AUTOBIOGRAFÍA

             NACÍ el 1º de enero de 1883 —según el pasaporte  otorgado a mi padre para el viaje a América y en 1884 según decía mi madre— en Proskuroff, villa diminuta de la gobernación de Kameñetz Podolsk, que es como la Lituania, una provincia rusa de densa población israelita. Antes de tener yo tres años mi familia se trasladó a Tulchin. De ese viaje breve y lejano, apenas si conservo algún recuerdo muy vago y tal vez no sean más que cosas posteriormente oídas en las conversaciones de los míos. Sin embargo, en el fondo de mi memoria evoco el paso por un río angosto, en un día de llovizna y de nieve. De Tulchin recuerdo hechos más precisos. La casa en que vivíamos, el vasto jardín, la iglesia de torres agudas, en cuyo frente, un San Alejandro de bronce dorado solicitaba la admiración de los chicuelos. Tampoco olvido la plaza que ostentaba una alta columna de madera cuyo significado ignoro y sólo sé que constituía el único monumento de la población, en torno del cual se reunían los vecinos principales, cuando hacía buen tiempo. Allí veía yo las siluetas popu­lares, los ancianos importantes, respetados en la sinagoga por su munificencia, las muchachas más cortejadas, las señoras más ricas.
             Tulchin era —entonces a lo menos— una ciudad sórdida y triste, sin alumbrado ni aceras, cuyo lujo arquitectónico se reducía al palacio semiderruido de los condes de Bazá y a un edificio lla­mado La Buena, sitio de paseos dominicales. Vi­vimos en Tulchin hasta 1889. Mi padre tenía casa de posta, comercio liberal, que en aquella comarca primitiva daba lustre y distinción, pues sus dueños, relacionados con el gobierno del cual dependían por las cláusulas de la licitación, se consideraban como funcionarios de importancia y gozaban de ventajas diversas. Por esta razón, mi familia, esti­mada entre los israelitas, no carecía de prestigio ante la aristocracia ortodoxa y lugareña. Mis abue­los fueron gente rica, fundadores de aldeas, em­prendedores y enérgicos que aseguraron a sus des­cendientes contra las arbitrariedades normales del imperio con el fuerte pago del Derecho de Perpe­tuación,   derecho  que  los  comerciantes   de  alta categoría y de conducta intachable, lograban, obte­niendo beneficios legales que los equiparaban a los hidalgos secundarios.
             Mi padre era, además, lo que se llama en las poblaciones provincianas, un hombre de consejo. Diestro hebraísta, muy culto y nutrido de cono­cimientos contemporáneos, se lo buscaba y se lo estimaba. De estatura mediana, volcaba hacia atrás una espesa cabellera, negra y luciente; su rostro tranquilo, sus ojos tristes y hondos daban, con la barba rabínica, la impresión de la vieja figura judía de los cenáculos talmúdicos. A pesar de la apariencia sombría, jamás se alteraba su buen humor. Conocedor minucioso de la literatura judaica, mechaba su jovialidad con citas ingenio­sas y desconcertaba a los hombres devotos que iban a nuestra casa, con paradojas de descreído, probando con los versículos y con las acotaciones de los comentaristas, que se podía comer carne de cerdo y que el ayuno en el Día del Gran Perdón —Yoim-a-Kipor— no era de prescripción dogmá­tica.
             En nuestra casa celebrábanse tertulias intere­santes. En las noches de invierno juntábanse alre­dedor de la estufa inmensa, el rabino religioso y el rabino civil, los dignatarios de la sinagoga, los vecinos más venerables. No lejos, el samovar her­vía y sobre una mesita, próxima al diván, la caja de tabaco y la caja de rapé, constituían los signos más ostensibles de la hospitalidad. Hundido en su bata felpuda, mi padre, esgrimiendo siempre su larga pipa de porcelana, departía con los huéspe­des, entre los cuales me imponía Yehuda Anakroï, que tenía a la sazón noventa años y vestía un am­plio manto de terciopelo morado. Era el rabino religioso. Su blanca barba descendía sobre el pe­cho, en que resplandecía el áureo escudo de David y su cabello formaba sobre los hombros un albo abanico. Su ademán era grave y noble, su palabra era lenta, sentenciosa y magistral. Discutían asun­tos teológicos y rabí Yehuda Anakroï, a quien mi padre comparaba con Hilel el Justo, y con Filón de Alejandría, relataba invariablemente su viaje a Jerusalem. Las tertulias duraban hasta media noche. Yehuda Anakroï se iba, apoyado en el cur­vo y eminente bastón, seguido de un perro colosal, y no obstante su edad, atravesaba callejuelas infi­nitas, en el frío atroz, hasta dar con su casucha, en lo hondo del Barrio de los Pobres.
