EN BUSCA DE UNA MÚSICA ESENCIAL


       ALFONSO SOLA GONZÁLEZ (1917-1975)

         POR VÍCTOR GUSTAVO ZONANA

                La poesía neorromántica del ’40 constituyó un episodio fundamental en el panorama de las letras argentinas. Por una parte, es tal vez el último momento en que se puede observar un grupo literario nutrido, con un significativo número de voces maduras y relevantes: los ejemplos de Olga Orozco y Enrique Molina – que han gozado de mayor difusión – y los menos conocidos pero no por ello menos valiosos de Eduardo Jorge Bosco, Basilio Uribe, Eduardo Jonquières, Daniel Devoto, León Benarós, César Rosales, Juan Rodolfo Wilcock, por citar sólo algunos nombres. El papel que le cupo a la generación se manifestó además en su rápida canonización a través de premios o de su incorporación en los principales medios culturales de la época (entre otros, Sur y los suplementos de La Nación y La Prensa). Su impronta se percibe incluso en las voces pertenecientes a vertientes posteriores: en autores como Amelia Biagioni o Alfredo Veiravé, es posible advertir una primera etapa que incorpora elementos y resoluciones estéticas de la poética neorromántica, por ejemplo, la efusión de la subjetividad, el cuidado por la forma, la melancolía. Este modo de perduración manifiesta que la poética del neorromaticismo constituyó, al menos en determinado momento de la historia literaria argentina, un paradigma que sintetizaba la esencia del lirismo.
Resulta difícil resumir las circunstancias que explican el actual olvido de esta impronta. Cabe, al menos, apuntar las siguientes: por una parte, la crítica al ideal de sublimidad y de belleza trascendente, a la búsqueda de ese ideal en el pasado o en el arte y a la idea de un lenguaje esencialmente poético. Las nuevas vertientes apuntarán a una poesía más afincada en el hoy y en el hombre (neohumanismo), a la reprise de la experimentación “vanguardista” (invencionismo, arte madi, segundo periodo del surrealismo), a la crítica del yo como sustento de la voz, a la inversión de la sublimidad por la ironía (los ejemplos singulares e inclasificables de Girri y Gianuzzi), y al lenguaje cotidiano (pandurismo y poesía social de los sesenta). Las nuevas condiciones de la vida acentúan la idea del fracaso del proyecto neorromántico y se advierte además una progresiva desconfianza en la palabra, especialmente en la palabra que antes estaba revestida del prestigio de lo poético.

          En este contexto se explican las duras críticas que recibe la poesía neorromántica del ’40. H. A. Murena, Francisco Urondo o, más recientemente, Saúl Yurkievich, cuestionan con dureza lo que ellos entienden, desde sus propias trincheras, como carácter estetizante, escapista o regresivo de la obra del grupo. Esta forma de valoración devino un lugar común ya instalado en los espacios institucionales de la crítica.
Ser del ’40, de la generación del ’40, como se suele hablar, constituyó entonces un estigma. Esta condena, conjuntamente con su temple de poetas fuertes, explica las sucesivas auto-impugnaciones de Orozco, Girri o Molina: no hubo tal grupo, sólo se juntaban para leer, no existió un ideario común, fue solo un episodio de juventud. La crítica reconoce el gesto y replica: el vínculo con la “generación” fue transitorio o marginal. Sin embargo, las obras en sus primeras ediciones, la recopilación de lo publicado en revistas, el seguimiento de la actividad de los cenáculos y de los recitales, están allí, para el que quiere y sabe oír. 

