LOS CULTIVOS

 

 

A veces, abuelo Domingo cultivaba en un rincón de la huerta, pimientos morrones, lechugas, achicorias, borrajas. Era un rato de los suyos variando las tareas. También sabía producir plantas forestales y frutales. En sus trabajos de carpintería y silletería, yo le acompañaba haciéndole preguntas sobre las maderas y los árboles. Y abuelo gustaba de mi interés por esas cosas.
          Como le hablara de un sauce llorón y la forma en que había oído decir que podía obtenerse de cualquier sauce, Abuelo supo sacarme de un error.
          Un día, cortando una varita de sauce criollo traído de la costa, hizo de ella dos estacas. Por su indicación, a orillas de un charco pequeño, enterré un palmo de la base de una de las estacas con las yemas hacia arriba. En sentido inverso planté la otra. En primavera aparecieron los brotes en tales plantas y crecieron sin agacharse en ninguna de ambas. Lo que no era sauce llorón, de ramas péndulas, naturalmente inclinadas, no se obtenía a la fuerza plantando al revés cualquier sauce.
          En cambio, muy que podían hacerse otras cosas entendiéndose con la naturaleza. Recuerdo una planta de toronja con gajos llenos de mandarinas.
          En un árbol de fruta agria, eran injertos de fruta dulce. Los había también de limón genovés sobre pies nuevos de lima y otros citrus del grosor de un dedo.        
          Abuelo me llamaba para que viera los trabajos, recomendándome que la práctica de los injertos debía hacerla cuando fuera más crecido. Sólo me permitía observar los detalles, desde los cortes en el portainjerto al corte del escudete llevando bajo un pecíolo la yema que se introducía entre la corteza y la madera de aquél. Luego era la envoltura con rafia mojada, que iba de abajo hacia arriba, cruzándose sobre la yema.
          Abuelo  me familiarizó con las cosas de la huerta donde vi por primera vez los injertos; los injertos, que venían a ser unos hijos adoptivos de las plantas.
          Persistiendo en mi afición por los cultivos, un tiempo después, sorprendería gratamente a Míster Williams, novio entonces de nuestra prima Anita, cuando acompañados por tía Etelvina visitaban a mis padres. En la huerta de casa había realizado una miniatura de parque, Míster Williams me dio una mano sobre cultivos, haciéndome obsequios de semillas y revistas con notas gráficas de los bosques canadienses, californianos y escandinavos. Williams me aconsejó trabajar y estudiar. Hablándome de un porvenir y la importancia del arbolado, quería ver en mí a todo un gaucho reforestador.
          Con los años pasaría la vida entre libros y cultivos. Y dirigiría labores forestales, en producción y cuidado de miles y miles de plantas. Con la frente húmeda finalizaría muchas jornadas, rodeado de la amistad de hombres laboriosos. Hijos del país y extranjeros dignísimos estrecharían mi diestra. Así, bajo la mirada limpia y la voz cordial, el contacto de las manos callosas ha sido sencillamente más valioso que el de un puñado de medallas.
          Y al ir a descansar, a veces, a mi recuerdo han acudido con su palabra de aprobación y su palmada afectuosa, los espíritus tutelares de Abuelo y del ingeniero Williams. Ellos, con su estímulo y su consejo, supieron inculcarme cuando niño, el amor a los árboles y la constancia y el esmero en el trabajo de producirlos para mi patria.