LA CHIRIGUANA (NOVELA)

Es la tarde; el sol desciende perezosamente y su disco de fue­go casi extinguido se refleja en el ocaso coloreando al cielo con el postrer destello de su agonizante luz  La selva como adormida en esa hora misteriosa, llena de meláncólica frescura, agita dé­bilmente los espesos matorrales y las blancas cabezas de los platea­dos penachos.

Estamos á orillas del gran Chaco. El Bermejo con sus parduz- cas é indefinidas ondás, rey grandioso de aquellas vírgenes tier­ras, se desliza sobre su cristalizado lecho, perfumando sus cor­rientes con las raices aromáticas que se crian á su márgen.

La naturaleza enmudecida por lo imponente de la hora no la interrumpe un solo grito humano, el calor de aquel dia ha sido sofocante y aquellas regiones abrasadas por un sol de fuego que quema con sus ardientes rayos hasta las arenas del desierto, pare­ce que reviven al tibio beso del crespúsculo de la tarde, aunque silenciosas y marchitadas por la lucha anterior.

Cuando sobreviene la noche y rasgando el éter lanza sus rayos la luna sobre las abrasadas márgenes del Bermejo, alzan sus mústios cogollos las palmeras y las flores del aire, blancas  y febles como .una ala transparente de mariposa, desatan sus deli­cadas hojas, abren su corola perfumada y raudales de aroma em-

briagadora se mezclan á la brisa tibia de voluptuosidad; las aves no arrullan, llevan el pico entreabierto de calor y buscan saltando de rama en rama un sitio fresco y perfumado, solo la feroz Ayará de abrillantados anillos y distintas formas y colores se arrastra suavemente dejando su rastro impreso sobre la tostada arena, de cuando en cuando un silvido de finísima vibración entreabre sus fauces comprimidas, algunas veces busca su cueva que abandoná- ra al medio dia, otras se enrosca al tronco añoso de algún higue- ron y adherida á la corteza parece un tallo monstruoso de verdosa yedra.

E1 Bermejo hoy es navegable, la gran obra de canalización ha dado su resultado, vapores de regulares dimensiones cortan sus aguas; la explotación se acerca y muy en breve aquellas vírgenes comarcas serán el gran emporio dé la riqueza americana: los moradores de Oran y demas pueblos adyacentes exportarán sus caudales de riquísimos productos; la azocar, el café, él tabaco, -el arroz, el aguardiente y otros muchos puros y legítimos vegetales que hoy son realizados en Chile á un ínfimo, precio; pronto, serán exportados á Buenos Aires donde los preferiremos á los que nos traen de Europa haciéndolos pagar á precios fabulosos sin que ellos sean tan ricos y puros cómo los que noso­tros poseemos.—El Bermejo es hoy navegable, recorren sus her­mosas costas hasta la desembocadura del San Francisco (rio temible por sus soberbias corrientes) vapores esploradóres como el “ Edén”, el “Leguizamon” y otros; mas en la época en que nuestra historia sucedía, solo rizaban sus tranquilas ondas las quillas ligeras de pequeñas embarcaciones diestramente fabricadas por los indígenas Tobas, Matácos y Chiriguanos, distintas tribus de indios hoy mansos y de los que se emplean en la. elaboración de azúcar en los ingenios y haciendas de Oran; aquellas canoas eran fabricadas con gruesos troncos de árbol que ellos aunque groseramente labran, dándola la forma regular de una pequeña lanchita.                   .                

En la tarde de que hablamos, una ligera canoa de palmeras se deslizaba aguas abajo hácia el Chaco, impelida por la corriente, muy fuerte en las sinuosidades del rio, era arrastrada como una débil caña, á veces se ocultaba por completo y luego confundida con las espumas volvía á reaparecer cruzando con rapidez sobre los bancos y los remansos. Un jóven indio esbelto y vigoroso ma­nejaba la embarcación; no llevaba vestido, estaba casi desnudo, y solo le cubría de la cintura al muslo una manta pequeña de vi­vos colores tejida con hilo de cáñamo y hojas de timbó, su crespo y grueso cabello lo su- jetaba rodeando la cabeza á la altura de la frente una especie de cinto matizado con plumas blancas y azu­les; aquella vestidura era extraña pero se armonizaba perfecta­mente con la hermosura salvaje del indio: era alto, de formas hercúleas, sin ser grueso, la tez dorada, los ojos negros rasgados, y de expresión fiera y decidida; ün bozo negro y brillante adorna­ba su boca gruesa y de encendido color, tenia la nariz recta y algo dilatada en las inspiraciones, su frente ancha y bronceada era altiva, sañuda y ligeramente contraída en el seño, las azula­das venas de sus brazos y pecho, se transparentaban á través de la fina epidermis como se transparentan los nácares en el fondo de los estanques. Dalma era valiente, hermoso y su sangre pura, no era cacique, no pertenecía á las tribus del Chaco, su nobleza le había sido legada por sus antepagados, de una raza antigua y guerrera, era Inca.       

Sentado, ó mejor dicho, reclinado en el fondo de la pequeña embarcación, su pensamiento se adormecía en una dulce con­templación, sus mejillas varoniles se sonrosaban suavemente y sus pestañas aterciopeladas se unían al entornarse sus ojos mien­tras la brisa de la tarde jugueteaba con sus negros risos; parecía adormecido en un éxtasis divino.—Sora!—dijo de pronto con acento puro español; Sora, me espera!—en aquel momento la canoa detenida entre las redes de un matorral acuático dio una violen­ta sacudida y el indio vuelto en sí de su inefable arrobamiento se incorporó perezosamente, cogió el remo y dándole un violento impulso con sus vigorosas manos cortó las entretejidas raíces volviendo á deslizarse la canoa como un cisne entre las aguas. Algún tiempo despues el indio púsose de pié, atracó á la costa y saltando ágil y ligero como un corso se alejó internándose en la isla, no sin haber antes amarrado su esquife á la raíz de un sarandí; á medida que avanzaba su paso se hacia mas corto, casi no se sentía, ni el gemido de la ojarasca seca percibíase; tal era lo leve de su pisada: andaba de prisa pero con estremada precau­ción cual si temiera ser sentido; su mirada recelosa, escudriñaba persistente el seno de cada matorral, de tiempo en tiempo se de­tenia, parecía escuchar, luego aplicaba el oído á la tierra y alzán­dose en seguida volvía á andar con mas apresuramiento, á unas cien varas dé la costa se paró, un cerco formado con laureles cubierto de sus rosadas flores, cerrábale el paso, pero era allí sin duda el término de su jomada porque entreabriendo las ramas brillaron sus ojos buscando con avidez dentro del cercado, al propio tiempo llevó su mano á la boca y con admirable semejanza imitó el triste canto del urú—y luego casi tendido sobre la yerba esperó ansioso. Un eco dulce y cadencioso, el canto de una avé ó la voz de una mujer llegó hasta el indio, su rostro se encendió, sus ojos se iluminaron con un reflejo inefable y lanzándose á la carrera pe­netró al cercado, acercóse á una choza de mimbres y palmeras casi oculta entre los árboles y sus ojos y su corazon ansioso bien pronto descubrieron lo que buscaban.