             En esas reuniones he oído por primera vez ha­blar de América. En aquellos años ya distantes, los judíos no emigraban y la tentativa de coloni­zación del barón Kirsch iluminaba a los israeli­tas de Tulchin, como la esperanza mesiánica del retorno al reino de Israel. Mi padre era de los que tenían más noticias sobre el particular. Las había leído en un periódico, que circulaba con sigilo y que exhibía, me acuerdo, el retrato del benefactor. Cuando hablaba de la Argentina sus ojos apacibles se encendían en brillo y su palabra adquiría el acento cálido de la predicación. Los negocios iban mal. El ferrocarril se acercaba y los comerciantes de posta veían en la locomotora un enemigo im­placable. Mi padre, desprovisto de espíritu comer­cial, dejaba desvanecerse la fortuna heredada. La crisis de la propiedad rural la redujo a valores muy relativos y la guerra con Turquía, de la cual fue proveedor, acrecentó las pérdidas. Es éste un hecho que pinta su carácter. Es sabido que todos los proveedores vuelven ricos de las guerras. Mi padre volvió pobre porque no se sometió a la exi­gencia de los generales, que hacían su agosto en la cuestión. Dado a la imaginería filosófica, so­naba en la vida libre, en la existencia pacífica y profesaba el credo de Tolstoi: amaba la humildad de la faena campestre, el vivir sin ruido del pan ganado en la propia heredad y con el propio tra­bajo. Así resolvió abandonar sus tareas habituales e ir a la América, a la Argentina, que el periódico de propaganda emigratoria glorificaba y compa­raba con Sión.
             Fueron, después, días agitados, de alegría, de fiestas, de despedidas llorosas pues de todas par­tes venían parientes a saludarnos. Partimos una madrugada de primavera en que florecía el arroz y se llenaban de perfume las acacias, camino del lugar más cercano de donde arrancaba el ferro­carril. Los mujicks sabían la nueva y al pasar la diligencia, nos saludaban con votos de augurio. En mi memoria se han fijado pocos recuerdos del viaje. Lo que no olvido es el momento en que pasamos la frontera, en el límite de Graieff. Mi padre me indicó al cosaco que cuidaba la última casilla del territorio ruso y me dijo con júbilo:
             —Míralo bien; no verás cosacos en la Argen­tina. La Argentina, niño mío, es un país libre, es una república, es decir, donde todos los hom­bres son iguales.
             Con delirante elocuencia, transfigurado por una alegría profunda, exaltó el beneficio supremo de la libertad, íbamos sobre un pesado carromato, rumbo a Prostkin, de donde debíamos partir para Berlín. "Allí, agregó, en la Argentina, trabajare­mos la tierra, comeremos pan de nuestro trigo y seremos agricultores como los antiguos judíos, los judíos de la Biblia". Y me explicó la fábula de la Piedra Preciosa y de la Espiga.
             Rabí Akiva fue interrogado por sus discípulos sobre el secreto de la felicidad. "Es muy sencillo —contestó el sabio—. El que saca todo de la tie­rra, volverá a ella digno del Paraíso. Cierta vez, un zagal de Canaán encontró junto a la fuente en que abrevaba el ganado, una piedra maravillosa.
             Vendióla a una cortesana y con los dineros obte­nidos, se vistió como un príncipe y anduvo de ciudad en ciudad. Cuanto más placeres buscaba, más se nublaba su corazón y más angustias tenía, porque, temeroso de perder la fortuna, solo con­seguía atormentarse. En su alma se borró la mi­sericordia y ahuyentaba a los mendigos con inju­rias. Caminando hacia el templo, donde ocupaba un sitial entre los grandes varones, se le presentó un anciano y le dijo: "Zagal, tú no tienes paz y yo te la traigo. Fuiste tentado por Satán. Optaste por la piedra preciosa que dejó en la fuente y no por la espiga que da el buen pan y el regocijo tranquilo. Obtuviste dineros pero con la moneda no se consigue lo que se encuentra en la era". En­tonces, el zagal regaló su riqueza a las viudas y a los pobres y volvió a Canaán. Pero, ya no tenía grano para sembrar. Fue a la fuente y encontró una espiga que desparramó tristemente y un día al salir el sol vio que su heredad estaba cubierta de trigo..."


