TRABAJAR

          Conocí del diario Crítica las postrimerías de una época de esplendor. Mi experiencia de Buenos Aires comenzaba y mis sentidos acostumbrados a la provincia se adaptaban mal todavía a la vida ciudadana. Al salir del hospital de Roffo donde hacía de nurse me inicié en Contaduría, en el cuarto piso, y mi trabajo era hacer los sobres de las liquidaciones, tarea que se apresuraba hacia el fin de cada quincena, pero que me dejaba horas libres para leer sobre el escritorio a escondidas o mirar los plátanos de la Avenida de Mayo. Solía dormirme de pie mirando la calle. Vivía a cuatro cuadras, pero casi siempre llegaba tarde; teníamos doble horario en ese entonces y trabajábamos los sábados. Levantarme antes de las siete fue siempre un triunfo para mí. Cuando el trabajo se acumulaba almorzábamos y nos quedábamos para seguir la tarea. Nos daban un vale de comida y con él comíamos por chirolas en un bar llamado Florencia, a la altura del 1200 de Avenida. A veces, si tomábamos té era tan abundante lo que nos traían que no lográbamos concluir todas las tostadas y bollitos.

En diversas tareas fui recorriendo varios pisos de la casa. Trabajé en Expedición, en el séptimo, donde todas las mañanas, a mi llegada, leía el diario del día y compartía el arreglo del primer cajón de mi escritorio con una rata grande y desprolija que al ser descubierta se enloqueció de terror y nos enloqueció a todas las empleadas que, hasta su exterminio, pasamos largo rato paradas arriba de los escritorios.

          Allí, en la oficina de al lado, se inició Tinayre en sus lides de cine, cuando Botana hizo edificar Baires, antes de morir. Yo trabajaba con Poroto Botana, cuya labor más cansadora consistía en plantar una banderita en un mapa cuando se abría una nueva agencia de Crítica, y la mía en archivar los partes diarios de los envíos de Crítica al interior. Trabajé más tarde en Archivo de fotos y notas, allí en forma muy seria bajo la dirección de Díaz Rey, un hombre meticuloso que todo lo clasificaba. El archivo de Crítica era uno de los mejores de Buenos Aires, gracias a la diligencia de Díaz Rey y a la capacidad de otros archiveros como Tuntar, Tony Hiller y Molina, que era un registro viviente de todo lo que había.

          Por intervalos entre esta labor exigente e incansable fui bibliotecaria de la quinta de Botana en Don Torcuato. Por diferencias con su mujer, de quien yo era recomendada, me echaron del diario y fui a parar de secretaria particular de Salvadora Botana, reincorporándome al diario con el mismo cargo, cuando ella lo hizo, a la muerte de Botana. Desde los balcones del cuarto piso, en el despacho de la Vieja, como la llamábamos, vi pasar los hombres que marchaban hacia Plaza de Mayo el 17 de octubre. Nos acompañaba Giudici, dirigente comunista. Mientras, en el piso de abajo, en la Redacción, alguien que vio a esos hombres sudorosos que se habían sacado el saco los calificó de "descamisados".

          A Crítica me llamabas vos, Alfredo, allí me ibas a buscar. De allí salía a las horas de almorzar para hacerlo con vos o íbamos al cine en la sección vermut, una vez terminada la labor del día. Cuando Salvadora se fue, pasé a Redacción donde hacía traducciones, epígrafes y la sección Astrología.

          De la Redacción fui a la calle de nuevo, despedida por segunda vez por razones políticas y regresé once meses después, pero a la sección Correspondencia, cuya jefatura ejercí hasta mi retiro.

          Desde los balcones del diario mi mirada provinciana recorría sin prisa la Avenida de Mayo. Calle plebeya para algunos, que jamás se asomaban a sus veredas arboladas. Solamente lo hacían los hombres, los políticos, para visitar a algún diputado del interior en el Castelar. O por las noches, con sus señoras, para asistir al Teatro Avenida, cuando alguna buena compañía de zarzuela o baile español recalaba en el teatro que administraba el gallego Manuel Silva, víctima pertinaz de nuestros pedidos de localidades gratis.

           No me cansaba de observar el modo cómo los plátanos se deshojaban en otoño, dejando alrededor de los focos de luz una o varias ramas con todas las hojas, que a veces perduraban hasta en invierno, un tanto mustias pero amparadas por el calor que daban las luces. Un copete de hojas rodeaba cada foco y mi empecinamiento en hallar la razón de ese hecho topaba con la indiferencia lógica de los porteños. ¿A quién se le ocurre? ¿Y qué te importa de las hojas? Y dale, che, será una casualidad. Este año no ha habido fríos fuertes, será por eso. Los fríos fuertes yo los sentía, pero las hojas seguían ahí.

          Avenida era para mí la prolongación de la provincia. Calle de agencias de lotería, peluquerías, casas de ropa de hombres, hoteles, y teatros y cines para españoles. ¿A qué iba ir uno a esa calle? ¿A perder tiempo mirando pasar la gente como hacían los bulliciosos gallegos desde las mesas servidas en las veredas? Y en una gran ciudad el tiempo no se pierde. Cada cuadra de Avenida tenía su barra regional, o futbolística o ideológica. Allí conocí a Manrique Martínez, que se sentó noche a noche durante más de treinta años en la misma mesa con los mismos amigos, menos el día domingo que el hombre se oxigenaba en la cancha donde jugaba River o se iba al Tigre a remar en el Hispania del que era socio fundador. La gente de los diarios también merodeaba por sus cafés y tenían sus lugares de reunión los de La Razón, La Prensa, Crítica, Herald y El Sol. Buena fe de ello nos daría Mastronardi, el poeta, al que era posible encontrarlo a cualquier hora de la noche avanzada en la misma mesita del mismo café.

          En Crítica conocí a Eglé Quiroga, mantuve charlas interminables con los compañeros de Archivo, de Redacción, de Expedición, de Personal, de Clasificados, de Corrección, con Agosti, con Puiggrós que, escondido del peronismo en un principio, utilizaba mi máquina de escribir, con Luis Murray, que vino recomendado del anarquismo a la Vieja y que luego se hizo poeta exquisito y peronista de derecha, conocí al dulce, peludo y feroz Horacio Rega Molina, también convertido al peronismo, y por ello sepultado y execrado, al gordo Petrone que tenía una amiga inglesa cuyas cartas le traducía, al magnífico gallego Clemente Cimorra, gran compañero de generosidad infinita, a Saravia Olivieri, que dando vuelta mi escritorio consiguió sacar del primer cajón los papeles peligrosos que había dentro tras un precinto puesto por la policía, al gordo Andreu, radical empedernido que nos contaba cuentos espeluznantes de la morgue del hospital donde trabajaba y que fue uno de los pocos que defendieron Crítica cuando fue atacada por la policía y los nacionalistas, a Auselia Balzola, muchacha de barrio de corazón débil, siempre engañado pero siempre optimista, a Sarita Madrid que soñaba con tener un chico propio y todos los meses tejía batitas en la oficina mientras esperábamos la hora de despachar la correspondencia, a Tony Hiller, alma descosida e imprevisible que nos trajo la guerra...

          Por Avenida de Mayo salíamos en bandada en los atardeceres y por la Avenida 9 de Julio marchaba caminando hasta Lavalle y Reconquista donde vivía al poco tiempo de casada, o hasta la Icana o la Alianza donde aprendí a leer a Eliot o a Valéry, o hasta Retiro cuando ya vivía en la casa de Nuñez.