Bajo un gran árbol de frondosa copa y caprichoso tronco, cuyas hojas semejante á las del plátano, prestaban una sombra y frescura deliciosa se veia una estera de juncos en forma de hama­ca, en cuyo interior perezosamente recostada se adormía arrullada por los murmullos de las auras de la tarde una jóven indígena de peregrina belleza; aquella jóven india era Sora, el sueño puro y de Dalma: un manto blanco, especie de tipóy, cubría en parte sus hechiceras formas, dejando descubiertos sus brazos, el nacimiento de su seno, sus formas, como su rostro tenían ese color nítido, y transparente que sin ser blanco constituye un encanto irresistible que solo las razas indígenas poseen, sus ojos grandes, negros y enardecidos, con una expresión de apa­sionada ternura, eran rasgados y húmedos como un rayo de luz á través del rocío de la aurora, tenia la boca pequeña, fina y deli­cada, tan encendida como una flor de granado, el cabello abundo­so, negro y desenvuelto, cubríale en parte las desnudas formas

semejantes á un tipóy de luto; aquella hermosa cabeza parecía rodeada de un destello azulado que la envolvía en un círculo lu­minoso producido sin duda por la negrura intensa de su cabello. Sora, la india Chiriguana, era bella como una hurí del séptimo cielo!

—Sora! Sora mia!—dijo el indio prosternado ante la hermosa joven,—aquí está tu esclavo.

—Dalma!—exclamó esta incorporándose,—por qué vienes tan tarde? tu Sora, has llorado? tú, Sora, has llorado—¡ Mi Sora ha llorado! ¿y por qué?

—Porque ha pensado que Dalma la olvidaba.

—¡¡Olvidarte!! por el gran Pachacamac, luz de mis ojos; no sabes tú que Dalma no te olvidará jamás? que tú eres la blanca estrella de su destino.—La joven se sonrió con orgullo, asió por una mano á Dalma y descendiendo de la estera.—Ven, le dijo, atrayéndolo hácia el pié del gran árboL

—Siéntate á mi lado, tengo mucho que decirte.

—Oh! yo también, pero antes quiero mirarme en tus negros ojos, quiero aspirar el ámbar de tu puro aliento mas rico y fra- gancioso que la flor virgen.

Dos lágrimas abrillantaron la negra pupila de la india.

—Te amo rey mió!—murmuró dulcemente;—pero el grande espíritu se opone á que sea tu esposa.

Dalma se estremeció; una palidez mortal cubrió sus tostadas mejillas.

—¿Qué digiste?—articuló.

—Digo, que no seré tu esposa, porque el grande espíritu se opone á esa unión.

—¡Qué no serás mi esposa!

—¡No!

—¿ Y tú dices que amas á Dalma, Sora ?

—Sí, lo amo mas que á mi vida, y para probarle mi amor da­ría toda la sangre de mis venas, pero hay una voluntad superior, que revelada por la boca de un anciano me ordena que te olvide, que huya, por que tu amor traerá espantosos desastres á la tribu y hasta me ordena, que antes dé ser del hijo del sol me parta el corazon.

Dalma alzó su frente con orgullo, la sangre generosa de sus antepasados subió en torbellinos hasta su cabeza;  las palabras de Sora le habían herido en mitad del corazon.

—El Inca es noble,—dijo con arrogancia,—el Inca te ama pero tú prefieres á los hijos de tu tribu; mira Sóra, tú eres la virgen mas hermosa y pura que han visto mis ojos, las mujeres de mi pais no son tan bellas como lo eres tú, los soles de la noche se ocultan avergonzados cuando la brisa orea tu frente, las flores se inclinan cuando se yergue tu gallardo talle mas leve que las flexibles palmeras de la selva, cuando se mueven tus la­bios Sora, tu voz es una música del cielo, cuando me envuel­ves en la luz de tu mirada desfallesco de amor y sus destellos enardecidos como los rayos del sol de tu patria empalidecen á la luna que te mira con envidia, yo te amo Sora, y la atracción de tu recuerdo conduce á Dalma hasta tus piés; pero Dalma no verá mas tus encantos, Dalma  no es amado por su reina, Dal­ma no te volverá á ver, adiós Sora, el inca no traerá desastres á tu tribu, adiós para siempre.        

Sora no se movió.

—Adiós!—repitió Dalma alejándose con los ojos bañados en lágrimas.

Entónces la jóven se puso de pié, dió un grito supremo y corriendo hácia su amante lo enlazó por el cuello con ambos brazos, su boca inocente, ávida, buscó por vez primera y como una revelación del sentimiento de su alma la boca del indio; en aquel beso desesperado se. trasmitieron sus almas,

—Sora!—balbuceó Dalma.

—Dalma!—repitió Sora.

—¿Me olvidarás amada mia?

—Antes me revelaré contra el que me mandare semejante crimen.

—¿Y el gran Pachácamac?

—Oh! qué importa, por tu amor prefiero que mi alma vague maldita en la soledad de los bosques.

—Huyamos, Sora de mi alma, huyamos y léjos de tu tribu sere­mos felices en una choza solitaria que yo tejeré para guardarte á tí; oh! ven reina del sol y de mi vida, ven, mi esquife está cerca, yo te llevaré en mis brazos, no perdamos tiempo.

   Sora vaciló, el acento insinuante de Dalma arrulló por un instante su pensamiento y sin poder rechazar el encanto, sentía ya

vencer su voluntad debilitada por el amor, cuando el sonido bien conocido para ella de una flecha voladora cruzó silvando sobre la cabeza de su amante, y en el mismo instante como brotados de la selva aparecieron grupos de indígenas armados de flechas y voleadoras de piedras.

—Huye!—gritó Sora pálida y aterrada,-—huye Dalma mió.

El jóven se sonrió con desprecio.

—El Inca no huye—dijo—el Inca muere como los valientes y no se rinde jamás ante una tribu salvaje 

     Los indios en tanto con las flechas levantadas las alzaban en ac­titud de lanzarlas, cuando Sora abriendo sus brazos y cubriendo con ellos el cuerpo del Inca, volvió á los indígenas el rostro se­renado por un esfuerzo supremo, y en un extraño lenguaje, quizá guaraní, y el que Dalma no comprendió, lés dijo algunas palabras acompañadas de gestos y ademanes. Los indígenas se prosterna­ron bajando las flechas, hundieron el rostro entre la yerba miéntras que el mas anciano de ellos les decia:

—Hermanos, Sora nos ordena que respetemos al extranjero.