             Del Hotel de Inmigrantes, de Buenos Aires, nos llevaron a Moisés Villa, en la provincia de Santa Fe. Es la primera de las colonias fundadas por el barón Hirsch. Sobre la campiña salvaje, cubierta de pastizales, manchada de cañadones, se agrupaban las carpas angulosas de los colonos. Pequeñas carpas de lona, las familias judías las hallaron agradables como palacios, no  obstante haber conocido algunos la existencia cómoda, el lujo casi. Allí nos iniciamos en la vida de campo, en la lucha con la naturaleza, áspera y bella.  Ca­vamos pozos, construimos hornos, empezamos el trabajo de huerta.  Escenas conmovedoras y risi­bles se veían a cada instante.  A la mañana —las claras mañanas, calurosas y dulces, bíblicas ma­ñanas del campo argentino— los israelitas de an­cha barba, se inclinaban sobre el suelo intacto, con sus palas redondas, con sus rastrillos y había algo de ritual, de místico, en la gravedad con que desempeñaban su sencilla tarea.  Ya no eran los míseros y tristes judíos de Rusia, agobiados por el terror, envilecidos por la esclavitud. Caminaban erguidos y rompían la tierra, que ya no regaban con lágrimas sino con sudor, el sudor del labriego, de la buena fatiga. Así comenzaron, redimiéndose, los Abraham, los Moisés y los Jacob, a labrar el campo.
             Al mismo tiempo, ocurrían, como digo, escenas risibles. Pobres hombres, tímidos ante la natura­leza rústica, que habían vivido sus años clavetean­do zapatos o comerciando, en una trastienda si­niestra, baratijas de a céntimo, se vieron, de pronto, en la necesidad de manejar caballos aris­cos y uncir bueyes rebeldes al yugo.   Los mozos más bravos los perseguían con burlas pesadas. Recuerdo de uno, remendón en su aldehuela natal de Besarabia, que temía a su caballo como a la muerte. Era el tal caballo un jamelgo descarnado y claudicante que apenas aguantaba su osamenta. El remendón, para agarrarlo y meterle el freno iba en su busca con un manojo de alfalfa. En efec­to, el caballo lo seguía pero el excelente colono no se atrevía a detenerse, sino del otro lado del cerco.   Como es natural, el caballo mordisqueaba el forraje y se marchaba después. El alelado ve­cino recurría entonces a la caridad de alguno más audaz que él, si bien el episodio nunca terminaba sin los inevitables chascarrillos de la vecindad. A otro barbirrubio y escuálido, tipo clásico del judío del ghetto, tocóle un caballo inquieto y braceador. El hombre se quejaba de la montura y resolvió sustituirla por una almohada y claro está, el ca­ballo lo deslizó justamente en una cañada...
             Los jóvenes se aficionaron pronto a la faena campestre. No tardaron en adoptar los métodos indígenas y aprendieron el empleo del lazo y de las boleadoras. De cuando en cuando algún chico espantaba a las muchachas arrojando a sus pies una víbora muerta.
             Una vida pintoresca y activa daba calor a la colonia incipiente. Junto a la Administración, úni­ca casa de ladrillo, se estableció la sinagoga pro­visoria, en cuyo fondo, hacia oriente, se colocó el improvisado tabernáculo, con su cortina de roja felpa y con el doble triángulo bordado en oro.  El primer sacrificio se celebró un sábado de recio sol.   Mi padre ofició.  Revestido, como los demás israelitas, con la túnica santa, dijo las oraciones y en el instante más solemne de los oficios, antes de iniciarse la lectura del Texto Sagrado, anunció que haría la bendición del país, la plegaria del Mischa-a-Berij, obligatoria en Rusia en toda sina­goga bajo pena de inmediata clausura.
             — ¡Ya lo creo! —exclamó un viejo—. ¡Bendiga­mos el país y bendigamos a su emperador!
             A pesar de la túnica y del Rollo Santo que tenía mi padre, ya desenvuelto, por encima de la cabeza y que le daba aspecto sacerdotal, grave e impor­tante, no pudo reprimir una sonrisa y se dirigió, de acuerdo con la tradición ritual, al anciano, desig­nándolo con su nombre bíblico:
             —.Rabí Jacob-ben-Moisés: no estamos en Rusia; aquí no hay emperadores; la Argentina es una república, es decir, tierra donde los hombres son libres.
             Y aquel viejecillo arrugado y encorvado, de alma rudimentaria y de fe exacerbada por largos martirios, se aproximó a mi padre, juntó los flecos de la túnica, que simbolizan los cuatro puntos car­dinales, las posó sobre el Rollo Santo y acercán­dolos a sus ojos y a su boca, se rectificó de este modo:
             —Bendigamos entonces el país y la libertad.
             —Amén —respondieron todos.
