AMI 8

 


      El colorado chifló y se tiró cuerpo a tierra entre los pastos. El otro se cubrió tras la hilera de árboles que bordeaba el camino. El miedo no le impidió ir avanzando a la rastra hasta llegar a la altura del Colo que mordisqueaba un tallo nervioso.

    -¡Shh! Hay unos tipos en auto.

    -¿Adónde?

    -¡Shh, pará pará!

     Contaron hasta tres y se largaron a la carrera hasta la altura de los hornos. Se metieron por un boquete abierto al pie de la chimenea y treparon la escalera interior de hierro. Antes de la abertura del extremo había unos respiraderos que les permitían espiar sin exponerse. La atalaya de más de quince metros de altura ofrecía una panorámica que incluía el casco de la fábrica, el parque del perímetro, la caída del terreno hasta la playa y una extensa franja de río. Para ampliar la perspectiva hacia el acceso había que sacar la cabeza por el boquete pero por ahora se mantenían a resguardo.

     El Ami 8 aparecía estacionado de manera desprolija en la rampa que daba a las caballerizas. Esta pista había llevado al Colorado a arriesgar que había visto tipos, aunque en realidad no estaba seguro de haber visto nada. Al cabo de una vigilancia de quince o veinte minutos, consideraron que el peligro había pasado y descendieron. No obstante permanecía la sospecha de que el, o los, tripulantes del coche se encontraran atrincherados bajo el puente de acceso a la casa, y esto los obligaba a mantenerse alerta.

     La segunda hipótesis cobraba sentido en dos direcciones posibles: una, que los tipos, seguramente comprometidos con algún crimen, los hayan visto cuando saltaban el portón (y en este caso, el peligro de que los estuvieran esperando ofrecía un panorama terrible). La otra era que el, o los, tripulantes del Ami 8 fueran amantes del puto Hernández, heredero virtual de ese feudo asolado por un legendario incendio. En este caso no habría, teóricamente, nada que temer, a no ser que la susceptibilidad de los tipos, al ser descubiertos por unos crios impertinentes, los llevara a reaccionar de forma violenta. 
 

     La primera vez que se toparon con el puto había sido un par de meses atrás, en las vacaciones de julio. Estaban pasando unos días en la casa del Colo con el proyecto de juntar algo de plata ayudando al padre a despejar el terreno. Ese día era sábado y había estado desde temprano acarreando tirantes y escombros para ir acomodándolos en un galpón del fondo. Después de comer, cobraron su parte en monedas y salieron a vagar sin rumbo fijo, aunque con la idea de gastar algo en metegol y puchos sueltos.

     Se metieron por el arenal que desembocaba detrás de la casa. A pesar de hacer más fatigoso el camino, el paisaje infinitamente mutante de los médanos siempre ofrecía algo nuevo con que entretenerse. Esta vez la novedad era que los pequeños cactus erizados habían echado flores, algunas fucsia intenso, otras amarillas, metalizadas, iridiscentes.

     Se quedaron contemplándolas en silencio, con una extraña sensación de alegría que ninguno de los dos se atrevió a manifestar. Al cabo de unos minutos, una tercera sombra alargada vino a completar el grupo, sacándolos del éxtasis mudo en el que se habían quedado casi dormidos.

    –Mónaco, qué andás haciendo.

    –Nada –dijo el Colo, sin mirar.

     –¿Y tu amigo?

    –De la escuela…

    –¿Cómo es tu apellido?

    –Daneri –contestó el otro–.

    –Mmm, no conozco, ¿Sos del centro?

    –No, del barrio Lezca. ¿Y usted quién es?

   –Un amigo de la familia de Mónaco, viejos vecinos.

     Se quedaron así un rato sin hablar.

    –¡Qué hermoso día! ¿Qué les parece que es lo mejor que le puede pasar a un chico?

     El Colo se desentendió. Al otro se le nubló la vista y sintió como que los pies se le enterraban más en la arena. Se le ocurrió decir algo guarango, adivinando la intención con que venía la pregunta, pero conmocionado como estaba sólo se le ocurrió preguntar.