   La mirada feroz y dilatada de los indios cayó sobré Dalma como una amenaza de muerte, pero al mismo tiempo, con voz su­misa y muestras de respeto, dijeron todos á una voz poniéndose en pié:—Sora manda, que así sea.

Y  huyeron todos en tropel.

—Vamos,—dijo Dalma, enlazando con su brazo la breve cin­tura de su amada,—vamos Sora.

   La jóven se hizo atras.

—No puedo,—exclamó con energía,—tengo un padre anciano á quien no debo abandonar, seria una infame, no, jamás; huye Dalma mió, no puedo seguirte.

—Adiós,—balbuceó Dalma con profundo desaliento sin insistir ya,—piensa en mí—agregó—-y cuando el sol haya dado tres ve­ces su carrera en los cielos espérame, adiós.

 

- Adiós, -murmuró en su oído Sora con acento lúgubre apartándose, y luego deteniéndose en la orilla del Bermejo donde qui­zá temia una traición de los indios, quedóse largo rato con los ojos fijos en el esquife en cuyo centro de pié empuñando el remo se percibía á la luz indecisa de la oracion, la figura atlética de Dalma, mas dé una vez, diciendo adiós á su amado agitó con fuerza en el aire una enorme hoja de palmera, que el Inca per­cibió contestando al saludo con su turbante de plumas.

Sora se alejó de la orilla.—Adiós para siempre—repitió lloran­do,-—yo no te veré mas, Dalma, Dalma mió, te he perdido, y la jóven volviendo siempre el rostro bañado de llanto hácia un punto oscuro que se percibía entre las vueltas del hundoso rio, se dirigió al cercado, llegó á su estera y volvió á tenderse en ella pensando en Dalma.

II

EL FALLO DE LA LOCA.

Era la medía noche.

La luna clara y argentada aparecía por intervalos rasgando los agrupados nubarrones que decoraban el cielo, su luz como un rocío bienhechor inundaba por instantes la selva y á su reflejo se veia en los lindes de un espeso bosquecillo una rústica choza de palmera acabada con hojas de Yatay, y á su puerta sentados en círculo sobre gruesos troncos de árbol algunos indios todos respetuosos con muestras de gran sumisión,

 

Á algunos pasos de distancia y en opuesta dirección estaba So­ra amarrada por el talle al tronco gigantesco de una palmera año­sa, tenia el rostro pálido, el cabello suelto cubriendo con él las de­licadas formas que el tipoy dejaba descubiertas, los ojos bañados en lágrimas silenciosas y las manos unidas sobre el seno con ac­titud ferviente y resignada. El mas anciano de los indios se puso de pié—Yancatriz, dijo, dirigiéndose á un cacique ancia­no pálido y contraído,—tu hija Sora, nuestra hermana, es cul­pable, ha perjurado las leyes inviolables de nuestra tribu.

 

Yancatriz inclinó la cabeza sin replicar.
 

—Hermanos;—volvió á decir el jefe indio—Sora, la mas her­mosa virgen chiriguana, ha pisoteado á su antojo nuestra ley, ha amado á un extranjero, al hijo del sol.—

—Su nombre,—dijieron todos á una voz.

—¡Dalma!

—Tu prueba,—exclamó Yancatriz pálido como un cadáver.

 —Nuestros hombres la han sorprendido ayer á la puerta de tu misma choza, sus flechas debieron enterrarse todas en el corazon del traidor, pero Sora mintiendo le salvó la vida, tu hija es criminal.

Yancatriz se puso de pié, quiso hablar pero no pudo.

—Si el hermano duda, dijo el indio que ántes hablara—vein­te hombres hay de testigos, interróguelos.

—No quiero tus testigos,—dijo el cacique crispado por una desesperación infinita, mi hija no sabe mentir, á ella se lo pre­guntaré.

—Ella no te dirá verdad.

Yancatriz se sonrió con desprecio.

—Sora, hija mia— dijo dulcemente apróximándose á la jó­ven—es cierto lo que mis hermanos dicen, que ayer nuestros hombres te han sorprendido con el hijo del sol.

—Cierto, padre, yo he mentido para salvarlo de una muerte segura, los feroces Tobas respetaron mi voz creyendo mi palabra y yo fui feliz salvando á mi amado.

Yancatriz se dejó caer exánime, su desgraciada hija estaba con­victa y confesa.

—Ya lo vez,—exclamó el jefe anciano,—ella lo declara.

—Nos llama feroces dijeron algunas voces.

—¡Que muera!

—Sí; que muera,—repitió el indio jefe, su castigo será ejem­plar, es la única mujer de nuestra tribu que ha olvidado nues­tras leyes y amado á un extranjero, ha faltado y va á morir.

El anciano tomó una fina varita de madera negra, dura co­mo una ballena y golpeó con ella en una enorme piedra que descansaba á su lado, un eco plañidero, una vibración finísima pobló la selva, cual si fuera el tañido de una campana de oro, pasaron algunos momentos, el ruido que producen las ramas al apartarse y al mismo tiempo el paso de una persona al cruzar sobre la maleza, se dejó oir.

Una mujer apareció, llegóse al árbol en que estaba amarra­da Sora y parándose ante ella, miróla con feroz complacencia, luego avanzó, y se detuvo ante el consejo.

—¡Es la hija de Yancatriz! dijo.

—Sí, contestó el indio, es mi hija; ¿qué quieres?

—Que muera.

—Y morirá, dijeron todos á una voz.

—Cuando? interrumpió el jefe.

—Mañana cuando haya terminado el sol su carrera, cuan­do su último rayo se haya ocultado en las nubes, Sora arderá én la pira como ardió tu hija en la choza.... y Farú con la mirada dilatada y fosforecente se volvió á Yancatriz, quedóse un instante insimismada y luego una risa satánica de horrible complacencia contrajo su hundida boca.

Yancatriz, dijo al indio convulsivo de odio y de dolor—Sora, es tu hija, la hija de la cristiana.

Sora ha sido perjura á las leyes de la tribu, el inca la ha he­chizado, debe morir.

El indio habíase cubierto el rostro con ambas manos y grue­sas lágrimas corrieron de sus ojos.

—-¿El hermano se opone al fallo de la sabia Farú? dijo el jefe interrogando al infeliz padre.

—No; dijo este, cúmplase la voluntad del grande espíritu, pero Yancatriz quiere morir con su hija.

