LUIS RICARDO FURLAN

 

La Prensa, 21 de enero de 1990
RECUERDO DE ALFONSO SOLA GONZÁLEZ


Por Luis Ricardo Furlan(*)

".. .el amigo nos ha dado un alma
nueva paro decirle odios". A.S.G.

     Regreso por el laberinto de la memoria. A me­diados de abril de 1963, llego a Mendoza. Todavía guardo en mi equipaje los abalorios de la poesía y la amistad. Aún siento el regusto del paisaje de Traslasierra, con sus piedras vegetales y la urdimbre melodiosa del río Mina Clavero. La tarde provinciana sentada en el patio de una casona de muros recién encalados y retamas en flor, y el diálogo con Alejandro Nicotra. La soledad de Candela­ria, un pueblo tierno como una hoja de ligustro, maceran­do un duelo fresco de enorme moño negro sobre una puerta desolada y quejumbrosa. El inesperado encuen­tro con Enrique Menoyo en la penumbra del andén ferroviario, a medianoche. El mano a mano con Antonio Esteban Agüero. La breve estadía en la casa de los Gatica, en la plenitud desértica de los llanos riojanos, con un cielo nocturno de espinillos y algarrobos fantas­males y el bamboleo de la luna colgada de la estrella más baja, apoyada en la ventana del horizonte. Los álamos sanjuaninos se inclinan en la carretera con su pérgola improvisada de pájaros y contraluces. Con Juan de la Torre desgastamos un interminable camino de cornisa y tocamos la puerta del paraíso en Calingasta, con sus callejuelas encerradas entre los minerales y la precordillera.
     De todo eso estoy ahíto cuando llego a Mendoza. Y aún me aguardan otras sorpresas. La mano extendida, cor­dial y vivaz de Antonio Di Benedetto. Una poesía que cruje y duele en esa voz palpable, conmovida, casi evangélica de Jorge Enrique Ramponi. Y el otoño, el otoño sin causa, el otoño cayendo sobre el barrio de Guaymallén, desgranado como una lluvia de espejos melancóli­cos por Alfonso Sola González. De él recuerdo la larga charla que tuvimos, una conversación donde el hermano mayor acogía al aprendiz de poeta con generosidad e indulgencia, con esa templanza cristiana que le permitió crecer y multiplicarse en las estrofas de sus poemas.
Ahí estaba, frente al tiempo y el diálogo, el poeta de La casa muerta, uno de los libros capitales del movimiento cuarentista, según lo ha señalado Luis Soler Cañas. El hombre de vida intensa y profunda, maduro ya en los andariveles de la creación.
     Alfonso -lo recuerdo-, está rodeado de su familia. La casa se recarga de libros y anotaciones. En un momento de la plática, se levanta, se pierde en el pasillo y vuelve, al rato, con un libro en la mano. Es un ejemplar de Cantos a la noche -reciente Gran Premio de Poesía de la Bienal de Mendoza-, y me lo obsequia. Lo hojeo, pero él sabe que lo leeré después, acaso cuando la nostalgia de esos días corra sobre los rieles hacia el puerto u otros otoños desnuden las ramas grises y enciendan el corazón rego­cijado, retemplado en la belleza del verbo.
     Aún conservo conmigo ese ejemplar; y el libro y la dedicatoria adquieren, a través del tiempo, una irrepara­ble melancolía. El poeta ya no está, disuelto en el viento o el telar de los días, pero perdura su testimonio. El viejo poeta tiene aún la poesía joven. Y aquellos versos muestran con singular privilegio la intensidad creadora y el sugestivo misterio de su canto.
     Porque en tren de retornar a su poesía; a "las notas elegiacas que recrean mágicos territorios, habitados por fantasmas poéticos, demorados complacientemente en las ruinas y la melancolía..., la conjunción del Jiménez elegiaco con el Rilke evocativo y Milosz, junto con el clima de las leyendas nórdicas", como apunta con acier­to Juan Carlos Ghiano, es posible toparse con esos campos oníricos y sensitivos donde su voz, su inigualada voz, prefirió la tersura del terciopelo, el medio tono de la confidencia, para estrecharse junto a las criaturas dul­ces, perdidas en su pequeño jardín de ángeles.
    El poeta no ha interrumpido aquel diálogo en una tarde de abril, en su casa de Guaymallén, entre la baraúnda familiar. Ya no verá, es cierto, "cruzar los grandes pájaros celestes", pero está en el esplendor de su gloria. Porque supo darse callado a la niebla de las tardes después de desalentar las encrucijadas del alba. Eligió la noche con indisimulable circunstancia, en una anticipada despedida que se demoró hasta que "erraba, viejo soñador, castigado/ por la belleza que el amor del hombre no alcanza a conocer/y sabiendo/que el ensueño es vano y alejado como una música/ detrás de una puerta que nadie abrirá nunca". Es su propio testimonio.
     Me siento incapaz de ensayar una opinión crítica. En estos días, releí los cantos y otros poemas de Alfonso. Reencontré, junto a aquella estampa mendocina estabi­lizada en un otoño cuya exaltación compartimos, al soña­dor de la palabra y al mendigo de los claveles de oro. Al cazador de los palacios y al guardabosque de los mirlos. Pensé en su  viejo rincón del Paraná y en sus aproximaciones puramente casuales con Juanele Ortiz. En los cementerios perdidos y los arroyos muertos. En los litorales del alma y los relojes de la cordillera. En esa santa -no cuadra otro adjetivo- purificación de la pala­bra que la hace irreemplazable, enjuta de anecdotismo, suelta como un grano de mostaza en el corazón del hombre.
     Sin embargo, aquí tengo, también, otras voces que me aproximan a Alfonso. Juicios certeros, libres de parcialismo sentimental, cegados por la ecuanimidad de la lectura formal de su obra. La voz de Guillermo Ara, que afirma: "Clima onírico de alucinadas intuiciones domi­na, el paisaje de Sola González, dueño de un juego imaginístico original y a veces de herméticas, relaciones”.  La de David Martínez, que atestigua: "Su acento poético busca una callada integración con el devenir oculto de la belleza". Y -para no excederme-, la de José Isaacson: "Alfonso Sola  González pertenece a esa catego­ría de líricos en los que la elegancia y la fineza en el decir están imbuidas por su visible sentimiento de escepticismo y tristeza. En su obra puede observarse también el predominio de la nota mental, ordenadora, capitana".
     Alfonso: aquel otoño del '63, Mendoza era deslumbran­te y tu casa estaba envuelta en un hálito de magia lírica que nunca olvidaré. Como no olvido la cordialidad de Antonio y la generosidad de Jorge Enrique. Me dio mucha pena saber que te habías ido sin despedirnos. Pero quedan tus poemas, la verdadera constancia de la inmortalidad del nombre.


(*)Luis Ricardo Furlan (1928). Poeta, ensayista y crítico nacido en Buenos Ares. Miembro emérito de la Academia Porteña del Lunfardo y directivo de la Sociedad Argentina de Escritores. Ha obtenido varias distinciones: Gran Premio de Honor "Almafuerte", Premio Municipal de Ensayo, Premio "Rubén Darío" de la OEA, Premio "García Lorca" (California) y Premio Consagración de la Provincia de Buenos Aires, entre otros. Anota un crítico que: "la obra de Luis Ricardo Furlan, desde su inicial alumbramiento, constituyó una lección y un ejemplo por su rigor verbal y por la agudeza y novedad en el tratamiento de la imagen". Algunos de sus libros de poesías: "Deslinde del tiempo y el ángel", "Aprendizaje de la patria", "Guitarra sola", "Cernida voz del corazón oyente".