CÁNTICO DE LOS AVIADORES
Canto a vosotros, hijos preferidos del fuego y de los cielos veloces;
durísima palomas, ¡oh celestes!
Estoy solo entre los trigos de mi país en una tarde en que quisiera ser
distinto,
haber perdido otros nombres, estarme a la sombra de otros muertos.
¡Entre Ríos, esa felicidad debajo de vosotros!
El trigo sueña dulcemente inclinado
y el vago tiempo pasa despacio con el buey.
Vosotros sois los bellos preferidos de Dios, sus ángeles más puros.
¿Qué criatura podría reclinarse con más gracia que vosotros, oh aviones,
al recostaros sobre un ala en el alma luminosa del aire?
Os miro desde los campos, hombre triste, volar en un cielo serenísimo
y grave.
¡Oh qué azar tan seguro ese que os lleva al Norte, que os trae hacia el Este;
el llamado del cielo o el amor de la tierra.
Vosotros sois los únicos libres. Inclinarse sobre un ala,
herir la antigua nube que vuelve a un mismo cielo,
rozar la tierra, abolida madre de los dioses.
Os miro en una tarde en que quisiera cubrirme de cosas lentas:
hojas, miradas, antiguas palabras, viejos amores pensativos.
Os contemplo -criatura de soledad-, cuando estoy más abandonado
que el día lejano de la ventura.
¡Aviadores, aviadores! Ciervos celestes, donceles rumorosos.
Un casco de cuero, un designio, una firmeza, una mirada inmóvil;
esperar algo prodigioso de la próxima nube,
empezar siempre la misma carta:
"Querida mía, el tiempo es maravilloso y dulce"
y morir en una tarde de Francia cuando está llegando el otoño.
(Inédito, aporte de la poeta Marta Zamarripa)
A REYNALDO ROS, POETA MUERTO
"Y a solas con las aguas queda mi juventud".
R. Ros
No te verán las frutas otra vez. Ni el verano de las islas que ordena el
Ibicuy. Ni el aire.
Lejos estaba yo en mi largo destierro; mis ojos no te vieron en ese
ocaso último. Sólo podré mirar algún día tu piedra en un ocioso
cementerio y el arroyo que pasa entre los muertos como un ángel.
Ni la victoria regia será de ti el regalo, ni los frutos que ofrecen los
fuegos litorales, ni el peso de la vida que mirábamos juntos, ni el verso
que traías en tus oscuras manos diciendo que eran bellos el día o la
pobreza.
No son los ríos los que mueren. Somos apenas sueño junto a un río
eterno que arrastra tardes victoriosas, luces apasionadas entre
lentos barcos.
Detrás de la Isla Puente tus manos prodigiosas
no enseñarán ya nunca
el esperado paso del azul camalote
y la vieja madera de un bote andará sola
sobre el agua de siempre, entre las voces
de los que te quisimos, Reynaldo, y te llamamos
cuando la muerte cruza las pacíficas islas.
POEMA DE SALAMANCA
(A un ciego desconocido)
Vi las piedras. Vi el oro silencioso
Que en las piedras te erige, ¡oh Salamanca, corona de los días!
En el sol del verano cantan los cielos, cantan.
¡Oh pájaro, oh negro fuego ardiendo sobre Salamanca
Que resplandece junto al Tormes, día
Que no ha empezado nunca!
Vi a los hombres. Miré los dientes blancos
Vi aquellos campesinos
Sonriendo en la madrugada del mercado,
Brillando junto al día que cavaba mi pecho.
Sentados en las piedras esperaban
El don de la mañana, la pródiga pobreza.
Las más hermosas frutas estaban a su lado
Y la oscura belleza de la vida;
Y sus grandes sombreros de paja reposaban
Bajo el ángel azul que el alba nos devuelve.
Y vi sus obras y sus efímeras dichas
Resplandeciendo sobre mulos grises.
Y su tibio aguardiente. Y el grave buey del año
Que arrastran lentamente entre los trigos.
Y vi también la mano de aquel desconocido
Que me decía adiós demorando la tarde
Que huía de las frutas y de las grandes piedras.
Un día volveré, ciego, para no verte,
Para extender también una mano perdida
Y tocar esa piedra y decir que es dorada
Y tocar ese rostro y decir que no ha muerto
Y tocar una antigua pared, una aldaba, una puerta
Cerrada, en Salamanca.
(Tomados de la Revista “Ser” Nº7, Concepción del Uruguay, 1968)
POEMA
Y yo no podría decir que aquello fuera así o tal vez como
un sueño, como una vieja melodía junto al fuego apagado que
alguien recuerda antes de partir. Pero vi que mi mano caía
sobre el rostro de los hombres y ya no relucía su rubí
codicioso ni era mi mano aquella, sino el miedo de otros
dedos manchados que no eran los míos y me acercaban otras
manos que tampoco conocían las gracias de la vida. Y todo se
movía o creía estar en un camino hacia los ángeles y con temor
amoroso de las jerarquías, ascendían todos, despacio.
Sí, ellos también. Todo, todo se movía dichosamente.
Todo quiso decir: el hermano y el amigo con su viejo sombrero
de tiempo y la casa con el pequeño llamador de hierro, dulce
para el perdido en la noche entre las estrellas del jardín.
Y era saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre la
puerta para el que sólo trae lentas arcas de olvido. Y era
decir: Tú y yo, caminando por los viejos mercados, junto a
las bestias sacrificadas y los frutos que arden entre los
pobres y los ricos y la hermosa moneda de impiedad que
los separa.
Y todo quería decir ofrecerme a esta vida que me ha dado
estos ojos con que muero y te miro, y herirte si descanso
con la resplandeciente mordedura del hombre perdido,
repartido bajo nubes feroces.
Y sin embargo ascendía entre infiernos, cantando.