LA CAJA

 

El hombre con la caja avanza por la Avenida Colón.

24 de diciembre a la tarde. Tráfico… calor… humedad.

Él lleva la caja abrazada.

Camina despacio pero constante. Despide un olor fuerte. Lleva puesto un saco grueso y un pulóver. Su mirada alterna entre la caja y un punto adelante a la altura de sus ojos. Parece no percibir la cantidad de gente que lo rodea, lo mira. Sólo le importa la caja. Sólo le importa llevar la caja.

Las vidrieras están abarrotadas de cosas doradas, plateadas, rojas, verdes. Cosas que brillan. Él está sucio. Camina con la caja de cartón en el sol de diciembre. El viento apenas le mueve el pelo, que también está sucio. La piel de su cara también brilla. Él se pasa la mano sucia por la cara brillosa y avanza.

Espera en los semáforos de la Avenida Maipú. El sol es fuerte sobre los abrigos de su cuerpo. Dos personas paradas a su lado se alejan. Su olor es fuerte. Semáforo verde: avanza.

En mitad de la cuadra resuelve descansar. Se sienta en un umbral viejo y abre la caja para ventilarla. Hay mucha gente en la calle. Son las cuatro de la tarde y el sol agobia. Pero hay mucha gente en la calle. Él puede ver los zapatos de todos. Le gusta ver los zapatos de la gente. Sus caras ya no le importan. Hay mucha gente en la calle y prefiere ver sus zapatos. Puede saber cómo son si ojea sus zapatos. Mira los suyos. Suspira. Decide continuar.

Avanza por la Avenida Olmos y cruza el puente. Sólo cuando está sobre el río desvía la mirada. Recibe con satisfacción el viento fresco sobre la cara pegajosa. Sonríe. Le gusta ese río que brilla como las vidrieras de la Avenida Colón.

Apura el paso cuando se acerca a la plaza Alberdi. Sabe que lo están esperando. Quiere llegar. Revisa los agujeros que le hizo a la caja. Son agujeros pequeños por los que puede meter su dedo meñique. Ahora afloja el paso, aunque desea llegar. No quiere que lo vean apurado, atolondrado, torpe.

Se detiene. Busca algo en el bolsillo izquierdo del saco. Saca un moño rojo, arrugado. Lo ata, despacio, a la tapa de cartón. Está satisfecho con el resultado. Mira hacia adentro de la caja, sonríe y la tapa muy lentamente. Con un gesto tardo intenta acomodar su pelo. Toma la caja y avanza nuevamente.

Apenas pisa la vereda de la plaza logra verla. Ella lleva un pañuelo en el pelo como a él le gusta. No lo ve llegar. Está sentada con la cabeza gacha acomodando sus cosas. Las cosas de los dos. Cuando le faltan pocos pasos para llegar al banco puede escucharla cantar. Se detiene. Le gusta robarle esos momentos en que ella se cree sola.

Milonga pa' recordarte,

milonga sentimental.

Otros se quejan llorando,

yo canto por no llorar.

Pero ella lo adivina cerca e interrumpe el canto. Gira y le regala dos ojos sonrientes. Después la caja le llama la mirada. Él se apura a sentarse al lado y se la ofrece, expectante. Ella se queda escuchando su regalo. Una risa franca le brota del entusiasmo. Levanta la tapa y encuentra los cinco pollitos alborotados. Ríe otra vez y los libera sobre sus bártulos.

Ella lo mira a los ojos. Abraza su saco raído y le regala un beso profundo y lerdo. Él no busca disimular la alegría. Los pollitos caminan sobre el montículo de colchas, bolsas, cartones y latas que los rodean. Ella apoya la cabeza en el pecho de él y le dice sin apuro: feliz navidad.

Él entonces la sostiene con su abrazo y le canta despacio:

Tal vez… no lo sepas nunca,

tal vez… no lo puedas creer,

¡tal vez… te provoque risa

verme tirao a tus pies!