Roberto Arlt

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Este es Soiza Reilly”, de Roberto Arlt. En Cronicón de sí mismo (Edicom, Buenos Aires, 1969).

 

Alguien me dice aquí, en Río de Janeiro, sonriendo de equívoca manera:

            —¿Qué piensa usted de Soiza Reilly?

            —Hombre, lo que pienso lo voy a escribir. Léalo.

 

AÑO 1916 O 1917

Una mañana de invierno. Casas de altos en la calle Ramón Falcón, entre Membrillar y la “otra”. Un muchacho mal vestido, que le pregunta a la sirvienta, detenida en el rellano de la escalera:

            —¿Está el señor Soiza Reilly?

            —De parte…

            —No me conoce…

            —Voy a ver, espere un momento.

            Tres minutos después:

            —Pase.

            El muchacho mal vestido pasa. Lleva en sí una emoción tremenda. Va a hablar con el autor de El alma de los perros, de Figuras y hombres de Italia y Francia. Soiza Reilly es, en esa época, famoso entre los muchachos que escriben. Sus crónicas sobre París (el París de los dieciséis años que no existe), sobre Verlaine, han hecho temblar el alma de los poetas de pantalón corto y de los reformadores del mundo que aún no tienen libreta de enrolamiento. El que escribe estas líneas, quiero decir, el muchacho mal vestido, entra emocionado a la biblioteca escritorio, donde la criada lo hace pasar. No es para menos. “Va a leerle un escrito al gran Soiza Reilly.” ¿Lo escuchará el hombre que vio a D’Annunzio? Hay que ver cómo palpita el corazón del muchacho mal vestido.

            Por la ventana mira a la calle, luego la biblioteca y piensa: “Así da gusto ser escritor. Tener una sala como ésta, libros, una sirvienta. ¿Leerá lo que le traigo? Puede ser… porque en sus crónicas se ve que es un hombre bueno…”

            La puerta se abre y, tieso, en su saco peludo, limpiando con un pañuelo los cristales de sus gafas negras, aparece el hombre. El hombre que todos conocemos en las fotografías.

            El muchacho se levanta emocionado, y dice:

            —Vea, señor, soy aficionado a escribir. Leo siempre lo suyo. Hay cuentos que me los sé de memoria. Por ejemplo: “Y dijo la Sherazada de los cuentos modernos. Era un perro flaco, muy flaco, extremadamente flaco, flaquísimo…”

            —Eso lo escribí cuando era joven.

            —Yo quisiera que hiciera el favor de leer algo que he escrito…

            Gesto defensivo del hombre.

            —No tenga miedo, es corto, y está a máquina.

            Soiza Reilly mira de pies a cabeza al muchacho mal vestido y dice:

            —Bueno… déjemelo… si me gusta lo publicaré en Revista Popular.

            El visitante respira. Está como todos los autores, “seguro” de que tiene “que gustarle” su artículo al crítico. Esa seguridad es fantástica, y, de consiguiente, la más irrazonada que puede imaginarse. Pero el muchacho “está seguro”. Sonriendo, comprende que no debe molestarlo ni un minuto más al grande hombre, le tiende la mano y le dice:

            —Muchas gracias, señor. Adiós, ¡eh! —ese ¡eh! quiere decir un montón de cosas, es la fórmula psicotelefónica más elocuente que ha creado el deseo del hombre. Soiza Reilly estrecha la mano del muchacho y le dice:

            —Váyase tranquilo, si me gusta lo publico.

 

UN MES DESPUÉS

Los amigos.

            —Che… ¿no viste el cuento tuyo que salió en Revista Popular? Y mirá, con un título arriba que dice: “Prosas modernas y ultramodernas”.

            El autor va a todo escape a un quiosco y compra la revista. Efectivamente, allí está lo suyo, una columna de tipo pequeño y apretado, y arriba su nombre, su propio nombre y apellido. ¿Es posible? ¡Su propio nombre! Y en letras de imprenta, y, como título de honor, el “prosas modernas y ultramodernas”. Pero entonces… ¡puede escribir… es un talento… talento… un geniazo! Y es posible que los tranvías caminen, habiendo salido su artículo, y la gente anda lo más naturalmente por la calle…  ¡estando su nombre, su propio nombre con letras mayúsculas de imprenta!

            Y el muchacho vive unas horas que sólo a los dieciséis años puede vivir el hombre. Las más lindas horas de su vida. Las más perfectas, de alegría terrible y profunda. Le parece tocar el cielo con la mano. Tener las llaves de la puerta del paraíso. ¡Sus escritos le gustan a Soiza Reilly!

            Yo creo que el hombre y la mujer son dos animalitos naturalmente ingratos, joviales y feroces… Pero creo, también, que estos animalitos no se olvidan jamás del que los selló con un dolor primero terrible, o una felicidad idéntica. Por eso yo no me he olvidado nunca de Soiza Reilly. Fue la primera mano generosa que me regaló la más extraordinaria alegría de mi adolescencia.

            Dos meses después, la revista que dirigía Soiza Reilly, iba a la quiebra. Pero yo sé, que si continué escribiendo, era porque en ese artículo pegado con cuatro clavos a la pared de mi cuarto, yo veía una invisible promesa de éxito en el gran título de “prosas modernas y ultramodernas” que a modo de irónico elogio había puesto el escritor maduro, para el muchacho que creía que cuantos más términos “difíciles” se usan en la prosa, más artística era ésta… porque eso sí que puedo jurarlo… yo no sé si Soiza Reilly entendió o no el artículo, lo único que recuerdo es que muchas personas sensatas me dijeron:

            —Pobre hombre… lo que usted ha escrito hay que leerlo con un diccionario. ¿De dónde ha sacado usted esas palabras raras?

 

Río de Janeiro, 1930.