EL ALMA EN EL POZO - CAPITULO IV

 

 

EN DONDE SE VE A NUMEROSAS PERSONAS COLOCADAS FRENTE A LO SOBRENATURAL Y SE HABLA DE FISICA VIBRATORIA 
     Aquella mañana, Pedro Zingoni, de oficio conductor de carros, sentíase dominado por eso que se ha dado en llamarle mal humor. Este particular estado de ánimo traslucíase en la expresión , inamistosa de su semblante y en la brusquedad de las maneras con que ataba al carro de larga lanza los caballos correspondientes a la chata «La flor de Saavedra», vehículo que disfrutaba el honor de ser manejado por sus diestras manos. Mal dormido por una velada excesiva alrededor de una mesa generosamente provista de naipes y botellas, Zingoni presenciaba el despertar del alba con la iracundia propia de quien se ve obligado a contemplar una escena estúpida y desagradable. Sacó de la pesebrera a la pareja de entre varas y sujetó los tiros con escrupulosa conciencia profesional, aun cuando no con el espíritu placentero que el Evangelio reclama en el obrero llamado a poner manos en la obra que le ha sido confiada. De vez en cuando, un cabezazo impaciente de la yegua, o un manotazo demasiado vivo del viejo «Menelick» provocaban sus airadas explosiones de cólera, trasuntas en juramentos ricos en imágenes de lo divino y de lo terreno, tratadas con evidente e irrespetuosa familiaridad. Bien prendidos los arreos de la yunta, cuyas guarniciones exhibían primorosos trabajos de talabartería en clavos dorados, se dirigió al pesebre en busca del cadenero. Conducíalo sujeto por la argolla del bozal, cuando al pasar junto al viejo pozo de la caballeriza el potro lanzó un bufido y se echó hacia atrás, en una violenta espantada que lo alejó varios pasos del brocal y casi derribó por tierra a su desapercibido conductor. Contestó éste con una retahíla de bien coordinadas interjecciones, a la que siguió una lluvia de puñetazos sobre la cabeza y cuello del asustado animal. Aplicada la corrección y sujetándolo enérgicamente esta vez, intentó conducirlo de nuevo hacia delante. A dos metros del pozo, sentóse el potro en una segunda espantada y retrocedió, amusgadas las orejas y tembloroso el cuerpo, arrastrando consigo al espolique. Entablóse entre ambos una lucha matizada por todas las imprecaciones de que puede hacer gala un carrero fuera de sí por la furia. Dejábase conducir el caballo unos pasos, pero apenas aproximábase al pozo, retrocedía bufando, en bruscos saltos que lo devolvían al punto de partida. 

     Rendido, el hombre reflexionó; trabajo penoso y poco frecuente en su aparato cerebraI. Tan extraña conducta era inusitada y sorprendente en animal de hábitos ordinariamente tranquilos. Diríase que aquél veía obstruido su camino por algo invisible que le inspiraba terror. Ahora bien; Zingoni jamás había leído la Biblia y ni siquiera sospechaba la remota existencia del obstinado Balaam y de su clarovidenta asna. Con todo, algo impreciso y temeroso insinuó una confusa inquietud en su corazón. Perplejo, miró al caballo y miró hacia el pozo, estableciendo mentalmente entre ambos una incierta relación. Encogiéndose de hombros, como quien disculpa consigo mismo una tontería, acercóse al brocal e inclinóse hacia dentro. 

     Entonces —Zingoni lo ha repetido mil veces y lo ha jurado tantas como lo creyó indispensable para ser creído— llegó, positivamente llegó hasta sus oídos, una voz que parecía surgir de las inmóviles aguas remansadas en el fondo. 

     Aquella voz, opaca y desafinada como un instrumento enmohecido, cantaba ¡el primer verso del Himno Nacional! 

     —¡Oid mortales el grito sagrado! 

     Un conductor de carros que ha velado alrededor de una mesa en donde las cartas son un pretexto para transgredir las normas de temperancia, posee, indiscutiblemente, el derecho de sufrir alucinaciones auditivas. Fugazmente pasó por la imaginación de Zingoni la sospecha de que hallábanse sus sentidos bajo el influjo falaz del alcohol; no tuvo tiempo de avergonzarse de ello, sin embargo, porque de las honduras del pozo ascendió de nuevo, escandidas las sílabas por una pronunciación en lucha contra las rebeldía de la fonética española, el verso primero de la estrofa del Himno: 

     —¡O-id-mor-ta-les el gri-to sa-gra-do! 

