DESTRUCCIÓN DE LA SOLEMNIDAD (DISCURSO PRONUNCIADO POR BLAISTEN EN EL ACTO DE SU INCORPORACIÓN A LA ACADEMIA ARGENTINA DE LETRAS EN EL AÑO 2002.)

El sillón José Hernández fue ocupado por Eleuterio Tiscornia, Enrique Larreta, Pedro Miguel Obligado, Osvaldo Loudet y Marco Denevi. A todos estos escritores, siguiendo la tradición de la Academia, me iré refiriendo a través de la exposición de mi humilde teoría. Mi humilde teoría consiste en afirmar que, entre otras cosas, la literatura es solemnidad destruida. Considero que lo mejor de la literatura argentina, de El matadero a Facundo, del Fausto a Ficciones, de Don Segundo Sombra a Adán Buenosayres, de Martín Fierro a La casa, de Una excursión a los indios ranqueles a El juguete rabioso, en fin, la lista puede hacerse extensa pero no será abrumadora, toda esta literatura, digo, es solemnidad destruida.

Cada lector podrá hacer su propia selección, pero es indudable que Borges, Roberto Arlt, Marechal, Silvina Ocampo, Cortázar, Bioy o Denevi, se han abocado a una destrucción. Se han propuesto destruir lo solemne.

Pero conviene precisar qué se entiende por solemnidad. Indudablemente, no estamos hablando ni de la religión ni de la tradición ni de todo aquello que es sagrado para el ser humano ni de todo aquello que, según los diccionarios, “tiene la seriedad propia de las personas o cosas importantes”. Hay una acepción de solemnidad que implica grandeza. El académico don Mariano de Vedia y Mitre, en la recepción de Juan P. Ramos, aclara: “Y entretanto el escritor, poseído de esa grandeza y esa solemnidad, cambia el acento, ya envuelto en su misticismo. Se ha tornado también solemne dentro de su extrema sencillez; solemne, no por la forma, sino por el fondo”.

Conviene precisar entonces que, al decir solemnidad, me estoy refiriendo a aquello que denota afectación y grandilocuencia, vacuidad. Ese discurso de “ineptas ideas, de pomposa y vasta exposición”, que enseguida remite al inevitable Carlos Argentino Daneri. Todos hemos asistido a entregas de premios que empiezan con “Hétenos aquí”, y siguen con “en trance tal, harto lo veo, en que di en preguntarme si mis merecimientos individuales no habían sido juzgados en demasía inmotivadamente dadivosa, impidiendo la austera visión de que el azur de la espiritualidad sólo debe ser atravesado por aquellas águilas cuya majestad lo amerita”.

A todos nos han regalado novelas de pretendido contenido social, cuyas acciones transcurren en villas miseria, y donde se leen párrafos como éste: “- Quítate el abrigo-exclamó ella al tiempo que tomaba su mejor copa de cristal y le servía oporto”.

Concienzudas elecciones de copas de cristal en una villa miseria y azures de espiritualidad en los comienzos del siglo veintiuno nos demuestran que la solemnidad no respeta nada. No deja género sin abordar y se instala en la vida cotidiana. No hace mucho, por la radio, un locutor informaba que “se espera un nuevo incremento de las marcas térmicas”. Recordé, no sin cierta nostalgia, cómo se decía eso mismo en Entre Ríos. Se decía: “No, sí, se viene el calor nomá”.

Pareciera que, como escribió Francisco Umbral, “no lucha uno por llegar a ser profundo, verídico, útil o mejor. Se lucha por llegar a ser solemne". De esta aseveración de Umbral se puede deducir por qué los grandes escritores argentinos lucharon contra la solemnidad. Lucharon para no ser solemnes porque querían ser profundos y verosímiles, útiles y mejores.

 

Mariposas y luciérnagas

Este ideal es de vieja data. El académico Ramos, refiriéndose a Juan María Gutiérrez, dice: “Tuvo desde joven el buen gusto de no ser enfático, solemne o amanerado”. Y cita directamente a Gutiérrez: “La tinta de imprenta parece que entre nosotros tuviera por ingrediente extracto de adormidera, a juzgar por el sopor que causa. Para neutralizar esta acción narcótica parécenos indispensable mezclar a dicha tinta un poco del polvo leve de las mariposas y del fósforo de las luciérnagas”.