—¿Que dice mi hermana? preguntó el jefe á Farú.

La loca llevóse el dedo á la frente, pensó un instante y luego con diabólica complacencia dictó.

—No, él vivirá, asi me lo ordena el grande espíritu, cúmpla­se mi voluntad dice y se cumplirá. Sora tiene que morir y mo­rirá sola, quemada y arderá entre las llamas como ardió mi Li­la, Yancatriz tendrá que sufrir como sufrió Farú, y la loca per­diendo por completo la lucidez anterior, las llamas, dijo, el fuego, la choza, te acuerdas? si como mi hija arderá tu hija, como sufrió Farú sufrirás tú y lanzando una carcajada hueca que repitiéron ­los ecos se alejó perdiéndose confundida entre la niebla.

Diremos algo de Farú, aquella mujer era considerada entre las salvajes tribus del Chaco como una especie de sacerdotiza iluminada por el grande espíritu y sus palabras muchas veces dictadas por la demencia eran para los indios la palabra de Dios. En sus primeros años debió ser hermosa, pues conservaba vesti­gios de una antigua belleza evaporada por el tiempo y la de­mencia. En sus grandes ojos de intenso negro lucia con fre­cuencia un rayo de insaciable malignidad.

—La historia de Farú era mas bien una trajedia espantosa con todos sus detalles y de lo que apenas narraremos algunos epi­sodios que se relacionan con lo que aquí escribimos.

Farú era hija de un gefe Chiriguano, indio prestigioso y respe­tado; á los diez y siete años, la jóven india amó con toda su alma á Yancatriz, cacique Toba, valiente y querido por las tribus ve­cinas, sobre todo por Imácue, padre de Farú; lá jóven fué esposa de Yancatriz y este que solo amaba en ella la pureza de sus en­cantos, se hastió bien pronto de ella así que la hizo suya, algún tiempo despues Yancatriz en sus largas correrías por las costas paraguayas, cautivó á una jóven cristiana y despreció por com­pleto á su esposa que lo amaba tiernamente. La bella Farú comenzó á odiar á Nina, pero madre de una hermosa niña, fru­to de amor en un año de matrimonio, se resignó á sufrir por esa ternura que hasta en la mujer salvaje se dispierta cuando es madre. Farú era esclava de la cristiana, esto es de la amante de su esposo y si se hubiera resistido, Yancatriz la hubiera muer­to en el acto. Farú sufría todo género de atrocidades esperan­do con fé en el término de sus dolores. Una tarde fatigada y llorosa regresaba sola á su choza, cuando el olor acre de la yerba seca quemada trajo hasta ella, el viento de la tarde, buscó con la mirada y sus ojos descubrieron un resplandor rojizo que se alzaba sobre la selva subiendo hasta las nubes en negras columnas de humo; Farú apretó el paso, de pronto arrojó un agudo grito.

—Es mi choza, dijo y como un rayo se lanzó á la carrera en dirección al incendio.

La infeliz llegó jadeante, vió arder su choza y solo un grito de espantosa desesperación se exhaló de su pecho.

—Yancatriz, salva á nuestra hija.

Pero el criminal de pié, á la luz rojiza de las colosales llamas, se sonrió cual si aquel grito de supremo dolor complaciese su alma.

—Yancatriz volvió á gritar sacudiéndole el brazo, salva á nues­tra hija.

El mismo silencio respondió á la infeliz madre, entónces preci­pitándose entre las llamas.

—Maldito seas entrañas de jaguar! dijo y desapareció en un torbellino de fuego, dos veces se oyó un grito desesperado que repetía:

Mi hija! mi hija! despues, nada un silencio fúnebre, solo interrumpido por el chisporroteo del fuego.

Yancatriz con la cristiana asida de la mano, sañudo, im­pasible miraba el centro de la encendida pira, creyendo per­cibir el rostro de su víctima contraido por una agonía espan­tosa. De pronto una carcajada histérica dominó el horror de aquel cuadro horrible.

Farú con la larga cabellera destrenzada y ardiendo en partes, con el cútis quemado, horriblemente fruncido, se lanzó puñal en mano sobre la cristiana cautiva y dando con ella en tierra la oprimió convulsiva en sus brazos.

—Muere perra infiel, dijo y enterró en el corazon de Nina el puñal hasta el mango, Yáncatriz arrojó un agudo grito, se precipitó sobre el horrible grupo, pero ya era tarde. La lo­ca ébria por el odio y enardecida por el insoportable dolor de sus heridas, dejó á la cristiana ya cadáver y se precipitó hácia el indio estático ante el cadáver de Nina.

—Tú también, dijo, sacudiendo su larga cabellera enrojeci­da con la sangre de su rival. Tú también, muere, y tomando al indio con sus brazos lucharon ambos un segundo, por fin ca­yeron en tierra, revolcáronse un instante mas, en un pugilato re­pugnante, pero la madre loca prestándole una fuerza superior, el deseo de la venganza y la desesperación infinita de que esta­ba poseida, venció: acertóle una feroz cuchillada al indio, so­focado ya por la presión de una mano de Farú que oprimía su garganta y arrojando un grito de dolor llevóse las manos al costado izquierdo donde Farú lo hiriera: esta se alzó. Mal­ditos sean por una eternidad, dijo, y dando con el pié á ambos cadáveres, desapareció de allí presa de un estravio delirante, miéntras que entonaba con voz lúgubre y tristísima un arru­llo interminable entremezclando á sus notas el nombre de su hija, Lila.

Sabido es, que entre todos los indios del mundo, los locos les inspiran un respeto soberano y en aquellas tribus salvajes Farú ya poseída de frenéticos accesos, ya en frecuentes y luci­dos momentos fué mirada con supersticioso terror, la creían enviada del cielo y que el grande espíritu dictaba sus pa­labras. Los jefes en sus consejos como en las guerras consultaban á Farú y ella decidía, aplicando el fallo, como en el caso de Sora.

Farú, pues, era una especie de sacerdotiza divina, cuyá pro- fética palabra dictada muchas veces por un rapto de demen­cia, era escuchada con fanatismo por los indios siempre dis­puesto á creer lo sobrenatural, lo maravilloso; su palabra ilu­minaba el porvenir y predicando el destino de los pueblos era el ídolo de las tribus.

Fáltanos decir que Yancatriz milagrosamente salvado fué resti­tuido, á la vida despues de la herida mortal que le infiriera la loca.

III.

REVELACION,

Ha amanecido un día triste y nublado. La niebla evaporándose de los profundos valles cubre la virgen selva como un sudario colosal.

