He vuelto a codiciar los últimos testimonios del verano,
Las bellas historias donde el ojo del hombre era una lámpara
entre signos desnudos. Por el sur, las vírgenes del sueño
giraban, y el cardenillo de sus desvelos apagaban la selva
de esos flancos jóvenes. También lo era el tiempo y el olvido,
las palabras con su carga de sed, los racimos de la leyenda.
Allí escuché largamente los efímeros deseos con la inocencia
del fruto en sazón. Una línea de pródigas historias
dejarían en la dulzura pliegues de crudo crecimiento, grandes
máscaras que la memoria convoca en la raída huella de los
años. Esa riqueza ensancha mi linaje de proscripto,
las grandes reformas del alma con frágiles arcos que ciñen
esta heredad con su vegetal estación de espectros.;
Lo que que he respirado sobrevive como un dios de constelada
resolana. Los abusos, las violaciones, el doctrinario
plumaje con su estatuto escrutador insultan mi materia con
bodas desvalijadoras pero no limitan mí tormenta sino que fieles y milagrosas,
arden en la mejilla del viento. Por allí
anda mi licenciamiento entre nacientes escrituras.
Pero vuelve el verano y la soledad de los hospicios conoce
el amor de la abeja, el canto de los pájaros y el salinero
dibujo de la estrella. Nada muere, me digo. Son maneras
de la resina los pasos del tiempo. Acaso grandes flores
que la fiebre lava para que maduremos en la espera.
Sentado en el atardecer, un testimonio me conduce
a las aromosas guerras del corazón donde sin duda,
está el niño coronado de polvorientos hilos de oro.
(Inédito, publicado en La Nación del 21.0