     Esta vez no cabía duda. El enigmático patriota estaba oculto allí, bajo el agua que la difusa luz matinal comenzaba a revestir de metálica fulgencia. Incrédulo aun, resistiendo al pavor que comenzaba a avasallar su razón, Zingoni se dobló sobre el pozo, hundida la cabeza en el brocal como quien busca un objeto caído. Y hasta sus oídos, cercana y sonora, subió, como arrastrando la pesadumbre de una ortología exótica, la heroica invocación: 

     —¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! 

     Se puede ser agnóstico y carretero; pero ello no impide, en ciertos casos, transigir con eso que Lord Bacon llamaba los ídolos de la tribu y del espejo. Gravitaban sobre el espíritu emancipado de Pedro Zingoni las ancestrales supersticiones de su ascendencia napolitana y las adquiridas por influencia del medio en que se nace y vive. Nadie ha dejado de sentir alguna vez sobre su voluntad la imposición secreta e imperativa de esos temores religiosos, refugiados ordinariamente en los ángulos más apartados de la psiquis y que asumen, de súbito, como el genio encerrado en el vaso de «Las mil y una noches», las apariencias fantásticas y dominadoras de una amenazante creación de lo sobrenatural. El conductor de «La Flor de Saavedra» giró en torno suyo desconcertadas miradas. A pocos pasos, el potro, espantado todavía, parecía continuar olfateando terroríficas cuanto imponderables presencias; más lejos, la yunta uncida al carro esperaba con esa filosófica resignación privativa de los animales familiarizados con una dura servidumbre. Aclarábase el sereno cielo de los crepúsculos matutinos, abriendo hacia el oriente un inmenso abanico de plateada luz. El cotidiano espectáculo de la naturaleza desplegaba sin sobresaltos u ordinaria escenografía. En aquel mismo momento reencendíase en innumerables cocinas el fuego del hogar y muchos seres soñolientos aprestábanse a reanudar sus habituales tareas. El hambre y el amor ponían en movimiento, como de costumbre, los sentidos de los hombres que poblaban la gran ciudad todavía parcialmente sometida al imperio del sueño. 

     ¿Fué el violento contraste entre la apariencia regular de las cosas y la sensación de absurdo y extraordinario que surgió bajo sus ojos, lo que rompió en el ánimo de Pedro Zingoni esa frágil caña que se llama el racional dominio de sí mismo? Lanzando un grito que cayó sobre la nerviosidad del potro como un trallazo, el conductor de «La flor de Saavedra» se precipitó hacia la calle, no sin oír nuevamente a la voz repetir el ya escuchado verso: 

     i Oid mortales! ... 

     Frente al portón de la caballeriza estaba situada la casa del profesor Paidólogos, titular de la cátedra de metodología en la Escuela Normal N° 22, el cual preparaba aquella misma mañana su conferencia, prefiriendo, como lo enseña la higiene pedagógica, las horas matinales por ser las más indicadas para las tareas que reclaman un prolongado e intenso esfuerzo mental. El profesor Paidólogos desarrollaba el medio de una clase modelo cuando escuchó gritos callejeros que lo arrancaron de la profundidad de su meditación, llevándolo hasta la puerta de calle y de ahí hasta la misma calzada, en donde Pedro Zingoni era centro y héroe de un pequeño grupo formado por el agente de facción, dos transeúntes de oficio y estado civil desconocido y un empleado de los ferrocarriles del Estado, morador también de una casa contigua. Estas personas, cuyas fotografías fueron difundidas más tarde por diarios y revistas, tuvieron el privilegio de ser los primeros seres humanos que comprobaron el prodigio. El empleado de los ferrocarriles del Estado llamábase Juan Pedro Leporat, argentino, casado, de padres franceses y estaba afiliado a una rama subalterna de la Sociedad Teosófica Occidental, vasta organización de estudios esotéricos que difunde una filosofía cuya mayor ventaja, como se ha reconocido universalmente, consiste en no tener nada de filosófico y resultar, por ende, accesible a todos los hombres de buena voluntad que quieran desentrañar los misterios de lo anterior y ulterior a la existencia terrenal. 