Es el día del suplicio, y Sora, la hermosa india, vá á ser pasto de las llamas. La naturaleza entera parece resistirse á tan bárbaro espectáculo y casi inanimada ha enmudecido en sus mas dulces ar­monías. El sol ocultando sus rayos de oro envuelve á la selva en raudales de blanquísimos vapores, menos blancos sin embargo que el alma casta y purísima de Sora. Las palmeras, esos árboles tan poéticos y bellos que cruzan sobre la márgen del Bermejo, exhalaban al suave balance dé la brisa un quejido débil, pero percep­tible como una voz humana; las aves callaban asustadas con la fúnebre tristeza de aquel dia fatal y hasta las ondas del gran rio parecían murmurar lamentos, voces extrañas que envueltas en cada ola vibraban al chocar sobres las piedras de la orilla un nombre querido que Dalma repitió mil veces y que las ondas y las selvas lo aprendieron.

Sentado sobre un monton de afiladas piedras se veia á Yánca- triz, no lloraba, pero sus ojos lucian con una mirada que podia muy bien confundirse con un principio de demencia.

Estaba pálido, contraido y volviendo con frecuencia la cabeza hácia atrás parecía esperar algo.

La hojarasca sonó de pronto, se entreabrieron las ramas y un hombre apareció; era Dalma, Dalma mas hermoso que nunca, con la risada melena á la espalda, la boca contraída y la mirada inflamada de una luz fosfórica, transfigurado, sublime en su dolor.

, Llegóse al indio y deteniéndose ante él interrógolo con la mi­rada y la palabra.

—¿Cuándo arderá la pira?—dijo.

—Cuándo el sol se haya ocultado en el cielo—murmuró Yán- catriz enjugando sus lágrimas.

—Sora, luz de mis ojos;—esclamó Dalma prosternándose un instante mientras que élevaba su mirada al cielo—yo te sal­varé, pero si fuera tarde—agregó alzándose con las manos crispa­das por el furor—si la pira ardiera y mi amor te perdiera para siempre: ay de la tribu! ay de sus hombres! Dalma se vengará— y el Inca volviéndose se internó dé nuevo en la selva.

Yancatriz quedó abismado, luego juntando las secas manos sobre el pecho.

—¡Que el grande espíritu te ilumine—dijo, y dejó caer la ca­beza con profundo desaliento.

—Yáncatriz—murmuró á su oido una voz hueca.

El indio receloso se volvió.

—Farú!!—murmuró poniéndose de pié.

—¿Y de qué te asombras, no me has llamado?

-   —Sí.

—¿Qué quieres?                                          

__ -Que salves á Sora.

Farú lanzó una carcajada, sus ojos despidieron llamas y lívida por la pasión de un odio implacable.

—¡Salvarla!—repitió—¡salvarla, cuando la aborresco, cuando ella es mi venganza!

—Mira, Yáncatriz, si el suplicio de Sora pudiera trocarse, yo inventaría otro mayor; ¿sabes que haría? la encerraría en la cueva de los jaguares para que la devoraran viva.

—Fiera!—gritó el infeliz padre horrorizado—tú eres peor que los tigres.

La loca se sonrió con feroz complacencia—¡Cuánto la ama!—se dijó mirando el dolor del indio.

Yáncatriz alzó la cabeza, dio un paso hácia Farú.

—Si tú supierais quien es Sora, esa inocente niña qúe tanto martirizas y que vas á sacrificar                

Farú no lo dejó concluir.

—Si yo supiera!—dijo—y que créis tú acaso insensato que Farú no sabe todo lo que quiere saber?      

—No perdámos tiempo, tengo que revelarte un gran secreto, no pongo en duda el don de adivinación que té atribuye la tribu pero algo se ha ocultado á tu divina ciencia.

—Habla y concluye pronto, es tarde y no quiero que arda la pira sin estar yo allí.

—Sora no irá á la pira.

—¿Qué dices?

—Qué tú salvarás á Sora.

—¿Qué dice este hombre?—volvió á repetir Farú sin compren­der á Yáncatriz.

—Digo—balbuceó el indio con la voz entrecortada por la emocion—que Sora es tu hija, es nuestra hija, es Lila.

—Mientes!—gritó la india con la mirada estraviada—mientes, tú mataste á mi Lila, yo no tengo hija, tú la abrasaste entre las llamas de la choza: ¿te acuerdas cómo ardió mi Lila, mi rosa blanca? pues semejante á entonces la hija de la cristiana, Nina, arderá hoy en la pira, yo misma le empujaré á las llamas, y Farú reirá de su agonía, Farú odia á Yáncatriz y á Sora.

—Escúchame—dijo Yáncatriz—yo no te engañaré, que el grande espíritu maldiga y condene á su esclavo si no te dice la verdad—y el indio cayendo de rodillas se tendió boca abajo sobre la arena, hizo algunos signos misteriosos que Farú sin duda com­prendió, porque como dominada por algo supremo, solemne, infi­nito.

—Habla—dijo—los hombres de tu tribu no juran en vano:

La voz de Yancatriz visiblemente conmovida de emocion balbuceó:

—Sora es tu hija, yo la saqué de las llamas antes que tu llega­ras al incendio, la cristiana jámas me dio hijos. Sora ó Lila es tu hija es un pedazo de tus mismas entrañas, Farú tú eres su madre, Farú no seas parricida.

El anciano cacique se desplomó; las fuerzas agotadas por efecto de la revelación que acababa de hacer se enervaron por completo, abrió los brazos y cayó inerte sobre la seca yerba, Farú dió un grito convulsivo y con los ojos fuera de las órbitas, presa de un estravío horrible se inclinó sobre el indio desmayado, sacó de su cintura un afilado puñal.—Si has mentido—dijo— tus ojos no verán la luz del nuevo sol y si has dicho verdad que el grande espíritu condene á Farú—y la loca infeliz, ebria de un odio insaciable atravezó de un solo golpe el corazon ya agonizante de Yáncatriz.

IV.

EL SUPLICIO.

—Oh! que cambiada está Sora! La luna es menos pálida que sus mejillas, que su frente blanca y nítida como la hoja perfumada del azahar, la intensa pupila de sus negros ojos se apaga por intervalos, cómo la luz de esas antorchas fátuas que fabrican los indígenas con maderas resinosas y que se apagan y se encienden según las oscilaciones que les imprime el viento de la noche. Los negros ojos de Sora semejantes á esas teas fantásticas se apa­gan y luego se abrillantan, lanzan un destello divino producido por el recuerdo fánatico de Dalma.

