UN PUEBLO MISTERIOSO

 

 

          El mapa policial lo designa con el nombre de Pueblo de las Ranas. Más gráfico sería llamarle Pueblo de los Cerdos... Radicado en la quema de las basuras, detrás de los antiguos corrales de abasto, muy lejos de las calles sonoras y de los frontispicios luminosos, este pueblo, lleno de misterio, tiene en su aspecto la tristeza de una ciudad que durmiera en brazos de la muerte. Sin embargo, bajo la humareda tibia que brota de su suelo, agítase la vida febril de un enjambre de gente. Muy mala gente que lleva en la sangre el instinto del crimen y en los músculos el dulce cansancio de los haraganes. La población la constituyen más de trescientas personas. Hombres, niños, mujeres. Todos viven unidos. Los une la confraternidad de la miseria y del vicio; del amor y del odio... Se arrastran sobre la basura con la voluptuosa filosofía de los cerdos.  Así gozan... Cuando los carros municipales llegan de la ciudad y vuelcan allí el hediondo contenido de sus vientres, la población en masa se echa encima de las montañas de inmundicia para elegir en ella su alimento: pedazos de pan fétido, aves muertas, frutas podridas, trozos de carroña. Todo. Nada perdonan. Y sin limpiarlo, tal como llega, con tierra, con pringue, con roña, se lo llevan a la boca y se lo comen... Y lo comen con fruición, con alegría, con hambre. Y lo más triste, lo más desconsolador, lo más amargo es que nunca se enferman. Ni siquiera se mueren... Están sanos y rollizos. Son cerdos. Debajo de la mugre ostentan en la cara rojos matices de envidia-ble salud... Algunos poseen viviendas. Las construyen con latas superpuestas. Otros duermen al aire libre. No usan camas. ¿Para qué? El pavimento es blando. La basura les ofrece una cariñosa suavidad del colchón. En invierno, los pestíferos vahos que como exudación de tisis surgen de la tierra, suplen la ausencia de los caloríferos. En verano, ese mismo calor sírveles de ayuda. Les limpia la piel. Les baña en sudor, de arriba a abajo. Así se purifican en su propia salsa. La policía lucha con ellos. Lucha inútilmente. En aquella atmósfera de impudor, donde las mujeres se visten con la menor cantidad posible de vergüenza y de ropa; donde los hombres se desayunan, almuerzan y cenan con alcohol venenoso; y donde los niños crecen imitando a los padres; allí, donde esto sucede, nada más lógico que las almas practiquen la vida natural de la bestia. En este pueblo extraño los crímenes se reproducen con terrible frecuencia. El móvil principal suele ser la venganza, y a menudo, el amor... El asesino espera, de noche, en una encrucijada de basuras. Las ráfagas de humo, son un buen escondrijo. En ellas se guarece... Cuando el enemigo se le acerca saca el facón. Un facón luminoso que brilla en las tinieblas como un fuego fatuo. En seguida da un salto de fiera, y, zas... ¡tomá maula!... Después, ni un quejido. Ni un grito. A la mañana siguiente el gobernador del Pueblo de las Ranas, tropieza con un cuerpo muerto. Viene la policía. Investiga... ¿Quién ha sido el asesino? No se sabe. No se sabe. Silencio. Entre los miserables, una de las distintas fases del honor es saber ocultar los delitos ajenos. Otras veces la policía encuentra entre la basura el cadáver de una mujer haraposa, sucia, desgreñada. Tiene el corazón deshecho a puñaladas. ¿Los celos? ¿El amor? Posiblemente. Desdémona y Otelo son de todos los climas, de todas las atmósferas...

          Al internarnos en los peligrosos dominios de esa selva de humo que abarca la extensión del Pueblo de las Ranas, un hombre se nos aproxima. Viene seguido de tres perros. Y nos habla:

          "Venga, amigo. No tenga miedo. Este es un pueblo trabajador. Trabajar no siempre es mover los brazos. Vivir es trabajar. Pero aquí vivimos mejor que la gente platuda. Lástima que seamos muchos. Antes éramos pocos. Pero aura han nacido una punta de chicos que no saben quién es su propia madre ni cual de nosotros es el padre... Cuando llegan los basureros de los barrios ricos, viera, amigo, como nos apelotonamos pa’ poder cazar al vuelo alguna gallinita de esas que los ricachos tiran nada que porque se mueren de moquillo. Nosotros les sacamos las plumas y en el mesmo fuego de la basura las asamos. ¡Y qué ricas! También tenemos una casa de gobierno, que marcha macanudamente porque nadie le lleva el apunte. Los que nos joroban son los revisadores del empresario de la quema. No nos dejan salir sin revisarnos. Tienen miedo de que nos llevemos algún brillante encontrao en la basura… ¡ Qué pucha ! Un día me encontré una piedra con brillo. Quise venderla como brillante fino y resultó que era falsa. ¡Ah, las mujeres todo lo llevan falso!...¿Ve este montón de trapos viejos? Pues aquí es ande vienen a parar los lujos de las mujeres. ¿Y ve aquella torre? Son pantalones. Nada más que pantalones, ¿Qué le parece? ¿Ande diablo se habrán ido las piernas que los usaron? ¡Bien dice mi comadre Rosa la Pelada que los hombres están perdiendo todo, hasta los pantalones!...También por acá tenemos una calle Florida. ¿No la conoce? Mire pa’ allá, ande están aquellos ranchos. En aquel de la izquierda damos esta noche un baile, ¿Quiere venir? Tráigase un cuchillito…"

          Nos despedimos. Los tres perros, mudos, inmóviles, llenos de barro, se han colocado junto al viejo atorrante. Y nos miran con sus claras pupilas en cuyo fondo florece una intensa alegría. Tal vez, conociendo la podredumbre de los hombres se creen más felices, más grandes, más dignos que el hermano del mono. Sonríen orgullosos de sentirse perros...




Buenos Aires, Noviembre 4, 1906

 
(1)  "El Pueblo de las Ranas", en los arrabales de  Buenos Aires,  donde  estaba la  "quema  de basuras''.

 

De: Crónicas de Amor de Belleza y de Sangre