             Una emoción muy honda nos estremeció. Las oraciones se desarrollaron después indiferentemen­te hasta la plegaria en que se invoca la misericordia de Dios para que salve de la cautividad al pueblo  elegido, plegaria secular, repetida en todos los detalles del culto, en todas las solemnidades reli­giosas. Entonces mi padre dijo de nuevo:
             — ¿Por qué hemos de rezar tal oración? No somos esclavos, no vivimos en cautividad. Cuando nuestros hermanos estaban en Babilonia o bajo el poder de los romanos, suplicaban así a Dios, o bien en Rusia, donde se los mata, persigue y humilla, han de invocar la piedad del Señor. Aquí somos hombres libres, no estamos en cautividad, sino en nuestra tierra, puesto que según los sabios de la Doctrina, Sión está allí donde reina el bienestar y la dicha.
             Lo que dijo mi padre era sin duda muy grave para los judíos devotos, porque negar la cautividad fuera de Palestina es renunciar a la esperanza del retorno a Jerusalem. Los ancianos reflexionaron, discutieron, aduciendo sentencias antiguas, juicios talmúdicos, preceptos del Dogma. En el rincón de la vasta carpa, un viejo de agrio perfil, de ojos hundidos y barba de blancos rizos abordó a mi padre con acento duro:
             —Rabí Gregorio-ben-Abraham Moisés: yo lo respeto por su sabiduría y por su espíritu justo, pero usted se aparta de la prudencia. ¿Acaso no fue excomulgado de la Comunidad, por parecidas causas, Baruch Spinoza, maestro de claro saber? I Qué mis ojos de anciano no vean semejante abo­minación, que mi alma se aleje de tan inmenso pecado!
             La ira profética había resurgido en el corazón de aquel ser apagado, sus pupilas cobraron refle­jos de odio y con los brazos extendidos hacia el Tabernáculo, miraba a mi padre con gesto impla­cable. Mi padre sereno y sonriente contestó:
             —No nos exaltemos. Yo no hablo de Jerusalem, yo hablo de la cautividad. No somos cautivos, somos ya —Dios sea loado— gente libre. ¿Y no es pecado considerarnos esclavos cuando disfrutamos del más alto beneficio, de la libertad? ¿No es acaso, ofender a Dios? No diré la plegaria como no supli­caré al cielo que se apiade de mi fatiga cuando mi heredad esté cubierta de mies.
             Y por primera vez, desde la pérdida del reino de Israel, después de millares de años, la raza perseguida dejó de invocar la misericordia de Dios para que la salve de la cautividad. Por primera vez, en la colonia Moisés Ville, en el año 1891 de la era cristiana, en la República Argentina, el pueblo elegido se sintió en tierra hospitalaria, en tierra materna y no elevó a Jehová la oración milenaria de su esclavitud.


             Moisés Ville progresaba visiblemente.  Tras las carpas, los densos pastizales cedían poco a poco a la obra civilizadora y los surcos negreaban, hú­medos y prietos.  Carretas chirriantes, con largas parejas de bueyes, traían alambres y postes y el arado crujía revolviendo la tierra de gorda greda y la mansa vaca y el dócil caballo decoraban nues­tro tranquilo vivir con su presencia evocadora de viejos días de paz, los viejos días de la Biblia.  En las mañanas tibias, los judíos se saludaban al sacar el agua de los pozos, cubriendo con su voz rotunda el áspero ruido de las roldanas. Los saludos tenían algo de ritual y místico, en aquel ambiente apaci­ble y primitivo.
             Yo tenía una yegua blanca, ágil y ligera, que arqueaba el pescuezo y galopaba de través, bajo la presión del freno, cosa que hacía invariable­mente al pasar ante alguna moza de la colonia.
             Jinete audaz para mis cortos años, perdíame en los alrededores de Moisés Ville, persiguiendo algún ternero apartado o alguna huella improbable de avestruz. Después de mediodía, iba a la carpa de un judío jiboso y rengo, que me enseñaba el hebreo, y a la tarde, acompañaba a mi padre a la sinagoga, pues gustábame oír las disquisiciones de los viejos y las interpretaciones de los pasajes oscuros de los textos. Cerca de nosotros se había establecido una pulpería, cuyo dueño era un español. Allí se reunían los peones que trabajaban en los potreros y pronto comenzó a ser un punto de tránsito de la región. Gauchos de estaciones vecinas, arrieros y tal cual vago, se detenían en el rancho, atando en los postes sus caballos enjaezados al estilo criollo. No pocas veces se armaban discusiones agrias y el español, detrás del mostrador, sobre el cual elevábase un enrejado para defenderse contra un ataque posible, se imponía a gritos.
