LA MUERTE DEL RABÍ ABRAHAM

 

 
          El hecho sucedió en Rajil. Era un día de invierno de palidez y de frío. Asomaba ya el sol sobre las lomas y roseaba la escar­cha que cubría la campiña. Escarchados los postes, escarchados los techos de los ranchos, blanco el camino, aquel rincón entrerriano evocaba más bien un paisaje de país de nieve, una lámina rusa en la tierra armoniosa y bravía de los gauchos.
          Era la hora de comenzar las tareas. Rabí Abraham iba y ve­nía del corral a la casa, preparando la partida para la chacra. En la cocina, llena de humo de leña húmeda, los muchachos apu­raban el mate y zapateaban para entrar en calor. Goyo, el peón, se desperezaba, soñoliento aún; la vieja judía revisaba los nida­les de las gallinas, y repetía la queja inevitable de todas las ma­ñanas:
-Nunca ponen en el mismo sitio...
Y don Goyo contestaba, entre bostezos, sin cambiar jamás las palabras:
-Mal enseñaos, patrona...
          De los charcos venía el grito de los teros y lejos, allá donde se perdía la línea gris del arroyo, la yegua estremecía con los relinchos la serena quietud de la mañana. Poco a poco, el sol se agrandaba y enrojecía las nubes, desleídas como manchas en la tersura metálica del cielo. Notábase movimiento en todas las casas de la colonia. Los chacareros y los peones enyugaban los bueyes, entumecidos por la noche. De cuando en cuando, el viento traía una exclamación que los muchachos contestaban entre risas.
-¡El yaguaré, no! -gritaron en la casa vecina.
          Ruth apareció en la cocina, desgreñada, envuelta en una manta de lana que daba a su hermosura de moza fresca y rústica un aspecto de salvaje arrogancia. Revolvió el fuego y empezó a participar del mate en la reunión matinal. Con un ademán de­sabrido respondió al requiebro del gaucho:
-¡No diga pavadas! Es demasiado temprano...
          Cerca de la puerta, rabí Abraham se puso a rezar. Envolvió despaciosamente el brazo izquierdo en las correas de las filacterias, fijó la otra en la frente, cubierta por la túnica que daba a su figura un aire oriental y sacerdotal. Gravemente pro­nunciaba las palabras invocando, en el idioma que habló Jehová a los profetas, la alegría para los suyos, la bendición unánime sobre el universo.
          Al terminar las plegarias, el sol ya estaba alto. Deshacíase la escarcha y los paraísos y los tártagos parecían renacer en el vi­brador aliento de la mañana. Un soplo ligero movía las plantas ya desnudas en el enrarecido jardín; las ramas acompasaban con su crasa disonancia el canto de los pájaros.
          Rabí Abraham apresuró al peón y a los muchachos. Unos se dirigieron a ensillar los caballos y el peón entró al corral.
Rabí Abraham le dijo:
-Enyugue al Manso y al Gordo.
          Don Goyo se encogió de hombros, empezó a azuzar el ga­nado bajo cuyas patas crujía la boñiga endurecida por la helada, se apoyó en el palenque y lió su cigarro. Después se entretuvo en enlazar a los bueyes a pesar de que su mansedumbre hacía inútil esa maniobra.
          Era así don Goyo. Su laboriosidad se manifestaba tan sólo junto al asado y al mate. Sabiéndolo, el colono entró también al corral a fin de enyugar con más rapidez.
-Si no nos apuramos, no alcanzaremos a dar cuatro vueltas con el arado.
          El peón no contestó. Pausadamente atrajo un buey al palen­que y empezó a uncirlo al yugo.
-Este no, don Goyo. Enyugue al Manso y al Gordo porque el Chico trabajó toda la semana, y está algo enfermo
        -Vea, patrón; el Manso no me gusta porque se sale del surco a cada rato. Con su escaso vocabulario, rabí Abraham intentó conven­cerlo; sonreía para atenuar la energía de su palabra. Don Goyo prosiguió sin hacerle caso.
          El colono, irritado ya, lo apartó atrayendo al Manso por los cuernos. Los ojos del peón relampaguearon, duros y feroces. Fue cosa de un instante. Rabí Abraham lo advirtió cuando el paisano ya tenía el facón desnudado, y al amenazarlo con el yugo, don Goyo lo apartó con la izquierda de un salto de tigre, hundiéndole la hoja en el pecho.
          Don Goyo salió del corral, como si nada hubiese hecho y se perdió entre las quintas, y cuando vinieron los muchachos del potrero vieron al padre yacer entre los bueyes. A los gritos y llanto se reunió la vecindad azorada, y todas las mujeres estalla­ron en largos y dilatados lamentos.
          Sacaron al rabí Abraham del corral y lo dejaron tendido en el suelo, en el centro del rancho. Lo cubrieron con un lienzo blanco. Tenía la cara torcida en un rictus doloroso, los ojos abier­tos y hundidos, la barba rubia y densa temblaba levemente al paso de los que salían de la habitación y entraban a ella. Rabí Abraham, con su cabellera, con su barba, con su túnica, parecía Nuestro Señor Jesucristo, velado por los ancianos y las santas mujeres de Jerusalén...