ATAHUALPA YUPANQUI

  ENTRE RÍOS

Por  Atahualpa Yupanqui (*) - Tomado de “El canto del viento”,  Ediciones Siglo XX, Bs.As., 1988.

 

Rastreando la huella de los cantos perdidos por el Viento, llegué al país entrerriano. Sin calendario, y con la sola brújula de mi corazón, me topé con un ancho río, con bermejos barrancos gredosos, con restingas bravas y pequeñas barcas azules. Más allá, las islas, los sarandizales, los aromos, refugio de matreros y serpientes, solar de haciendas chúcaras. Lazo. Puñal. Silencio. Discreción.

Me adentré en ese continente de gauchos, y llegué a Cuchilla Redonda, desde Concepción del Uruguay. Lle­vaba un papel para Aniceto Almada. Y días después —hace ya treintaitantos años—, crucé por Escriña, Urdinarrain, y fui a parar  a Rosario Tala.

Era una ciudad antigua, de anchas veredas, con más tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues allá existía la costumbre de sa­ludar a todo el mundo, como lo hace la gente sin miedo, o sin pecado.

Al filo de la noche, penetré en la ciudad. La luz de las ventanas apuñalaba la calle. Algunos jinetes pasaban al galope.

Busqué el mercado y entré a un puesto de carne. Almada me había indicado a un hombre allí: don Cipriano Vila.

Era un gaucho alto, fornido, medio rubión, de bigote entrecano. Había un grupo de hombres rodeando una pequeña mesa, paisanos y amigos de Vila. Bebían lucera y charlaban en voz baja. Yo saludé y me arrinconé cerca de la mesa. Nadie me miró dos veces.

Hay un acuerdo tácito. Un entendimiento. Una voz de adentro que hace callar, y esperar, y prudenciar. Y todo forastero debe conocer este código. Sobre todo si se es paisano.

Ya no había clientes, y yo no compraba carne.

Don Vila cerró su puesto, quitóse el delantal blanco y se me acercó:

— ¿Cómo le va, amigo...?

—Bien, señor —le contesté.

El hombre sirvió un vaso de lucera y me lo ofreció. Bebí un poco y miré al dueño del puesto con gesto cordial.

Al rato, don Vila sabía quién era yo. Pocas palabras bastaron.

Cerca del río Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instalé. Era un rancho típico, torteado de barro y cueros contra la humedad, en plena selva entrerriana.

Tenía un doradillo orejano, animal nuevo y muy vo­luntario. Tenía la necesaria soledad. Y el río tajando el monte. Y todos los pájaros cantores tendiendo en la niebla de las mañanas sus trinos abiertos.

Un año redondo pasé en ese lugar. Salía a los caminos, recorría leguas, desde Lucas González hasta la legen­daria selva de Montiel. Asistía a las carreras cuadreras de Sauce Sud, a las yerras de Puente Quemado, dejaba velas encendidas en el rincón de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del lugar. Y siempre retornaba a mi rancho junto al río.

Don Cipriano Vila era de una sola palabra, como la mayoría de los entrerrianos.

Una vuelta, me dijo:

-Aquí le traigo un amigo. Confíe en él.

Y me presentó a don Climaco Acosta, un paisano me­nudo, vestido de negro, como recién enlutado.

Conocí mucha gente en el tiempo que anduve por Entre Ríos. Mucha gente buena, hospitalaria y discreta. Pero estos dos hombres, Vila y Acosta se ganaron un monumento en mi corazón. Ellos rivalizaban en genero­sidad y criollismo. Los vi pialar en los corrales. Los vi correr en el monte. Los vi participar en festejos paisanos, bailar mazurcas, chamamés y gatos. Los vi componer lazos y caronas. Los vi guitarrear, tañendo cuidadosa­mente las vihuelas,

Acosta era un hombre simple y muy sensible a la mú­sica. En aquel tiempo sólo muy rara vez se pronunciaba la palabra Patria, pero la ocasión de decirla alcanzaba un alto grado de responsabilidad y respeto. Recuerdo el gesto de don Climaco, con los ojos brillando de emoción y coraje y amor, mientras escuchaba una danza argen­tina: La Condición. El sólo enterarse de que alguna vez la había bailado el General Belgrano, lo obligaba a ren­dir todas las tolderías montieleras que le gritaban en su alma de gaucho sencillo, libre y montaraz.