Esta idea de Juan María Gutiérrez de mezclar a la tinta de imprenta “el polvo leve de las mariposas y el fósforo de las luciérnagas” tiene más de 130 años. Se nota además que la proliferación de la solemnidad lo preocupaba mucho. En una esquela dirigida a Mitre, se queja textualmente de “aquellos que publican libros estirados, que no se dignan bajar de la nube, ni reír, enmoheciendo el espíritu a fuerza de mantenerlo tieso como alambre de pararrayos”.

Pero no sólo la tinta de imprenta adolece de solemnidad; la de la cinta de la vieja máquina de escribir y la del cartucho de la impresora (original o reciclado, no interesa) tienen lo suyo. Porque, con la mano en el corazón, ¿quién no ha tratado de vislumbrar y contar cuántas hojas tiene el manojo del conferenciante? ¿Quién no ha tratado de calcular de lejos si son de tamaño carta o de tamaño oficio? ¿Quién no ha implorado porque sean de tamaño carta? ¿Quién no se ha dicho a sí mismo: “¡Dios mío!” al comprobar que no, que efectivamente son de tamaño oficio, y que el participante de esa mesa redonda que va a leer esas hojas es todavía joven?

Y no porque uno tenga nada contra la juventud, al contrario, sino que los jóvenes, como ven bien, usan siempre el cuerpo de letra más chico que tienen en la computadora.

Entonces, la solemnidad se convierte en el ordenado acatamiento del tedio. Se apoya en la inconmensurable extensión, en la infinita largura, y se adueña del tiempo y del espacio. Crea así en nosotros una sujeción que nace de la resignación.

Curiosamente, se sobrepone al tiempo y a sus mudanzas. Hace medio siglo, un chico se ahogó en la pileta del club Ferrocarril Oeste. Las hojas de los plátanos habían tapado el cuerpo, que estaba en el fondo. Llegué a mi casa demudado. Mi hermana Paulina me preguntó qué me pasaba. “Se ahogó un chico en la pileta”, le dije. Al día siguiente, en el diario podía leerse este titular: “En el natatorio de un club pereció ahogado un menor”.

Y aquí recuerdo que mi hermana Paulina coleccionaba los telegramas que mi cuñado, que era agrimensor, le enviaba cada vez que “iba a campaña”. Salvo la fecha, todos los telegramas decían lo mismo: “Arribé satisfactoriamente”. No decían “Llegué bien”, decían “arribé satisfactoriamente”. Pero mi hermana los guardaba, atados con una cinta rosa, como prueba de amor.

En cuanto a la política, ya escribió Alberdi: “La política, si es posible decirlo, es la faz pública y solemne de la sociabilidad”.

Faz pública y solemne donde todo se llevará hasta las últimas consecuencias y tendrá su condigno castigo y habrá que ponerse las pilas porque si no todo va a ser nivelar para abajo y va a ser más de lo mismo y deberemos buscar las mismas bisagras conceptuales y generar un espacio de reflexión, y proteger y resguardar las utopías.

Utopía. Curiosa palabra que ahora es “emblemática” y “paradigmática”. La moderna solemnidad hace que la palabra utopía, que siempre es vana, reemplace a la esperanza, que nunca es vana.

Lamentablemente, no es improbable que en un futuro la gente termine hablando así:

- ¿Y, doctor? ¿Cómo salió la operación? ¿Hay utopías?

- ¡Señora! Mientras hay vida hay utopías.

 

Un milagro literario

Con el Martín Fierro José Hernández logra uno de los ejemplos más altos de ruptura con lo solemne. Esta ruptura implica un arduo trabajo; en el último canto, Hernández explica cómo se hace:

Mas Dios ha de permitir

Que esto llegue a mejorar,

Pero se ha de recordar

Para hacer bien el trabajo

Que el fuego, pa calentar,

Debe ir siempre por abajo.

Yo creo que ese “ir siempre por abajo” alude a la difícil sencillez que late en la esencia de toda creación y nada tiene que ver con lo vulgar.