Está tranquila, una resignación incomprensible se nota esparcida en su rostro y en una sonrisa de inefable bienestar y dicha, entreabre sus labios empalidecidos por la pena mortal. Una cuer­da de lana enlazada á su delicado talle la amarra, anudada al tron­co de una enorme palmera. Cíñele la cintura hasta la rodilla una manta blanca y tupida. La abundosa cabellera, como un negro girón de la noche, desciende de su cabeza en azulados espirales por sus hombros y su seno descubierto, envolviéndola como en un ancho manto de crespón, está tan bella, tan pura é interesante en medio de su sublime sacrificio de su inmenso dolor, que los indios que la custodian vuelven el rostro sin mirarla horrorizados del suplicio á que esta condenada. La joven alza de vez en cuando sus ojos al cielo, piensa en Dalma y en Dios.

Sora no habia sido bautizada, pero sus creencias y sus aspira­ciones eran de cristiana, su amante habíala iniciado en los miste­rios de la religión católica y ella habia escuchado con fé aquella santa doctrina, habia acatado sus preceptos y en el supremo instante de su vida esperaba confiada la resurrecion de su alma en otro mundo mejor. El alma casta de Sora parecía desprenderse y convertida en blanca emanación circundar su cabeza prestándole un encanto misterioso, sobrehumano, algo como una nubecilla lu­minosa flotaba en torno de su frente, era sin duda el espíritu pu­ro que se exhalaba en frecuentes suspiros de su boca.

De pronto los indios que la guardaban formando un cuadro se apartaron dejando un ancho claro, un gefe anciano penetró por él llegando á Sora.

—Hija de Yáncatriz—dijo con entonación solemne—aun pue­des salvarte, la tribu entera pide gracia para tí.

La jóven alzó sus grandes ojos medios apagados por el dolor, fijólos tranquila en el indio y esperó, éste prosiguió:

—Puedes salvarte, para ello solo pronunciarás algunas palabras y esa hoguera que se alza hoy, será desapilada y arrojada al viento rin arder.

—Hable el hermano—dijo Sora—yo diré lo que mi hermano me indique.

L

—Sora, hija de Yáncatriz—repuso el gefe animado por las palabras de la jóven—dobla tus rodillas.

 

   Un indio jóven se acercó á la víctima, aflojó la cuerda que la oprimía el talle y Sora obedeciendo postróse en tierra.

—Ahora añadió el gefe—alza la voz, maldice tu amor sacrilego reniega del Inca y jura por las leyes de tu tribu, por el grande espíritu, odio y exterminio al extranjero.

Sora semejante á una leona herida se alzó altiva, soberbia de dig­nidad y grandeza, sacudió la destrensada cabellera y con la voz inflamada por el corage.

—¡Bendito sea el Inca—gritó—bendito sea su amor, maldita las leyes de mi tribu que me separan de él en la tierra y bendita la voluntad del Dios único y verdadero que reunirá á Dalma y á Sora en el cielo!

Los gefes horrorizados se miraron con asombro como dudando de lo que habían oido, luego el indio que interrogára á la jóven hizo una seña, algunos indígenas se acercaron, uno de ellos desar­rolló una cuerda que llevaba alrededor de su cintura y acercán­dose á la jóven expléndida de amor y de cristiana fé tomóle las manos, las unió enlazadas con la tosca cuerda y luego á una nueva seña del gefe comenzó la horrible tortura, semejante á un torni­quete de hierro el cordel retorcido por la hérculea fuerza del indí­gena trituraba las delicadas muñecas de la víctima, algunos gritos desgarradores se exhalaron de la boca de Sora, mientras que repe­tía con angustiosa voz:

—¡Dios mió, tened piedad de mí!

—Blásfema—dijo el gefe indio—has maldecido las leyes de tu tribu, sus leyes y su religión, has invocado el Dios de los cristianos y ahora vas á renegar de ese Dios y de ese amor sacrilego.

Sora se sonrió.

—¡Mátame—dijo—pero moriré creyendo y amando!

Los indios se miraron con estupor, en tanto la cuerda crugia penetrando en la carne tocando ya al hueso, la jóven comenzo á lanzar gritos cada vez mayores.

—Vas á morir en la hoguera—dijo el gefe—y tus cenizas serán arrojadas al viento malditas por toda una eternidad.

—Desprecio tus amenazas—dijo Sora suspendiendo sus ayes de dolor—esparce mis cenizas, maldícelas por toda una eter-nidad, no importa, mi alma pura subirá á Dios y allá seré esposa de Dalma, en el cielo.

Con su última palabra se doblegó su frente y enervada por horribles dolores dejóse caer inerte con la pesadez de un cadá­ver, eL indio descorrió la cuerda, aflojó el nudo y libres del tor­mento, cayeron á lo largo de su cuerpo las muñecas mutiladas de la víctima; Sora, desmayada al pié del árbol, doblada la her­mosa cabeza ya coronada por el martirio, parecía un ángel dor­mido con la santa resignación de los mártires impresa -en el rostro.

La bella niña Emeranciana no fué sin duda mas sublime que Sora en su hermoso sacrificio.

Un indígena desató la cuerda que la amarraba al árbol, y. queriendo hacerla andar—levántate—dijo; Sora gimió, lanzó un suspiro y abriendo los ojos:

—No puedo!—-articuló—ay! ay!

—Yo te ayudaré—dijo el indio compadecido de tanto do~ lor y hermosura, la jóven con las manos horriblemente mutila­das probó a ponerse en pié, pero al apoyarse en el brazo del in­dio arrojó un grito sin nombre, de supremo sufrimiento arran- cado por la fuerza del dolor que la torturaba, volvió á alzarse y ayudado por el indio lanzando desgarradores ayes se encami­nó á la pira.

En tanto la tribu entera, mujeres y niñoé, jóvenes y ancia­nos, se agitaban en torno de la encendida hoguera. Un silen­cio sepulcral reinaba en el sitio fatal, todas las. miradas se detenían sobre la indefensa víctima, esperaban anciosos el sacrificio.

Lo mismo en las tribus salvajes, que en los llanos de la pampa, que en los pueblos civilizados, que en las grandes ciu­dades, es repugnante el espectáculo que ofrece ese pueblo ávido, siempre curioso y dispuesto á presenciar una ejecución, con igual regocijo, con igual alegría que si fuera á presenciar una función teatral. El pueblo madruga, se atropella, sube, se revuelve, brama como una ola inmensa, invade la plaza de la ejecución y quieren disputarse el derecho salvaje de ver el espectáculo, verlo todo, oírlo todo, la detonación, el desplome del infeliz reo que se revuelve con las postreras convulsiones de la agonía, su última palabra, su vacilación ó energía, la fero­cidad de que hace alarde, ó el respeto religioso que lo postra en la última prueba de la vida del criminal, quieren, en fin, escuchar el estertor de la agonía, y por último al desfilar la tropa desfila el pueblo también con la intención. ¡impios! de palpar el cadáver aun tibio, de observar la espresion que contrae su rostro empalidecido por la muerte y ese pueblo no se compone solo de hombres, no; allí se ven muje­res y niños, hasta lujosas damas en conocidos carruajes, como se vieron en la última ejecución que tuvo lugar en Buenos Aires, en la plaza chica, tras el cementerio de la Recoleta. Verguenza!  horrible deprabacion que estremece el alma sintiendo un despre­cio infinito, hácia esos seres cuyos corazones desprovistos de todo noble y humanitario sentimiento, inspiran solo horror y una idea de ináudita ferocidad............................................................................