    -¿Qué?

     La respuesta fue dada en voz baja, con una entonación cándida y risueña. Ellos hicieron como que no escucharon y se alejaron caminando por el costado del lecho de un cauce finito que manaba de una vertiente invisible varios metros más arriba. El hombre los siguió a una decena de pasos atrás, yendo por la barranca. Después desapareció. 
 

     Ahora este recuerdo trabajaba en voz baja en la cabeza  de ambos, y de alguna manera iba dictando el tono y la medida de las acciones. Recuperada la confianza se sentaron en las butacas del auto y Mónaco simulaba conducir dando volantazos, metiendo cambios en seco. El otro iba con la puerta abierta buscando con el pie un punto de apoyo firme en la carretera que pasaba a cien por hora. Cuando le pareció encontrarlo, se tiró a la banquina rodando varios metros por el pastizal. El Colo hizo lo mismo y se quedaron tirados viendo como el Ami 8 se estrellaba contra el frente de la casa.

     Al rato estaban otra vez en el auto, con Daneri al volante. El interior recalentado olía a tierra y cuerina, mezcladas con emanaciones de nafta. El piloto tiró la palanca del capó y se bajó para revisar el motor.

    –¿Sabés hacer un puente? –gritó con la cabeza metida detrás de la tapa–.

    –No, no tengo ni idea.

    –Acá está el cable que viene del arranque, pero el contacto se hace desde adentro…

    Esto en realidad se lo decía a sí mismo, mientras obraba por su cuenta.

    Soltó la tapa y se metió otra vez al volante.

    El Colo fumaba echado en el asiento trasero con los pies saliendo por la ventanilla.

    –No te gastés que este auto no debe tener ni nafta.

    –Este auto está bárbaro, los tipos lo deben haber dejado por otra cosa.

    –¿Qué tipos?

    –Los que viste, qué sé yo, los dueños.

    –Yo no sé si vi tipos. Vi como una sombra caminando para allá, seguro que era el puto.

    –¿El puto en auto?

    –No sé, pero olvidate de hacerlo arrancar porque vamos a ir presos. A esta chata la descartaron, por robo o porque ya no sirve más. Aprovechémoslo para traer chicas.

    –Lo ideal sería irlas a buscar, ¿no te parece? Si lo hago arrancar me lo quedo.

     Entonces la hélice sonó como una cortadora de fiambre. A medida que la nafta fue bajando el traqueteo se estabilizó en un fraseo regular.

    –Esto es música -gritó Daneri excitadísimo.

     El Colo se incorporó con la emoción enturbiada por el miedo. Sin dejar de vigilar por los espejos, tuvo una visión de ovejeros alemanes saltando sobre el capó. La paranoia lo llevó a saltar justo cuando el Ami 8 comenzó a avanzar. Se quedó tirado viendo como su amigo daba una vuelta completa, retomando luego el camino hacia la salida. La puerta abierta flameando como la única ala de un pájaro manco.

    –Subí –escuchó.

     Corrió detrás del coche y se trepó simulando entereza. Al llegar al portón se bajó para descorrer el alambre tejido y en ese momento el auto se paró. Varios intentos en los que el motor pistoneó y se paró de nuevo.

    –Ahora me parece que se ahogó. Hay que esperar un rato.

     La luz cedía a la caída de la tarde y el único sonido era el murmullo escolar de los pájaros y el viento entre las copas. Ninguna señal del pervertido ni de los asesinos, sólo el cielo sostenido y vibrante, como una nota musical, allá en lo alto.

     Un R-12 apareció de improviso cruzando a paso de hombre por la calle transversal, hacia el lado de la costa. Los tripulantes ni siquiera se percataron de la presencia del auto destartalado en el camino de pinos, ni de los chicos. Y es seguro que si, dado el caso, la curiosidad les hubiese llevado a mirar, no se hubieran sorprendido de ver un Ami 8 abandonado en el acceso de la ruina.