EL OFICIANTE

 

 

Mi  nodriza tenía la exacta edad del tiempo,

conjuros para destruir las larvas de la lluvia

y un cascabel color de higo con el que llamaba

a los extraños sacerdotes de la estirpe.

Venía de una región donde los pastores

empurpuraban la tierra con sangre de gusanos,

adoraba a ciertas especias aceitosas y en cada

nueva luna ofrecía el sacrificio de un cordero

para proyectar la fecundidad de la simiente.

 

Cuando crecí, me entregó un talismán donde

se señalaban las leyes del Universo, la rotación

de los siglos y un calendario para conjurar las

secretas alquimias que el aire enciende.

Finalmente me señaló el camino y, lejos de su tutela,

como un perro guardián sondeando siempre las

emanaciones, arrojé sobre la tierra la

metamorfosis de los más graves exorcismos.

 

Desde entonces leo en las cenizas los principios

sexuales de los escarabajos, negocio con las

caravanas de tortugas, muerdo los dedos del profeta

soplando una música de códigos ancestrales.

Resistente como un matorral, recojo el hilo

de los eunucos anónimos, el escorpión zodiacal,

los dictados del cuerpo y el hipnotismo que

engendran las impías semanas.

Destilando esos sermones de apreciación,

tiempo y espacio me pertenecen. Expreso que mi

poderío es un idioma cargado de tufo violento,

de cosas contradictorias que sólo se ven desde

las postales de una lencería humana. Embrujador

y embrujado, canto a los mártires en su propia inquisición,

 a los pervertidos y fracasados

libertinos, al tallo de la provincia que levanta

la fábula. Y cuando todo cruza con la caliente

marea del estío, mi corazón relata, como un viejo

semental, el amor con el desorden más completo.