Juan L. Ortiz
La sombra, al fin, la sombra en que ya casi flotabas,
te cubrió, frágil niña, con la ola temida
que golpeaba contra tu cabecera en el desvelo visionario.
Ah, la luz del alba celeste en las cortinas, qué vaa,
qué vana la franja de oro desvaído en la pieza,
y qué vanas las flores, y qué vano el gesto largo de tus brazos,
llamando, ay, llamando sobre tu cabellera ya medio anegada.
Los finos brazos de cera hacia una luz con alas, apenas luz
pero donde temblaban jardines y campanas de media tarde,
hacia, a pesar de todo, la esperanza, otro ángel,
que solía traerte un chal para los breves hombros al crepúsculo,
un aire amigo, lírico, para la asfixia de la noche,
y un ligero conjuro para los fantasmas últimos de la noche...
Qué solos, frágil niña, qué solos los largos brazos llamando
se desesperaron frente a la crecida extraña, extraña?
O encontraste en lo hondo, en la pálida aurora abisal,
que «todo tenía nombre», el nombre, ay, cambiante, pero el
único de nuestro amor
y del amor de todo, con los números de que tu alma ya estaba
melodiosa?
Oh, si esa melodía oscura de tu alma
se hubiera fundido dulcemente, y en seguida,
con las ondas que traerían ahora el día profundo, musical,
-esas ondas que habías sentido y que rehuías, marea etérea,
infinita de estrellas en el vértigo-
y estarás ya, frágil niña, de vuelta en estas ramas que se mecen, serena ya, de aire, sobre nuestra tristeza
y nuestra inquietud vaga por ser dignos de ti
hasta en los menores gestos grises de una mañana de invierno:
criatura toda de música, de la música de aquí y de la música
de allá,
atravesada como un lirio sobre la corriente del límite,
crucificada largamente, largamente, sobre el filo mismo
del límite.
Del aire, frágil niña, del aire y de estas ramas,
la sonrisa sin herida, y la voz sin penumbra rota, ahogada,
al fin, al fin?
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