En su prólogo al Martín Fierro, Eleuterio Tiscornia habla de “una intención deliberada de superar lo vulgar con lo popular”. Esto dice Tiscornia y como criollo de ley sabía que lo auténticamente popular nunca puede ser vulgar. Y en tal sentido, conviene recordar las palabras del académico Carlos Obligado: “Porque criollo de ley fue siempre don Eleuterio, el fervoroso y, a mucho honor, devotísimo entrerriano. Y tengo para mí que si tanto averiguó y dilucidó acerca de nuestra literatura gauchesca, fue por imperativo, más o menos consciente, de aquel criollismo acrisolado y, como tal, aristocrático sin paradoja alguna. Desde aquella admirable primera edición comentada del Martín Fierro, ilustre y debidamente académica, ya que es justificación y gloria de lo académico poner a luz particularidades y méritos de lo popular”.

Esta coincidencia de criollismo y aristocracia, de gloria de lo académico y reconocimiento de lo popular sólo puede ser motivada por un libro único, el Martín Fierro, ese “milagro literario”, como lo llamó Marechal.

De ese “milagro”, Enrique Larreta afirma: “Como en toda obra grande, se ve, se respira, se oye aún aquello que no se describe”.

Y en lo que atañe al lenguaje del gaucho, Enrique Larreta declara que durante “muchos años y pacientes anotaciones” trató de rescatar “lo que aún quedaba de añejo y de típico en ese lenguaje, que algunos conocen sólo por referencias de segunda mano y emplean luego con afectación insoportable”.

“Referencias de segunda mano y afectación insoportable” son complementos infaltables de la solemnidad literaria.

Para evitarlos, José Hernández, siete años después de la primera parte, cuando publica La vuelta de Martín Fierro, decide sustituir la numeración romana de los capítulos por los números arábigos porque se da cuenta de que los números romanos no eran conocidos por los gauchos.

Seguramente los números romanos son más prestigiosos que los simples números arábigos, pero cuánta gente se detiene frente al Obelisco tratando de descifrar a qué números equivalen esas letras que indican una fecha.

No obstante, hay momentos en que la solemnidad adquiere visos de emotividad. Por ejemplo, uno recuerda con cierta ternura cuando estaba en tercer grado y llegaba la fiesta de fin de año y debía recitar el lindísimo poema de Nalé Roxlo, El grillo. Los admirables versos que comienzan: “Música porque sí, música vana”, encerraban un peligro. La parte, como la llamábamos nosotros, que dice “mi corazón eglógico y sencillo”. Uno recuerda los terrores infantiles que lo asaltaban en la noche: no íbamos a poder pronunciar la palabra eglógico y nos íbamos a abatatar y el director nos iba a fulminar con la mirada.

Creo que no hay escritor que no haya resultado solemne alguna vez. Bioy Casares decía que en un cuento es muy difícil escapar al mal gusto de la frase final.

Hay otra forma extraña de lo solemne que se aproxima a la piedad y a la caridad. Es momentánea, irrepetible y depende siempre de la delicadeza del alma. Ilustraré esta idea con algo que le aconteció a mi hermana María Luisa, en Buenos Aires, veinte años después de haberse ido de Concordia. Estaba en un vagón del subte leyendo tranquilamente la revista Para Ti cuando, al levantar la vista, se encuentra con que, en el asiento de enfrente, una señora de su edad la está mirando. Entonces las dos se miran. Hasta que la señora, que era una vecina de Concordia, le dice con su mejor tono entrerriano: “¡Ay, María Luisa, ya ni los ojos lindos que tenía le han quedado!”. Hay que tener el sentido del humor que tenía mi hermana- Dios la tenga en su Gloria- para poder contar esto.

Y es aquí donde esa vecina de Concordia perdió la oportunidad de ejercer la amable solemnidad. Qué le costaba decirle, por ejemplo, “¡Ay, María Luisa, esos ojos tan lindos no podían ser sino los suyos!” Hubiera sido una piadosa simulación.

Entramos aquí en la simulación, uno de los componentes básicos de la solemnidad. Se simula lo que no se es y se disimula lo que se es. Y al asumir una apariencia se especula. Se especula en el doble sentido, el del espejo. Marco Denevi destruye la solemnidad, pero la muestra en su reflejo. Devuelve la imagen dada vuelta. Sartre dice que somos como los demás nos ven. Denevi podría decir: “Somos como el espejo nos distorsiona”. Somos la imagen absurda y deformada de esos espejos de los parques de diversiones, que nos llena de extrañeza.

