAFÍA

       (VIDA DE PERIODISTA)

       1954
 

          Un momento, mi buen amigo Rosemberg, no se haga el Shakespeare, no haga hablar a mi sombra, no soy Macbeth.
          Aquí estoy yo mismo; habla Juan José de Soiza Reilly. Nadie más autorizado que yo para hablar mal de mí mismo. Conozco a fondo todos mis defectos, pregunte sin miedo.
          Mis comienzos en el periodismo arrancan del primer día que nací. Nací gritando el aviso de mi nacimiento. ¿Qué es el periodismo? Un eterno grito anunciador de cosas nuevas.
          He navegado en todas las fatigas del mundo, pero nunca dejé de ser periodista. ¿Qué hice en mis años juveniles, cuando me inicié como canillita en la Universidad de la Calle? Periodismo. ¿Qué hice en mis cuarenta años de cátedra como profesor normal diplomado? Periodismo. ¿Qué hice a través de cuarenta y dos libros publicados? Periodismo. ¿Qué hago en la radio desde hace veintitrés años? Periodismo. Cuando Dios quiera averiguar cuál es mi oficio, le bastará decirme:
          —Muéstrame las manos.
          Me verá los callos que la lapicera dejó en mis dedos a fuerza de escribir setenta años. Y Dios dirá con su ternura misericordiosa:
          — ¡Periodista!
          Y me mandará al infierno a enseñarle al diablo el suplicio más delicioso de la tierra: periodista.
 
            Una vez el sabio don Miguel de Unamuno me preguntó si yo aspiraba a la gloria. Yo apenas tenía veinte años y ya andaba por Europa haciendo reportajes a los hombres célebres, con destino a Caras y Caretas.
          Visité a Unamuno en la Universidad de Salamanca, donde era rector. El ilustre vasco era célebre en todo el mundo. Le hice pasar mi tarjeta... Nunca me había oído nombrar. Quise interrogarlo pero él me atajó:
          — ¿Es usted periodista? ¿Sueña usted con la gloria?
          Casi le contesto:
          —Sí. Sueño con la Gloria Guzmán —pero me contuve y él agregó agitando mi tarjeta:
          —Tiene usted un nombre demasiado largo para ser glorioso... "Juan José de Soiza Reilly" no cabe en un arco de triunfo.
          A mí me dio rabia. El entrerriano que llevo en el fondo de mi sangre se despertó furioso y le dije a Unamuno:
          -Posiblemente mi nombre no quepa en un arco de triunfo, en esta vieja y linda ciudad de Salamanca donde las calles son estrechas y donde los balcones parecen tocarse codo con codo. Pero en Buenos Aires tenemos la Avenida de Mayo.
          Vanidad de entrerriano.
 
            En mis viajes por Europa visitando a reyes y a escritores, tuve que luchar a menudo contra la ignorancia que solía tenerse de nuestro país. Ahora es diferente. Pero hace cuarenta años muchos hombres ilustres nos ignoraban enciclopédicamente. Todos me preguntaban:
          — ¿A dónde están los indios salvajes?
          Me compré un mapamundi (1) y les señalaba las enormes riquezas del país: azúcar en Tucumán, vinos en Mendoza y San Juan, oro en La Rioja... Pero me interrumpían para preguntarme:
          -¿Y a dónde están los indios?
          -En las canchas de fútbol, señor.
 
            Entre los grandes escritores, me conquisté la noble amistad de don Jacinto Benavente, esa enorme gloria española cuya muerte acaba de enlutar al mundo. Para el centenario de nuestra Independencia, Caras y Caretas me encargó una encuesta con opiniones de los pensadores más prestigiosos. Desde París —donde yo residía— envié una circular redactada en francés a los escritores rusos, belgas, alemanes, italianos, ingleses, suizos, españoles. Me pareció que escribiéndoles en el idioma diplomático, el francés, me entendería con todo el mundo.
          Jacinto Benavente, que no desperdiciaba nunca la ocasión humorística, publicó en El Imparcial, de Madrid, una crónica tomándome el pelo. (En ese tiempo de romanticismo yo usaba sobre la frente un mechón abundante.)
          — ¿Cómo —decía Benavente— un escritor como Soiza Reilly, que escribe en español en una revista como Caras y Caretas -escrita en castellano- se dirige a un español como yo en idioma francés?
         