             Los colonos miraban esta taberna como algo malo y no dejaron de insinuar, al representante de la Administración, la necesidad de suprimirla. Hacía días, había ocurrido un hecho serio. Un paisano, de traza sospechosa, lleno de cicatrices, negruzco, de ojos inquietos, que usaba larga faca, se llevó un caballo de la colonia. El propietario se quejó a la autoridad más próxima y la policía no tardó en encontrar al ladrón y en obligarlo a devolver el animal. Aquel paisano resultó ser un vago de los alrededores, reacio al trabajo, pendenciero y bebedor. Después de devolver el caballo, se afi­cionó aún más a la pulpería, donde pasaba las tardes, riñendo con los demás gauchos. Era antes de Pascua y los colonos se preparaban para cele­brar la fiesta magna. Aquel día el vagabundo lo había pasado desde la mañana en la pulpería y estaba completamente ebrio. Atardecía. En el camino los colonos paseaban. Nosotros nos hallábamos frente a la carpa, tomando té. Conversá­bamos de cosas diversas y se dijo —me acuerdo bien— que era una imprudencia vivir allí sin un arma. En efecto ningún colono tenía siquiera una escopeta para cazar perdices. De pronto apareció el gaucho con el cuchillo desnudo, revoleándolo en el aire. Fue un instante, un instante horrible y pavoroso. Gritos de espanto hendían el aire. Un minuto de indescriptible confusión pasó y entonces pude comprender toda la enormidad de nuestra desgracia. No sé cómo, nos encontrábamos en la casa de la Administración, frente a nuestra carpa. Extendido en el suelo, yacía mi padre anegado en sangre, y en dos catres, en el cuarto contiguo, mu­jeres vecinas curaban a mi madre herida grave­mente, y a mi hermana mayor, herida también; toda la colonia, consternada, estaba en el patio,
             donde se había ultimado al asesino a golpes: tenía la cabeza mutilada, el cuerpo deshecho.
             Mi padre fue enterrado en el pequeño cemen­terio de Moisés Ville y sobre su lápida, los israeli­tas inscribieron un epitafio que compusieron en la sinagoga, en hebreo clásico: "Aquí yacen los restos de rabí Gerchunoff, amado por su sabi­duría y venerado por su alta prudencia, varón elegido y justo".
             Durante muchas semanas permanecimos sin sa­lir de la casa. Los vecinos se reunían de noche para distraernos, y el viejo jefe de la sinagoga, refería invariablemente, un incomprensible relato del general Kokoroff, con el cual había tenido el honor de hablar. A raíz de cualquier detalle, inter­venía, fatalmente, con el nombre del militar insig­ne, en cuya existencia real no me resigno a creer: aquel viejecillo parlador y risueño tenía imagina­ción de poeta. ¿Acaso no vio, una tarde de otoño, levantarse en la lejanía del horizonte, un espectro de alas blancas?... Creedme; el anciano Pinjes Glusberg era un poeta,..


             Agobiados por el recuerdo de la tragedia, aban­donamos Moisés Ville y nos trasladamos a Entre Ríos. Nos establecimos en la colonia Rajil. Allí nos hicimos agricultores en el sentido total de la palabra, y en Rajil, de cuya existencia hablé en otra parte, transcurrieron algunos años de mi vida.
             Yo araba el campo con mi hermano, guiaba la segadora, cuidaba el ganado. El boyero, un anti­guo soldado de Urquiza, me perfeccionó en el arte de cabalgar y me inició en el empleo del lazo y de las boleadoras. Como todos los mozos de la colonia, tenía yo aspecto de gaucho. Vestía amplia bom­bacha, chambergo aludo y bota con espuela sonante. Del borrén de mi silla pendía el lazo de luciente argolla y en mi cintura, junto al cuchillo, colgaban las boleadoras.
             Ningún paisano de mi edad podía vanagloriarse de derribar con más destreza que yo a un novillo bravo, con un boleo de rebote, o inmovilizar, en plena huida, a un potro indómito, con una certera mangana. Mi tarea predilecta era cuidar el ganado cerca de un arroyo grande que limitaba nuestro campo. Allí nos juntábamos los muchachos de la vecindad, presididos por el boyero criollo, que mas­caba indefinidamente su cigarrillo de tabaco negro y nos invitaba con mate. El boyero tenía debili­dad por mí. Alababa sus canciones que acompa­ñaba con los rasgueos monótonos de su desvencijada guitarra, y a mis ruegos, relataba sus hazañas de soldado heroico. Era juez de las carreras que se empeñaban entre los mozos. Trabajábamos el campo, sembrábamos. En Rajil fue donde mi espíritu se llenó de leyendas comarcanas. Las tradi­ciones del lugar, los hechos memorables del pago, las acciones ilustres de los guerreros locales llena­ron mi alma a través de los relatos pintorescos y rústicos de los gauchos, rapsodas ingenuas del pasado argentino, que abrieron mi corazón a la poesía del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo autóctono, saturándome de esa libertad orgullosa, de ese amor a lo criollo, a lo nativo que debió, más tarde, fijar mi inclinación mental. En aquella naturaleza incomparable, bajo aquel cielo único, en el vasto sosiego de la campiña sur­cada de ríos, mi existencia se ungió de fervor, que borró mis orígenes y me hizo argentino.