La voz del jefe se dejó oir-—Sora! dijo—vas á morir—el grande espíritu ha inspirado á Farú y su fallo té condena á la hoguera, prepárate y que el grande te perdone.

—Mi alma está con Dios, mi pensamiento en Dalma,— exclamó la jóven y tomando aliento un segundo—prosiguió: Los hombres de mi tribu son malos, la maldición de Dios caerá sobre ellos, el inca se vengará y ay de la tribu—la selva se enrojecerá con sangre toba y el fuego incendiando todo, devorará las chozas—y la hermosa india ya próxima á la pira, entonó con voz lúgubre y quejumbrosa como la armonía de la muerte un canto divino, eco celestial del alma inspi­rado por el recuerdo fanático del inca.

Dalma, rey mió, tu esclava fiel vá á morir por tí. Cuando el sol se oculte, Sora arderá en la pira, y este cuerpo que tanto amó Dalma, solo será tibia ceniza que el viento de la noche depositará á sus piés.

El deliquio sublime del amor lo hallaremos en el cielo, allí donde se ama con la pureza de los ángeles. Mi alma vivirá y el espíritu de Sora vagando entre las tinieblas de la aurora ó entre los vapores indefinibles del crepúsculo de la noche, seguirá, al amado de su alma imprimiendo en su hermosa frente ósculos impalpables.                                                        ..

Dalma—entonó la jóven ya en el centro de la hoguera que comenzaba á arder—Dalma hermoso, Dalma valiente, inca noble, muero tranquila con la fe de l0s mártires, espero en la unión indisoluble de nuestras almas, en las salas azules de claridad inmortal. Selva virgen de mi patria, escucha el dulce nombre de Dalma pa­ra que en eternos himnos lo repitas siempre, auras vagaroras de la noche, repetid entre I0s oscuros besos del alba el nombre de mi amado. Olas adormecidas del Bermejo, escuchad el nombre de Dal­ma y repetid como lo repite Sora al desmayar tus perezosas espu­mas sobre la desierta playa. Palmeras de los bosques, sacudid el verde penacho de tus ramas y guardad entre los abanicos de tus hojas, dos nombres eternamente unidos: Sora y Dalma.

El humo ahogaba por intervalos la voz de la animosa jóven; las llamas como infernales lenguas de fuego cercaban su cuer­po; gruesas espirales de humo la envolvían y solo su eco se escuchaba con asombro de todos.

El viento remolineando hizo oscilar la humareda y en el despejo rápido de las llamas, sé pudo ver á Sora, en el cen­tro de la pira, con los brazos alzados al cielo todavía de pié y se oyó su acento que apenas se percibía, repitiendo:

—¡Adiós padre! adios Dalma, hasta el cielo: adiós! —Las llamas

la cubrieron y nada se vió ya................. ................................

En aquel mismo instante los indígenas en crecido número arro­jaron casi á la vez un alarido salvaje; millares de flechas como venidas del cielo cayeron sobre ellos y otros tantos indios de distin­tas y enemigas tribus, con el inca á. la cabeza se precipitaron como una tromba infernal sobre los indios tobas y una lucha sangri­enta se produjo allí. En medio de la horrible confusion, una voz frenética dominó el fragor de la pelea, era la voz de Farú que tarde llegaba para salvar á su inocente hija, abrióse paso entre) la feroz matanza y llegando al borde de la pira, penetró envuelta entre el humo y las llamas, trepó por los abrasados leños; un gemido, un llanto de agonía, último eco de la dulce voz de Sora llego á Farú.

—jMi hija,—Lila!—gritó la loca arrojándose en el centro del incendio, Sora estaba aun de pié; Farú abrió sus brazos cubrió con su propio cuerpo el cuerpo chamusqueado de su' inocente hija y como el ángel sublime de la salvación, cruzó el espacio incendiado y libre de las llamas, huyó con la jóven inanimada en los brazos.

¡Farú la loca era madre y las madres son capaces de todo por un hijo!

V.

ÚLTIMOS INSTANTES DE LOS DOS AMANTES,

El vaticinio de Sora se habia cumplido, el campo toba ar­día preso de un fuego voraz, cientos de cadáveres aun palpi­tantes se retorcían requemados en espantosa agonía. La selva dando incremento ardia como una hoguera colosal; los pocos se­res que escapaban de aquel volcan ardiente, huían buscando un refugio en las orillas del Bermejo, unos llegaban, otros caían sofocados por el humo de la mortífera atmósfera; las fieras horrorizadas se lanzaban temblorosas de espanto fuera de la en­cendida selva, y deslumbradas por la voracidad de las llamas agrupábanse mezcladas con los hombres sin asertar con la di­rección salvadora. Las aves sorprendidas en su nido remonta­ban el vuelo, mas la espesa humareda cambiaba el giro de sus trémulas alas y caían convulsivas sobre la requemada yerba: los árboles añosos invadidos desde su base por el fuego, re­torcían sus viejos corazones y sus cabezas agigantadas se do­blaban en tierra y hasta la ceniza de su corteza era consumida en breve. Las palmeras aguardentosas, se resistían, exhalaban quejidos—mudos que el monstruo parecía no comprender, sus troncos nudosos se abrían con estrápido y semejantes á un casco incendiado de aguardiente, producían una detonación al lan­zar fuera la sabia alcohólica de sus entrañas.

De tiempo en tiempo un alarido salvaje, una impreca­ción horrible era envuelta con el chisporroteo de las llamas. Las tribus enemigas despues de una lucha desigual y sangrienta en que salieron vencedores, devastaron todo lo que se opuso á su paso, sacrificaron hombres, mujeres y niños, sin dejar uno solo, luego prendieron fuego á la selva, y creyendo muerto á Dalma en el combate, emprendieron la fuga en direccion á su campo, despues de esto, todo se convirtió én ün volcan y muy pronto aquella riquísima vegetación se redtljo á un monton de pavesa.............................................................................................................

La luna espantada de tantos horrores, lívida cruzaba el ahu­mado cielo envuelta la plateada faz en entulados crespones.

Ni una sola vibración humana interrumpía el silencio de la media noche, solo de tiempo en tiempo se oia rechinar al­gún tronco abrasado que hecho carbón se dividía en frag­mentos.