Creo que desde esa vez que en su rancho, en la inti­midad, toqué esa danza, recién gané la ancha amistad inolvidable de Climaco Acosta.

Las guitarras bullían en milongas floridas, en cifras y estilos, en chamamés y chamarritas...

 

En el pago entrerriano nací

donde alegre florece el ceibal.

Y en mi infancia de gaucho aprendí

a escuchar desde niño

la voz del zorzal.

 

En el andar por tierras montieleras pude comprobar que el cancionero comarcano no era muy nutrido.

Entre Ríos ostentaba un cantar de tipo objetivo, pare­cido al que usan los uruguayos del noroeste. Gustaba también de la música guaraní, y la pampa le había acer­cado sus triunfos, sus cifras, y algunos estilos y trovas. Pero la manera de tocar la guitarra era florida, "llena'e moños", un poco a la manera oriental.

El aporte folklórico de la zona entrerriana era más cabal en refranes, cuentos y chascarrillos. Y son los entrerrianos —o eran— muy hábiles en el trabajo del cuero. Los aperos, caronas, cojinillos de carpinchos y perico-ligero, se hicieron famosos. Lo mismo pasaba con los sobrepuestos de hilo trenzado, hechos con todo el lujo campero. Con sólo pasar la mano a contrapelo, quedaban frescos y listos para aguantar galopes largos entre los montes o a lo largo de los palmerales.

En esos tiempos escuché cien historias sobre el "lobizón". Cada pocas leguas cambiaba la historia; le quitaban o agregaban modos y características. Entre Ríos es, quizá, la provincia argentina que más versiones cuenta de la famosa leyenda de las selvas alemanas sobre el "lupus-homo" -el hombre-lobo-, de las narraciones antiguas.

Los hombres contaban estas historias con toda serie­dad, entre mate y mate, en esos montes entrerrianos lle­nos de rumores nocturnos. Los changos escuchaban con tremendos ojos, y de vez en cuando miraban hacia la endeble puerta del rancho, que el viento de la noche batía levemente. Me imagino el insomnio de los mucha­chitos, ya que nosotros, galopando las leguas del retorno, creíamos ver también, a los costados del callejón, la som­bra fatídica del mito selvático.

¡Entre Ríos! ¡Cuánto viví en ese año, allá por mil no­vecientos treinta, desconocido músico, ignorado coplero, improvisado maestro de escuela, tipógrafo, cronista, va­gabundo y observador, recorriendo pueblos, aldeas, cam­pañas donde sembraban y domaban potros los famosos gauchos judíos de Gerchunoff, donde el matrero entraba a las pulperías y bebía junto a la puerta, a un tranco de su caballo que lo esperaba con la rienda arriba; donde la palabra superaba a todo documento; donde la queja y el ay eran patrimonio exclusivo de las muchachas; donde el alarido era una aguda flecha del regocijo paisano; donde el alma se poblaba de nuevas fuerzas bro­tadas de un paisaje sin mansedumbre: monte de tala y ríos con remansos, haciendas chúcaras, gauchos bagua­les, toda la tierra en armas, lanza, vincha, espuela y co­razón, bajo una luna redonda que pasaba sin descubrir el misterio que anidaba en el fondo del hombre y del paisaje...

 

Es pobre este verso mío,

pero aunque esté mal trazado

¡quién no se siente inspirado

para cantarle a Entre Ríos!

Si en el ramaje sombrío

canta orgulloso el zorzal.