     Al grupo se incorporó de inmediato la señorita Cornelia Paidólogos, hermana del profesor y directora de la Escuela N° 134 del Consejo Escolar 35°. La señorita Paidólogos esforzábase hacía veintinueve año en mantener fresca una doncellez que comenzaba a marchitarse al terminar el siglo XIX; hablaba siempre de los numerosos partidos matrimoniales desdeñados y se azucaraba con los jóvenes maestros que desempeñaban cortas suplencias en la escuela de su dirección. 

     (He considerado necesario determinar con precisión la categoría social y capacidad mental de las principales personas atraídas por los gritos de Zingoni, porque los sucesos de la clase que relato están expuestos siempre a ser disputados y negados por el escepticismo racionalista de un Renán. o quiero se diga más tarde que los hechos extraordinarios, como los milagros, acaecen siempre ante individuos cuyas escasas luces y falta de espíritu crítico los inducen, en el mejor de los casos, a incurrir: sinceramente en groseros errores de apreciación.) 

     En el primer momento, ninguna de las personas que formaban el accidental auditorio de Pedro Zingoni pudo descifrar el sentido de sus enigmáticas alusiones a la voz del pozo. Su sobrexcitación era tanta y su mímica tan copiosa y desatentada, que las palabras parecían ser rectificadas por los gestos, y éstos, a su vez, por las palabras. Al fin, los hábitos exegéticas del agente de policía permitiéronle llegar a la rápida conclusión de que alguien se había caído en un pozo y reclamaba auxilio cantando el Himno Nacional. 

     Lanzáronse entonces todos, como un diminuto tropel, al interior del corralón, dejando en seguida tras de sí el semiatalajado carro, para agruparse en torno del brocal. Cualquiera hubiera dicho que sacar un hombre hundido en un pozo es cosa igualmente fácil que levantar al caído en la vereda, tan profunda parecía ser la convicción reinante en el grupo de que su sola presencia bastaba para salvar a la víctima del supuesto accidente. 

     —Fué el calallo el que sintió 'rimero — expuso honradamente Zingoni — a quien la vista del ya tranquilizado animal despertó un escrúpulo que, tal vez, preparaba una disculpa. 

     Nadie escuchó este alegato a favor de la doble vista de los irracionales. Todos, incluso la señorita Paidólogos, quien sostenía con una mano sus mal asegurados postizos, estaban ya inclinados sobre el agujero, con la ansiedad y silencio que ponen los jugadores en la contemplación del plato de la ruleta cuando la bolilla parece vacilar en la elección del sitio donde se detendrá. 

     No se oyó ni una palabra, ni un chapoteo.—Se habrá ahogado el infeliz hipó la señorita Paidólogos, cuya vetusta sensibilidad se manifestó en un llanto histérico, precursor del desmayo. 

     —¡Amigo! ¡Eh, amigo! — vociferó el agente de la autoridad. (Habráse observado ya que un agente de policía emplea el tratamiento de amigo —en una forma tal que denota afabilidad y no franquea la distancia que debe mediar siempre entre su jerarquía y el nivel común de los particulares). 

     La exhortación cayó en el pozo como un cuerpo muerto cae, agitando ligeramente los helechos que lo revestían. El profesor Paidólogos y el ferrocarrilero teósofo también lanzaron sus llamados, con la esperanza, tal vez, de que el inmergido, como Lázaro, se incorporase y abandonara su liquida tumba. Por sobre sus hombros oteaba Zingoni, con cierta aprensión. Al cabo de un instante, los otros, cansados ya de gritar, volviéronse  hacia él, recelosos. Los dos transeúntes innominados, perplejos, miraban alternativamente al pozo y a la puerta de calle, como quien se siente dispuesto a abandonar una partida engañosa. 

     El agente creyó necesario indagar. —Explíquese, amigo. (Esta vez el amigo era el mismísimo Pedro Zingoni). ¿Usted vió caer al hombre en el pozo? ¿Sabe quién es? ¿Qué auxilios le prestó? 

     Había despertado en su espíritu la sospecha que dormita siempre en el ánimo del gallo policial. A lo mejor  —pensaba— éste tiró al agua al otro... y en la fantasía del agente se bosquejó ya el descubrimiento del crimen sensacional, con las fotografías en los diarios, las felicitaciones de los superiores, la nota en la foja de servicios, el ascenso, quizá. 

     —Yo digo ... 

     Así comenzaba Zingoni, desconcertado y un tanto inquieto, cuando la señorita Paidólogos, lanzó un chillido que hizo saltar al agente, al profesor, y a los dos transeúntes apáticos. 

     —Allí—señaló, en potencia propincua de síncope. 