Un hombre solo, aislado sobre el pico escarpado de un cer­rillo, contemplaba fiero y contraido el horrible espectáculo de la muerta naturaleza; de pié imponente como el ángel esterminador de la venganza, detenía su mirada sobre la abrasada selva, volviéndola en seguida al cielo cual si buscára en él el término á sus dolores ó la promesa de una dicha evapo­rada en la tierra. E1 viento de la noche saturado de lejanos perfumes azotaba su altiva frente, su negra melena, y la mensajera de los castos amores rasgando su enlutado lecho de nubes, aparecía en una brecha del azul del cielo como una farola de nácar suspendida de la bóveda eternal, iluminando con sus rayos la figu­ra fantástica del Inca.

Mudo, estático en una contemplación del alma, el jóven indio soñaba sin dormir; parecíale ver el espíritu impalpable y gentil de su adorada vagar como una rosada nubecilla entre los vapores ténúes del firmamento, creía oír su voz en el blando murmurio de las hojas, sus ojos se cerraron,doblarónse sus rodillas y balbuceando el nombre de Sora como una plegaria de eterna adoraoion, quedóse postrado en actitud de orar. De pronto un gemido como el eco quejumbroso de una voz humana, interrumpió el mutismo solemne de su alma sumida en un éxtasis divino, el indio vuelto en sí de su amoroso arrobamiento escuchó un instante,el gemido se repite y Dalma dando un grito indefinible se lanza en carrera por las escarpadas grietas, en su rápido descenso se detiene, el gemido se oye mas cerca, á su lado, vuelve los ojos en derredor y percibe á pocos pasos un monton de hojas frescas de laurel y tim­bó, y sobre ellos el cuerpo de un ser humano, Dalma corre allá, se inclina temblando de esperanza y al fijar sus ojos sobre aquel rostro empalidecido por la muerte, lanza un grito cayendo de ro­dillas, luego restregase los ojos, aparta ansioso el cabello que cubre en parte la frente dé la moribunda y en aquel mismo instante la luna iluminando su pálido semblante, muestra á Dalma la verdad. Con sollozo inmenso alza su noble pecho—¡Sora!—dice con una inflexión indefinible y tomando en sus brazos el cuerpo mutilado de su amada, apreta con sus labios ardientes la boca helada de Sora,.busca en sus divinos ojos un rayo de luz y solo encuentra la enturbiada retina velada por el postrer vapor de la vida, su corazon late, pero tan débilmente que apénas un leve soplo entrea­bre su boca inanimada; muere sin resistencia como mueren los ángeles y las aves.

Gruesas lágrimas se desprenden de 1os ojos del Inca, aquellas lágrimas empapan la frente de la moribunda y parecen conden­sarse sobre su bella cabeza formando una auréola de perlas lumi­nosas, millares de besos imprime sobre su boca, sus manos, sus ojos  y hasta sus castos hombros.

—Sora! alma mia—le dice,—Dalma no quiere que mueras, vi­ve luz de tu dueño, vive, que para reconstruir tu vida, yo te daré la sangre de mis venas, yo calentaré con mi aliento tu corazon, yo te daré la vida con mis besos, y el infeliz amante trastornado con un dolor superior á las humanas fuerzas arrullaba convulsivo contra sus brazos el cuerpo yerto de la hermosa india. Ésta sin duda en medio de su eterno sueño sintió el duelo que despedazaba el alma de; su amado, y volviendo por una suprema permisión un instante á la vida, pareció conmoverse, abrió los negros ojos mas diáfanos y brillantes, bañados de una lúz, de un fulgor inmortal, lanzó un ligero grito reconociendo á su amado:

—¡ Dalma! dijo—gracias Dios mió,--y buscando febril los

labios de Dalma sellaron sus almas un beso supremo, infinito, desesperado con el afan de la última caricia, aquel beso - era la promesa inmaculada, el juramento eterno de sus corazones, pro­mesa evaporada en la tierra y cuya realización .dulce e  inmortal lo esperan los mártires en el cielo, aquel beso era el alma entera de Sora confundiéndose al desprenderse de la materia con el alma enamorada de su amado. Sus labios animados un instante por un calor desconocido, enfriáronse poco á poco sobre la boca de Dalma, sus brazos se desprendieron suavemente, lanzó un leve suspiro; su boca yerta como el mármol se comprimió tres  veces, para volverse á abrir, sus ojos se entornaron, y fijándolos dulce­mente en los ojos de Dalma, se cerraron para siempre cayendo su cabeza atras.

La luna! esa lámpara sepulcral que ilumina tantos dolores du­rante las horas de su rápido reinado, rasgó las enturbiadas nubes, se detuvo fija en medio de los cielos desprendiendo un destello de su corona de luces menos puro sin embargo que la virgen muerta, circundó su cabeza y su luz temblorosa de codicia, recibió el últi­mo suspiro de Sora, luego, formó en un instante un foco luminoso sobre la frente abatida del Inca, rodeoló cariñoso un torbellino de tenues reflejos y replegándose sobre su propio rastro, subió el alma blanca de Sora confundida con los rayos transparentes de la luna.

-Dalma no te sobrevivirá—murmuró el Inca con la voz vi­brante de lágrimas,—el quiere morir con Sora, amada mia, allá serás mi esposa, allá en una unión indisoluble vivirán unidas eter­namente nuestras almas, y al hablar así, señalaba al cielo.—

Postrado ante la jóven permaneció un instante, luego ponién­dose de pié tomó en sus brazos el cadáver y se encaminó á la orilla del rio, al cruzar un sendero un cuerpo extraño lo detuvo, era el cadáver de la infeliz Farú horriblemente llagado por el fuego y muerta despues de haber depositado á su hija sobre un monton de hojas frescas de laurel, la infeliz no pudo volver al socorro de Sora ya agonizante, sorprendióle la muerte en momentos de traer un manojo de yerbas medicinales para templar el dolor de las heridas de su inocente hija sacrificada por ella.

- Hija mía, mi Lila,—fue lo único ya que articularon sus lívidos lábios, después espiró.

El Inca dió con el pié al cadáver de Farú, llegó á la orilla y oprimiendo contra su pecho el cadáver de Sora en los brazos, unió su boca á la yerta boca de ésta y precipitándose en las aguas, buscó una tumba digna de su amor sublime en el fondo del.Bermejo.

Un instante despues dos blancas nubecillas surgían de las aguas, flotaban un instante sobre la quieta superficie y luego elevándose en el aire, subían al cielo confundiéndose con los rosados albores de la aurora, eran el alma de Sora y de Dalma convertidas en ce­leste emanación.