           Le contesté por medio de una carta que él tuvo la gentileza de publicar en el mismo diario. Y yo le decía:
          "Posiblemente he cometido una gaffe, pero acaso disculpe mi error una circunstancia atenuante:
          "En Galicia observé que los españoles hablan en gallego; en las provincias vascas en eúskaro; en Cataluña en catalán, en Valencia el valenciano, en Asturias el astur...
          "Dígame, don Jacinto: ¿dónde diablos hablan español los españoles?"
Y Benavente, al publicar esta pregunta mía, agregó:
          "En la Argentina."
          Y en efecto: gallegos, vascos, catalanes, valencianos, astures se entienden con nosotros en el glorioso idioma castellano.
 
           Para hacer un reportaje no sólo se necesita saber escribir. Yo diría que también se necesita ingenio, pero hablar de ingenio me suena a petulancia impropia de nuestra humilde profesión. Una anécdota lo explicará mejor.
          Cuando murió el mariscal Foch -en Francia- Caras y Caretas me telegrafió pidiéndome le hiciera un reportaje al famoso George Clemenceau, para que se defendiera de los ataques póstumos que Foch le dirigiera en su ruidoso Memorial.
          Le mandé dos líneas al terrible "Tigre", como se le llamaba entonces, para que me acordara una audiencia. Me contestó rotundamente:
          "Ya no aspiro a ninguna gloria. El periodismo ya no me interesa."
          ¡Gran fracaso para mi prestigio de entrevistador!
          Otro telegrama de Caras y Caretas:
           "¿Y el reportaje a Clemenceau? ¿Es que ya no se siente periodista?"
          Pensé que hasta los hombres gordos tienen su lado flaco. Me dije:
          -Despiértate, entrerriano.
          Y le escribí de nuevo al gran Clemenceau diciéndole que no quería hacerle un reportaje, pues conocía todas sus ideas, hasta las de sus obras de teatro como Le voile de la pensée. Solo quería mostrarle los croquis del monumento que los argentinos iban a levantarle a él en Palermo, como inspirador de la primera ley argentina de propiedad intelectual. El monumento costaría un millón de piastras.
          Le encontré el lado flaco. ¡Un monumento de un millón de pesos, là-bas (2), en la Argentina!...
           Dos horas después recibí la contestación de Clemenceau.
           "Lo espero en mi casa de la calle Franklin, dix..."
          ¿De dónde sacar los croquis para un monumento que sólo estaba en mi pobre cabeza desesperada? Me fui a un café bohemio de París. El dibujante español Leo Mereto me hizo once croquis a cambio de un café con leche, pan y manteca.
          Clemenceau, magnífico espíritu superior, me recibió con los brazos abiertos. Llamó a la mucama para que me sirviera café y cuando ésta entró me dijo en voz alta:
          — ¿Con que van a hacerme un monumento en la República Argentina?
          Y alzaba los once croquis para que la mucama los viera.
          No me arrepiento. Algún día Buenos Aires también tendrá el monumento que Clemenceau merece por su cariño a la Argentina. 


          La condecoración de caballero de la Corona de Italia me la otorgó Víctor Manuel III, por mi actuación periodística durante la guerra del 14, como corresponsal del ilustre diario argentino La Nación.
          Estuve en la batalla del Monte Adaniello, después de haber estado en Verdún con los franceses y en Polonia con los alemanes. Pude así admirar también el coraje heroico de los italianos. Tres años estuve en el frente. Nunca olvidaré la maestría con que los bravos soldados de Italia subían los cañones hasta las cumbres de los Alpes. Iban éstos atados con cadenas y al cinchar para subirlos, en vez del clásico:
          "¡Ah, oh! ¡Ah, oh!",
          gritaban:
          "¡I... talia!... ¡I... talia!
          Algunos caían muertos con el grito sagrado de "Italia" en los labios.
           Disculpe, querido colega Rosemberg... Ya va a pasar mi cuarto de hora en su clásico Son cosas... Saludo a la gloriosa Radio Splendid, donde inicié hace más de veinte años mi periodismo radial. ¡Cómo pasa la vida! Como... Pasó mi cuarto de hora. 



(1)  Es rigurosamente cierto. (N. del autor) 

(2) Forma francesa equivalente al español "allá".
En el párrafo anterior, el título de la obra del político y estadista Georges Clemenceau (1841-1929) significa "El velo del pensamiento".
Tomado de: La ciudad de los locos, de Juan José de Soiza Reilly, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2007