ALBERTO MANGUEL

 

ALBERTO MANGUEL 
 

La última página (fragmento) 
 

         A los cuatro años descubrí que sabía leer.  Había visto,  innumerables veces, las letras que, según sabía (porque me lo habían explicado), eran los nombres de las ilustraciones bajo las que estaban colocadas.  El niño (en inglés boy) dibujado con enérgicos trazos negros y vestido con unos pantalones cortos de color rojo y una camisa verde (la misma tela roja y verde de la que estaban cortadas todas las demás imágenes del libro, perros y gatos y árboles y madres altas y delgadas), era también de algún modo, me daba cuenta, las negras formas severas situadas debajo, como si el cuerpo del niño hubiera sido descuartizado para crear tres figuras muy nítidas: un brazo y el torso, b; la cabeza cortada, perfectamente redonda, o; y las piernas caídas, y. Dibujé ojos en la cara redonda, y una sonrisa, y también llené el círculo vacío del torso. Pero había más: yo sabía que aquellas formas no sólo reflejaban al niño, sino que también podían contarme con toda precisión lo que el niño estaba haciendo, brazos extendidos y piernas separadas.El niño corre, decían las formas. No estaba saltando, como yo podría haber pensado, ni fingiendo haberse quedado congelado de pronto, ni jugando a un juego cuyas reglas y finalidad yo desconocía. El niño corre.

 

         Pero aquellas percepciones eran simples actos de prestidigitación que perdían gran parte de su interés porque otra persona los había ejecutado para mí. Otro lector -mi niñera, probablemente- me había explicado el valor de aquellas formas y después, cada vez que el libro, al abrirse, me mostraba la imagen exuberante de aquel muchacho, sabía cuál era el significado de las formas que tenía debajo. Se trataba, sin duda, de una experiencia placentera, pero fue perdiendo intensidad con el paso del tiempo. Faltaba la sorpresa.

 

         Un día, sin embargo, a un lado de la carretera, desde la ventanilla de un coche (no recuerdo ya el destino de aquel viaje), vi un cartel. La visión no pudo haber durado mucho tiempo; tal vez el automóvil se detuvo un instante, quizás sólo redujo la velocidad lo suficiente para que yo viera, de gran tamaño y semejantes a una aparición, formas similares a las de mi libro, pero formas que no había visto nunca antes. Supe, sin embargo, de repente, lo que eran; las oí en mi cabeza; se metamorfosearon, dejaron de ser líneas negras y espacios blancos para convertirse en una realidad sólida, sonora,  plena de significado. Todo aquello lo había hecho yo solo.  Nadie había realizado por mí aquel acto de prestidigitación.  Las formas y yo estábamos solos, revelándonos mutuamente en silencio, mediante un diálogo respetuoso. El haber podido transformar unas simples líneas en realidad viva, me había hecho omnipotente. Sabía leer.

 

         Ignoro qué palabra fue la que leí en aquel cartel de hace Untos años (vagamente me parece recordar que tenía varias Aes), pero la sensación repentina de entender lo que antes sólo era capaz de contemplar es aún tan intensa como debió de serlo entonces. Fue como adquirir un sentido nuevo, de manera que ciertas cosas ya no eran únicamente lo que mis  veían, mis oídos oían, mi lengua saboreaba, mi nariz olía y mis dedos tocaban, sino que eran, además, lo que mi cuerpo entero descifraba, traducía, expresaba, leía.

 

         Los lectores de libros, una familia a la que me estaba incorporando sin advertirlo (siempre nos creemos solos en cada descubrimiento, y cada experiencia, desde que nacemos hasta que morimos, nos parece aterradoramente singular), amplían o concentran una función que nos es común a todos. Leer letras en una página es sólo una de sus muchas formas. El astrónomo que lee un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto japonés que lee el terreno donde se va a edificar una casa con el fin de protegerla de fuerzas malignas; el zoólogo que lee las huellas de los animales en el bosque; la jugadora de cartas que lee los gestos de su compañero antes de arrojar sobre la mesa el naipe victorioso; el bailarín que lee las anotaciones del coreógrafo y el público que lee los movimientos del bailarín sobre el escenario; el tejedor que lee el intrincado diseño de una alfombra que está fabricando; el organista que lee simultáneamente en la página diferentes líneas de música orquestada; el padre que lee el rostro del bebé buscando señales de alegría, miedo o asombro; el adivino chino que lee las antiguas marcas en el caparazón de una tortuga; el amante que de noche, bajo las sábanas, lee a ciegas el cuerpo de la amada; el psiquiatra que ayuda a los pacientes a leer sus propios sueños desconcertantes; el pescador hawaiano que, hundiendo una mano en el agua, lee las corrientes marinas; el granjero que lee en el cielo el tiempo atmosférico; todos ellos comparten con los lectores de libros la habilidad de descifrar y traducir signos. Algunos de esos actos de lectura están matizados por el conocimiento de que otros seres humanos crearon con ese propósito la cosa leída -anotaciones musicales o señales de tráfico, por ejemplo- o que lo hicieron los dioses: el caparazón de la tortuga, el cielo nocturno. Otros dependen del azar.

 

         Y, sin embargo, es el lector, en cada caso, quien interpreta el significado; es el lector quien atribuye a un objeto, lugar o acontecimiento (o reconoce en ellos) cierta posible legibilidad; es el lector quien ha de atribuir sentido a un sistema de signos para luego descifrarlo. Todos nos leemos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para poder vislumbrar qué somos y dónde estamos. Leemos para entender, o para empezar a entender. No tenemos otro remedio que leer. Leer, casi tanto como respirar, es nuestra función esencial.

 

         No aprendí a escribir hasta mucho después, cumplidos los siete años. Quizá pudiese vivir sin escribir. No creo que pudiera vivir sin leer. La lectura -descubrí- precede a la escritura. Una sociedad puede existir-muchas existen de hecho- sin escribir, pero no sin leer. Según el etnólogo Philippe Descola, las sociedades sin escritura tienen un sentido lineal del tiempo, mientras que las sociedades en las que se lee y se escribe el sentido del tiempo es acumulativo; ambas sociedades se mueven dentro de esos tiempos distintos, pero de igual complejidad, leyendo la multitud de signos que el  que el mundo ofrece. Incluso en sociedades que ponen por escrito su historia, la lectura precede a la escritura; el futuro escritor  ha de saber reconocer y descifrar el sistema de signos sociales antes de utilizarlos en la página escrita. Para la mayoría de las sociedades que utilizan lectura y escritura –para las sociedades islámica, judía y cristiana como la mía, para los antiguos mayas, para las vastas culturas budistas- leer se sitúa al principio del contrato social; aprender a leer fue mi rito de paso. 
 
 



 

Extraído del libro UNA HISTORIA DE LA LECTURA (Grupo Editorial Norma, febrero de 1999).- Alberto Manguel es escritor, novelista, crítico literario, antologista, traductor y editor de libros extraordinarios, entre ellos, El diccionario de lugares imaginarios.  Nació en Buenos Aires en 1948 y ha vivido en Italia, Francia, Inglaterra y Tahití. Después de vivir tres años en Canadá se hizo ciudadano canadiense, en 1985.