     Rodearon los cuatro el pozo y estiraron los pescuezos casi hasta desarticular las cervicales. No era necesario. Con toda claridad, subía desde las aguas esta orden sorprendente: 

     —Mozo, un chopp. Y que sea del otro barril, porque el anterior estaba flojo. 

     En esa forma, pidiendo un chopp helado, el alma refugiada en el pozo se puso en comunicación con las potestades de la tierra, representadas en el momento y la circunstancia por el agente número 2531, de la comisaría 62°. 

     Explicaba más tarde el profesor Paidólogos que en ese instante sintió pasar sobre su cabeza el soplo espantable del más allá. Miró en torno suyo. A corta distancia y ya vuelto a su pesebre, el potro molía maíz entre su poderosa dentadura. Del «restaurant» vecino llegaban domésticos choques de vajilla sometida a diligentes manipulaciones. Una ligera brisa agitaba el gran árbol y desmenuzaba, allá en las alturas del cielo, el blancor de resplandecientes copos de vapor. La sirena de una locomotora en la estación cercana, perforó la dulce serenidad de la atmósfera con la punta aguzada de su estridente silbato. 

     Se miraron los cinco; y no los seis, porque los nervios de la señorita Paidólogos, no pudieron resistir la brutal sensación. Cayó al suelo, gimiendo y enseñando secas piernas de zancuda, forradas en medias color de frambuesa. Nadie se ocupó de ella. 

     —Para ser un ahogado... —atinó apenas a reflexionar en voz alta, luchando contra su terror, el agente de policía. 

     —Para ser un ahogado —insistió después de unos segundos— se encuentra cómodo allá dentro. A menos —insinuó en seguida— que el pozo no tenga agua y el hombre se haya caído con mucho vino en el estómago. 

     Era una posibilidad aceptable y tranquilizadora a la que todos se aferraron. Asomáronse nuevamente al pozo y sus caras desfiguradas por la ansiedad se copiaron borrosamente en la líquida lámina del fondo. 

     —Agua hay—musitó, tembloroso, uno, de los desdeñados transeúntes. 

     —Entonces... 

     Y se miraron, dóciles al inminente pánico que los doblaba como una ráfaga dobla al flexible trigal. 

     —¿Y ese chopp, mozo del diablo? ¿O es que le está ajustando las ligas a frau Schmidt y las manos se le van más arriba de las ligas? 

     (Todo esto salió del pozo como del cono invertido de un altoparlante. La señorita Paidólogos, casi repuesta de su colapso, dejó incendiar su marchito rostro en súbitos rubores provocados por las impúdicas insinuaciones que hirieron sus oídos. 

     Tiritando de susto, pero sacando coraje de la disciplina profesional, el agente increpó hacia abajo: 

     —¡Salga de ahí, amigo! (Tuvo el valor—¡oh inefable hábito de autoridad!—de llamar amigo a la cosa desconocida y misteriosa que vociferaba allá dentro). Salga de ahí, amigo, y no escandalice que lo voy a pasar. (¡Épico agente, digno de ser jefe de policía del Hades y la Gehenna, tuvo el heroísmo de amenazar con «proceder» a aquello que soplaba sobre el profesor Paidólogos el hálito de lo sobrenatural!) Si necesita cuerdas para subir se van a pedir o sino se llamará a los bomberos. (El narrador rinde el homenaje de su admiración a este sublime agente, cuyo profesional deber de guardar el orden público trataba vanamente, contra su misma íntima convicción, de adaptar a las pautas ordinarias de lo natural aquella pavorosa incursión de lo extraordinario en el perímetro urbano confiado a su vigilancia). 

     —¡No me rindo! ¡Soy una entidad libre en los elementos! ¡Solamente pido unas manos… unas manos! ... 

     Hubo una pausa ansiosa como si el espacio aguzara su oído. Y después: 

     —¡Mi reino por unas manos! ¡Oh! (Este ¡oh! ascendió como un largo sollozo trágico).

     Así respondió la voz del pozo, demostrando prácticamente la posibilidad de entablar un coloquio entre lo ponderable y lo imponderable, entre lo corporal y lo espiritual, entre lo físico y el reino de lo metafísico, con prescindencia de trípodes, mesas giratorias, claves y demás recursos movilizados por el espiritismo para establecer su incoherente sistema de comunicaciones entre lo que vive corruptiblemente y lo que prosigue viviendo en espíritu y en verdad. 