             Las cosechas no rendían. Una vez, vimos una nube que se iba acercando y espesándose hasta os­curecer. Era la langosta y horas después, la huerta y el sembradío se hallaban cubiertos por la plaga. Hombres, mujeres y niños salimos con bolsas y tachos para ahuyentarla. El trigo era alto ya y la huerta florecía. Luchamos con denuedo, rugíamos, gritábamos. La fatiga y la nube nos rindieron, y cuando la luna, magnífica y dulce, iluminaba la colonia, sólo se oían, en las chozas tristes, el gemido de los agricultores, y el llanto amargo de las mu­jeres. Conocimos la maldición tres años seguidos.
             Rajil, como las demás colonias, progresaba sin embargo, a pesar de los desastres. Comenzaba a nacer, lentamentela vida social y se ahondaban, de un modo paulatino, las relaciones entre las fami­lias de los distintos núcleos, diseminados en una extensión considerable. Se proyectó la construc­ción de una sinagoga y de una escuela y los judíos se reunieron para deliberar sobre el asunto y como predominaba en la asamblea el elemento joven, se optó por la escuela, la primera del lugar. Se instaló en un galpón de zinc, y de todas partes de la comarca acudíamos los muchachos, con nues­tra merienda colgada del recado. Era yo un buen alumno. Muy pronto aprendí las estrofas del Himno Argentino, y en los recreos, mis compañeros solían rodearme y mientras se fumaba a hurta­dillas, refería las leyendas y hazañas de gauchos que me relatara el boyero de Rajil. Pero, mis estu­dios no duraron mucho tiempo. Mi madre, que vivía bajo la obsesión de la trágica tarde de Moisés Ville, bregaba por abandonar el campo y tanto pudieron sus ruegos, que decidimos irnos a Buenos Aires.
             Era en 1895. Allí empezó mi vida incierta y andariega. Mi madre se empeñó en hacerme estu­diar. Mas eso no era posible en aquellas circuns­tancias en que apremiaba ganar el pan. ¿De qué manera? Ninguno de nosotros conocía oficio alguno. Por fin conseguí trabajo en casa de un israe­lita y ello consistía en amasar harina para el pan ácimo, pues era en víspera de Pascua. La pana­dería distaba mucho de donde vivíamos y me levan­taba a la madrugada. De noche, un carrero espa­ñol me enseñaba letras latinas en una novela por entregas. La faena del pan ácimo terminó y me quedé otra vez sin el sustento necesario. Había que pensar en un oficio y valido ya de tal cual rela­ción, pude ingresar en un taller mecánico en cali­dad de aprendiz. Colocáronme en la sección de niquelado, en medio de una turba de chicuelos gritadores que apenas dominaba la voz ronca del capataz. Encorvado junto a la pileta de cal, pasaba el día cepillando bronces, que metía después en el tarro de hirviente lejía. Se me hincharon y se me abrieron los dedos. Durante el día, menos mal. De noche era cuando sufría. A pesar de eso, el oficio de mecánico me gustaba y cuando no tenía tarea en la galería de niquelado, bajaba al taller de los fundidores o de los herreros para aprender algo que me interesaba. Al mes pulía bastante bien y conocía el manejo de no pocos aparatos. Habría persistido en el oficio si un hecho impresionante no hubiera obligado a mi familia a sacarme del taller. Me refiero a la muerte del maquinista. Era un italiano de anchas espaldas enormes, rudo y bueno. Se había casado hacía un mes. Una mañana, al poner en marcha el motor, la polea engan­chó su blusa. Yo estaba preparando la lejía cuan­do oí un golpe espantoso: en el suelo se veía el cuerpo decapitado y mutilado del maquinista y en el techo se extendía una enorme mancha de sangre. Cediendo a la afectuosa insistencia de mi madre, dejé el oficio de mecánico y entré a una cigarrería donde ganaba quince pesos por mes y el almuerzo con la condición de que me pagarían a tanto el ciento de cigarrillos no bien pudiera desenvolverme. A los tres meses producía mis mil cigarrillos dia­rios. Naturalmente, el patrón no cumplió su pala­bra. Y tuve que cambiar de oficio una vez más, porque en las otras cigarrerías se empleaban má­quinas, trabajo completamente distinto del que aprendiera. Así fue como me hice pasamanero. Es éste un trabajo hermoso al cual me aficioné con rapidez. Fui aprendiendo poco a poco. Hilaba, sabía teñir sedas, tejía caprichosos galones y hábil ya en el telar, llegué a reproducir, en el ancho de un centímetro, el dibujo de un galón antiguo. Con­seguí ser, en suma, un discreto obrero y el dueño de la fábrica, un hebreo amarillento, miope y regañón, me declaró una vez, en presencia de los operarios, el enhebrador más diestro que había conocido. De noche, estudiaba. Un amigo me enseñaba gramática, historia, ciencias. Un com­pañero de taller, asturiano magro y decidor, me inició en la lectura de Don Quijote, que desde entonces amo con amor exclusivo y profundo.