           He comenzado mi valoración de la obra de Sola González mediante este excurso no sólo porque ella se inscribe en la vertiente, sino también porque su derrotero se puede entender también como una respuesta personal a las trasformaciones del sistema literario y al desgaste del proyecto poético en el marco de tales transformaciones. La trayectoria que va desde La casa muerta (1940), Elegías de San Miguel (1946), Cantos para el atardecer de una diosa (1954), Tres poemas (1958) hasta Cantos a la noche (1963), demuestra la conciencia del poeta de que esa voluntad órfica de acceder a una música esencial es ya imposible. Las “Escrituras automáticas”, de cuño surrealista y el vuelco hacia el contorno social que se advierte en poemas como “Hijos del pueblo”, responden a la vez a esa crisis de la palabra poética que se verifica en los años de producción de los textos y al predominio de una actitud que aspira al compromiso y a un lenguaje accesible a todos. Ciertamente, el peso de estas opciones que abre el desarrollo del campo cultural hacia los sesenta, coincide con una etapa de crisis personal que, en nuestra opinión, alienta este afán de formas nuevas de expresión en la poesía de Sola. Con todo, se trata de una opción transitoria: los poemas escritos en los últimos años abandonan la actitud experimental, alcanzan un lenguaje de un profundo lirismo, del lirismo que lo caracterizó siempre, pero ahora despojado y desolador. “Plaisanteries antes de dormir”, es una hermosa muestra de este giro final en la lírica del poeta: 
 
¿Hasta qué otro paisaje he de llegar
para encontrar la tan querida muerte?
Las piedras de otros países no te responden
y el mar alza la lámpara de los pájaros grises
para decir que no.
No busques el camino más allá
de la infancia.
En tu casa hay una vieja fotografía
donde ya estás muerto,
Alfonso. 
 
          Ahora bien, la cabal valoración de este derrotero sólo puede ser provisoria. Falta, por el momento, la reedición de sus obras para los lectores jóvenes de hoy. Falta, asimismo, la edición de la obra inédita. 
En función de lo accesible, ¿en qué descansa la felicidad que la obra de Sola González puede deparar al lector? En primer lugar, el lector encontrará la representación de un alma que vivió “en estado de poesía”, como diría Emilia de Zuleta. Encontrará además, la quintaesencia de la musicalidad de la poesía hispana e hispanoamericana, trabajada no artificiosamente, sino con verdadero sentido de la compenetración entre forma y contenido. Encontrará, finalmente, la maravilla de la inventiva en la imagen y la metáfora, el uso magistral de los símbolos de la tradición poética universal.
 
          Si, por el prestigio simbólico del número, me viese obligado a elegir tres poemas para la antología ideal de la poesía argentina (esa cuyo índice varía al infinito, de acuerdo con los lectores que la escriben), elegiría “El soñador”, “Ici repose Max Jacob”  y “Pedro del Castillo funda Mendoza”. El primero porque sabe sintetizar a través de la recreación sutil de la imagen romántica de Endimión, la poética del autor. El segundo, porque, como señala agudamente Ricardo H. Herrera, esta elegía, a la vez que sintetiza de manera increíble todo el derrotero espiritual de la conversión del poeta Max Jacob, “resuelve mediante el humor (un humor de origen religioso) una tensión a la cual la gravedad saturnina del poeta nunca pudo sacarle tanto partido estético”. En otras palabras, la soledad del poeta, su incomodidad por no estar enterrado en Montmartre con otros poetas ilustres, sino en Ivry, rodeado de una pompa militar que le es ajena, se diluye frente a la alegría de la redención, de la apoteosis y el reconocimiento de la Virgen. “Pedro del Castillo funda Mendoza” adquiere su valor como recreación de un género tradicional en la poesía argentina contemporánea: el de las fundaciones poéticas, con la “Fundación mítica de Buenos Aires”, de Jorge Luis Borges, como peldaño inaugural. También aquí es posible encontrar una actitud afirmativa, no exenta de dolor, pero sí de melancolía. Constituye, tal vez, un último esfuerzo del poeta, una forma de lucha simbólica contra los poderes de una realidad disgregante. El poema se enuncia en presente, como si su autor recreara la fundación ante los ojos de sus lectores. Mediante este recurso, la instauración de la ciudad no queda confinada en el pasado, y sus efectos tienen una proyección inversa en el presente del sujeto poético, oculto tras la máscara del fundador. Puede hablarse sin temor de doble influjo de un tiempo sobre otro, porque el poeta juega con el carácter performativo del fundar y actualiza un simulacro del instante en el que el acto se efectúa. En cierto sentido podría pensarse que esta proyección temporal presupone un paralelismo entre la acción fundadora de Pedro del Castillo y la del poeta que asume su máscara. Como aquél, el cantor de carne y hueso ha arribado a “estas tierras” desde otras, para establecer en ellas su casa, su estirpe.
  
Tomado de: http://www.alphalibros.com.ar