ALFREDO VEIRAVÉ - LA EXPERIENCIA POÉTICA

Por ALFREDO VEIRAVÉ



Epílogo parcial


          Al finalizar esta revisión de sus temas, su estilo, su mensaje, y por consiguiente su poética, estudiados parcialmente en cada uno de sus libros con la inten­ción de cercar desde distintos ángulos una poesía siempre de límites imprecisos, cabría intentar una clasificación general del desarrollo cronológico de sus partes. Si así fuera eventualmente podría sustentarse una pirámide de crecimiento en la cual quedaría como punto de partida El agua y la noche, que tiene en sus dimensiones antológicas (1924-1932), la forma de una necesidad expresiva ya particular y la concien­cia de una peculiaridad estilística aún no definida pero centrada desde ese libro, en lo que podríamos llamar la inmediatez del paisaje.
          El alba sube y El ángel inclinado, con poemas de 1933-1936 y 1937, año en el cual aparecen con diferencias de pocos meses ambos libros, en los cuales Qrtiz ahonda en los temas más significativos de su lírica acercándose a la mejor imagen de sí, en pose­sión de un lenguaje que se ha revelado íntegramente con sustanciándose con los estados del alma que el poeta quiere trasmitir. 
          En el otro par de libros, La rama hacia el este El álamo y el viento, aquellas dimensiones espiritualiza­das de lo natural, comienzan a cargarse de un conte­nido histórico universal, a través de las dramáticas experiencias de la guerra europea que convergen hacia el lejano Gualeguay. Su trasplante a Paraná, ese cambio de espacios nuevos, coincide con esos años de grandes crisis espirituales que reflejan sus poemas en una sensibilidad atenta a los sonidos dolorosos del hombre y del mundo.
          A esos libros de crisis de la sensibilidad solidaría con el hombre, suceden El aire conmovidoLa mano infinita, en los cuales, y especialmente en éste último, es dable percibir un estado de madurez que deviene en serenidad, en una profundidad que parece el rasgo distintivo de una dulzura casi melancólica en las armonías del sentimiento.
          Luego, aquella inmediatez (para seguir el hilo de una sola de las guías de esta infinita red de relaciones), se vierte hacia el pasado del poeta, quien recoge los frutos de una vida que es memoria exacta y la más fiel que pueda darse y con la cual se iluminan los extensos poemas-ríos titulados "Gualeguay" de La brisa pro­funda y "Las colinas” de El alma y las colinas.
          Experiencias éstas que parecen liberar a Ortíz de los mejores momentos de esa memoria para dejarlo, al fin, en posesión de una claridad y una clarividencia que se acentuará en De las ra ices y del cielo publicado en 1958.
          Es claro que este ordenamiento no responde sino muy lejanamente a la riqueza de una obra que, como lo he expresado anteriormente, admite enfrentamientos diversos. Así, por ejemplo, podría estudiarse toda su obra en relación únicamente con el paisaje, o con los temas históricos, estudiarla intentando ordenar una metafísica o una ontología del poema, que incluya, además, las particularidades de un pensamiento devorado por la sensibilidad, o, para llevar el ejemplo a extremos menores pero posibles, a través de los símbolos que andan en sus poemas, o a través del problema del tiempo, generador potencial de toda su lírica, o desde el punto de vista formal, en las múltiples fórmulas literarias de un estilo lúcido, dota­do de un material expresivo infinitamente rico.
          Esta poesía, aun parcialmente, se presenta como partículas desprendidas de procesos lineales que admi­ten diversas lecturas creando sistemas. “A la totalidad en la que descubrimos e investigamos estructuras la llamamos sistema” dice Wolfgan Wieser. La amplitud de la poesía de Ortiz comienza a descubrirse a sí misma cuando aplicamos en su lectura el concepto de "analogía" y no de "semejanza". Si dentro de todo organismo vivo, cada elemento posee una función elemental y también una parte de las funciones del sistema, de donde resultan infinitas vinculaciones de los elementos, esta poesía, alcanza un complejo in­conmensurable de energías poéticas. Quizá en ese sentido, fuera del poema, ella sea un mecanismo de retroalimentación de experiencias nuevas o analógi­cas. Las ciencias del espíritu y las investigaciones de las estructuras orgánicas sirven también aquí para conocer la coherencia de la poética. Creo que la Tesis del Círculo de Praga, enunciada en 1929, puede aplicarse como posibilidad cierta a la obra parcial de Juan L. Ortiz, y por supuesto, a su obra total:
          "La obra poética es una estructura funcional, y los diferentes elementos no pueden estar comprendidos fuera de su relación con el conjunto. Elementos objetivamente idénticos pueden revestir, en estructu­ras diversas, funciones absolutamente diferentes." La poesía como complejo organismo de la cual el poeta reveló un rostro:
                              Y el rostro de Ella, no escrito, 
                    oh, recién nacido, con unos signos por hallar
                    y que serán, oh amigo, los que han de llevarte hasta su esencia
                    como las mismas, las mismas letras de tu alma…