En el cuento “Redención de la mujer caníbal”, se lee: “Reina Coral se sentó y por un rato se mantuvo inmóvil frente al espejo, mirándose como si no se conociera”.

Todos, alguna vez en la vida nos hemos quedado inmóviles frente al espejo, mirándonos como si no nos conociéramos.

Quizás otro escritor hubiera escrito “como si no se reconociera”, pero Denevi escribe “como si no se conociera” y ahí la solemnidad se destruye. Para Denevi, no somos nada sin el espejo, no somos nada sin la apariencia. En un reportaje, afirmó: “En realidad, no somos, parecemos”.

Según Juan Carlos Merlo, “las variaciones son, en la literatura de Marco Denevi, un recurso para instar a la reflexión sobre los tabúes, los comportamientos canónicos, las costumbres”. Yo agregaría que en la literatura de Denevi, tabúes, comportamientos canónicos y costumbres son destruidos para construir una escritura. De ahí la libertad.

Pero esta libertad y esta destrucción no siempre se perdonan, menos aún si tienen éxito. Mujica Lainez dijo una vez: “En este país, el éxito no se perdona. La traición se perdona, el éxito, no”.

 

Figuración o muerte

Como vemos, la solemnidad puede llegar a tener un poder letal. El poder de la exclusión. En el hermosísimo cuento breve, Un fanático de la etiqueta, Denevi relata la historia de un emperador de Bizancio que no se moría nunca. Ya ni los dignatarios de la corte disimulaban su estupor ni los más audaces su impaciencia. Temían las intrigas de los estrategas, la rebelión del populacho, el asalto al palacio.

Pero como en Bizancio la etiqueta era rígida y minuciosa y todo estaba previsto y reglamentado en el Libro de las Ceremonias, alguien se atrevió a añadir en el Libro de las Ceremonias la reglamentación de la muerte del emperador. Inmediatamente el emperador cayó muerto en su trono.

En relación con este sentimiento, Borges acuñó una frase magnífica: “Figuración o muerte”. No importa el signo ideológico, porque el fin último es el mismo: su inclusión en el Libro de las Ceremonias.

Juan Carlos Ghiano contaba de cierto escritor alborozado que blandiendo un libro le dijo: “¡Me publicaron un cuento en una antología. Mirá, y estoy en la tapa!” En la tapa decía “Cortázar, Rulfo, Onetti, Quiroga y otros”. “Yo figuro en otros”, dijo el escritor alborozado.

Pero la solemnidad nunca es inocente. Ataca y se defiende, y forma un sistema defensivo amparándose en esa parodia de la ética que es “lo políticamente correcto”.

                Para mí, la literatura es una forma de salvación constantemente acechada por ese sistema de confusión que nunca abandona su puesto sin lucha. Es tenaz. “Sombra tenaz de lo disuelto”, dice Mastronardi en un poema. Y la solemnidad siempre deja su sombra. Entonces hace del lugar común un rito, de la comodidad una forma de vida, y establece fórmulas para “quedar bien”. De esta manera, el presidente francés que visita el país siempre ha de ser “el mandatario galo”, y el primer ministro alemán será siempre “el premier teutón”. Por los años sesenta, hubo un periodista que definió a Germaine Damar, la protagonista de la película Las piernas de Dolores, que venía al Festival de Cine de Mar del Plata, como “la gran actriz teutona”.

En este sistema, la pelota pasa a ser “el balón”, o más aún, “el esférico”, y los corredores de automovilismo pilotean “bólidos mecánicos”. Incluso, algunos casos de ultracorrección podrían tener en su origen un deseo de “quedar bien”: “bacalado” en lugar de bacalao.

Cuando este procedimiento se adueña de lo literario, encontramos que hay novelas "bizarras", que Guido Spano es “un vate” y que Juan L. Ortiz es “el” poeta entrerriano.

Resumiendo, la solemnidad es una mala costumbre, hecha de apariencias. La literatura es la destrucción hasta su última sombra de esa apariencia acostumbrada. Y ahí es cuando aparece el despojamiento, lo esencial y permanente de la palabra.

Surge, por ejemplo, aquel final del Quijote que rescataba Borges: “Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”.