             Mis aspiraciones ya no eran de simple obrero. Soñaba con metodizar mis estudios, dar examen en el Colegio Nacional, acariciaba la gloria del doc­torado posible. Terminaba la jornada en la fábrica y empezaba con los libros mezclando a los áridos textos las lecturas codiciadas, mi Quijote, las Mil y una Noches, las novelas de Hugo. Un mundo nuevo se abría a mi espíritu intacto y mientras, inclinado sobre los trapecios del telar abalanzaba rítmicamente la lanzadera crujiente, veía a Don Quijote sobre su escuálido rocín, a Gavroche can­tando en la barricada y asistía a la aparición mara­villosa de los genios del libro árabe.
             Era la época en que cayeron a mis manos los primeros libros serios, sobre los cuales solía dor­mirme, desplomado de fatiga y cuando entreabría los ojos, veía la silueta angulosa y arrugada de mi madre, que no se acostaba hasta arroparme bien, en aquellas noches de invierno en que el viento gemía en el patio ruidoso del conventillo. Un estudiante de medicina me daba lecciones de acuerdo con el programa, pero no me resultaba fácil estudiar y trabajar al mismo tiempo. Por otra parte no podía dejar el taller pues necesitaba ganarme la vida. Pasé tres años en la fábrica en calidad de obrero ordinario y al cabo de ellos logré, por la tercera parte del sueldo, trabajar tan solo hasta mediodía. De este modo pude preparar mis exámenes y los rendí sin dificultad. Otro problema se me presentaba: ¿ De dónde sacaría dinero para libros y para la matrícula? Un vecino, propietario de una pequeña tienda, me ofreció artículos de mercería para venderlos por la calle. Era durante la canícula de 1899. Cargué un grueso fardo y fui voceando, de sol a sol, las mercaderías popu­lares. Bordeaba el puerto inacabable, me internaba en los suburbios y así anduve largas semanas, hasta reunir una exigua suma, suficiente para mis menes­teres del momento. Fue este trabajo el que me proporcionó los mayores sufrimientos y las más grandes humillaciones de mi vida. El caso es que junté el indispensable dinerillo y me incorporé al colegio. Bastante estudioso, aplicábame sobre todo en gramática y en historia. De carácter inquieto, de una curiosidad exacerbada, leía enormemente, confusamente, asistía a las conferencias, me inte­resaba en los asuntos públicos. Discutía con mis condiscípulos las cuestiones del día. Fue cuando obtuve mi carta de ciudadanía. Mi pena era no ser igual a los demás, es decir, no ser argentino. Expuse una vez mi caso al profesor de gramática el cual, lanzó una carcajada formidable y me abrazó con afecto. Es que yo tenía dieciséis años y me fal­taban dos para poder naturalizarme. Al día siguiente, me llamaron a la oficina del rector. Sin decirme nada, el rector y el profesor, me metieron en un coche.
             —¿A dónde vamos? —pregunté tímidamente. —¡Pues hombre! —exclamó el rector— ¡a ha­cerlo argentino!... ¿Acaso no lo es en realidad? Pasé nuevamente los exámenes. ¿Cómo seguir ganándome la vida? El punto me afligía y me pre­ocupaba.  Daba algunas lecciones a obreros israe­litas, que me pagaban muy poco y esas ganancias, muy eventuales, no bastaban para satisfacer las necesidades más rudimentarias.  Al año siguiente ya no pude estudiar como alumno regular.   En vano me buscaron empleo el rector y los profesores, en vano me esforzaba en encontrar algo. Libre del rigor del programa, pasaba las horas en la Biblio­teca Nacional hurgando libros.   En las conferen­cias públicas trabé relación con algunos escritores y periodistas y así, poco a poco, mis aficiones me llevaron al periodismo y a la literatura. Asistía a sus reuniones y gustaba oír sus pláticas. Se fueron acostumbrando a mi presencia y no dejaba de inte­resarles lo que les refería sobre la vida israelita. Empecé a husmear las redacciones y conocí la existencia bohemia durante largo tiempo. Periódi­cos de barrio y revistas juveniles comenzaron a no rechazar mis vacilantes ensayos y un buen día, en septiembre de 1903 me ofrecieron la dirección de El Censor,en la ciudad de Rosario. No conocía el manejo de un diario y trabajo me costó fami­liarizarme con la técnica más elemental. El Cen­sor era un diario de oposición y mis artículos, vio­lentos como los de todo debutante, promovieron en aquella ciudad tal cual pequeño escándalo, lo sufi­ciente para matricularme entre los hombres de prensa. El periódico se clausuró y volví a Buenos Aires, armado ya de cierta preparación profesio­nal. Entré a El País. Allí me encargaron los telegramas de Europa, pero junto con esa tarea escribía de todo. Diariamente me ocupaba de polí­tica, de crítica literaria, de finanzas, de política extranjera. En El País me hice efectivamente periodista, capaz de afrontar, dentro de un tono por lo menos mediocre, cualquier trabajo. Años permanecí en ese diario, fuera del cual, colaboraba en las revistas más diversas.