                    Epílogo

La experiencia de la vida y la experiencia de la poesía confluyeron en la obra de Juan L. Ortiz de una manera intensamente desgarrada. Fuera de todo anecdotismo personal en relación con su vida y lejos de una línea descriptiva de la realidad, esa experiencia constituyó una entrega definitiva a la exploración de la escritura. El fenómeno de la expresión de todo escritor se resuelve en la inteligibilidad de lo que la palabra dice a la conciencia. Como se ve en sus poemas, Ortiz desde el primer libro, busca esa expre­sión dentro de las melodías íntimas de la naturaleza, de modo que "ya nunca tuviese voz humana", para lo cual "hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad". Esa voz humana es la palabra del poeta y lo que dirá. Esa identidad perdida en la vida es el camino de purificación y despojamiento que el poeta necesita para poder escuchar. Su cultura, que era muy vasta ya que abarcaba el mundo de la naturaleza y del arte, termina por crear un sistema de signos en transformación constante, pero comienza con su propia marginalidad personal, para defender hasta las últimas consecuencias una forma de vida. En la obra parcial ciñe sus experiencias al arte del poema, como un ejercicio de la escritura visible de la forma, en la cual priva una actividad estética. En la segunda etapa de su obra total, abandona esa expe­riencia al poema-río de las corrientes de las profundi­dades, oculta en las experiencias espirituales que el poeta debe develar, prescindiendo a partir de aquí, del sentido de certeza inmediata de la palabra escrita. La oralidad de lo que habla dentro del poeta, entonces, se abre en un estilo conversacional, que fluctúa entre el espíritu del monólogo indeterminado y el cuerpo del poema, que se disgrega en la ambigüe­dad.
          Por eso, su poesía encierra el conflicto insoluble de la conciencia de lo posible y de lo imposible dentro de la escritura poética, y remonta una experiencia similar a la de los grandes agonistas de la crisis del hombre del siglo XX.
          Como un héroe o un santo, como un Kafka o un Rilke, Juan L. Ortiz, sostuvo hasta el final las fuerzas de un creador con o sin interlocutores, que, ilumi­nado por las interrogaciones conmovedoras de la acción del espíritu, se entregó —antes que al silencio— al exilio de su experiencia solitaria, sin rehuir las alternativas de su destino. La experiencia de esa vida y la experiencia del arte, crearon un modelo, cuya semejanza con, otros nombres como los de Macedonio Fernández, Antonio Porchia, o Enrique Banchs, enri­quece otro destino impersonal: el de la escritura poética.
          La vida y la obra de Juan L. Ortiz entregadas erráticamente a la necesidad de ese movimiento, configuran otra respuesta a la eterna pregunta de la creación de visiones imaginarias, que concluyen por ser más vitales que la realidad misma, más poderosas que la muerte.
          La poesía de Juan L. Ortiz es una hoja del gran Árbol que mueve el viento de la vida, es la intemperie sin fin, la conciencia de la felicidad perdida, la experiencia de lo inefable, es la escritura de ese refinado nostálgico ultrasensible que es el poeta, voces que un oído sutil escucha en la soledad, un llamado en la noche, un murmullo en la corriente de las profundidades. La poesía como complejo orga­nismo de lo abierto de la cual Juan L. Ortiz reveló un rostro, el rostro no escrito de Ella.


(Tomado de:  Veiravé, A, Juan L. Ortiz;  “La Experiencia poética”; Ed. Carlos Lohlé, Bs.As,1984, pags.183-186/229-231) 

Carta inconclusa a Juan L.Ortiz bajo la noche de Gualeguay.