     En otro tiempo, cuando eran adolescentes los hombres que murieron en la gran guerra, la proposición precedente pudo ser rechazada en virtud de su científica inverosimilitud. Por entonces las personas eruditas aplicaban por extensión las leyes físicas a la actividad de lo sobrenatural  —caso de que lo sobrenatural fuera admitido por paradojal hipótesis— y afirmaban dogmáticamente que los espectros no pueden tener sombras ni su voz tener ecos. ¡Cuán lejano está todo eso, aunque haya sido contemporáneo de las primeras células de nuestro organismo, renovado tantas veces en el correr de una vida! 

     Pero la fantasía es el polvillo que se desprende de las alas del genio de la ciencia. Se agrupa alrededor suyo como esas sutiles tolvaneras de imperceptibles corpúsculos que forman a modo de leves vías lácteas en el interior de las habitaciones cuando las iluminan las franjas de sol que penetran por las vidrieras. (Estos pensamientos articulan, aun cuando no lo parezca, a manera de un nexo fino y flexible, lo ya dicho con lo que seguirá). 

     Entiende el narrador que actualmente muchos fenómenos de los llamados extranaturales se explican por la física vibratoria. Hasta la muerte del hombre el alma vive reclusa en ese pequeño poliedro cerrado por cinco ideales superficies sensibles que se denomina el sensorio. Imaginemos, sin embargo, una evasión. El alma se ha liberado y deja tras de sí su encierro como un tosco mecanismo ya destruido y caduco. Mediante un prodigioso esfuerzo imaginativo nos será dado sospechar, acaso, la sensación maravillosa de manejar sin esfuerzo, con aérea soltura, por simple gravitación de voluntad, sin que medie la pesada densidad de la pulpa, los huesos, los nervios ni de materia alguna, el millón —¡qué digo, los millones, el billón, quizá!— de imponderables y vibrantes ondas móviles que para ver, hablar, oir, gustar, para sentir, en fin, de quién sabe qué incalculables modos y alcances, con quién sabe con qué intensidad de plenitud, pueblan, invisibles, la infinitud arcana del éter. Es el alma difundida en e1 Cosmos, emitiendo y absorbiendo vibraciones desde su inaccesible posición en el espacio—, como el ojo fulgurante de un fantástico cefalópodo en el centro de un ramaje radiante de temblorosas rémiges, antenas y tentáculos. 

     La física vibratoria, ha rasgado con su ligera uña el velo que nos separaba de todas esas cosas que habrían de venir. En lo futuro —ahora el valor del tiempo es al tiempo pasado lo que una moneda de oro a un billete de papel —los cerebros habrán sido conformados de tal manera que les será perfectamente lógica la posibilidad de hablar sin medios materiales de emisión y fonación. Adviértase bien que no quiero decir con la eliminación de los aparatos de física usados para la radiotelefonía, sino con prescindencia, tal vez, de la organización sensorial humana. Llama la atención, empero, que el alma refugiada en el pozo, haya pedido unas manos, haciendo saltar su dolor por sobre una curiosa alusión literaria a Shakespeare. Es que las manos, presumo, son los instrumentos técnicos del espíritu, y se podrá inferir una futura morfología de la humanidad prefigurándola en un alma dotada de manos y nada más. 

     —¡Mi reino por unas manos!. . . ¡Unas manos!...  ¡Oh! 

     Así dijo el alma; y, más tarde, clamó con angustiosa pertinacia por las manos. Algunas personas que la escucharon refieren que había una profunda resonancia trágica en el clamor de aquel pequeño y vibrante trocito de éter —se la imaginaban así— que gemía su alucinante mutilación, implorando la gracia de unas manos ¿para ejecutar qué cosas, Señor? 

     La capacidad de resistir la presión emotiva tiene su límite. Habían superado el suyo las personas incitadas por el azar a ser testigos de aquella revelación. Encabezados por la señorita Paidólogos, quien se adelantaba como el guión en un éxodo de grullas; rotos los frenos de la compostura y el amor propio, precipitáronse todos, aullando, por el mismo camino recorrido pocos momentos antes con incrédula curiosidad. 

     Sólo las disciplinas que la sociedad inculca a sus servidores asomaron como un fugitivo fulgor en aquel eclipse colectivo de la razón humana. El agente de policía, apenas llegado a la calle, tocó llamada de oficial.  

     

      De: "El alma en el pozo". Cooperativa Editorial  Limitada. Buenos Aires.1925