             Mi salida de la colonia no implicaba, por otra parte, una desvinculación de los elementos israeli­tas. La colectividad aumentaba a su vez en la metrópoli, formando ya un núcleo, sino importante, visible por su intensa acción en el comercio y en las industrias. Los había ya en los colegios y en las universidades en número considerable. Estu­diantes aplicados, de extraordinaria energía, de voluntad recia y firme, no tardaron en señalarse por su actividad estudiosa. Observando su desarrollo, concebí el plan de estudiar la vida judía en un ambiente libre, sin la persecución eterna, igua­les a los demás hombres. ¿No sería interesante acaso revelar la existencia israelita no en el medio habitual de la esclavitud, sino redimida del mar­tirio invariable que la engrandece en el estoicismo o la hunde en la abyección?
             Era yo entonces crítico literario de La Nación. Asentado y tranquilizado, pude realizar algo del propósito. En 1910 publiqué un libro en el cual trato de pintar las costumbres de los agricultores judíos.
             Anduve mucho. Dirigí diarios en el interior del país, desempeñé la subdirección de La Mañana y ocupé, más tarde, un cargo principal en La Gaceta de Buenos Aires. Así he llegado a ser pe­riodista, después de haber errado de lugar en lugar, de oficio en oficio. La vida, muy atormentada, muy ardua, me enseñó a amarla a fuerza de haber sufrido, arraigó en mi espíritu el sentimiento del dolor humano, fijó, más que los libros, mis ideas. Y es por esto que amo a la raza hebrea, porque sabe, como ninguna, del dolor de la persecución y, por lo tanto, comprende, como ninguna, el bene­ficio supremo de la libertad. Se redime en la jus­ticia y como no hay en la Argentina cuestiones religiosas, pierde poco a poco, su perfil caracte­rístico, se despoja gradualmente de las aristas ásperas que determina el látigo de la persecución. El fenómeno es este: los hijos de los israelitas residentes en las ciudades o en la campiña argen­tina son casi chauvinistas y aún los más viejos,  los que han nacido en Odessa o en Varsovia son profundamente patriotas, son honda y sinceramente argentinos.
             Es lo que puede enseñar la Argentina a las vie­jas civilizaciones y de ello podemos enorgullecernos. ¿Qué dirían de tal cosa, en Rusia, por ejemplo? Yo, sin ir más lejos, desempeño funciones oficiales y hay israelitas que tienen cátedras universitarias, sin que el hecho asombre ni irrite. Son ciudadanos argentinos y a nadie interesa saber en qué templo rezan, si son o no católicos.
             En realidad, el israelita carece de preocupacio­nes religiosas. Es místico sin ser dogmático, es decir a la inversa de que lo suponen los antisemi­tas. En un ambiente de libertad, se asimila al país, se funde en su esencia. Bien lo sabía el venerable barón Hirsch al fundar las colonias agrícolas en la Argentina, obra inmensa de filan­tropía práctica, que es a la vez un documento his­tórico con el cual se contesta a los enemigos siste­máticos del pequeño pueblo sufriente, disperso por la Tierra. Ni prestamista ni mártir, el judío es en la Argentina, un hombre libre. Bíblico labrador del campo, obrero de fábrica, o fuerte dominador del comercio, no cambiará su condición de argen­tino. La Argentina es la Palestina para el israe­lita, pues, la tierra de Promisión, en el sentido estricto de la Escritura, es la tierra de la libertad. 
             Yo no aspiro a cantar únicamente la vida judía: soy ante todo argentino y mi carácter de tal orienta mi existencia de hombre de letras.


                                                                                                                                            París, 1914


(Texto extraído  “Entre Ríos, mi País”, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1950,  incluido por los descendientes del autor,  a modo de introducción. Hasta ese momento estaba inédito y fue escrito por Gerchunoff en la capital de Francia, donde fuera enviado en misión oficial por el presidente argentino Roque Sáenz Peña).