                La simplicidad y la hondura de esas cinco palabras: “Quiero decir que se murió”, nos salvan y nos protegen de la vocinglería de tantas páginas huecas.

Como siempre, el punto máximo de la destrucción llegará de la mano de la poesía. Daré dos ejemplos muy breves que se refieren al amor. Desde mi lejana adolescencia, dos versos, de dos sonetos distintos, separados por 400 años, me persiguen. Se trata del primer verso del soneto de Quevedo definiendo el amor y del último verso del soneto de Marechal, Del amor navegante.

El de Quevedo, Soneto amoroso definiendo el amor, comienza con este verso perfecto: “Es hielo abrasador, es fuego helado”. Creo que no hay mejor definición del amor. “Es hielo abrasador, es fuego helado”. Quien está o estuvo alguna vez enamorado sabe qué significa. Este solo verso destruye miles y miles de páginas que se han escrito sobre el amor.

El otro verso, el último del soneto de Marechal, dice: “Con el número dos nace la pena”. Quizá siempre lo supimos, pero ahora, que lo vemos escrito, sabemos que es terriblemente cierto: con el número dos nace la pena. Porque si el número dos es el amor, la fulguración suprema, es también la indudable laboriosidad de lo imposible, el dolor agazapado detrás de la dicha.

 

Tardes misteriosas

                Ahora bien, no todo es abundancia y énfasis. Hay una forma aviesa de la solemnidad que consiste justamente en negarla. Empieza con un pretendido laconismo y termina excluyendo todo conato de belleza. Esa manera de escribir, que Bioy Casares llamaba “efecto de rallador”, es más o menos así: “Subió al auto, punto. Miró por la ventanilla, punto. Llovía, punto. Prendió un cigarrillo, punto. Recordó, punto”.

Como se puede apreciar, se puede ser solemne por adición, pero también por supresión. Probemos suprimir dos palabras (mi prima) en estos cuatro versos de Amado Nervo. Quedarían así:

Donde Inés....... y yo

nos dijimos tantas cosas

en las tardes misteriosas

del buen tiempo que pasó

Leídos de esta manera, hay algo que resulta altisonante y afectado. Pero si reponemos las dos breves palabras que faltan, queda:

Donde Inés, mi prima, y yo

nos dijimos tantas cosas

en las tardes misteriosas

del buen tiempo que pasó

Y ahora todo cambia. Estas dos palabras: “mi prima”, crean una ambigüedad de infinita sensualidad, de infinita tristeza.

Habría que advertir también que el principal enemigo de la solemnidad es el humor. Es lo que percibió Juan María Gutiérrez y es lo que registra Marco Denevi. En el cuento Hierba del cielo, uno de los personajes dice: “Ese era otro que tenía su propia chifladura: andaba siempre de lo más adusto porque reírse, según él, era cosa de mujeres”.

Y estoy llegando al final. Quisiera recordar a través de las palabras del doctor Federico Peltzer a otro de los académicos que me precedieron. En 1995, Federico Peltzer, en una exposición que tituló La personalidad múltiple del doctor Osvaldo Loudet, rescata con certera premonición esta frase que, en 1969, escribió Loudet: “En los períodos de crisis, las culpas se buscan automáticamente en el pasado, cuando los culpables viven en el presente”.

En 1964, en este mismo lugar, al pronunciar su discurso de recepción, Pedro Miguel Obligado dijo: “La Academia Argentina de Letras es la institución que cuida esta herencia, porque sabe que cuando un pueblo se olvida de sus escritores, es que se ha olvidado de sí mismo. Tengo para mí que por este olvido de su tradición espiritual, nuestro país ha sufrido y sufre tanta malaventura”.

En las palabras de estos dos académicos podemos constatar la aterradora lucidez de los poetas. Aunque quizás, algún día, en este país se alcance la buenaventura. Será el día en que los gobiernos se den cuenta de que pasarán los funcionarios, las crisis y las furias, y lo único que perdurará en la memoria unánime de la gente será lo que dijeron los poetas y lo que escribieron los escritores.

 

(Discurso pronunciado por Isidoro Blaisten en el acto de su incorporación a la Academia Argentina de Letras en el año  2002 – Tomado de www.cuentosymas.com.ar)