Si allá sobre el totoral

canta sus penas el viento,

dejen que en este momento

yo cante mi madrigal.

 

Para tomar el callejón hacia el monte en que vivía, en Tala, pasaba junto a una ancha casona, de varios balco­nes. Era un severo edificio color gris, con jardín interior. El abanico de una palmera señalaba el tope de los techos.

Yo aprendí a quitarme el sombrero junto a la puerta de esa casa, sin haberme atrevido a entrar jamás.

Cada cual tiene su manera de honrar a la gente que distingue. Y yo no hallaba otro modo que manotear el barbijo de mi sombrero, rindiendo mi mejor saludo para el caballero criollo que habitaba esa casa: don Martiniano Leguizamón.

Tiempo después he tratado a su gente, a sus hijas, damas emparentadas con los Finocchietto de Buenos Aires. Me ha ligado a ellas una gratísima amistad. Pero nunca confesé estas cosas que hoy escribo, quizá porque abrigo la esperanza de que alguien, en mocedad pru­dente, sienta cómo reconforta ese minuto en la noche, al pasar frente a la casa de quien nos enseñó a querer la Patria, la comarca, el pedacito de tierra, cántaro guar­dador de todas las ternuras.

Flotaban en el aire entrerriano los versos de Fernández Espiro, de Andrade, de Panizza, de Saraví. Borroneaba su primer cuaderno de estudiante Martínez Howard. Vibraban las guitarras cultas del coronel Machado, de Surigue, de González y Barreiro. Cantaban las vihuelas populares de Bartoli, de Badaraco, de Pitín Carlevaro, troveros de la costa del Paraná. Allá, por Feliciano, el moreno Soto levantaba sus coplas en la noche, entre el gramillal de los Kennedy. En Diamante se desvelaba el chango Tejedor, la más dulce voz de esa costa. Pero nada hacíame olvidar el rincón espinoso de las puertas de Montiel, pasando Lucas González, donde rezaban su entrerrianidad Climaco Acosta y Cipriano Vila.

Ellos también devolvieron al Viento las hilachas del canto perdido. Ellos nutrieron de temas ejemplares mi alforja de muchacho andariego, sin calendario ni fortuna, caminador por los montes bravíos sin más brújula que un desvelado corazón paisano.

Alguna vez retorné a las ciudades entrerrianas: Paraná, Concepción, Concordia.

Pero no he vuelto a pisar la hosquedad montielera, donde viví un año ejerciendo los más diversos oficios. Evoco ahora sus caminos, el misterio de los montes emponchados de niebla en las mañanas, el galope de mi caballo sobre suelos polvorientos o en los anchos calle­jones barrosos. Me detengo frente al rancho de los Cuello, viejos hacedores de carunchos, cigarritos de noble ta­baco oscuro; charlo con Aguilar y Pajarito Ayala; oigo el típico grito del gaucho en el fondo del monte, y lo siento a mi poncho como si me abrazara, con el abrazo pesado de prenda mojada; como si de nuevo anduviera aprendiendo vida en ese mundo sagrado y agreste, mis­terioso y sin olvido, de la selva entrerriana.

 

 

 

(*) Atahualpa Yupanqui, seudónimo de Héctor Roberto Chavero (Pergamino, Argentina; 31 de enero de 1908 - Nimes, Francia; 23 de mayo de 1992) fue un cantautor, guitarrista y escritor argentino. Se lo considera el más importante músico argentino de folclore. Sus composiciones han sido cantadas por reconocidos intérpretes, como Mercedes Sosa, Los Chalchaleros, Horacio Guarany, Jorge Cafrune, Alfredo Zitarrosa, José Larralde, Víctor Jara, Ángel Parra, Jairo, Divididos y Marie Laforêt, entre muchos otros, y siguen formando parte del repertorio de innumerables artistas, en Argentina y en distintas partes del mundo. También escribió prosa, -semblanzas de su vida rural- y algunos poemas que fueron reunidos en el libro "El canto del viento" (1998).